¿Tenía verdadero propósito de marcharse?… Pregunta delicada es ésta, a la que difícilmente podría contestar ni aun el historiador de Tartarín.
Es el caso que habían pasado más de tres meses que la casa de fieras de Mitaine se fue de Tarascón, y el cazador de leones no se movía… Quizá el cándido héroe, cegado por nuevo espejismo, se figurase de buena fe que ya había estado en Argelia. Tal vez, a fuerza de contar sus cazas futuras, imaginábase haberlas hecho, tan sinceramente como se imaginó haber izado la bandera consular y disparado contra los tártaros, ¡pim!, ¡pam!, en Shanghái.
Por desgracia, si Tartarín de Tarascón fue una vez más víctima del espejismo, no así los tarasconeses. Cuando, al cabo de tres meses de espera, advirtieron que el cazador no había hecho el baúl, empezaron a murmurar.
—Será como lo de Shanghái —decía Costecalde sonriendo.
Y el dicho del armero hizo furor en la ciudad, pues ya nadie creía en Tartarín.
Pero los más implacables eran los sencillos, los mandrias, personas como Bézuquet, que hubieran echado a correr por miedo a una pulga y que no podían tirar un tiro sin cerrar los ojos. En la explanada o en el casino, se acercaban al pobre Tartarín, preguntándole en son de guasa:
—¿Cuándo?… ¿Cuándo es la marcha?
En la tienda de Costecalde había perdido todo su crédito. Los cazadores de gorras renegaban de su jefe.
Luego empezaron los epigramas. El presidente Ladevèze, que en sus horas de ocio solía hacer la corte a la musa provenzal, compuso, en la lengua de la tierra, una canción que tuvo éxito. Trataba de cierto gran cazador, llamado maese Gervais, cuya terrible escopeta había de exterminar hasta el último león de África. Por desgracia, aquella malhadada escopeta era de complexión singular: siempre la estaban cargando y el tiro nunca salía.
¡Nunca salía! ¿Se ve bien la alusión?
En un momento se hizo popular la canción, y cuando pasaba Tartarín, los faquines en el muelle y los limpiabotas delante de su puerta, cantaban a coro:
La escopeta de Gervais
la cargaban noche y día;
siempre la estaban cargando
y el tiro nunca salía.
Sino que lo cantaban de lejos por aquello de los «músculos dobles». ¡Oh, fragilidad de los entusiasmos de Tarascón!…
El hombre ilustre hacía como si no viese ni oyese nada; pero, en el fondo, aquella guerra mezquina, sorda y envenenada le afligía mucho. Sentía que Tarascón se le escapaba de las manos, que el favor popular pasaba a otras, y aquello le hacía sufrir horriblemente.
¡Ah! ¡Qué buena es la escudilla grande de la popularidad cuando uno la tiene delante; pero cómo escalda cuando se vierte!…
Mas, a pesar de su aflicción, Tartarín sonreía y llevaba apaciblemente la misma vida, como si nada ocurriese.
Sin embargo, aquella máscara de alegre indiferencia, que por arrogancia se había puesto en la cara, se le caía de pronto algunas veces. Y entonces, en lugar de la risa, veíase la indignación y el dolor…
Por eso, una mañana en que los menudos limpiabotas cantaban bajo sus ventanas:
La escopeta de Gervais…
las voces de aquellos miserables llegaron hasta el cuarto del pobre hombre en el momento en que estaba delante del espejo, afeitándose. Tartarín usaba barba corrida; pero, como era muy recia, tenía que repasarla.
De pronto, la ventana se abrió violentamente y apareció Tartarín en mangas de camisa, atado un pañuelo a la cabeza y embadurnado de jabón, blandiendo la navaja y el jaboncillo y gritando con voz formidable:
—¡Estocadas, señores, estocadas!… ¡Alfilerazos, no!
Hermosas palabras, dignas de la Historia, cuyo único defecto era el ir dirigidas a aquellos minúsculos fouchtras, no más altos que sus cajas de limpiabotas e hidalgos incapaces de coger una espada.