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Los europeos de Shanghái. El alto comercio. Los tártaros. ¿Será quizá Tartarín de Tarascón un impostor? Espejismo

No obstante, una vez estuvo Tartarín a punto de emprender un viaje, un viaje muy largo.

Los tres hermanos Garcio-Camus, tarasconeses establecidos en Shanghái, le habían ofrecido la dirección de una factoría en aquel país. Aquélla era la vida a propósito para él. Negocios considerables, una muchedumbre de dependientes a quienes mandar, relaciones con Rusia, Persia, Turquía asiática…, el alto comercio, en suma.

La expresión «alto comercio», en boca de Tartarín, ¡llegaba a una altura!…

Otra ventaja tenía, además, la casa de Garcio-Camus: la de recibir algunas veces la visita de los tártaros. Entonces, a cerrar las puertas de prisa; todos los empleados cogían las armas, se izaba la bandera consular, y, por las ventanas, ¡pim!, ¡pam!, contra los tártaros.

El entusiasmo con que Tartarín-Quijote saltó al leer esta proposición no tendré que ponderároslo; por desgracia, Tartarín-Sancho no oía de aquel oído, y, como era el más fuerte, no pudo arreglarse el negocio. En la ciudad dio mucho que hablar aquello. ¿Se irá? ¿No se irá? Apuesto a que sí, apuesto a que no. Fue un acontecimiento… Al cabo, Tartarín no se fue; sin embargo, aquella historia le honró mucho. Haber estado a punto de ir a Shanghái o haber ido, para Tarascón era casi lo mismo. A fuerza de hablar del viaje de Tartarín, acabaron por creer que ya estaba de vuelta, y por la noche, en el casino, todos aquellos señores le pedían noticias de la vida en Shanghái, de las costumbres, del clima, del opio y del alto comercio.

Tartarín, muy bien informado, daba cuantos pormenores le pedían; a la larga, el buen hombre no andaba ya muy seguro de no haber estado en Shanghái, y al contar por centésima vez la visita de los tártaros, llegó a decir con la mayor naturalidad: «Entonces, armo a mis dependientes, izo la bandera consular, y ¡pim!, ¡pam!, por las ventanas, contra los tártaros».

Y, al decir esto, todo el casino se estremecía…

—¿De manera que su Tartarín no era más que un solemne embustero?

—¡No, y mil veces no! Tartarín no era embustero…

—Pues bien sabría que nunca estuvo en Shanghái.

—Claro que lo sabía, pero…

Pero escuchen bien esto. Ya es hora de que nos entendamos de una vez para siempre con respecto a la reputación de embusteros que los del norte han dado a los meridionales. En el Mediodía de Francia no hay embusteros; no los hay en Marsella, ni en Nimes, ni en Tolosa, ni en Tarascón. El hombre del Mediodía no miente, se engaña. No dice siempre la verdad; pero cree que la dice… Para él, su mentira no es mentira, es una especie de espejismo.

Sí, espejismo… Y para que me entiendan bien, vayan al Mediodía y lo verán. Verán aquel demonio del país en que el sol lo transfigura todo y lo hace todo mayor que lo natural. Verán aquellos cerrillos de Provenza, no más altos que la loma de Montmartre, y les parecerán gigantescos. Verán la casa cuadrada de Nimes —una joyita de rinconera— que les parecerá tan grande como Notre-Dame. Verán… ¡ah!, que el único embustero del Mediodía, si es que hay alguno, es el sol… Todo lo que toca lo exagera… ¿Qué era Esparta en el tiempo de su esplendor? Un poblacho… ¿Y Atenas, qué fue? A lo sumo una subprefectura… y, no obstante, en la Historia nos aparecen como ciudades enormes. Tal es lo que de ellas ha hecho el sol…

Después de esto, ¿os asombraréis de que el mismo sol, cayendo sobre Tarascón, de un antiguo capitán de almacenes, como Bravida, haya podido hacer el bravo comandante Bravida; de un nabo, un baobab, y de un hombre que estuvo a punto de ir, un hombre que había estado en Shanghái?