El caballero templario, disponiéndose a hacer una salida contra el infiel que le sitia; el tigre chino, armándose para la batalla; el guerrero comanche, entrando en el sendero de la guerra, nada son al lado de Tartarín de Tarascón armándose de punta en blanco para ir al casino, a las nueve de la noche, una hora después de los clarines de la retreta.
¡Zafarrancho de combate!, como dicen los marinos.
En la mano izquierda se ajustaba Tartarín una llave inglesa con puntas de hierro, y en la derecha llevaba un bastón de estoque. En el bolsillo de la izquierda, un rompecabezas; en el de la derecha, un revólver. En el pecho, entre la camisa y la camiseta, un kris malayo. Pero nunca cogía una flecha envenenada; eso, no. Son armas demasiado traidoras.
Antes de salir, en el silencio y la sombra de su despacho, se ejercitaba un momento en la esgrima; tirábase a fondo contra la pared y ponía en juego sus músculos. Después cogía la llave y atravesaba el jardín, gravemente, sin apresurarse —¡a la inglesa, señores, a la inglesa!—. Ése es el verdadero valor. Ya en el extremo del jardín abría la pesada puerta de hierro, bruscamente, con violencia, a fin de que fuese a dar fuera contra la tapia… Si ellos hubiesen estado escondidos detrás, ¡qué tortilla!… Pero, desgraciadamente, no estaban escondidos detrás.
Abierta la puerta, salía Tartarín, miraba rápidamente a derecha e izquierda, cerraba la puerta con dos vueltas de llave y… andando.
Por la carretera de Aviñón, ni un gato. Puertas cerradas, ventanas sin luz. Todo estaba oscuro. De cuando en cuando un farol pestañeaba en la niebla del Ródano.
Arrogante y tranquilo, Tartarín de Tarascón caminaba en la oscuridad, taconeando y arrancando chispas de los adoquines con la acerada contera de su bastón. Por los bulevares, por las calles o las callejuelas, procuraba siempre echar por en medio del arroyo, excelente medida de precaución que permite ver de lejos el peligro y, sobre todo, evitar lo que por las noches suele caer algunas veces por las ventanas de las casas en Tarascón. Al verlo tan prudente, no vayáis a figuraros que Tartarín tenía miedo… ¡Nada de eso! Tartarín vigilaba.
La mejor prueba de que Tartarín no tenía miedo es que, en lugar de ir al casino por la avenida, iba por la ciudad, es decir, por lo más largo, por lo más oscuro, por una porción de callejuelas horribles, al cabo de las cuales relucen las siniestras aguas del Ródano. El infeliz esperaba siempre que al volver de una esquina saldrían ellos de la sombra para caer sobre él. Y os doy palabra de que hubieran sido bien recibidos… Pero, ¡ay!, por una irrisión del destino, Tartarín de Tarascón jamás tuvo la suerte de un mal encuentro. Ni siquiera un perro, ni siquiera un borracho. ¡Nada!
A veces una falsa alarma: ruido de pasos, voces ahogadas… «¡Alerta!», se decía Tartarín, y se quedaba clavado en el sitio, escrutando la sombra, husmeando como un lebrel y pegando el oído a la tierra, al modo indio… Los pasos se acercaban. Las voces se distinguían mejor… No había dudas, ellos llegaban… Ya estaban ellos allí, y Tartarín, echando fuego por los ojos, con el pecho jadeante, recogíase en sí mismo, como un jaguar, y se disponía a dar el salto, lanzando su grito de guerra… pero, de pronto, del seno de la sombra salían amables voces tarasconesas que le llamaban tranquilamente:
—¡Chico!… ¡Mira!… Si es Tartarín… ¡Adiós, Tartarín!
¡Maldición! Era el boticario Bézuquet con su familia, que acababa de cantar la suya en casa de los Costecalde.
—Buenas noches —decía gruñendo Tartarín, furioso por su equivocación; y, huraño, con el bastón en alto, se hundía en la oscuridad.
Al llegar a la calle del casino, el intrépido tarasconés esperaba otro poco más paseándose arriba y abajo delante de la puerta, antes de entrar… Por fin, cansado de esperarlos, y convencido de que ellos no se presentarían, echaba la última mirada de desafío a la sombra, y murmuraba encolerizado:
—¡Nada!… ¡Nada! ¡Siempre nada!
Y dicho esto, el hombre entraba a echar su partidita con el comandante.