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Invocación a Cervantes. Desembarco. ¿Dónde están los teurs? No hay teurs. Desilusión

¡Oh, Miguel de Cervantes Saavedra! Si es cierto lo que dicen, que en los lugares en que han vivido los grandes hombres, algo de ellos flota en el aire hasta el fin de los tiempos, lo que de ti quedaba en aquella playa berberisca debió de estremecerse de gozo al ver desembarcar a Tartarín de Tarascón, tipo maravilloso de francés del Mediodía, en quien encarnaban los dos héroes de tu libro: Don Quijote y Sancho Panza…

El aire estaba caluroso aquel día. En el muelle, inundado de sol, cinco o seis aduaneros; argelinos que esperaban noticias de Francia; moros en cuclillas, que fumaban en largas pipas; marineros malteses que tiraban de unas vastas redes, entre cuyas mallas relucían millares de sardinas como si fuesen moneditas de plata.

Pero en cuanto Tartarín puso el pie en tierra, el muelle se animó, cambió de aspecto. Una bandada de salvajes, más horribles aún que los piratas del barco, se levantó de entre los guijarros de la orilla y se lanzó sobre el viajero. Robustos árabes, desnudos bajo sus mantas de lana; moritos harapientos, negros, tunecinos, mahoneses, morabitos, mozos de hotel con delantal blanco, todos gritando, dando aullidos, agarrándose en las ropas del tarasconés y disputándose sus equipajes; uno se lleva sus conservas; otro, su botiquín, y todos, en fantástica algarabía, arrojándole al rostro nombres de hoteles inverosímiles.

Aturdido por todo aquel tumulto, el pobre Tartarín iba, venía, echaba pestes, juraba, se agitaba, corría detrás de sus equipajes, y no sabiendo cómo hacerse entender por aquellos bárbaros, los arengaba en francés, en provenzal y aun en latín, latín macarrónico: Rosa, rosae; bonus, bona, bonum…, todo lo que sabía… Trabajo perdido. Nadie le escuchaba… Felizmente, un hombrecito con túnica de cuello amarillo y armado de largo bastón intervino, como un dios de Homero, en la contienda y dispersó toda aquella chusma a bastonazos. Era un guardia municipal argelino. Con mucha cortesía invitó a Tartarín a que fuese al hotel de Europa, y lo confió a unos mozos de aquel hotel, que le llevaron junto con sus equipajes en varias carretillas.

A los primeros pasos que Tartarín de Tarascón dio por Argel, abrió los ojos de par en par. Se había figurado una ciudad oriental, maravillosa, mitológica, algo así como un término medio entre Constantinopla y Zanzíbar…, y caía en pleno Tarascón… Cafés, restaurantes, calles anchas, casas de cuatro pisos, una plazuela solada de macadán en que los músicos militares tocaban polcas de Offenbach; caballeros en sillas bebiendo cerveza con pan salado; señoras, algunas mujeres galantes y luego militares…, ¡pero ni un teur!… El único teur era él… Por eso se vio algo apurado para atravesar la plaza. Todos le miraban. Los músicos militares se pararon, y la polca de Offenbach se quedó con un pie en el aire.

Con ambos fusiles al hombro y revólver al cinto, feroz y majestuoso como Robinson Crusoe, Tartarín pasó gravemente por entre aquellos grupos, pero al llegar al hotel le abandonaron las fuerzas. La salida de Tarascón, el puerto de Marsella, la travesía, el príncipe montenegrino, los piratas, todo se confundía dándole vueltas en la cabeza… Hubo que subirle a su cuarto, desarmarle, desnudarle… Y aun se trató de avisar al médico. Pero en cuanto echó la cabeza en la almohada empezó a roncar tan alto y de tan buena gana que el fondista consideró innecesarios los socorros de la ciencia, y todos se retiraron discretamente.