4
 ¡Ellos! 

A tantos y tan variados talentos debía Tartarín su elevada posición en la ciudad.

Lo cierto es que aquel demonio de hombre había sabido prendar a todos.

En Tarascón, el ejército estaba por él. El bizarro comandante Bravida, capitán de almacenes, retirado, decía de él:

—¡Buena pieza está hecho!

Y ya comprenderéis que el comandante entendería de buenas piezas después de haber custodiado el paño de tantos uniformes.

La magistratura estaba también por Tartarín. El presidente Ladevèze había dicho dos o tres veces, en pleno tribunal, hablando de él:

—¡Es un hombre de carácter!

En fin, el pueblo entero estaba por Tartarín. La anchura de su espalda, sus ademanes, sus andares decididos, como los de un buen caballo de corneta que no se asusta del ruido; aquella reputación de héroe, que no se sabe de dónde le venía; algunos repartos de monedas y pescozones a los limpiabotas acostados delante de su puerta, le habían hecho el lord Seymour de la localidad, el rey de los mercados tarasconeses. En los muelles, los domingos por la tarde, cuando Tartarín volvía de caza, con la gorra colgada del cañón de la escopeta, bien ceñida la chaqueta de fustán, los cargadores del Ródano se inclinaban respetuosamente, y, mirando con el rabillo del ojo los bíceps gigantescos que subían y bajaban por los brazos del héroe, se decían muy bajito unos a otros, con admiración:

—¡Éste sí que es forzudo!… ¡Tiene «músculos dobles»!

Sólo en Tarascón se oyen cosas así.

Pues bien: a pesar de todo esto, a pesar de sus numerosas aptitudes, de sus músculos dobles, del favor popular y de la estimación preciosa del bizarro comandante Bravida, ex capitán de almacenes, Tartarín no era dichoso; aquella vida de pueblo le pesaba, le ahogaba. El grande hombre de Tarascón se aburría en Tarascón. El hecho es que, para una naturaleza heroica como la suya, para un alma aventurera y loca, que soñaba tan sólo con batallas, correrías en las pampas, grandes cazas, arenas del desierto, huracanes y tifones, hacer todos los domingos una batida a la gorra y actuar de juez en la tienda de Costecalde el armero, era bien poca cosa… ¡Pobre eminencia! Había para morirse de consunción, y, a la larga, tal hubiera sucedido.

Era inútil que para ensanchar sus horizontes y olvidar un poco el casino y la plaza del mercado se rodeara de baobabs y otras plantas africanas, o amontonara armas sobre armas, kris malayos sobre kris malayos; inútil que se atiborrara de lecturas novelescas, procurando, como el inmortal Don Quijote, librarse, por la fuerza de su ensueño, de las garras de la implacable realidad… ¡Ay!, cuanto hacía para aplacar su sed de aventuras sólo servía para aumentarla. La contemplación de todas aquellas armas le mantenía en perpetuo estado de cólera y excitación. Rifles, lazos y flechas le gritaban: «¡Batalla, batalla!». El viento de los grandes viajes soplaba en las ramas de su baobab y le daba malos consejos. Y para remate, allí estaban Gustave Aimard y Fenimore Cooper…

¡Cuántas veces, en las pesadas tardes de verano, mientras leía, solo, rodeado de sus aceros, cuántas veces se levantó Tartarín rugiente! ¡Cuántas veces arrojó el libro y se precipitó a la pared para descolgar una panoplia!

El pobre hombre, olvidando que estaba en su casa de Tarascón, con la cabeza envuelta en un pañuelo de seda y en calzoncillos, ponía sus lecturas en acción, y exaltándose al oír el ruido de su propia voz, gritaba blandiendo un hacha o un tomahawk:

—¡Que vengan ellos ahora!

¿Ellos? ¿Quiénes eran ellos?

Tartarín no lo sabía a punto fijo…

¡Ellos! era todo lo que ataca, lo que lucha, lo que muerde, lo que araña, lo que escalpa, lo que aúlla, lo que ruge… ¡Ellos! era el indio siux bailando alrededor del poste de guerra en que el desdichado blanco está atado. Era el oso gris de las Montañas Rocosas, que se contonea y se relame con la lengua llena de sangre. Era el tuareg de desierto, el pirata malayo, el bandido de los Abruzzos… En suma, ellos eran ¡ellos!…; es decir, la guerra, los viajes, las aventuras, la gloria.

Pero, ¡ay!, en vano los llamaba, los desafiaba el intrépido tarasconés… Ellos jamás acudían… ¡Caramba! ¿Qué se les había perdido a ellos en Tarascón?

Sin embargo, Tartarín estaba siempre esperándolos, sobre todo por las noches, cuando iba al casino.