Los viajes de Palomar

El arriate de arena

Un pequeño patio cubierto de una arena blanca de grano grueso, casi de guijarros, rastrillada en surcos rectos paralelos o en círculos concéntricos, en torno a cinco grupos irregulares de guijos o peñas bajas. Éste es uno de los monumentos más famosos de la civilización japonesa, el jardín de rocas y arena del templo Ryôan-ji de Kioto, imagen típica de la contemplación del absoluto que se puede alcanzar con los medios más simples y sin recurrir a conceptos expresables con palabras, según la enseñanza de los monjes Zen, la secta más espiritual del budismo.

El recinto rectangular de arena incolora está flanqueado en tres de sus lados por muros coronados de tejas, más allá de las cuales verdean los árboles. En el cuarto lado hay un estrado de madera en gradas donde el público puede pasar, detenerse, sentarse. «Si absorbemos nuestra mirada interior en la visión de este jardín —explica el volante que se ofrece a los visitantes, en japonés y en inglés, firmado por el abad del templo— nos sentiremos despojados de la relatividad de nuestro yo individual, y la intuición del Yo absoluto nos llenará de serena maravilla, purificando nuestras mentes ofuscadas».

El señor Palomar está dispuesto a seguir estos conceptos con confianza y se sienta en los peldaños, observa las rocas una por una, sigue las ondulaciones de la arena blanca, deja que la armonía indefinible que liga los elementos del cuadro lo invada poco a poco.

O sea: trata de imaginar todas estas cosas como las sentiría alguien que pudiera concentrarse y mirar el jardín Zen en soledad y en silencio. Porque —habíamos olvidado decirlo— el señor Palomar está en la tarima, apretado, en medio de centenares de visitantes que lo empujan por todas partes, objetivos de cámaras fotográficas y de cine que se abren paso entre los codos, las rodillas, las orejas de la multitud, que encuadran las rocas y la arena desde todos los ángulos, iluminadas con luz natural o con flash. Hordas de pies en calcetines de lana le pasan por encima (los zapatos, como siempre en el Japón, se dejan a la entrada), progenitores pedagógicos empujan a primera fila a proles numerosas, tropeles de estudiantes en uniforme se apretujan, ansiosos por despachar cuanto antes la visita escolar al monumento famoso; visitantes diligentes, alzando y bajando rítmicamente la cabeza, verifican si todo lo que está escrito en la guía corresponde a la realidad y si todo lo que se ve en la realidad está escrito en la guía.

«Podemos considerar el jardín de arena como un archipiélago de islas rocosas en la inmensidad del océano, o bien como cimas de altas montañas que emergen de un mar de nubes. Podemos verlo como un cuadro enmarcado por las paredes del templo, o bien olvidar el marco y convencernos de que el mar de arena se extiende sin límites y cubre todo el mundo».

Estas «instrucciones de uso», están contenidas en el volante, y al señor Palomar le parecen perfectamente plausibles y aplicables de inmediato, sin esfuerzo, con tal de estar verdaderamente seguro de tener una individualidad de que despojarse, de mirar el mundo desde el interior de un yo capaz de disolverse y convertirse únicamente en mirada. Pero justamente este punto de partida es el que requiere un esfuerzo de imaginación suplementario, dificilísimo de realizar cuando el propio yo está aglutinado en una multitud compacta que mira a través de sus mil ojos y recorre con sus mil pies el itinerario obligarlo de la visita turística.

¿No queda sino concluir que las técnicas mentales Zen para alcanzar el extremo de la humildad, el desasimiento de toda posesividad y orgullo, tienen como fondo necesario el privilegio aristocrático, presuponen el individualismo con mucho espacio y mucho tiempo alrededor, los horizontes de una sociedad sin ansiedad? Pero esta conclusión, que lleva a la habitual añoranza de un paraíso perdido por la invasión de la civilización de masas, suena demasiado fácil al señor Palomar. Prefiere meterse en un camino más difícil, tratar de aferrar lo que el jardín Zen le ofrece a la mirada en la única situación en que se lo puede mirar hoy, asomando el propio pescuezo entre los otros pescuezos.

