La grasa de ganso se presenta en frascos de vidrio, cada uno de los cuales contiene, según reza un rótulo escrito a mano: «Una pata y un ala de ganso cebado, grasa de ganso, sal y pimienta. Peso neto: un kilo quinientos gramos». En la espesa y suave blancura que colma los frascos se atenúa el estridor del mundo; una sombra parda sube del fondo y como en la niebla del recuerdo deja transparentar los miembros sueltos del ganso, desvanecido en su grasa.
El señor Palomar hace la cola en una charcuterie de París. Son las fiestas, pero aquí la multitud de clientes es habitual aun en épocas menos canónicas, porque es uno de los buenos negocios gastronómicos de la ciudad que ha sobrevivido milagrosamente en un barrio donde el achatamiento del comercio de masas, los impuestos, los bajos ingresos de los consumidores y ahora la crisis, han desmantelado una por una las viejas tiendas sustituyéndolas por anónimos supermercados.
Mientras espera en fila, el señor Palornar contempla los frascos. Trata de encontrar en sus recuerdos un lugar para el cassoulet, pingüe estofado de carne y alubias en el que la grasa de ganso es un ingrediente esencial; pero ni la memoria del paladar ni la cultural le son de ayuda. Y sin embargo el nombre, la visión, la idea lo atraen, despiertan un instantáneo fantaseo no tanto de la gula como del eros: de una montaña de grasa de ganso aflora una figura femenina, untada de blanco la piel rosada y él ya se imagina a sí mismo abriéndose paso en su dirección entre esos densos aludes y abrazándola y hundiéndose con ella.
Rechaza el pensamiento incongruente, alza la mirada al cielorraso empavesado de salamis que cuelgan en guirnaldas navideñas como frutos en las ramas del país de cucaña. Todo alrededor, en los estantes de mármol, la abundancia triunfa en las formas elaboradas de la civilización y del arte. En las tajadas de paté de venado las carreras y los vuelos de las landas se fijan para siempre y se subliman en un tapiz de sabores. Las galantinas de faisán se extienden en cilindros gris rosado coronados, para probar la autenticidad del propio origen, por dos patas de ave como garras protuberantes en un blasón heráldico o un mueble renacentista.
A través de las envolturas de gelatina asoman los grandes lunares de trufas negras alineados como botones en la casaca de un Pierrot, como notas de una partitura, constelando los rosados, abigarrados arriates de los patés de foie gras, de las sobrasadas, de las terrines, las galantinas, los abanicos de salmón, los corazones de alcachofa guarnecidos como trofeos. El motivo conductor de las rodajas de trufa unifica la variedad de las sustancias como el negro de los trajes de gala asomando en un baile de máscaras, y certifica el atavío festivo de los manjares.
Gris y opaca y agria es en cambio la gente que se abre paso entre los mostradores, separada de las dependientas vestidas de blanco, más o menos viejas, de brusca eficiencia. El esplendor de los medallones de salmón con sus radios de mayonesa desaparece tragado por las oscuras bolsas de los clientes. Naturalmente, cada uno y cada una de ellos sabe exactamente lo que quiere, apunta derecho a su objetivo con una determinación sin incertidumbres, y rápidamente desmantela montañas de vol-au-vent, de morcillas blancas, de cervelás.
El señor Palomar quisiera sorprender en sus miradas un reflejo de la fascinación por aquellos tesoros, pero los rostros y los gestos son impacientes y huidizos, de seres concentrados en sí mismos, los nervios tensos, preocupados de lo que hay y de lo que no hay. Nadie le parece digno de la gloria pantagruélica que se despliega a lo largo de las vitrinas y sobre los mostradores. Una avidez sin alegría ni juventud los impulsa; y sin embargo un vínculo profundo, atávico, existe entre ellos y aquellos alimentos, consustanciales con ellos, carne de su carne.
Se da cuenta de que siente algo muy parecido a los celos; quisiera que desde sus fuentes los patés de pato y de liebre demostraran preferirlo a él y no a los otros, que reconocieran en él al único digno de sus dones, esos dones que la naturaleza y la cultura han transmitido durante milenios y que no deben caer en manos profanas. El sagrado entusiasmo que lo invade, ¿no es tal vez la señal de que él es el elegido, el tocado por la gracia, el único que merece la profusión de los bienes que desbordan de la cornucopia del mundo?
Mira a su alrededor esperando oír la vibración de una orquesta de sabores. No, nada vibra. Todas esas exquisiteces despiertan en él recuerdos aproximativos e indistintos, su imaginación no asocia instintivamente los sabores a las imágenes y a los nombres. Se pregunta si su glotonería no es sobre todo mental, estética, simbólica. Tal vez, por sincera que sea su preferencia por las galantinas, las galantinas no lo prefieren. Sienten que su mirada transforma todos los manjares en un documento de la civilización, en un objeto de museo.
El señor Palomar quisiera que la cola avanzase más rápido. Sabe que si pasa unos minutos más en ese negocio, terminará por convencerse de que es él el profano, el forastero, él el excluido.
