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El jardín del baobab

Mi primera visita a Tartarín de Tarascón es una fecha inolvidable de mi vida; doce o quince años han transcurrido desde entonces, pero lo recuerdo como si fuese de ayer. Vivía por entonces el intrépido Tartarín a la entrada de la ciudad, en la tercera casa, a mano izquierda de la carretera de Aviñón. Lindo hotelito tarasconés, con jardín delante, galería atrás, tapias blanquísimas, persianas verdes y, frente a la puerta, un enjambre de chicuelos saboyanos, que jugaban al tres en raya o dormían al sol, apoyada la cabeza en sus cajas de betuneros.

Por fuera, la casa no tenía nada de particular.

Nadie hubiera creído hallarse ante la mansión de un héroe. Pero, en entrando, ¡ahí era nada!

Del sótano al desván, todo en el edificio tenía aspecto heroico, ¡hasta el jardín!…

¡Vaya un jardín! No había otro como él en toda Europa. Ni un árbol del país, ni una flor de Francia; todas eran plantas exóticas: árboles de la goma, taparos, algodoneros, cocoteros, mangos, plátanos, palmeras, un baobab, pitas, cactos, chumberas…, como para creerse transportado al corazón de África central, a diez mil leguas de Tarascón. Claro es que nada de eso era de tamaño natural; los cocoteros eran poco mayores que remolachas, y el baobab —árbol gigante (arbos gigantea)— ocupaba holgadamente un tiesto de reseda. Pero lo mismo daba: para Tarascón no estaba mal aquello, y las personas de la ciudad que los domingos disfrutaban el honor de ser admitidas a contemplar el baobab de Tartarín salían de allí pasmadas de admiración.

¡Figuraos, pues, qué emoción hube de sentir el día en que recorrí aquel jardín estupendo!… Pues ¿y cuando me introdujeron en el despacho del héroe?…

Aquel despacho, una de las curiosidades de la ciudad, estaba en el fondo del jardín y se abría, a nivel del baobab, por una puerta vidriera.

Imaginaos un salón tapizado de fusiles y sables de arriba abajo; todas las armas de todos los países del mundo: carabinas, rifles, trabucos, navajas de Córcega, navajas catalanas, cuchillos-revólver, puñales, kris malayos, flechas caribes, flechas de sílice, rompecabezas, llaves inglesas, mazas hotentotes, lazos mexicanos…, ¡vaya usted a saber!

Y por encima de todo ello una solanera feroz, que hacía brillar el acero de las espadas y las culatas de las armas de fuego como para poneros aún más la carne de gallina… Pero lo que tranquilizaba un poco era el aspecto de orden y limpieza que reinaba en aquella yataganería. Todo estaba en su sitio, limpio y cepillado, rotulado como en botica; de trecho en trecho se tropezaba con algún letrerillo inocentón que decía:

O bien:

¡A no ser por los tales letreros, nunca me hubiera atrevido yo a entrar!

En medio del despacho había un velador. Sobre el velador, una botella de ron, una petaca turca, los Viajes del capitán Cook, las novelas de Cooper y de Gustave Aimard, relatos de caza, caza del oso, caza del halcón, caza del elefante, etcétera. En fin, delante del velador estaba sentado un hombre como de cuarenta a cuarenta y cinco años, bajito, gordiflón, rechoncho, coloradote, en mangas de camisa, con pantalones de franela, barba recia y corta y ojos chispeantes. En una mano tenía un libro; con la otra blandía una pipa enorme con tapadera de hierro, y mientras leía no sé qué formidable narración de cazadores de cabelleras, adelantaba el labio inferior en una mueca terrible, que daba a su buena faz de modesto propietario tarasconés el mismo carácter de bonachona ferocidad que reinaba en toda la casa.

Aquel hombre era Tartarín. Tartarín de Tarascón, el intrépido, el grande, el incomparable Tartarín de Tarascón.