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Antes de la marcha

Mientras Tartarín se ejercitaba con toda clase de medios heroicos, todo Tarascón tenía puestos los ojos en él; nadie se ocupaba en otra cosa. Apenas aleteaba ya la caza de gorras, y las romanzas descansaban. En la botica de Bézuquet, el piano languidecía bajo una funda verde, y las cantáridas estaban puestas a secar encima, patas al aire… La expedición de Tartarín lo había paralizado todo…

Había que ver el éxito del tarasconés en los salones. Se lo arrancaban unos a otros, se lo disputaban, se lo pedían prestado, se lo robaban. No había honor más alto para una señora que el de ir a la casa de fieras de Mitaine del brazo de Tartarín y hacerse explicar delante de la jaula del león cómo hay que arreglárselas para cazar aquellas fieras tan grandes, adónde se ha de apuntar, a cuántos pasos, si suelen ocurrir accidentes, etcétera.

Tartarín daba cuantas explicaciones le pedían. Había leído a Jules Gérard y conocía al dedillo la caza del león, como si la hubiese practicado. Por eso hablaba de ella con tanta elocuencia.

Pero lo mejor era por las noches, después de la cena, en casa del presidente Ladevèze, o del bizarro comandante Bravida, capitán de almacenes retirado, cuando servían el café y se acercaban todas las sillas y le hacían hablar de sus cazas futuras…

Entonces, de codos en el mantel, metiendo la nariz en la taza de moka, el héroe, con voz conmovida, iba refiriendo todos los peligros que en aquel país le esperaban: largos acechos sin luna, charcas pestilentes, ríos envenenados por la hoja de la adelfa, nieves, soles ardientes, escorpiones, plagas de langosta… Contaba también las costumbres de los grandes leones del Atlas, su manera de luchar, su vigor fenomenal y su ferocidad en la época del celo.

Después, exaltándose con su propio relato, se levantaba de la mesa, saltaba al centro del comedor, e imitando el rugido del león, un disparo de carabina, ¡pim!, ¡pam!; un silbido de bala explosiva, ¡pffit!, ¡pffit!, gesticulaba, rugía, tiraba las sillas…

Alrededor de la mesa, todos estaban pálidos. Mirábanse los hombres, meneando la cabeza; cerraban los ojos las señoras, dando gritos de espanto; los viejos blandían belicosamente sus largos bastones, y en el cuarto contiguo los chiquillos, que se acostaban temprano, despertándose sobresaltados por los rugidos y los tiros, tenían mucho miedo y pedían luz.

Pero, entre unas cosas y otras, Tartarín no se marchaba.