El señor Palomar hace la cola en una tienda de quesos, en París. Quiere comprar ciertos quesitos de cabra que se conservan en aceite dentro de pequeños botes transparentes, condimentados con diversas especias y hierbas. La fila de clientes avanza a lo largo de un mostrador donde se exponen ejemplares de las especialidades más insólitas y dispares. Es un negocio cuyo surtido parece querer documentar cualquier forma de producto lácteo pensable; ya la enseña, «Spécialités fromagères», con ese raro adjetivo arcaico o vernáculo, advierte que allí se custodia el patrimonio de un saber acumulado por una civilización a través de toda su historia o geografía.
Tres o cuatro muchachas de delantal rosado atienden a los clientes. Apenas una queda libre, toma a su cargo al primero de la fila y lo invita a declarar sus deseos; el cliente nombra y más a menudo señala, desplazándose en el negocio hacia el objeto de sus apetitos precisos y competentes. En ese momento toda la fila da un paso adelante; y el que hasta ese momento estaba junto al Bleu d’Auvergne veteado de verde, se encuentra a la altura del Brin d’amour cuya blancura retiene briznas de paja seca pegadas; el que contemplaba una bola envuelta en hojas puede concentrarse en un cubo espolvoreado de ceniza. Hay quien de los encuentros de estas fortuitas etapas extrae inspiraciones para nuevos estímulos y nuevos deseos: cambia de idea sobre lo que estaba por pedir o añade una nueva voz a su lista; y hay quien no se deja distraer ni un instante del objetivo que persigue y cualquier sugestión diferente que se le presenta le sirve sólo para delimitar, por exclusión, el campo de lo que tercamente quiere.
El ánimo de Palomar oscila entre impulsos contrastados: el que tiende a un conocimiento completo, exhaustivo, y sólo podría satisfacerse saboreando todas las variedades; o el que tiende a una selección absoluta, a la identificación del queso que es sólo suyo, un queso que seguramente existe aunque todavía no sepa reconocerlo (no sepa reconocerse en él).
A menos que no se trate de escoger el propio queso, sino de ser escogido. Hay una relación recíproca entre queso y cliente: todo queso espera su cliente, se presenta de manera de atraerlo, con una capacidad o granulosidad un poco altanera, o por el contrario, derritiéndose en un sumiso abandono.
Una sombra de complicidad viciosa aletea en torno: el refinamiento gustativo y sobre todo olfativo conoce sus momentos de relajo, de encanallamiento, en que los quesos en sus bandejas parecen ofrecerse como en los divanes de un burdel. Una risita perversa aflora en la complacencia de envilecer el objeto de la propia glotonería con motes infamantes: crottin, boule de moine, bouton de culotte.
No es éste el tipo de conocimiento que el señor Palomar se inclina más a profundizar: a él le bastaría establecer la simplicidad de una relación física directa entre hombre y queso. Pero si en el lugar de los quesos ve nombres de quesos, conceptos de quesos, significados de quesos, historias de quesos, contextos de quesos, psicologías de quesos, si —más que saber— presiente que detrás de cada queso hay todo eso, entonces su relación se vuelve muy complicada.
La quesería se presenta a Palomar como una enciclopedia a un autodidacta: podría memorizar todos los nombres, intentar una clasificación según las formas —de jabón, de cilindro, de cúpula, de bola—, según la consistencia —seco, mantecoso, cremoso, veteado, compacto—, según los materiales extraños que intervienen en la corteza o en la pasta —pasas de uva, pimienta, nueces, sésamo, hierbas, moho—, pero esto no lo acercaría un paso al verdadero conocimiento que reside en la experiencia de los sabores, hecha de memoria y de imaginación juntas, y solamente a partir de ella podría establecer una escala de gustos y preferencias y curiosidades y exclusiones.
Detrás de cada queso hay un pastizal de un verde diferente bajo un cielo diferente: prados con una costra de sal que las mareas de Normandía depositan cada noche; prados perfumados de hierbas aromáticas al sol ventoso de Provenza; hay diferentes rebaños con sus estabulaciones y trashumancias; hay secretos de elaboración transmitidos a través de los siglos. Este negocio es un museo: el señor Palomar visitándolo siente, como en el Louvre, detrás de cada objeto expuesto la presencia de la civilización que le ha dado forma y que de él toma forma.
Este negocio es un diccionario; la lengua es el sistema de los quesos en su conjunto: una lengua cuya morfología registra declinaciones y conjugaciones en innumerables variantes, y cuyo léxico presenta una riqueza inagotable y matices de significado, como todas las lenguas nutridas del aporte de cien dialectos. Es una lengua hecha de cosas; la nomenclatura es sólo su aspecto exterior, instrumental; pero para el señor Palomar, apoderarse un poco de la nomenclatura sigue siendo siempre la primera medida que debe adoptar si quiere detener un momento las cosas que se deslizan delante de sus ojos.
Saca del bolsillo una libreta, un lápiz, comienza a escribir nombres, a indicar junto a cada nombre algunas cualidades que permitan evocar la imagen en la memoria; trata incluso de trazar un boceto sintético de la forma. Escribe Pavé d’Airvault, anota «moho verde», dibuja un paralelepípedo chato y en un lado anota «4 cm circa»; escribe St. Maure, anota «cilindro gris granuloso con un palito dentro», y lo dibuja, midiéndolo a simple vista «20 cm»; después escribe Chabichou y dibuja un pequeño cilindro.
