Con tanta rabia de aventuras, necesidad de emociones fuertes y locura de viajes y correrías por el quinto infierno, ¿cómo diantre se explicaba que Tartarín de Tarascón no hubiese salido jamás de Tarascón?
Porque es un hecho. Hasta la edad de cuarenta y cinco años, el intrépido tarasconés no había dormido ni una noche fuera de su ciudad. Ni siquiera había emprendido el famoso viaje a Marsella con que todo buen provenzal se regala en cuanto es mayor de edad. A lo sumo, es posible que hubiese estado en Beaucaire, y eso que Beaucaire no cae muy lejos de Tarascón, puesto que sólo hay que atravesar el puente. Mas, por desgracia, aquel demonio de puente se lo ha llevado tantas veces un ventarrón, y es tan largo y tan frágil, y el Ródano tan ancho en aquel sitio, que… ¡vamos!, ya os haréis cargo… Tartarín de Tarascón prefería la tierra firme.
Será necesario confesar que en nuestro héroe había dos naturalezas muy diferentes. «Siento dos hombres en mí», dijo no sé qué padre de la Iglesia. Y hubiera estado en lo firme con Tartarín, que llevaba en sí el alma de Don Quijote: iguales arranques caballerescos, el mismo ideal heroico, idéntica locura por lo novelesco y grandioso; pero, desdichadamente, no tenía el cuerpo del famoso hidalgo, aquel huesudo y enteco; aquel pretexto de cuerpo, en que la vida material no tenía dónde agarrarse, capaz de resistir veinte noches seguidas sin desabrocharse la coraza y cuarenta y ocho horas con un puñado de arroz… El cuerpo de Tartarín, al contrario, era todo un señor cuerpo; gordo, pesado, sensual, muelle, quejumbrón, lleno de apetitos burgueses y de exigencias domésticas; el cuerpo ventrudo y corto de piernas del inmortal Sancho Panza.
¡Don Quijote y Sancho Panza en el mismo hombre! ¡Malas migas debían hacer! ¡Qué de luchas! ¡Qué de rasguños!… Hermoso diálogo para escrito por Luciano, o por Saint-Évremond, el de estos dos Tartarines, el Tartarín-Quijote y el Tartarín-Sancho. Tartarín-Quijote exaltándose al leer los relatos de Gustave Aimard, y exclamando: «¡Me marcho!», Tartarín-Sancho pensando sólo en el reuma y diciendo: «¡Me quedo!».
Tartarín-Quijote (muy exaltado): Cúbrete de gloria, Tartarín.
Tartarín-Sancho (muy tranquilo): Tartarín, cúbrete de franela.
Tartarín-Quijote (cada vez más exaltado): ¡Oh, rifles de dos cañones! ¡Oh, dagas, lazos, mocasines!
Tartarín-Sancho (cada vez más tranquilo): ¡Oh, chalecos de punto, medias de lana, soberbias gorras con orejeras!
Tartarín-Quijote (fuera de sí): ¡Un hacha! ¡Venga un hacha!
Tartarín-Sancho (llamando a la criada): Jeannette, el chocolate.
En éstas, aparece Jeannette con un excelente chocolate, caliente, irisado y oloroso, y unas suculentas tortas de anís, que hacen reír a Tartarín-Sancho, ahogando los gritos de Tartarín-Quijote.
Y así queda explicado por qué Tartarín de Tarascón no había salido nunca de Tarascón.