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Vistazo general sobre la buena ciudad de Tarascón. Los cazadores de gorras

En la época de que os hablo, Tartarín de Tarascón no era todavía el Tartarín que ha llegado a ser, el gran Tartarín de Tarascón, tan popular en todo el Mediodía de Francia. No obstante —aun en aquel tiempo—, ya era el rey de Tarascón.

Voy a deciros de dónde provenía su realeza.

Habéis de saber, en primer lugar, que en Tarascón todos son cazadores, desde el más grande hasta el más chico. La caza es la pasión de los tarasconeses, y lo es desde los tiempos mitológicos en que la Tarasca hacía de las suyas en los pantanos de la ciudad y los tarasconeses organizaban batidas contra ella. ¡Ya hace rato de esto, como veis!

Pues bien: todos los domingos por la mañana Tarascón toma las armas y sale de sus muros, morral a cuestas y escopeta al hombro, con grande algarabía de perros, hurones, trompas y cuernos. El espectáculo es magnífico; pero… no hay caza; la caza falta en absoluto.

Por muy animales que los animales sean, ya comprenderéis que, a la larga, han acabado por escamarse.

En cinco leguas a la redonda de Tarascón las madrigueras están vacías y los nidos abandonados. Ni un mirlo, ni una codorniz, ni un gazapillo, ni una becada.

¡Muy tentadores son, sin embargo, los lindos collados tarasconeses, perfumados de mirto, espliego y romero! Y aquellas hermosas uvas moscateles, henchidas de azúcar, que se escalonan a orillas del Ródano, ¡son tan endemoniadamente apetitosas!… Sí; pero detrás está Tarascón, y, entre la gentecilla de pelo y pluma, Tarascón tiene malísima fama. Hasta las aves de paso lo han señalado con una cruz muy grande en sus cuadernos de ruta, y cuando los patos silvestres bajan hacia la Camargue, formando grandes triángulos, y divisan de lejos los campanarios de la ciudad, el que va delante empieza a gritar muy fuerte: «¡Ojo! ¡Tarascón! ¡Ahí está Tarascón!», y la bandada entera da un rodeo.

En una palabra: de caza ya no queda en toda la comarca más que una pícara liebre muy vieja y astuta, que ha escapado de milagro a las matanzas tarasconesas, emperrada en vivir allí. Le han puesto nombre: se llama la Ligera. Se sabe que tiene su guarida en las tierras de M. Bompard —lo cual, entre paréntesis, ha doblado y aun triplicado el precio de la finca—; pero aún no ha podido nadie dar con ella.

Hoy por hoy ya no quedan más que dos o tres testarudos empeñados en buscarla. Los demás la consideran como cosa perdida, y la Ligera ha pasado desde hace mucho tiempo a la categoría de superstición local, si bien es cierto que el tarasconés es por naturaleza poco supersticioso y se come las golondrinas en salmorejo cuando encuentra ocasión.

—Pero veamos —me diréis—, si tan rara es la caza en Tarascón, ¿qué hacen todos los domingos los cazadores tarasconeses?

—¿Qué hacen?

Que se van al campo, a dos o tres leguas de la ciudad. Allí se reúnen en grupitos de cinco o seis, se tumban tranquilamente a la sombra de un pozo, de un paredón viejo o de un olivo, sacan de los morrales un buen pedazo de vaca en adobo, cebollas crudas, un chorizo y unas anchoas, y dan principio a un almuerzo interminable, regado con uno de esos vinillos del Ródano que dan ganas de reír y de cantar.

Y después, ya bien lastrados, se levantan, silban a los perros, cargan las escopetas y se ponen a cazar. Es decir, cada uno de aquellos señores se quita la gorra, la tira al aire con todas sus fuerzas y le dispara al vuelo con perdigones del cinco, del seis o del dos, según se haya convenido.

El que da más veces en su gorra queda proclamado rey de la caza, y por la tarde regresa en triunfo a Tarascón, con la gorra acribillada colgada del cañón de la escopeta, entre ladridos y charangas.

Inútil es decir que en la ciudad se hace un enorme comercio de gorras de caza. Hay hasta sombrereros que venden gorras agujereadas y desgarradas de antemano para uso de los torpes; pero no se sabe que las haya comprado nadie más que Bézuquet, el boticario. ¡Qué deshonra!

Como cazador de gorras, Tartarín no tenía rival. Todos los domingos por la mañana salía con una gorra nuevecita; todos los domingos por la tarde volvía con un pingajo. En la casita del baobab el desván estaba lleno de tan gloriosos trofeos. Por eso todos los tarasconeses le proclamaban maestro, y como Tartarín se sabía de corrido el código del cazador, como había leído todos los tratados y manuales de todas las cazas posibles, desde la caza de la gorra hasta la del tigre de Birmania, aquellos señores le habían convertido en juez cinegético y le tomaban por árbitro en sus discusiones.

Todos los días, de tres a cuatro, veíase en medio de la tienda de Costecalde el armero —llena de cazadores de gorras, todos de pie peleándose— a un hombre regordete, muy serio, con la pipa entre los dientes, sentado en un sillón de cuero verde. Era Tartarín de Tarascón haciendo justicia; Salomón en figura de Nemrod.