Palomar en el zoo

La carrera de las jirafas

En el zoo de Vincennes el señor Palomar se detiene delante del recinto de las jirafas. Cada tanto las jirafas adultas echan a correr seguidas por las jirafas niñas, se lanzan a la carga casi hasta la alambrada del recinto, giran sobre sí mismas, repiten el recorrido a la carrera dos o tres veces, se detienen. El señor Palomar no se cansa de observar a las jirafas corriendo, fascinado por la desarmonía de sus movimientos. No consigue decir si galopan o si trotan, porque el paso de las patas posteriores no tiene nada que ver con el de las anteriores. Las patas anteriores, descoyuntadas, se arquean hasta el pecho y se van descuajaringando hasta el suelo, como si no supieran cuáles de tantas articulaciones plegar en ese determinado segundo. Las posteriores, mucho más cortas y rígidas, siguen detrás a saltos, un poco al sesgo, como si fueran piernas de palo o muletas que cojean, pero como en broma, como sabiendo que son cómicas. Entretanto el cuello estirado ondula hacia arriba y hacia abajo, como el brazo de una grúa, sin que se pueda establecer una relación entre los movimientos de las patas y éste del cuello. Hay también una sacudida de la grupa, pero no es sino el movimiento del cuello que hace palanca sobre el resto de la columna vertebral.

La jirafa parece un mecanismo construido juntando piezas procedentes de máquinas heterogéneas, pero que sin embargo funciona perfectamente. El señor Palomar, que sigue observando la carrera de las jirafas, consigue entender la complicada armonía que comanda ese pataleo inarmónico, la proporción interna que liga entre sí las más llamativas desproporciones anatómicas, la gracia natural que nace de esos movimientos desgarbados. El elemento unificador está dado por las manchas del pelaje, dispuestas en figuras irregulares pero homogéneas, de contornos netos y angulosos; éstos se avienen como exacto equivalente gráfico de los movimientos segmentados del animal. Más que de manchas habría que hablar de un manto negro cuya uniformidad está interrumpida por nervaduras claras que se abren siguiendo un dibujo en losanges: una discontinuidad de pigmentación que anuncia ya la discontinuidad de los movimientos.

En ese momento la niña del señor Palomar, cansada hace rato de mirar las jirafas, lo arrastra hacia la gruta de los pingüinos. El señor Palomar, a quien los pingüinos le angustian, la sigue de mala gana y se pregunta el porqué de su interés por las jirafas. Tal vez porque el mundo a su alrededor se mueve de un modo inarmónico y siempre espera descubrir en él un diseño, una constante. Tal vez porque él mismo siente que procede impulsado por movimientos de la mente no coordinados, que parecen no tener nada que ver el uno con el otro y que es cada vez más difícil hacer cuadrar en un modelo cualquiera de armonía interior.

El gorila albino

En el zoo de Barcelona existe el único ejemplar conocido de mono albino, un gorila del África ecuatorial. El señor Palomar se abre paso entre la multitud que se apiña delante del pabellón. Del otro lado de una vidriera, «Copito de Nieve» (así lo llaman) es una montaña de carne y pelo blanco. Sentado contra una pared toma el sol. La máscara facial es de un rosado humano, cincelada de arrugas; también el pecho muestra una piel lampiña y rosada, como la de los hombres de raza blanca. El rostro de facciones enormes, de gigante triste, cada tanto se vuelve hacia la multitud de visitantes que están del otro lado del vidrio, a menos de un metro de distancia; una lenta mirada cargada de desolación y paciencia y tedio, una mirada que expresa toda la resignación de ser como se es, único ejemplar en el mundo de una forma no elegida, no amada, toda la fatiga de cargar con la propia singularidad, toda la pena de ocupar el espacio y el tiempo con la propia presencia tan embarazosa y llamativa.

La vidriera permite ver un recinto rodeado de altas paredes de mampostería que le dan un aspecto de patio de cárcel pero que es en realidad el «jardín» de la casa-jaula de los gorilas, de cuyo suelo se levantan un árbol bajo sin hojas y una escala de hierro de gimnasio. Más allá en el patiecillo está la hembra, una gran gorila negra con un cachorro también negro en los brazos: la blancura del pelaje no se hereda; «Copito de Nieve» sigue siendo entre todos los gorilas el único albino.

Canoso e inmóvil, el mono evoca en la mente del señor Palomar una antigüedad inmemorial, como las montañas o las pirámides. En realidad es un animal todavía joven y sólo el contraste entre la cara rosada y el corto pelo cándido que la enmarca y sobre todo las arrugas todo alrededor de los ojos, le dan la apariencia de un anciano venerable. Por lo demás, el aspecto de «Copito de Nieve» presenta menos semejanzas con el hombre que el de los otros primates: en el lugar de la nariz las narinas excavan un doble abismo; las manos, peludas y —se diría— poco articuladas, en el extremo de brazos muy largas y rígidos, son todavía en realidad patas, y como tales el gorila las usa para andar, apoyándolas en el suelo como un cuadrúpedo.