—¡Monsieur! ¡Huhu! ¡Monsieur!
Una joven quesera vestida de rosa está delante de él, absorto en su libreta. Es su turno, le toca a él, en la fila a sus espaldas todos observan su incongruente comportamiento y sacuden la cabeza con el aire entre irónico e impaciente con que los habitantes de las grandes ciudades consideran el número cada vez mayor de débiles mentales que dan vueltas por las calles.
El pedido elaborado y goloso que tenía intención de hacer se le escapa de la memoria; balbucea; condesciende a lo más obvio, a lo más trivial, a lo más publicitado, como si los automatismos de la civilización de masa no esperaran sino ese momento suyo de incertidumbre para volver a tenerlo a su merced.
Las reflexiones que la carnicería inspira a quien entra con la bolsa de la compra implican conocimientos transmitidos a través de los siglos en varias ramas del saber: la adecuación de las carnes y de los cortes, el mejor modo de cocinar cada trozo, los ritos que permiten aplacar el remordimiento por la destrucción de otras vidas a fin de nutrir la propia. La sabiduría carniceril y la culinaria pertenecen a las ciencias exactas, verificables mediante experimentos teniendo en cuenta las costumbres y las técnicas que varían de un país a otro; la sabiduría sacrificial en cambio está dominada por la incertidumbre, y además ha caído en el olvido desde hace siglos, pero pesa sobre la conciencia oscuramente como exigencia inexpresada. Una devoción reverente por todo lo que a la carne respecta guía al señor Palomar que se apresta a comprar tres bistecs. Entre los mármoles de la carnicería se detiene como en un templo, consciente de que su existencia individual y la cultura a la que pertenece están condicionadas por este lugar.
La fila de los clientes se desliza lentamente a lo largo del alto mostrador de mármol, a lo largo de las ménsulas y las bandejas donde se alinean los cortes de carne, clavado en cada uno el cartel con el precio y el nombre. Se suceden el rojo vivo de la vaca, el rosado claro de la ternera, el rojo apagado del cordero, el rojo oscuro del cerdo. Se incendian vastos costillares, redondos tournedos todos envueltos en una cinta de tocino, filetes ágiles y esbeltos, costillas armadas de su mango de hueso, lomos macizos y sin pizca de grasa, trozos para hervir con sus estratos magros y grasos, piezas para asar a la espera del cordel que las obligue a concentrarse en sí mismas; después los colores se atenúan: escalopes de ternera, solomillos, trozos de paleta y de pecho, ternillas; y ahora entramos en el reino de las patas y las paletas de cordero; más allá blanquea el mondongo, un hígado negrea…
Detrás del mostrador, los carniceros de blanco blanden las hachas trapezoidales, las cuchillas de rebanar y las de desollar, las sierras para cortar los huesos, la maza con la que aprietan los serpeantes rizos rosados en el embudo de la máquina de picar. De los ganchos cuelgan reses descuartizadas para recordarte que cada bocado tuyo es parte de un ser que ha sido arbitrariamente arrebatado a su integridad viviente.
En un gran cartel colgado en la pared, el perfil de una vaca es como un mapa geográfico recorrido por líneas de frontera de las áreas comestibles que abarcan la entera anatomía del animal, excluidos cuernos y pezuñas. El mapa del hábitat humano es éste, tanto como el planisferio del planeta, protocolos ambos que deberían ratificar los derechos que el hombre se ha atribuido, de posesión, partición y devoración sin residuos de los continentes terrestres y de los lomos del cuerpo animal.
Es preciso decir que la simbiosis hombre-vaca ha alcanzado con los siglos un equilibrio propio (permitiendo que las dos especies sigan multiplicándose) aunque sea asimétrico: es cierto que el hombre vela por la subsistencia de la vaca, pero no está obligado a ofrecérsele como alimento y ha garantizado el florecer de la civilización llamada humana, que al menos para un sector debería llamarse humano-vacuna (coincidiendo en parte con la humano-ovina y aún más parcialmente con la humano-porcina, según las alternativas de una complicada geografía de interdicciones religiosas). El señor Palomar participa de esta simbiosis con lúcida conciencia y pleno consentimiento: aun reconociendo en la res de la vaca la persona del propio hermano descuartizado, en el corte del lomo la herida que mutila la propia carne, sabe que es carnívoro, que está condicionado por su tradición alimentaria para recoger en una carnicería la promesa de la felicidad gustativa, para imaginar observando esas lonjas rojizas las paralelas que la llama dejará en los bistecs a la parrilla y el placer del diente al romper la fibra ennegrecida.
Un sentimiento no excluye el otro: el estado de ánimo de Palomar que hace la cola en la carnicería es al mismo tiempo de alegría contenida y de temor, de deseo y de respeto, de preocupación egoísta y de compasión universal, el estado de ánimo que tal vez otros expresan en la plegaria.