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Singulares efectos del espejismo

Aquel día, Tartarín de Tarascón no dijo más; pero demasiado el infeliz había dicho…

Al día siguiente no se hablaba en la ciudad más que de la marcha próxima de Tartarín a Argelia, a la caza de leones. Testigos sois, queridos lectores, de que el pobre no había dicho tal cosa; pero ya sabéis que el espejismo…

En suma: que sólo se hablaba en Tarascón de aquel viaje.

En el paseo, en el casino, en casa de Costecalde, los amigos se acercaban unos a otros como asustados:

—¿Ya sabéis la noticia?

—Por supuesto… La marcha de Tartarín, ¿verdad?

El hombre más sorprendido de la ciudad, al saber que se iba a África, fue Tartarín. Pero ¡lo que es la vanidad! En lugar de responder sencillamente que no se iba, que nunca se le pasó tal pensamiento por la cabeza, el pobre Tartarín —la primera vez que le hablaron de aquel viaje— contestó con cierto aire evasivo: «¡Pse!… Es posible… No diré que no». La segunda vez, un poco más familiarizado con la idea, respondió: «Es probable». La tercera vez: «De seguro».

En fin, por la noche, en el casino y en casa de los Costecalde, arrebatado por el ponche con huevo, las aclamaciones y las luces, embriagado por el éxito que el anuncio de su marcha tuvo en la ciudad, el desdichado declaró formalmente que estaba cansado de cazar gorras y que, sin tardar, iba a ponerse en persecución de los grandes leones del Atlas…

Un ¡hurra! formidable acogió tal declaración. Y acto seguido otro ponche con huevos, apretones de manos, abrazos y serenatas con antorchas hasta media noche ante la casita del baobab.

Pero Tartarín-Sancho no estaba contento. Aquella idea del viaje a África y de la caza del león le daba escalofríos por adelantado, y al volver a casa, mientras al pie de las ventanas se oía la serenata de honor, tuvo un altercado terrible con Tartarín-Quijote, llamándole chiflado, visionario, imprudente, loco de atar; exponiéndole, con todos los pormenores, las catástrofes que le esperaban en aquella expedición, naufragios, reumas, fiebres, disenterías, peste, elefantiasis, etcétera.

En vano juraba Tartarín-Quijote que no haría imprudencias, que se abrigaría bien, que llevaría todo lo necesario. Tartarín-Sancho se negaba a escucharle. El pobre hombre ya se veía hecho trizas por los leones y enterrado en las arenas del desierto como el difunto Cambises; el otro Tartarín ni siquiera pudo apaciguarlo un poco diciéndole que no era cosa del momento, que nadie les metía prisa y que, en resumidas cuentas, aún no se habían marchado.

Claro es, en efecto, que para una expedición como aquélla nadie se embarca sin tomar algunas precauciones. ¡Qué diablo! Hay que saber adónde va uno y no echar a volar como un pájaro…

El tarasconés quiso leer, ante todo, los relatos de los grandes viajeros africanos, las narraciones de Mungo Park, de Caillé, del doctor Livingstone, de Henri Duveyrier.

Leyéndolas, supo que aquellos intrépidos viajeros, antes de calzarse las sandalias para las lejanas excursiones, se habían preparado con mucha anticipación para poder soportar hambre, sed, marchas forzadas y privaciones de todo género. Tartarín quiso hacer lo mismo, y desde aquel día empezó a tomar «agua hervida». En Tarascón llaman «agua hervida» a unas rebanadas de pan mojadas en agua caliente, con un diente de ajo, una pizca de tomillo y un poco de laurel. El régimen era severo. ¡Figuraos la cara que pondría el pobre Sancho!…

A este ejercicio del agua hervida añadió Tartarín de Tarascón otras sabias prácticas. Por ejemplo, para acostumbrarse a largas caminatas se obligó a dar todas las mañanas siete y ocho vueltas seguidas alrededor de la ciudad, unas veces a paso acelerado, otras a paso gimnástico, pegados los codos al cuerpo y con un par de chinitas blancas en la boca, como se hacía antiguamente.

Luego, para hacerse al fresco de la noche, a las nieblas, al relente, bajaba todas las noches al jardín, y allí se estaba hasta las diez o las once, solo, con el fusil, en acecho detrás del baobab…

En fin, mientras la casa de fieras de Mitaine permaneció en Tarascón, los cazadores de gorras que trasnochaban en casa de Costecalde, cuando pasaban por la Plaza del Castillo, pudieron ver en la oscuridad a un hombre misterioso, paseo arriba y paseo abajo, detrás de la barraca.

Era Tartarín de Tarascón, que estaba acostumbrándose a oír sin temblar los rugidos del león en las tinieblas de la noche.