No zozobraban; habían llegado.
Acababa el Zuavo de entrar en la rada, bella rada de aguas sombrías y profundas; pero silenciosa, triste, casi desierta. Enfrente, sobre una colina, Argel la blanca, con sus casitas de blanco mate que bajan hacia el mar, apretadas unas contra otras. Inmenso tendedero de ropa blanca en el ribazo de Meudon. Y encima de todo, un cielo de raso azul, y ¡qué azul!…
El ilustre Tartarín, algo repuesto de su espanto, miraba el paisaje, escuchando con respeto al príncipe montenegrino, que, de pie a su lado, iba nombrándole los diferentes barrios de la ciudad: la Casbah, la ciudad alta, la calle de Bab-Azún. ¡Qué bien educado aquel príncipe montenegrino! Además, conocía a fondo Argelia y hablaba el árabe correctamente. Tartarín se propuso cultivar su amistad… De pronto, a lo largo del empalletado, en el cual se apoyaban, distinguió el tarasconés una hilera de manzanas negras que se agarraban por fuera. Casi al mismo tiempo, una cabeza de negro apareció delante de él, y antes de que hubiese tenido tiempo de abrir la boca, la cubierta se halló invadida por todas partes por un centenar de piratas, negros, amarillos, medio desnudos, horrorosos, terribles.
Ya conocía Tartarín a aquellos piratas… Eran ellos, aquellos famosos ellos que con tanta frecuencia había buscado por las noches en las calles de Tarascón. Al cabo se decidían a venir…
Primeramente, la sorpresa le dejó clavado en el sitio. Pero cuando vio que ellos se precipitaban sobre los equipajes, arrancaban la tela de lona que los cubría y empezaban el saqueo del barco, el héroe despertó, y desenvainando el cuchillo de monte:
—¡A las armas! ¡A las armas! —gritó a los viajeros, y fue el primero en caer sobre los piratas.
—Qués acó? ¿Qué es eso? ¿Qué le pasa? —preguntó el capitán Barbassou, que en aquel momento bajaba del puente.
—¡Ah, capitán!… ¡De prisa, de prisa!… ¡Arme usted a sus hombres!…
—¿Para qué, boun Diou?
—Pero ¿no lo ve usted?…
—¿Qué?
—Ahí…, delante de usted…, ¡los piratas!
El capitán Barbassou le miró alelado. En aquel instante, un negrazo pasaba delante de ellos, corriendo, con el botiquín del héroe sobre las espaldas…
—¡Miserable!… ¡Espera! —rugió el tarasconés; y se lanzó sobre él con la daga en alto.
Barbassou le paró al vuelo, y, agarrándole de la faja, le dijo:
—Pero, trueno de Dios, estese quieto… No hay tales piratas… Hace mucho tiempo que ya no quedan… Son cargadores.
—¡Cargadores!
—Sí; ganapanes, que vienen a buscar los equipajes para llevarlos a tierra… Envaine usted, pues, el cuchillo, deme el billete y vaya detrás de ese negro, que es un buen muchacho, y él le llevará a tierra, y aun al hotel, si usted quiere…
Tartarín, un poco azorado, dio el billete y, siguiendo al negro, bajó por la escalerilla a una barcaza que bailaba al costado del buque. Allí estaba ya todo su equipaje: baúles, cajas de armas, botiquín, conservas alimenticias… Como ocupaban toda la barca, no hubo necesidad de esperar a otros pasajeros. El negro se encaramó sobre los bultos y allí se acurrucó como un mono, con las rodillas entre las manos. Otro negro cogió los remos… Los dos miraban a Tartarín riendo y mostrando sus blancos dientes.
De pie en la popa, con aquel terrible gesto que era el terror de sus paisanos, el gran tarasconés acariciaba febrilmente el mango de su cuchillo; porque, a pesar de lo que Barbassou le dijo, sólo a medias se había tranquilizado con respecto a las intenciones de aquellos cargadores de piel de ébano, que tan poco se parecían a los simpáticos mozos de cuerda de Tarascón…
Cinco minutos después, la barcaza llegaba a tierra, y Tartarín ponía el pie en aquel muelle berberisco en que, trescientos años antes, un galeote español llamado Miguel de Cervantes, bajo el látigo de la chusma argelina, preparaba cierta sublime novela que había de llamarse el Quijote.