¿Qué ve? Ve a la especie humana en la era de los grandes números extendida en una multitud nivelada pero hecha siempre de individualidades distintas como ese mar de granitos de arena que sumerge la superficie del mundo… Ve que sin embargo el mundo sigue mostrando el dorso de pedernal de su naturaleza indiferente al destino de la humanidad, su dura sustancia irreductible a la asimilación humana… Ve cómo las formas en que la arena humana se agrega tienden a disponerse según líneas de movimiento, dibujos que combinan regularidad y fluidez como las huellas rectilíneas o circulares de un rastrillo… Y entre una humanidad-arena y un mundo-roca se intuye una armonía posible como entre dos armonías no homogéneas: la de lo no humano en un equilibrio de formas que parece no responder a ningún diseño; la de la estructura humana que aspira a una racionalidad de composición geométrica o musical nunca definitiva…

Serpientes y calaveras

En México el señor Palomar visita las ruinas de Tula, antigua capital de los Toltecas. Lo acompaña un amigo mexicano, conocedor apasionado y elocuente de las civilizaciones prehispánicas, que le cuenta bellísimas leyendas de Quetzalcóatl. Antes de convertirse en un dios, Quetzalcóatl fue un rey que tenía en Tula su palacio; de éste queda una serie de columnas truncas en torno a un impluvio, un poco como una casa de la Roma antigua.

El templo de la Estrella de la Mañana es una pirámide escalonada. En lo alto se alzan cuatro cariátides cilíndricas, llamadas «atlantes», que representan al dios Quetzalcóatl como Estrella de la Mañana (por medio de una mariposa que lleva posada en la espalda, símbolo de la estrella), y cuatro columnas esculpidas que representan la Serpiente Emplumada, es decir, siempre el mismo dios bajo forma animal.

Todo esto hay que creerlo porque sí; además, sería difícil demostrar lo contrario. En la arqueología mexicana cada estatua, cada objeto, cada detalle de bajorrelieve significa algo que significa algo que a su vez significa algo. Un animal significa un dios que significa una estrella que significa un elemento o una cualidad humana y así sucesivamente. Estamos en el mundo de la escritura pictográfica; los antiguos mexicanos para escribir dibujaban figuras y cuando dibujaban era también como si escribieran: cada figura se presenta como una charada por descifrar. Aun los frisos más abstractos y geométricos en la pared de un templo pueden ser interpretados como saetas si se los ve como un motivo de líneas entrecortadas, o se pueden leer como una serie numérica según el modo en que se suceden las franjas. Aquí en Tula los bajorrelieves repiten figuras animales estilizadas: jaguares, coyotes. El amigo mexicano se detiene delante de cada piedra; la transforma en relato cósmico, en alegoría, en reflexión moral.

Entre las ruinas desfila un grupo de estudiantes: muchachos de rasgos indios, descendientes tal vez de los constructores de esos templos, de sencillos uniformes blancos tipo boy scout, con pañuelitos azules. Los guía un maestro no mucho más alto que ellos y apenas más adulto, con la misma cara redonda y quieta. Suben los altos peldaños de la pirámide, se detienen debajo de las columnas, el maestro dice a qué civilización pertenecen, a qué siglo, en qué piedra están esculpidas, y después concluye: «No se sabe lo que quieren decir», y los estudiantes lo siguen en el descenso. Para cada estatua, para cada figura esculpida en un bajorrelieve o en una columna, el maestro da algunos datos concretos y añade invariablemente: «No se sabe lo que quiere decir».

Aparece un chac-mool, tipo de estatua bastante difundida: una figura humana semirreclinada que sostiene una bandeja; y en la bandeja, dicen unánimes los expertos, se presentaban los corazones ensangrentados de las víctimas de los sacrificios humanos. Estas estatuas en sí mismas podrían considerarse como muñecos bonachones, rústicos; pero cada vez que ve una, el señor Palomar no puede menos que estremecerse.

Pasa la fila de escolares. Y el maestro dice: «Esto es un chac-mool. No se sabe lo que quiere decir», y sigue adelante.

El señor Palomar, a pesar de seguir las explicaciones del amigo que lo guía, termina siempre por cruzarse con los estudiantes y recoger las palabras del maestro. Está fascinado por la riqueza de las referencias mitológicas del amigo: el juego de la interpretación, la lectura alegórica le han parecido siempre un soberano ejercicio de la mente. Pero se siente atraído también por la actitud opuesta del maestro de escuela: lo que le había parecido al principio una expeditiva falta de interés, se va revelando como una posición científica y pedagógica, un método elegido por ese joven grave y concienzudo, una regla a la que no quiere sustraerse. Una piedra, una figura, un signo, una palabra que nos llegan aislados de su contexto son sólo esa piedra, esa figura, ese signo o palabra: podemos tratar de definirlos, de describirlos como tales, eso es todo; si además de la faz que nos presentan tienen también una faz oculta, no nos es dado saberlo. La negativa a comprender nada que no sea lo que estas piedras nos muestran es quizá el único modo posible de demostrar respeto por su secreto; tratar de adivinar es presunción, traición el verdadero significado perdido.

