Ya que hemos presentado a Tartarín de Tarascón tal como era en su vida privada, antes de que la gloria bajara a su frente para coronarla de laurel secular; ya que hemos narrado aquella vida heroica de un ambiente modesto, sus alegrías, dolores, sueños y esperanzas, apresurémonos a llegar a las grandes páginas de su historia y al singular acontecimiento en virtud del cual había de remontarse a tan incomparable destino.
Fue de anochecida, en casa del armero Costecalde. Tartarín de Tarascón enseñaba a unos aficionados el manejo del fusil de aguja, entonces de flamante novedad. De pronto se abre la puerta, y un cazador de gorras se precipita despavorido en la tienda gritando: «¡Un león!… ¡Un león!…». Estupor general, espanto, tumulto, atropello. Cala Tartarín la bayoneta, corre Costecalde a cerrar la puerta. Rodean todos al cazador, le interrogan, le asedian, y he aquí lo que oyen: la colección de fieras de Mitaine, de regreso de la feria de Beaucaire, accediendo a parar unos días en Tarascón, acababa de instalarse en la Plaza del Castillo con multitud de boas, focas, cocodrilos y un magnífico león del Atlas.
¡Un león del Atlas en Tarascón! Nadie recordaba haber visto jamás cosa semejante. ¡Con qué arrogancia se miraban nuestros valientes cazadores de gorras! ¡Qué resplandores de júbilo en sus varoniles rostros y qué apretones de manos cambiaban silenciosamente en todos los rincones de la tienda de Costecalde! Tan grande e imprevista era la emoción, que ninguno sabía decir palabra…
Ni siquiera Tartarín. Pálido y tembloroso, sin soltar todavía el fusil de aguja, meditaba de pie delante del mostrador… ¡Un león del Atlas, allí, tan cerca, a dos pasos! ¡Un león! Es decir, el animal heroico y feroz por excelencia, el rey de las fieras, la caza de sus sueños, algo así como el primer galán de aquellos comediantes ideales, que tan bellos dramas le representaban en su imaginación…
¡Un león!… ¡Mil bombas!…
¡Y del Atlas! No era tanto lo que Tartarín podía soportar…
Un golpe de sangre se le subió de repente a la cara.
Llamearon sus ojos. Con gesto convulsivo se echó al hombro el fusil de aguja, y volviéndose hacia el bizarro comandante Bravida, capitán de almacenes retirado, le dice con voz de trueno:
—Vamos a verlo, comandante.
—¡Eh! ¡Tartarín!… ¡Eh!… ¡Mi fusil!… ¡Que se lleva usted mi fusil! —aventuró con timidez el prudente Costecalde.
Pero ya Tartarín había doblado la esquina, y detrás todos los cazadores de gorras marcando valientemente el paso.
Cuando llegaron a la casa de fieras ya había allí mucha gente. Tarascón, raza heroica, pero harto tiempo privada de espectáculos sensacionales, se había precipitado sobre la barraca de Mitaine tomándola por asalto, razón por la cual la señora de Mitaine, mujer muy gorda, estaba contentísima… En traje cabileño, desnudos los brazos hasta el codo, con ajorcas de hierro en los tobillos, un látigo en una mano y un pollo vivo, aunque desplumado, en la otra, la ilustre dama hacía los honores de la barraca a los tarasconeses, y como también ella tenía «músculos dobles», su éxito fue casi tan grande como el de las fieras, sus pupilas.
La entrada de Tartarín con el fusil al hombro causó escalofrío.
Aquellos buenos tarasconeses, que se paseaban con toda tranquilidad frente a las jaulas, sin armas, sin desconfianza, y aun sin la menor idea del peligro, tuvieron un sobresalto de terror, muy natural, al ver entrar al gran Tartarín en la barraca con su formidable máquina de guerra. Luego había algo que temer, puesto que Tartarín, aquel héroe… Y en un santiamén todo el espacio delante de las jaulas quedó vacío. Los niños gritaban de miedo, las mujeres miraban a la puerta. El boticario Bézuquet hubo de escurrirse, diciendo que iba a buscar la escopeta…
Sin embargo, poco a poco, la actitud de Tartarín fue devolviendo tranquilidad a los ánimos. Sereno, alta la cabeza, el intrépido tarasconés dio vuelta lentamente a la barraca, pasó sin detenerse ante la tina de la foca, echó una desdeñosa ojeada al cajón largo, lleno de salvado, en que la boa digería el pollo crudo, y fue, por último, a plantarse ante la jaula del león…
¡Terrible y solemne entrevista! El león de Tarascón y el león del Atlas frente a frente… De un lado, Tartarín, en pie, con la corva tirante y apoyados los brazos en el rifle; del otro, el león, un león gigantesco, de barriga en la paja, parpadeante, como embrutecido, con su enorme jeta de peluca amarilla, descansando sobre las patas delanteras… Los dos, impasibles, mirándose.
¡Cosa singular! Sea que el fusil de aguja le chocara, sea que oliese a un enemigo de su raza, el león, que hasta entonces había mirado a los tarasconeses con soberano desprecio, bostezándoles en las barbas, tuvo de pronto un movimiento de cólera. Primero husmeó, rugió sordamente, separó las garras y estiró las patas; después se levantó, irguió la cabeza, sacudió la melena, abrió una bocaza inmensa y lanzó hacia Tartarín un rugido formidable.
Un grito de espanto le respondió. Tarascón, despavorido, se precipitó hacia las puertas. Todos, mujeres, niños, mozos de cordel, cazadores de gorras, y aun el bizarro comandante Bravida… Sólo Tartarín de Tarascón se estuvo quieto… Allí estaba, firme y decidido, ante la jaula, relampagueantes los ojos y con aquel terrorífico gesto que toda la ciudad conocía… Al cabo de un rato, cuando los cazadores de gorras, un poco tranquilizados por la actitud de Tartarín y por la solidez de los barrotes, se acercaron a su jefe, le oyeron que murmuraba, mirando al león:
—¡Esto sí que es una caza!
Aquel día, Tartarín de Tarascón no dijo más…