Ahora esos brazos-patas aprietan contra el pecho la cubierta de un neumático de auto. En el enorme vacío de sus horas, «Copito de Nieve» no abandona nunca la cubierta. ¿Qué será ese objeto para él? ¿Un juguete? ¿Un fetiche? ¿Un talismán? A Palomar le parece entender perfectamente al gorila, su necesidad de una cosa que apretar mientras todo se le escapa, una cosa con que aplacar la angustia del aislamiento, de la diversidad, de la condena a ser considerado siempre un fenómeno viviente, tanto por sus hembras y sus hijos como por los visitantes del zoo.

También la hembra tiene una cubierta de auto, pero es para ella un objeto de uso con el que su relación es práctica y sin problemas: en ella se sienta como en una butaca a tomar el sol mientras espulga a su hijito. Para «Copito de Nieve» en cambio el contacto con el neumático parece ser algo afectivo, algo posesivo y en cierto modo simbólico. Desde allí se le puede abrir una rendija hacia lo que es para el hombre la busca de un camino de salida de la zozobra de vivir: invertirse a sí mismo en las cosas, reconocerse en los signos, transformar el mundo en un conjunto de símbolos, casi un primer albor de la cultura en la larga noche biológica. Para esto el gorila albino dispone sólo de una cubierta de coche, un artefacto de la producción humana, extraño a él, privado de toda potencialidad simbólica, desnudo de significados, abstracto. No se diría que su contemplación dé para mucho. Y sin embargo, ¿qué mejor que un círculo vacío para asumir todos los significados que se quiera atribuirle? Tal vez ensimismándose en él el gorila está a punto de alcanzar en el fondo del silencio las fuentes de las que brota el lenguaje, de establecer un flujo de relaciones entre sus pensamientos y la irreductible, sorda evidencia de los hechos que determinan su vida…

Ya fuera del zoo, el señor Palomar no puede quitarse de la cabeza la imagen del gorila albino. Trata de hablar de él con cualquiera que se le cruce en el camino, pero no consigue que nadie le escuche. Por la noche, tanto en las horas de insomnio como en sus breves sueños, sigue apareciéndosele el mono. «Así como el gorila tiene su neumático que le sirve de apoyo tangible para un delirante discurso sin palabras —piensa—, así yo tengo esta imagen de un mono blanco. Todos hacemos girar entre las manos una vieja cubierta vacía mediante la cual quisiéramos alcanzar el sentido último al que las palabras no llegan».

El orden de los escamados

El señor Palomar quisiera entender por qué le atraen las iguanas; en París va de cuando en cuando a visitar el reptiliario del Jardin des Plantes; jamás sale decepcionado; lo que el espectáculo de la iguana tiene en sí de extraordinario y aun de único, le parece bien claro; pero siente que hay algo más y no sabe qué.

La Iguana iguana está cubierta de una piel verde como tejida de minúsculas escamas moteadas. Le sobra piel: en el cuello, en las patas, forma pliegues, bolsas, bullones, como un traje que debería adherirse al cuerpo pero que cuelga por todas partes. A lo largo de la espina dorsal se alza una cresta dentada que continúa en la cola; la cola es también verde hasta determinado punto; después, a medida que se alarga se va destiñendo y se segmenta en anillos de color alternado: marrón claro y marrón oscuro. En el hocico con escamas verdes, el ojo se abre y se cierra, y ese ojo «evolucionado», dotado de mirada, de atención, de tristeza es lo que da idea de que hay otro ser escondido bajo esa apariencia de dragón: un animal más parecido a aquellos con los que estamos en confianza, una presencia viviente menos distante de nosotros de lo que parece…

Después otras crestas espinosas bajo el mentón, en el cuello dos placas blancas y redondas como de aparato acústico: una cantidad de accesorios y adminículos, refinamientos y guarniciones defensivas, un muestrario de formas disponibles en el reino animal y tal vez también en los otros reinos, demasiadas cosas para encontrarlas todas en un solo animal, ¿qué diablos hacen?, ¿sirven para enmascarar a alguien que nos está mirando desde allí dentro?

