Palomar en sociedad

Del morderse la lengua

En una época y en un país en que todos se despepitan por proclamar opiniones o juicios, el señor Palomar ha adquirido la costumbre de morderse la lengua tres veces antes de hacer cualquier afirmación. Si al tercer mordisco aún sigue convencido de lo que iba a decir, lo dice; si no, se calla. En realidad, pasa semanas y meses enteros en silencio.

Buenas ocasiones para callar no faltan nunca, pero se da también el raro caso de que el señor Palomar lamente no haber dicho algo que hubiera podido decir en el momento oportuno. Se da cuenta de que los hechos han confirmado lo que él pensaba, y que si entonces hubiera expresado su pensamiento, habría tenido alguna influencia positiva, por mínima que fuese, sobre lo ocurrido. En esos casos su ánimo se divide entre la complacencia por haber pensado justo y un sentimiento de culpa por su excesiva reserva. Sentimientos ambos tan fuertes que está tentado de expresarlos con palabras; pero después de haberse mordido la lengua tres veces, también él se convence de que no tiene ningún motivo ni de orgullo ni de remordimiento.

Haber pensado correctamente no es un mérito: estadísticamente, es casi inevitable que entre las muchas ideas equivocadas, confusas o triviales que se presentan a la mente, alguna sea atinada o directamente genial; y así como se le ha ocurrido a él, puede ser cierto que se le hubiese ocurrido también a otro.

Más discutible es el juicio sobre el no haber manifestado su pensamiento. En tiempos de silencio general, conformarse con el callar de los más es sin duda culpable. En tiempos en que todos dicen demasiado, lo importante no es tanto decir la cosa justa, que de todos modos se perdería en la inundación de palabras, como decirla a partir de premisas y con las consecuencias implícitas que den a la cosa el máximo valor. Pero entonces, si el valor de una sola afirmación reside en la continuidad o coherencia del discurso en que se inserta, la única elección posible es entre hablar continuamente y no hablar nunca. En el primer caso el señor Palomar revelaría que su pensamiento no avanza en línea recta sino en zigzag, a través de oscilaciones, desmentidos, correcciones en medio de los cuales la justeza de su afirmación se perdería. En cuanto a la segunda alternativa, implica un arte del callar más difícil aún que el arte del decir.

En realidad, también el silencio puede ser considerado un discurso, en cuanto rechazo del uso que los otros hacen de la palabra; pero el sentido de este silencio-discurso está en sus interrupciones, esto es, en lo que de vez en cuando se dice y que da un sentido a lo que se calla.

O mejor aún: un silencio puede servir para excluir ciertas palabras o si no, para tenerlas en reserva a fin de que se puedan usar en una ocasión mejor. Así como una palabra dicha ahora puede ahorrarme cien mañana o bien obligarme a decir otras mil. «Cada vez que me muerdo la lengua —concluye mentalmente el señor Palomar— debo pensar no sólo en lo que estoy por decir o no decir, sino en todo lo que si digo o no digo será dicho o no dicho por mí o por otros». Formulado este pensamiento, se muerde la lengua y se queda en silencio.

Del tomárselas con los jóvenes

En una época en que la intolerancia de los viejos con los jóvenes y de los jóvenes con los viejos ha llegado al colmo, en que los viejos no hacen sino acumular argumentos para decir finalmente a los jóvenes lo que se merecen y los jóvenes no esperan sino esas ocasiones para demostrar que los viejos no entienden nada, el señor Palomar no consigue pronunciar palabra. Si a veces trata de intervenir en la conversación, se da cuenta de que todos están demasiado acalorados por las tesis que sostienen para hacer caso de quien trata de aclararse la cuestión a sí mismo.

El hecho es que más que afirmar su verdad él quisiera hacer preguntas, y comprende que nadie tiene ganas de salir de las vías del propio discurso para responder a preguntas que, viniendo de otro discurso, obligarían a repensar las mismas cosas con otras palabras, y tal vez a encontrarse en territorio desconocido, lejos de los recorridos seguros. O bien, quisiera que las preguntas se las hicieran otros; pero también a él le gustarían sólo ciertas preguntas y no otras: aquellas a las que respondería diciendo las cosas que siente que podría decir sólo si alguno le pidiera que las dijese. Pero nadie sueña en preguntarle nada.

