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La travesía. Las cinco posturas de la chechia. La tarde del tercer día. Misericordia

Quisiera, lectores queridos, ser pintor, y gran pintor, para poneros ante los ojos, a la cabeza de este episodio segundo, las diferentes posturas que tomó la chechia de Tartarín de Tarascón en aquellos tres días de travesía que pasó a bordo del Zuavo, entre Francia y Argelia.

Os la mostraría primero al zarpar, sobre cubierta, heroica y soberbia como ella sola, hecha nimbo de aquella hermosa cabeza tarasconesa. Os la enseñaría después a la salida del puerto, cuando el Zuavo empezó a caracolear sobre las olas; os la pintaría temblorosa, asombrada, como si presentase ya los primeros síntomas del mareo.

Luego, en el golfo de León, según se va entrando en alta mar, cuando ésta se formaliza, os la dejaría ver en lucha con la tempestad, levantándose asustada sobre el cráneo del héroe, con su gran borla de lana azul erizada en la bruma y la borrasca… Cuarta posición. Las seis de la tarde: costas de Córcega a la vista. La infortunada chechia se inclina por encima del empalletado y, lamentablemente, mira y sonda el mar… Por último, quinta y postrera posición: en el fondo de un estrecho camarote, en una litera que parece un cajón de cómoda, algo informe y desolado rueda quejumbroso por la almohada. Es la chechia, la que fue heroica chechia al zarpar, y reducida al vulgar estado de gorro de dormir, hundido hasta las orejas en una cabeza de enfermo, descolorida y convulsa…

¡Ah! Si los tarasconeses hubiesen podido ver a su gran Tartarín, tumbado en el cajón de cómoda bajo la pálida y triste luz que caía de las portillas, entre aquel insulso olor de cocina y de madera mojada, repugnante olor de barco; si le hubiesen oído jadear a cada vuelta de la hélice, pedir té cada cinco minutos, y jurar contra el mozo con vocecita de niño, ¡cómo se hubieran arrepentido de haberle obligado a partir!… Pues —palabra de historiador— el pobre teur movía a lástima. Sorprendido de pronto por el mareo, el infortunado no tuvo valor para aflojarse la faja argelina ni para desprenderse de su arsenal. El cuchillo de monte, de grueso mango, le rompía el pecho; el cuero del revólver le mortificaba las piernas, y, para remate, los refunfuños de Tartarín-Sancho, que no cesaba de gimotear y echar pestes:

—¡Anda allá, imbécil!… ¡Ya te lo decía yo!… ¡Quisiste ir a África!… Pues, ea, ¡ahí tienes tu África!… ¿Qué te parece?

Pero lo más cruel era que desde el fondo de su camarote y de sus gemidos, el infeliz oía a los pasajeros del salón principal reír, comer, cantar y jugar a las cartas. La sociedad era tan alegre como numerosa a bordo del Zuavo. Oficiales que iban a incorporarse a sus regimientos, estrellas del Alcázar de Marsella, cómicos, un musulmán rico que volvía de la Meca, un príncipe montenegrino, muy bromista, que imitaba a Ravel y a Gil-Pérès… Ni uno se mareaba, y todos mataban el tiempo bebiendo champaña con el capitán del Zuavo, perfecto tipo marsellés, que tenía familia en Argel y en Marsella y respondía al alegre nombre de Barbassou.

Tartarín de Tarascón odiaba a todos aquellos miserables. La alegría de ellos redoblábale el mal.

Por fin, en la tarde del tercer día se produjo a bordo extraordinario movimiento, que sacó a nuestro héroe de su largo sopor. Sonó la campana de proa y oyéronse las recias botas de los marineros correr sobre cubierta.

—¡Máquina adelante!… ¡Máquina atrás! —gritaba la voz ronca del capitán Barbassou.

Y después: «¡Máquina! ¡Alto!». Parada repentina, una sacudida, y luego, nada… Nada más que el vapor balanceándose de costado, como un globo en el aire…

Aquel extraño silencio espantó al tarasconés.

—¡Misericordia! ¡Nos vamos a pique! —exclamó con voz terrible, y redoblando sus fuerzas por arte de magia, saltó de su litera y se precipitó sobre cubierta con todo su arsenal.