El 1 de diciembre de 186…, a mediodía, con un sol de invierno provenzal, tiempo claro, brillante, espléndido, los marselleses, espantados, vieron desembocar en la Canebière un teur, ¡lo que se llama un teur!… Jamás habían visto uno semejante, aunque bien sabe Dios que no faltan teurs en Marsella.
¿Será preciso decir que el teur de que se trata era Tartarín, el gran Tartarín de Tarascón, que iba por los muelles, seguido de sus cajas de armas, su botiquín y sus conservas, en busca del embarcadero de la Compañía Touache y del vapor Zuavo, en que se iba «allá»?
Sonoros aún en sus oídos los aplausos tarasconeses, embriagado por la luz del cielo y el olor del mar, Tartarín, radiante, con sus fusiles al hombro y la cabeza alta, iba mirando con ojos de asombro el maravilloso puerto de Marsella, que veía por primera vez y que le ofuscaba… El pobre creía estar soñando. Le parecía que se llamaba Simbad el Marino y que vagaba por alguna de aquellas ciudades fantásticas de las Mil y una noches.
Una maraña de mástiles y vergas, cruzándose en todos sentidos hasta perderse de vista. Pabellones de todos los países: rusos, griegos, suecos, tunecinos, americanos… Los buques al ras del muelle, los bauprés en la orilla, como hileras de bayonetas. Por debajo, las náyades, diosas, vírgenes y otras esculturas de madera pintada, que dan nombre a las naves; todo aquello comido por el agua del mar, devorado, chorreando, mohoso… De trecho en trecho, entre los barcos, pedazos de mar, como grandes cambiantes manchados de aceite… Entre aquel enredijo de vergas, nubes de gaviotas que ponían preciosas manchas en el cielo azul, y grumetes que se llamaban unos a otros en todas las lenguas.
En el muelle, entre arroyuelos procedentes de las jabonerías, verdes, espesos, negruzcos, cargados de aceite y de sosa, todo un pueblo de aduaneros, comisionistas y cargadores con sus bogheys, tirados por caballitos corsos.
Almacenes de caprichosas ropas hechas; barracas ahumadas, donde los marineros se hacían la comida; vendedores de pipas, vendedores de monos, papagayos, cuerdas, tela para velas; baratillos fantásticos en los que se ostentaban, en confuso revoltijo, viejas culebrinas, grandes linternas doradas, grúas de desecho, áncoras desdentadas, cuerdas, poleas, bocinas, catalejos, todo del tiempo de Jean Bart y de Duguay-Trouin. Vendedoras de almejas y mejillones, en cuclillas y chillando al lado de sus mariscos. Marineros pasando con tarros de alquitrán, marmitas humeantes o grandes cenachos llenos de pulpos, que llevaban a lavar en el agua blanquecina de las fuentes.
Por todas partes un prodigioso hacinamiento de mercancías de todas clases: sedas, minerales, carritos de madera, salmones de plomo, paños, azúcar, algarrobas, colza, regaliz, caña de azúcar… El Oriente y el Occidente revueltos. Grandes montones de quesos de Holanda, que las genovesas teñían de rojo con las manos.
Más allá, el muelle del trigo; mozos descargando sacos en la orilla, de lo alto de grandes andamiadas. El trigo, torrente de oro, se vertía entre una humareda rubia. Hombres con fez rojo, cribándolo en grandes cedazos de piel de burro y cargándolo en carros que se alejaban seguidos de un regimiento de mujeres y chicos con escobillas y cestas de mimbres… Más lejos, el dique de carenar; barcos tendidos de costado y chamuscándolos con malezas para quitarles las hierbas marinas, hundidas las vergas en el agua; olor de resma, ruido ensordecedor de carpinteros que forraban el casco de los navíos con grandes planchas de cobre…
A veces, entre los mástiles, un claro. Entonces Tartarín veía por él la entrada del puerto, el ir y venir de barcos, una fragata inglesa que salía para Malta, rozagante y bien lavada, con oficiales de guante amarillo, o bien un alto bergantín marsellés, desatracando en medio de gritos y juramentos, y a popa un capitán gordo, de levita y sombrero de seda, que mandaba la maniobra en provenzal. Navíos que se iban corriendo a velas desplegadas. Otros, allá, muy lejos, que arribaban lentamente, a pleno sol, como sostenidos en el aire.
Y en todo momento un alboroto horrible, rodar de carretas, el «¡eh!, ¡iza!» de los barqueros, juramentos, canciones, silbidos de los buques de vapor, tambores y cornetas del fuerte de San Juan y del de San Nicolás, campanas de la Mayor, de las Accoules y de San Víctor; y por encima de todo esto, el maestral, que recogía todos aquellos ruidos, todos aquellos clamores, los echaba a rodar, los sacudía, los confundía con su propia voz, y componiendo con todo ello una música loca, salvaje y heroica, como la gran charanga del viaje, que daba ganas de marcharse lejos, muy lejos, de tener alas.
Al son de tan espléndida charanga se embarcó el intrépido Tartarín de Tarascón para el país de los leones…