En medio de aquella defección general, sólo el ejército seguía defendiendo a Tartarín.
El bizarro comandante Bravida, capitán de almacenes retirado, continuaba demostrándole igual estimación: «Es un barbián», se obstinaba en decir, y esta afirmación, a mi parecer, valía tanto como la de Bézuquet el boticario… El bizarro comandante ni siquiera una vez había aludido al viaje a África; pero cuando el clamor público subió de punto, se decidió a hablar.
Una tarde, el desgraciado Tartarín, solo en su despacho, pensando en cosas tristes, vio entrar al comandante, grave, con guantes negros, abrochado hasta las orejas.
—¡Tartarín! —dijo el retirado capitán con autoridad—. ¡Tartarín! ¡Hay que ponerse en camino!
Y se quedó de pie, en el marco de la puerta, rígido y alto como el deber.
Tartarín de Tarascón comprendió todo lo que significaba aquel «¡Tartarín, hay que ponerse en camino!».
Se levantó, palidísimo, miró en derredor, con ojos enternecidos, aquel lindo despacho, bien cerradito, y lleno de calor y de suave luz, aquel ancho sillón tan cómodo, los libros, la alfombra, las cortinillas blancas de las ventanas, detrás de las cuales temblaban las menudas ramas de su jardincito; y luego, acercándose al bizarro comandante, le cogió la mano, la estrechó con energía, y con voz que nadaba en lágrimas, pero estoico, le dijo:
—¡Me pondré en camino, Bravida!
Y se puso en camino, como prometió; pero no en seguida… Necesitaba tiempo para equiparse.
En primer lugar, encargó en casa de Bompard dos baúles muy grandes, forrados de cuero, con una extensa placa que llevaba esta inscripción:
Las operaciones de forrar y grabar las placas invirtieron mucho tiempo. Encargó también, en casa de Tastevin, un álbum magnífico de viaje, para escribir su diario, sus impresiones; porque, al fin y al cabo, aunque se cacen leones, no por eso deja uno de pensar mientras está en camino.
Mandó traer luego de Marsella todo un cargamento de conservas alimenticias: pemmican en pastillas para hacer caldo, una tienda de campaña, nuevo modelo, que se montaba y desmontaba en un minuto, botas marinas, dos paraguas, un waterproof y gafas azules para evitar las oftalmias. Por último, el boticario Bézuquet le preparó un botiquín portátil, atiborrado de esparadrapos, árnica, alcanfor y vinagre de los cuatro ladrones.
¡Pobre Tartarín! Nada de aquello lo hacía para sí: a fuerza de precauciones y atenciones delicadas, esperaba calmar el furor de Tartarín-Sancho, quien, desde que se decidió la marcha, no dejaba de torcer el gesto ni de día ni de noche.