Dada la situación, el señor Palomar se limita a rumiar para sí la dificultad de hablar a los jóvenes.

Piensa: «La dificultad viene del hecho de que entre nosotros y ellos hay un foso infranqueable. Algo ha sucedido entre nuestra generación y la de ellos, una continuidad de experiencias se ha interrumpido: no tenemos más puntos de referencia en común». Después piensa: «No, la dificultad viene del hecho de que cada vez que estoy por dirigirles un reproche o una crítica o una exhortación o un consejo, pienso que también yo de joven provocaba reproches, críticas, exhortaciones, consejos del mismo género, y no los escuchaba. Los tiempos eran distintos y el resultado eran muchas diferencias de comportamiento, de lenguaje, de costumbres, pero mis mecanismos mentales de entonces no eran muy diferentes de los de hoy. Por lo tanto, no tengo ninguna autoridad para hablar».

El señor Palomar vacila largo rato entre estos dos modos de considerar la cuestión. Después decide: «No hay contradicción entre las dos posiciones. La solución de continuidad entre las generaciones depende de la imposibilidad de transmitir la experiencia, de hacer que los otros eviten los errores ya cometidos por nosotros. La verdadera distancia entre dos generaciones está dada por los elementos que tienen en común y que obligan a la repetición cíclica de las mismas experiencias, como en los comportamientos de las especies animales transmitidos como herencia biológica; mientras que en cambio los elementos realmente diversos entre nosotros y ellos son el resultado de los cambios irreversibles que cada época trae consigo, es decir, dependen de la herencia histórica que nosotros les hemos transmitido, la herencia de la que somos responsables, aunque a veces sin saberlo. Por eso no tenemos nada que enseñar: sobre lo que más se asemeja a nuestra experiencia no podemos influir; en lo que lleva nuestra impronta no sabemos reconocernos».

El modelo de los modelos

En la vida del señor Palomar hubo una época en que su regla era ésta: primero, construir en su mente un modelo, el más perfecto, lógico, geométrico posible; segundo, verificar si el modelo se adapta a los casos prácticos observables en la experiencia; tercero, aportar las correcciones necesarias para que modelo y realidad coincidan. Este procedimiento, elaborado por los físicos y los astrónomos que indagan la estructura de la materia y del universo, parecía a Palomar el único con el que se podía hacer frente a los más intrincados problemas humanos, y en primer lugar los de la sociedad y del mejor modo de gobernar. Era preciso tener presentes por una parte la realidad informe y demente de la convivencia humana, que no hace sino engendrar monstruosidades y desastres, y por otra un modelo de organismo social perfecto, de líneas netamente trazadas, rectas y círculos y elipsis, paralelogramos de fuerzas, diagramas con abcisas y ordenadas.

Para construir un modelo —Palomar lo sabía— es preciso partir de algo, es decir, tener principios de los cuales pueda salir por deducción el propio razonamiento. Estos principios —llamados también axiomas o postulados— uno no los elige, sino que ya los tiene, porque si no los tuviera no podría siquiera ponerse a pensar. Por lo tanto, Palomar también los tenía, pero —no siendo ni un matemático ni un lógico— no se preocupaba de definirlos. Deducir era, sin embargo, una de sus actividades preferidas, porque podía dedicarse a ella solo y en silencio, sin instrumentos especiales, en cualquier lugar y momento, sentado en un sillón o paseando. Por la inducción en cambio sentía cierta desconfianza, tal vez porque sus experiencias le parecían aproximativas y parciales. La construcción de un modelo era, pues, para él un milagro de equilibrio entre los principios (que permanecían en la sombra) y la experiencia (inasible), pero el resultado debía tener una consistencia mucho más sólida que los unos y la otra. En un modelo bien construido, en realidad, cada detalle debe estar condicionado por los demás, con lo cual todo se sostiene con absoluta coherencia, como en un mecanismo donde si se bloquea un engranaje todo se bloquea. El modelo es por definición aquel en el que no hay nada que cambiar, aquel que funciona a la perfección, en cambio la realidad vemos perfectamente que no funciona y se desintegra por todas partes; por lo tanto, no queda sino obligarla a tomar la forma del modelo, por las buenas o por las malas.

