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El príncipe Grégory de Montenegro

Dos semanas cumplidas llevaba el infortunado Tartarín en busca de su dama argelina, y es probable que aún estaría buscándola si la providencia de los enamorados no hubiese acudido en socorro suyo en figura de cierto hidalgo montenegrino. Véase cómo:

En invierno, el teatro principal de Argel da todos los sábados por la noche un baile de máscaras; como en la ópera, ni más ni menos. El eterno e insípido baile de máscaras provinciano. Poca gente en la sala, náufragos del Bullier o del Casino, vírgenes locas que siguen al ejército, bellezas marchitas, trajes derrotados y cinco o seis lavanderitas mahonesas echadas a perder que conservan un vago perfume de ajo y de salsas azafranadas en memoria de sus tiempos de virtud… El verdadero golpe de vista no está allí. Está en el foyer, convertido para el caso en sala de juego… Una multitud febril y abigarrada se atropella alrededor de los largos tapetes verdes; turcos con licencia, que se juegan los cuartos pedidos a rédito; mercaderes moros de la ciudad alta; negros, malteses, colonos del interior que han recorrido 40 leguas para aventurar en un as el dinero de un arado o de una yunta de bueyes…, todos trémulos, pálidos, con los dientes apretados, mirada singular de jugador, turbia, en bisel, y bizca a fuerza de fijarse en la misma carta.

Más allá, tribus de argelinos juegan en familia. Los hombres, con el traje oriental, horrorosamente accidentado por unas medias azules y unas gorras de terciopelo. Las mujeres, infladas y descoloridas, muy tiesas, con sus ajustados petos de oro… Agrupada alrededor de las mesas, toda la tribu chilla, se concierta, cuenta con los dedos y juega poco. Sólo de tarde en tarde, después de largos cabildeos, un viejo patriarca, de barbas de Padre Eterno, se desprende del grupo y va a arriesgar el duro familiar… Entonces, mientras dura la partida, hay un centelleo de ojos hebraicos vueltos hacia la mesa, ojos terribles de imán negro, que hacen estremecerse en el tapete a las monedas de oro y acaban por atraerlas suavemente como con un hilo…

Después, riñas, batallas, juramentos de todos los países, gritos locos en todas las lenguas, puñales desenvainados, la guardia que sube, dinero que falta…

En medio de aquellas saturnales fue a caer el gran Tartarín una noche en busca del olvido y la paz del corazón.

Iba solo el héroe entre la multitud, pensando en su mora, cuando de pronto, en una mesa de juego, entre gritos y el ruido del oro, se levantaron dos voces irritadas:

—Le digo a usted que me faltan veinte francos, caballero…

—¡Caballero!…

—¿Qué hay?…

—Que sepa con quién habla.

—No deseo otra cosa…

—Soy el príncipe Grégory de Montenegro, caballero.

Al oír este nombre, Tartarín, conmovido, se abrió paso por entre la multitud y fue a ponerse en primera fila, gozoso y ufano de haber vuelto a encontrar a su príncipe, aquel príncipe montenegrino tan elegante y fino con quien trabara conocimiento en el vapor…

Desgraciadamente, el título de alteza, que tanto había ofuscado al buen tarasconés, no produjo la menor impresión en el oficial de cazadores con quien el príncipe tenía el altercado.

—No me dice gran cosa… —respondió el militar burlonamente.

Y volviéndose hacia la galería, exclamó:

—¡Grégory de Montenegro!… ¿Hay alguno que conozca tal nombre?… ¡Nadie!

Tartarín, indignado, dio un paso adelante.

—Dispense usted… ¡Yo conozco al príncipe! —dijo con voz firme y con su más puro acento tarasconés.

El oficial de cazadores le miró un momento cara a cara, y después, encogiéndose de hombros, dijo:

—Bueno; pues, repártanse los veinte francos que faltan, y asunto concluido.

Y dicho esto, volvió la espalda y se perdió entre la multitud.

El fogoso Tartarín quiso lanzarse detrás de él; pero el príncipe se lo impidió.

—Déjele…, ya me las entenderé yo con él.

Y cogiendo al tarasconés del brazo, le sacó de allí rápidamente.

En cuanto estuvieron fuera, el príncipe Grégory de Montenegro se descubrió, tendió la mano a nuestro héroe y, recordando vagamente su nombre, empezó a decir con voz vibrante:

—Señor Barbarín…

—Tartarín —insinuó el otro tímidamente.

—Tartarín o Barbarín…, ¡qué más da!… Entre nosotros, amistad hasta la muerte.

Y el noble montenegrino le sacudió la mano con feroz energía… Figuraos lo orgulloso que estaría el tarasconés.

—¡Príncipe!… ¡Príncipe!… —repetía, ebrio de satisfacción.

Un cuarto de hora después, los dos caballeros estaban instalados en el restaurante Los Plátanos, agradable establecimiento nocturno con terrazas al mar, y allí, ante una fuerte ensalada rusa, rociada con rico vino de Crescia, resellaron la amistad.

No es posible imaginar nada más seductor que aquel príncipe montenegrino. Delgado, fino, crespos cabellos rizados a tenacilla, rasurado con piedra pómez, constelado de raras condecoraciones, de astuto mirar, gesto zalamero y acento vagamente italiano, que le daba cierto aire de Mazarino sin bigote; además, muy ducho en lenguas latinas, pues a cada paso citaba a Tácito, a Horacio y a los Comentarios.

De antigua raza hereditaria, parece ser que sus hermanos le habían condenado a destierro desde los diez años, a causa de sus opiniones liberales, y desde entonces iba corriendo mundo para instruirse y por placer; es decir, en calidad de alteza filósofo… ¡Coincidencia singular! El príncipe había pasado tres años en Tarascón; y como Tartarín se admirase de no haberle visto jamás en el Casino ni en la Explanada: «Salía poco de casa…», respondió su alteza en tono evasivo. Y el tarasconés, por discreción, no se atrevió a preguntarle más. ¡Todas las grandes existencias tienen aspectos tan misteriosos!

En suma: que el tal Grégory era un buen príncipe. Saboreando el rosado vino de Crescia, escuchó pacientemente a Tartarín, que le habló de su mora, y aun llegó a asegurarle que la encontraría pronto, puesto que él conocía a todas aquellas damas.

Bebieron de firme, mucho tiempo… Brindaron «por las mujeres de Argel, por Montenegro libre…».

Fuera, al pie de la terraza, el mar rugía, y las olas, en la sombra, batían la playa con un ruido como si estuviesen sacudiendo trapos mojados. El aire estaba caldeado y el cielo lleno de estrellas.

En Los Plátanos cantaba un ruiseñor…

Tartarín pagó la cuenta.