Las extremidades anteriores con sus cinco dedos harían pensar más en garras que en manos si no estuvieran implantadas en verdaderos brazos, musculosos y bien modelados; no así las posteriores, largas y blandas, con dedos como acodos vegetales. Pero el animal en conjunto, aun desde el fondo de su resignado, inmóvil torpor, comunica una imagen de fuerza. El señor Palomar se ha detenido en la vitrina de la Iguana iguana después de contemplar la de las diez pequeñas iguanas montadas la una sobre la otra, que cambian continuamente de posición con ágiles movimientos de codos y rodillas, y se extienden todas cuan largas son: la piel de un verde brillante, con un puntito color cobre en el lugar de las branquias, una barba blanca crestada, ojos claros abiertos en torno a la pupila negra. Después el varano de las sabanas, que se esconde en la arena de su mismo color; el tegu o tupinambis negro amarillento, casi un caimán; el cordilo gigante africano de escamas puntiagudas y espesas como pelo u hojas, del color del desierto, tan concentrado en su tentativa de excluirse del mundo que se enrosca en círculo apretando la cola contra la cabeza. El caparazón verde gris por arriba y blanca por abajo de una tortuga sumergida en el agua de una caja transparente parece blanda, carnosa; el hocico puntudo se asoma como por el cuello de un suéter. La vida en el pabellón de los reptiles parece un despilfarro de formas sin estilo y sin plan donde todo es posible, y animales y plantas y rocas intercambian escamas, aguijones, concreciones, pero entre las infinitas combinaciones posibles sólo algunas —tal vez justamente las más increíbles— se fijan, resisten al flujo que las deshace y mezcla y plasma; y de pronto cada una de estas formas se convierte en centro de un mundo, separada para siempre de las otras, como aquí en la fila de jaulas-vitrinas del zoo, y en ese número finito de modos de ser, cada uno identificado en su monstruosidad y necesidad y belleza, consiste el orden, el único orden reconocible en el mundo. La sala de las iguanas del Jardin des Plantes con sus vitrinas iluminadas, donde reptiles en duermevela se esconden entre ramas y rocas y arena de su selva originaria o del desierto, se espeja el orden del mundo, sea reflejo en tierra del cielo de las ideas o manifestación exterior del secreto de la naturaleza de las cosas, de la norma escondida en el fondo de lo que existe.

¿Es este ambiente, más que los reptiles en sí, lo que oscuramente atrae al señor Palomar? Un calor húmedo y blando impregna el aire como una esponja; un hedor acre, pesado, ligeramente pútrido obliga a contener la respiración; la sombra y la luz se estancan en una mezcla inmóvil de días y de noches: ¿son éstas las sensaciones de quien se asoma fuera de lo humano? Del otro lado del vidrio de cada jaula está el mundo anterior al hombre, o posterior, para demostrar que el mundo del hombre no es eterno y no es el único. ¿Para comprobarlo con sus propios ojos pasa el señor Palomar revista a esos cubículos donde duermen las pitones, las boas, los crótalos del bambú, las culebras arborícolas de las Bermudas?

Pero de los mundos de los que está excluido el hombre, cada vitrina es un muestrario mínimo, arrancado de una continuidad natural que podría también no haber existido nunca, pocos metros cúbicos de atmósfera que mantienen a cierto grado de temperatura y humedad unos dispositivos complicados. Por lo pronto, cada ejemplar de este bestiario antediluviano es mantenido artificialmente en vida, casi como si fuera una hipótesis de la mente, un producto de la imaginación, una construcción del lenguaje, una argumentación paradójica destinada a demostrar que el único mundo verdadero es el nuestro… Como si sólo ahora el olor de los reptiles resultase insoportable, el señor Palomar siente de pronto el deseo de salir al aire libre. Debe cruzar la gran sala de los cocodrilos, donde se alinea una fila de estanques separados por barreras. En la parte seca al lado de cada estanque yacen los cocodrilos, solos o en pareja, de color apagado, rechonchos, bastos, horribles, pesadamente tumbados, achatados contra el suelo en toda la extensión de los largos hocicos crueles, de los fríos vientres, de las anchas colas. Parecen todos dormidos, aun aquellos que tienen los ojos abiertos, o tal vez todos insomnes en una desolación atónita, aun con los ojos cerrados. De vez en cuando uno de ellos se sacude lentamente, se levanta apenas sobre las cortas patas, resbala sobre el borde del estanque, se deja caer de panza levantando una ola, fluctúa sumergido a media altura del agua, inmóvil como antes. ¿Es una desmesurada paciencia la de ellos, o una desesperación sin fin? ¿Qué esperan, o que han dejado de esperar? ¿En qué tiempo están inmersos? ¿En el de la especie, sustraído al curso de las horas que se precipitan del nacimiento a la muerte del individuo? ¿O en el tiempo de las eras geológicas que desplaza los continentes y consolida la costra de las tierras emergidas? ¿O en el lento enfriarse de los rayos del sol? El pensamiento de un tiempo fuera de nuestra experiencia es insostenible. Palomar se apresura a salir del pabellón de los reptiles, que se puede frecuentar sólo de vez en cuando y de pasada.