¡Dormid, leones del Atlas! Dormid tranquilos en el fondo de vuestros cubiles, entre áloes y cactos silvestres… Tartarín de Tarascón no os degollará en unos días. Por ahora, todos sus arreos de guerra —cajas de armas, botiquín, tienda de campaña, conservas alimenticias— descansan apaciblemente, embalados, en el hotel de Europa, en un rincón del cuarto número 36.
¡Dormid sin miedo, grandes leones rojos! El tarasconés anda en busca de su mora. Desde la aventura del ómnibus, el desdichado cree sentir perpetuamente en el pie, en aquel ancho pie de cazador de pieles, los correteos del ratoncito; y la brisa del mar, cuando le roza suavemente los labios, se perfuma —haga él lo que haga— de amoroso olor de pasteles y anís.
¡Echa de menos a su mogrebina!
Pero… ¡ahí es nada! Encontrar en una ciudad de cien mil almas una persona de las que tan sólo se conoce el aliento, las babuchas y el color de los ojos… Sólo un tarasconés enamorado sería capaz de intentar semejante aventura.
Lo terrible es que, bajo sus grandes máscaras blancas, todas las moras se parecen; además, esas señoras salen muy poco, y para verlas, hay que subir a la ciudad alta, la ciudad árabe, la ciudad de los teurs.
Aquello es un lugar de muerte. Callejuelas negras, muy angostas, que suben a pico entre dos filas de casas misteriosas, cuyos aleros se juntan formando túnel. Puertas bajas, ventanas pequeñitas, mudas, tristes, enrejadas. Y luego, a derecha e izquierda, tenderetes sombríos, en donde los teurs, de caras de piratas, ojos blancos y dientes brillantes, fuman largas pipas y se hablan en voz baja, como para concertar fechorías.
Decir que nuestro Tartarín atravesaba sin emoción aquella ciudad formidable sería mentir. Por el contrario, estaba muy conmovido, y en aquellas oscuras callejuelas, poco más anchas que su barriga, el hombre avanzaba con todo género de precauciones, ojo avizor y el dedo en el gatillo del revólver. Lo mismo que en Tarascón cuando iba al casino. A cada paso esperaba recibir por la espalda un asalto de eunucos y jenízaros; pero el deseo de ver a su dama le daba una audacia y una fuerza de gigante.
El intrépido Tartarín no salió de la ciudad alta en ocho días. Ora se le veía hacer el oso delante de los baños moros, esperando la hora en que aquellas damas salen a bandadas, temblorosas y con la fragancia del baño; ora se agachaba a la puerta de las mezquitas, sudando y bufando para quitarse las botazas antes de entrar en el santuario…
A veces, a la caída de la tarde, cuando regresaba, afligido por no haber descubierto nada ni en el baño ni en la mezquita, el tarasconés, al pasar ante las casas moras, oía cantos monótonos, sordo rasguear de guitarra, tañidos de panderetas y risas de mujer que le hacían latir el corazón.
«¿Estará ahí?», se decía.
Entonces, si la calle estaba desierta, se acercaba a una de aquellas casas, levantaba el pesado aldabón del postigo bajo y llamaba tímidamente… Cantos y risas cesaban en el acto, y detrás de la pared tan sólo se oían vagos cuchicheos, como en una pajarera dormida.
«¡Pongámonos en guardia! —pensaba el héroe—. ¡Aquí me va a suceder algo!».
Y lo que le solía ocurrir era que le echasen un jarro de agua fría o unas cáscaras de naranjas y de higos chumbos…
Nunca le sucedió percance más serio.
¡Dormid, leones del Atlas!