Durante mucho tiempo el señor Palomar se había esforzado por alcanzar una impasibilidad y un desapego tales que lo único que contara fuese sólo la serena armonía de las líneas del diseño: todos los desgarramientos y contorsiones y compresiones que la realidad debe sufrir para identificarse con el modelo debían considerarse accidentes momentáneos e irrelevantes. Pero si por un instante dejaba de fijar la vista en la armoniosa figura geométrica dibujada en el cielo de los modelos ideales, le saltaba a los ojos un paisaje humano en el que las monstruosidades y los desastres no habían desaparecido en modo alguno y las líneas del dibujo aparecían deformadas y retorcidas.

Hacía falta entonces un sutil trabajo de ajuste que aportase graduales correcciones al modelo para aproximarlo a una posible realidad y a la realidad para aproximarlo al modelo. En verdad, el grado de ductilidad de la naturaleza humana no es ilimitado, como había creído en un primer momento; y en comparación, hasta el modelo más rígido puede dar prueba de cierta inesperada elasticidad. En una palabra, si el modelo no logra transformar la realidad, la realidad debería conseguir transformar el modelo.

La regla del señor Palomar poco a poco había cambiado: ahora necesitaba una gran variedad de modelos, tal vez transformables el uno en el otro según un procedimiento combinatorio, para encontrar aquel que calzase mejor en una realidad que a su vez estaba siempre hecha de muchas realidades diversas, en el tiempo y en el espacio. En todo esto, no es que el propio Palomar elaborase modelos o se dedicara a aplicar otros ya elaborados: se limitaba a imaginar un justo uso de los modelos justos para colmar el abismo que veía abrirse cada vez más entre la realidad y los principios. En una palabra, el modo de manipulación y gestión posible de los modelos no era de su competencia ni entraba en sus posibilidades de intervención. De estas cosas se ocupan habitualmente personas muy diferentes de él, que juzgan su funcionalidad según otros criterios: como instrumentos de poder, sobre todo, más que según los principios o las consecuencias en la vida de la gente. Cosa esta bastante natural, pues lo que los modelos tratan de modelar es siempre un sistema de poder; pero si la eficacia del sistema se mide por su invulnerabilidad y capacidad para durar, el modelo se convierte en una especie de fortaleza cuyas gruesas murallas esconden lo que está fuera. Palomar, que de los poderes y contrapoderes se espera siempre lo peor, ha terminado por convencerse de que lo que cuenta realmente es lo que sucede a pesar de ellos: la forma que la sociedad va adoptando lentamente, silenciosamente, anónimamente, en los hábitos, en el modo de pensar y de hacer, en la escala de valores. Si las cosas son así, el modelo de los modelos ansiado por Palomar deberá servir para obtener modelos transparentes, diáfanos, sutiles como telas de araña; tal vez directamente para disolver los modelos, más aún, para disolverse.

Llegado a ese punto a Palomar no le quedaba sino borrar de su mente los modelos y los modelos de modelos. Cumplido también este paso, se encuentra cara a cara con la realidad mal dominable y no homogeneizable, formulando sus «sí», sus «no», sus «pero». Para eso, es mejor que la mente esté libre, limpia, amueblada sólo por la memoria de fragmentos de experiencia y de principios sobrentendidos y no demostrables. No es una línea de conducta que pueda darle satisfacciones especiales, pero es la única que le resulta practicable.

Mientras se trata de reprobar los males de la sociedad y los abusos de quien abusa, no vacila (salvo en cuanto teme que, al hablar demasiado, aun las cosas más justas pueden sonar repetitivas, obvias, fatigosas). Más difícil le resulta pronunciarse sobre los remedios, porque primero quisiera cerciorarse de que no provocan males y abusos mayores y que, sabiamente propuestos por reformadores iluminados, pueden después ser puestos en práctica sin daño por sus sucesores: tal vez ineptos, tal vez prevaricadores, tal vez ineptos y prevaricadores a un tiempo. No le queda sino exponer estos bellos pensamientos en forma sistemática, pero un escrúpulo lo detiene: ¿Y si el resultado fuese un modelo? Por eso prefiere mantener sus convicciones en estado fluido, verificarlas caso por caso y convertirlas en la regla implícita del propio comportamiento cotidiano, en el hacer o en el no hacer, en el elegir o en el excluir, en el hablar o en el callar.