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 ¡Na! ¡Na! ¡Na! Prosigue el vistazo general sobre la buena ciudad de Tarascón 

A la pasión por la caza, la vigorosa raza tarasconesa unía otra pasión: la de las romanzas. Es increíble el número de romanzas que se consumen en aquel pueblo. Todas esas antiguallas sentimentales, que amarillean en las carpetas más vetustas, recobran allá en Tarascón su plena juventud, su más vivo esplendor. Todas están allí, todas. Cada familia tiene la suya, cosa sabida en la ciudad. Sabido es, por ejemplo, que la del boticario Bézuquet empieza:

Oh blanca estrella que adoro…

La del armero Costecalde:

Ven conmigo al país de las cabañas…

La del registrador:

Si fuese invisible, nadie me vería…

(Canción cómica)

Y así sucesivamente para todo Tarascón. Dos o tres veces por semana hay reuniones en casa de unos o de otros y se las cantan.

Pero lo singular es que son siempre las mismas, y, a pesar de llevar tanto tiempo cantándoselas, los buenos tarasconeses jamás sienten deseo de cambiarlas. Se las transmiten, en las familias, de padres a hijos, y todo el mundo las respeta como cosa sagrada. Ni aun siquiera se las toman a préstamo. A los Costecalde, por ejemplo, nunca se les ocurriría cantar la de los Bézuquet, ni a los Bézuquet cantar la de los Costecalde. Y, no obstante, figuraos si las conocerán, después de cuarenta años que llevan cantándoselas. Pero ¡nada!, cada cual guarda la suya, y todos tan contentos.

En lo de las romanzas, como en lo de las gorras, el primero en la ciudad era también Tartarín. La superioridad de nuestro héroe sobre sus conciudadanos consistía en esto: Tartarín de Tarascón no tenía la suya. Las tenía todas.

¡Todas!

Pero se necesitaba Dios y ayuda para hacérselas cantar. Desengañado de los éxitos de sociedad, al héroe tarasconés le gustaba más engolfarse en sus libros de caza, o pasar la velada en el casino, que presumir delante de un piano de Nimes entre dos bujías de Tarascón. Aquellos alardes musicales le parecían indignos de él… Sin embargo, algunas veces, cuando había música en la botica de Bézuquet, entraba como por casualidad, y, después de hacerse mucho de rogar, accedía a cantar el gran dúo de «Roberto el Diablo», con madame Bézuquet, la madre del boticario…

El que no ha oído aquello no ha oído nada… De mí sé decir que, aunque viviera cien años, toda mi vida estaré viendo al gran Tartarín acercarse al piano con paso solemne, reclinarse, haciendo su mueca peculiar, al resplandor verde de los botes del escaparate, e imitar con su faz bonachona la expresión satánica y feroz de Roberto el Diablo. Apenas tomaba la postura, todo el salón se estremecía; sentíase que iba a suceder algo… Entonces, después de un silencio, madame Bézuquet, la madre del boticario, empezaba a cantar, acompañándose:

Roberto, mi bien,

dueño de mi amor,

ya ves mi terror,

ya ves mi terror.

Perdón para ti,

perdón para mí.

Luego añadía en voz baja: «Ande usted, Tartarín», y Tartarín de Tarascón, con el brazo extendido, el puño cerrado, temblándole la nariz, decía por tres veces con voz formidable, que retumbaba como un trueno en las entrañas del piano: «¡No!… ¡No!… ¡No!…», que, con el acento meridional pronunciaba: «¡Na!… ¡Na!… ¡Na!…». A lo cual madame Bézuquet, madre, repetía otra vez:

Perdón para ti,

perdón para mí.

«¡Na!… ¡Na!… ¡Na!…», berreaba Tartarín con toda su fuerza, y aquí terminaba todo… Largo, como veis, no lo era; pero lanzaba tan bien su grito, era su ademán tan justo, tan diabólico, la mímica era tan expresiva, que un escalofrío de terror corría por la botica, y le hacían repetir sus «¡Na!… ¡Na!…» cuatro o cinco veces.

Después, Tartarín se limpiaba la frente, sonreía a las señoras, hacía un guiño a los caballeros, y retirándose triunfante, se iba al casino a decir con cierta negligencia:

—Acabo de cantar el dúo de «Roberto el Diablo» en casa de los Bézuquet.

Y lo más chistoso es que lo creía…