Las tres daban en el reloj del Gobierno cuando despertó Tartarín. Había estado durmiendo todo el anochecer, toda la noche, toda la mañana y un buen pedazo de aquella tarde.
¡Justo es decir que buena la había corrido la chechia durante tres días!…
El primer pensamiento del héroe al abrir los ojos fue éste: «¡Estoy en la tierra del león!». Y ¿por qué no decirlo? Ante la idea de que los leones estaban tan cerca, a dos pasos, casi a la mano, y que iban a darle quehacer, ¡brrr!…, un frío mortal le sobrecogió y se arrebujó intrépidamente con las sábanas.
Pero, al cabo de un momento, la alegría de la calle, el cielo tan azul, el sol que inundaba el cuarto, el buen almuerzo que se hizo servir en la cama, teniendo abierta la ventana grande que daba al mar, y todo ello regado con una botella de excelente vino de Crescia, le devolvió pronto su antiguo heroísmo.
—¡Al león!, ¡al león! —exclamó, tirando las sábanas y vistiéndose rápidamente.
He aquí cuál era su plan: salir de la ciudad sin decir nada a nadie, lanzarse en pleno desierto, esperar la noche, emboscarse y, al primer león que pasara, ¡pim!, ¡pam!… Luego, volver al otro día a almorzar al hotel de Europa, recibir las felicitaciones de los argelinos y preparar una carreta para ir en busca del animal.
Armose, pues, a toda prisa, se enrolló a la espalda la tienda de campaña, cuyo mástil le subía más de un pie por encima de la cabeza, y rígido como una estaca bajó a la calle. Allí, sin querer preguntar el camino a nadie, para no dejar traslucir sus proyectos, dio media vuelta a la derecha, siguió hasta el extremo los porches de Bab-Azún, en los cuales, desde el fondo de sus negras tiendas, nubes de judíos argelinos, emboscados en los rincones como arañas, le veían pasar; atravesó la Plaza del Teatro, entró en el arrabal y, por fin, llegó a la polvorienta carretera de Mustafá.
¡Qué barahúnda en aquella carretera! Ómnibus, coches de punto, carricoches, furgones de transporte, grandes carretas de heno tiradas por bueyes, escuadrones de cazadores de África, rebaños de borriquillos microscópicos, negras vendiendo galletas, coches de emigrantes alsacianos, espahís de capas rojas, todo aquello desfilando en un torbellino de polvo, en medio de gritos, cantos y trompetas, por entre dos filas de malas barracas, donde se veían robustas mahonesas peinándose delante de las puertas; tabernas llenas de soldados, carnicerías, matarifes…
«¿Qué me cuentan a mí de su Oriente? —pensaba el gran Tartarín—. ¡Ni siquiera hay tantos teurs como en Marsella!».
De pronto vio pasar a su vera, alargando las patazas y pavoneándose, un soberbio camello. El corazón le dio un vuelco.
¿Camellos ya? Pues los leones no andarían lejos; y, en efecto, al cabo de cinco minutos vio llegar hacia donde él estaba, con las escopetas al hombro, toda una tropa de cazadores de leones.
«¡Cobardes! —se dijo nuestro héroe al pasar junto a ellos—, ¡cobardes!… ¡Ir al león en cuadrilla!…, ¡y con perros!…». Porque él jamás hubiera imaginado que en Argelia pudiera cazarse otra cosa sino leones. Aquellos cazadores, sin embargo, tenían tan buen aspecto de comerciantes retirados, y además aquella manera de cazar el león con perros y morrales era tan patriarcal, que el tarasconés, algo intrigado, se creyó en el deber de interrogar a uno de aquellos señores.
—¿Qué tal, compañero, buena caza?
—Regular —respondió el interpelado, mirando con espanto el considerable armamento del guerrero tarasconés.
—¿Ha matado usted?
—Claro que sí…, algunas piezas… Vea usted.
Y el cazador argelino le mostró el morral, hinchado de conejos y chochas.
—Pero… ¿cómo? ¿Las lleva usted en el morral?
—Pues ¿dónde quiere usted que las lleve?
—¡Vamos!… ¡Serán… pequeñitos!…
—Pequeños y grandes —respondió el cazador.
Y como tenía prisa de volver a casa, se juntó a sus compañeros a grandes zancadas.
El intrépido Tartarín se quedó plantado de estupor en medio de la carretera… Y luego, después de un momento de reflexión, se dijo: «¡Bah!… Son unos embusteros… Éstos no han cazado nada…», y continuó su camino.
Las casas iban haciéndose más raras, y los transeúntes también. Caía la tarde; los objetos empezaban a confundirse… Tartarín de Tarascón siguió andando como una media hora… Por fin se detuvo. Era noche. Noche sin luna, acribillada de estrellas. En la carretera, ni un alma… Sin embargo, el héroe pensó que los leones no son diligencias y no suelen echar por la carretera adelante. Y siguió a campo traviesa… A cada paso, zanjas, malezas y zarzas. ¡No importa! ¡Adelante, adelante!… De pronto, ¡alto! «Por aquí ya huele a león», se dijo nuestro hombre, y husmeó fuertemente a derecha e izquierda.