Por detrás de la pirámide pasa un corredor o trinchera entre dos muros, uno de tierra batida, el otro de piedra esculpida: el Muro de las Serpientes. Es tal vez la parte más bella de Tula: en el friso en relieve se suceden serpientes cada una de las cuales tiene en las fauces abiertas una calavera humana como si estuviera por devorarla. Pasan los muchachos. Y el maestro: «éste es el Muro de la Serpientes. Cada serpiente tiene en la boca una calavera. No se sabe lo que quieren decir».

El amigo no puede contenerse: «¡Sí que se sabe! Es la continuidad de la vida y de la muerte, las serpientes son la vida, las calaveras son la muerte; la vida que es vida porque lleva en sí la muerte y la muerte que es muerte porque sin muerte no hay vida…». Los muchachos escuchan con la boca abierta, los negros ojos atónitos. El señor Palomar piensa que toda traducción requiere otra traducción y así sucesivamente. Se pregunta: «¿Qué quería decir muerte, vida, continuidad, pasaje, para los antiguos Toltecas? ¿Y qué cosa puede querer decir para estos muchachos? ¿Y para mí?». Y sin embargo sabe que nunca podrá sofocar su necesidad de traducir, de pasar de un lenguaje a otro, de figuras concretas a palabras abstractas, de símbolos abstractos a experiencias concretas, de tejer y volver a tejer una red de analogías. No interpretar es imposible, como es imposible abstenerse de pensar.

Apenas los estudiantes desaparecen en un recodo, la voz obstinada del maestrito prosigue: «No es verdad lo que ha dicho ese señor. No se sabe lo que quieren decir».

La pantufla desparejada

De viaje por un país de Oriente, el señor Palomar ha comprado en un bazar un par de pantuflas. De regreso en su casa, trata de calzárselas: se da cuenta de que una pantufla es más ancha que la otra y se le cae del pie. Recuerda al viejo vendedor sentado sobre los talones en una covacha del bazar delante de un montón desordenado de pantuflas de todas las medidas; lo ve revolver en el montón en busca de una pantufla adecuada a su pie y que le hace probar, después revolver de nuevo y entregarle la presunta compañera, que él acepta sin probársela.

«Tal vez ahora —piensa el señor Palomar— otro hombre camina por aquel país con dos pantuflas desparejadas». Y ve una enjuta sombra que recorre el desierto cojeando, con un zapato que se le desliza del pie a cada paso, o si no demasiado estrecho, aprisionándole el pie encogido. «Tal vez también él en este momento piensa en mí, espera encontrarme para hacer el cambio. La relación que nos liga es más concreta y clara que gran parte de las relaciones que se establecen entre seres humanos. Y sin embargo no nos encontraremos jamás». Decide seguir usando esas pantuflas desparejadas por solidaridad con su desconocido compañero de desventura, para mantener viva esa complementariedad tan rara, ese espejeo de pasos cojeantes de un continente a otro.

Se solaza representándose esa imagen, pero sabe que no corresponde a la verdad. Un alud de pantuflas fabricadas en serie viene periódicamente a reabastecer el montón del viejo comerciante de aquel bazar. En el fondo del montón quedarán siempre dos pantuflas desparejadas, pero mientras el viejo comerciante no agote su reserva (y tal vez no la agotará nunca, y muerto él la tienda con toda la mercadería pasará a sus herederos y a los herederos de los herederos), bastará buscar en el montón y se encontrará siempre una pantufla que forme el par con otra pantufla. Sólo con un comprador distraído como él puede haber un error, pero pueden pasar siglos antes de que las consecuencias de este error repercutan en otro frecuentador del antiguo bazar. Todo proceso de disgregación del orden del mundo es irreversible, pero los efectos quedan ocultos retardados en el polvillo de los grandes números que contiene posibilidades prácticamente ilimitadas de nuevas simetrías, combinaciones, apareamientos.

Pero ¿y si su error no hubiese servido sino para borrar un error precedente? ¿Si su distracción hubiera sido portadora no de desorden sino de orden? «Tal vez el comerciante sabía lo que hacía —piensa el señor Palomar—; al darme aquella pantufla desparejada corregía una disparidad que desde hace siglos se escondía en aquel montón de pantuflas, transmitida durante generaciones en aquel bazar».

El compañero desconocido tal vez cojeaba en otra época, la simetría de sus pasos se corresponde no sólo de un continente a otro, sino a siglos de distancia. No por eso el señor Palomar se siente menos solidario de él. Continúa chancleteando fatigosamente para dar alivio a su sombra.