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Llegada de la hembra. Terrible combate. A la buena pieza

El primer movimiento de Tartarín al contemplar el aspecto de su desgraciada víctima fue de despecho. ¡Hay, en efecto, tanta distancia de un león a un burriquot! Su segundo movimiento fue de compasión. ¡Era tan bonito aquel borriquillo! ¡Parecía tan bueno! La piel de sus ijares, todavía caliente, se levantaba y caía como una ola. Arrodillose Tartarín, y con la punta de su faja argelina trató de restañar la sangre del animalito. Y aquel grande hombre curando al borriquillo ofrecía un espectáculo verdaderamente conmovedor.

Al contacto sedoso de la faja, el borriquillo, que aún tenía un resto de vida, abrió sus ojazos grises y movió dos o tres veces sus largas orejas como para decirle: «¡Gracias!… ¡Gracias!…». Después, la última convulsión le agitó desde la cabeza al rabo y se quedó sin movimiento.

—¡Negrillo! ¡Negrillo! —gritó de pronto una voz estrangulada por la angustia, al mismo tiempo que se movían las ramas de unas matas próximas…

Tartarín apenas tuvo tiempo para levantarse y ponerse en guardia… ¡Era la hembra!…

La hembra, que llegaba, terrible y rugiente, bajo la apariencia de una vieja alsaciana con marmota, blandiendo un gran paraguas rojo, muy grande, y reclamando su borriquillo a todos los ecos de Mustafá. Más le hubiera valido, por cierto, a Tartarín habérselas con una leona furiosa que con aquella mala vieja… En vano procuró el desventurado darle a entender cómo había acaecido el suceso: que había tomado a Negrillo por un león… La vieja creyó que quería burlarse de ella, y lanzando enérgicos juramentos, cayó sobre el héroe a paraguazos. Tartarín, algo confuso, se defendió como pudo, parando los golpes con la carabina. El hombre sudaba, resoplaba, saltaba, gritando:

—Pero ¡señora…, señora!…

Como si no. La señora estaba sorda, y bien lo demostraba su vigor.

Felizmente, un tercer personaje apareció en el campo de batalla. El marido de la alsaciana, alsaciano también y tabernero, y además muy ducho en cuentas. Cuando se enteró con quién tenía que habérselas y que el asesino sólo pensaba en pagar el precio de la víctima, desarmó a su esposa y se entendieron.

Tartarín dio 200 francos; diez podría valer el asno, que es el precio corriente de los burriquots en los mercados árabes. Después enterraron al pobre Negrillo al pie de una higuera, y el alsaciano, que cobró buen humor al ver el color de los duros tarasconeses, invitó al héroe a tomar un bocado en su taberna, que se encontraba a pocos pasos de allí, a un lado de la carretera.

Los cazadores argelinos almorzaban allí todos los domingos, porque aquel llano era abundante en caza, y a dos leguas alrededor de la ciudad no había mejor sitio para los conejos.

—¿Y los leones? —preguntó Tartarín.

El alsaciano le miró lleno de asombro.

—¿Los leones?

—Sí…, los leones… ¿Se ven por aquí alguna vez? —volvió a preguntar el pobre hombre con un poco menos de seguridad.

El tabernero se echó a reír.

—¡Dios nos libre!… Aquí no queremos leones… ¿Qué haríamos con ellos?

—Pero ¿no los hay en Argelia?

—Lo que es yo, nunca los he visto… Y ya hace veinte años que vivo en la provincia. No obstante, creo haber oído contar… Me parece que los periódicos… Pero es mucho más lejos; allá, en el sur…

En aquel momento llegaron a la taberna. Una taberna de arrabal como las que se ven en Vanves o en Pantin, con una rama seca encima de la puerta, garabatos pintados en las paredes y este letrero de inofensiva alusión venatoria:

¡La buena pieza!… ¡Oh, Bravida, qué recuerdo!