—¡Sht! ¡Sht!—. El señor Palomar corre por la terraza para espantar a las palomas que se comen las hojas de la gazania, acribillan a picotazos las plantas grasas, se agarran con las patas a la cascada de campánulas, desgranan las moras, picotean hojita por hojita el perejil plantado en una caja cerca de la cocina, escarban y hurgan en las macetas desparramando la tierra y descubriendo las raíces, como si la única finalidad de sus vuelos fuera la devastación… A las palomas que alegraban en una época las plazas ha sucedido una progenie degenerada, sucia, infecta, ni doméstica ni salvaje, sino integrada en las instituciones públicas y como tal extinguible. El cielo de la ciudad de Roma está desde hace tiempo a merced de la superpoblación de estos lumpen emplumados, que hacen la vida difícil a cualquier otra especie de pájaro y oprimen el reino en otro tiempo libre y diverso del aire con sus monótonas, desplumadas libreas gris plomo.
Encerrada entre las hordas subterráneas de los ratones y el pesado vuelo de las palomas, la antigua ciudad se deja corroer por abajo y por arriba sin oponer más resistencia que antaño a las invasiones de los bárbaros, como si reconociese en ellos no el asalto de enemigos externos, sino los impulsos más oscuros y congénitos de la propia esencia interior.
La ciudad tiene también otra alma —una entre tantas— que vive del acuerdo entre viejas piedras y vegetación siempre nueva, en su compartir los favores del sol. Secundando esta buena disposición ambiental o genius loci, la terraza de la familia Palomar, isla secreta sobre los techos, sueña con concentrar bajo su pérgola la exuberancia de los jardines de Babilonia.
La lozanía de la terraza responde al deseo de todos los miembros de la familia, pero mientras a la señora Palomar le ha resultado natural transferir a las plantas su atención a las cosas singulares, escogidas y hechas exactamente para identificación interior y entrando así a componer un conjunto de variaciones múltiples, una colección emblemática, esta dimensión del espíritu falta a los otros familiares: a la hija porque la juventud no puede ni debe fijarse en el aquí, sino sólo en lo que está más allá; al marido porque ha llegado demasiado tarde a liberarse de las impaciencias juveniles y a entender (sólo en teoría) que la única salvación reside en aplicarse a las cosas que están ahí.
Las preocupaciones del cultivador, para quien lo que cuenta es esa planta determinada, esa determinada parcela de tierra expuesta al sol de tal hora a tal hora, esa determinada enfermedad de las hojas que se combate a tiempo con un determinado tratamiento, son extrañas a la mente forjada según los procedimientos de la industria, es decir, inclinada a decidir en función de planeamientos generales y de prototipos. Cuando Palomar se dio cuenta de lo aproximativos y condenados al error que eran los criterios de ese mundo en el que creía encontrar precisión y norma universal, volvió lentamente a construirse una relación con el mundo limitándola a la observación de las formas visibles; pero ahora era como era: seguía prestando a las cosas esa adhesión intermitente y lábil de las personas que parecen siempre ocupadas en pensar otra cosa, pero esa otra cosa no existe. A la prosperidad de la terraza contribuye corriendo de vez en cuando para espantar a las palomas. —¡Sht! ¡Sht!—, despertando en sí el sentimiento atávico de la defensa del territorio. Si en la terraza se posan pájaros diferentes de las palomas, el señor Palomar en vez de echarlos les da la bienvenida, cierra los ojos a los eventuales daños producidos por sus picos, los considera mensajeros de divinidades amigas. Pero estas apariciones son raras: una patrulla de cuervos se acerca a veces punteando el cielo de manchas negras y propagando (también el lenguaje de los dioses cambia con los siglos) un sentimiento de vida y de alegría. Después algún mirlo, gracioso y vivo; una vez un petirrojo; y los gorriones en su habitual papel de viandantes anónimos. Otras presencias de emplumados en la ciudad se dejan avistar desde más lejos: las escuadrillas de los migratorios, en el otoño, y las acrobacias, en verano, de golondrinas y vencejos. Cada tanto gaviotas blancas, remando en el aire con sus largas alas, avanzan hasta el mar seco de las tejas, tal vez extraviadas al remontar desde la desembocadura los recodos del río, tal vez absortas en un rito nupcial, y su grito marino desentona entre los rumores ciudadanos.
La terraza tiene dos niveles: un mirador o belvédère domina la barahúnda de los techos sobre los cuales el señor Palomar desliza una mirada de pájaro. Trata de pensar en el mundo tal como es visto por los volátiles; a diferencia de Palomar, para el pájaro el vacío se abre debajo, pero tal vez el pájaro no mira nunca hacia abajo, ve sólo a los lados, inclinando las alas, y su mirada, como la de Palomar, donde se dirija sólo encuentra techos más altos o más bajos, construcciones más o menos elevadas pero tan densas que no le permiten descender demasiado. Que allá abajo, encajonadas, existen calles y plazas, que el verdadero suelo es el que está al nivel del suelo, el señor Palomar lo sabe por otras experiencias; en ese momento, por lo que ve desde allá arriba, no podría sospecharlo.
La forma verdadera de la ciudad está en ese subir y bajar de los techos, tejas viejas y nuevas, acanaladas y chatas, cumbreras gráciles o pesadas, pérgolas de cañizo o cobertizos de fibrocemento ondulado, barandillas, columnitas que sostienen macetas, albercas de chapa, tragaluces, lumbreras de vidrio, y sobre todas las cosas se alza la arboladura de las antenas de televisión, derechas o torcidas, esmaltadas u oxidadas, en modelos de generaciones sucesivas, diversamente ramificadas y retorcidas y aisladas, pero todas flacas como esqueletos e inquietantes como tótems. Separadas por irregulares y desiguales golfos de vacío, se enfrentan terrazas proletarias con cuerdas para tender la ropa y tomates plantados en barreños de zinc; terrazas residenciales con espalderas tapizadas de trepadoras sobre enrejados de madera, muebles de jardín de hierro esmaltado de blanco, toldos enrollables; campanarios echando al vuelo sus campanas; frontones de palacios públicos de frente y de perfil; áticos y sobreáticos, añadidos abusivos y no punibles; andamiajes metálicos de construcciones en curso o que han quedado por la mitad; ventanales con cortinas y ventanillas de retretes; paredes color ocre y color siena; paredes color moho de cuyas grietas dejan colgar sus hojas penachos de hierbas; cajas de ascensores; torres con ajimeces y tríforas; pináculos de iglesias con sus vírgenes; estatuas de caballos y cuadrigas; mansiones rebajadas a cuchitriles, cuchitriles reestructurados como garçonnières; y cúpulas que se redondean contra el cielo en todas direcciones y a cualquier distancia como para confirmar la esencia femenina, junónica, de la ciudad; cúpulas blancas o rosadas o violetas según la hora y la luz, veteadas de nervaduras, culminando en linternas coronadas por otras cúpulas más pequeñas.
Nada de todo esto puede ser visto por quien mueve sus pies o sus ruedas sobre el pavimento de la ciudad. E inversamente, desde aquí arriba se tiene la impresión de que la verdadera corteza terrestre es ésa, desigual pero compacta, a pesar de estar surcada de resquebrajaduras vaya a saber cómo de profundas, grietas o pozos o cráteres cuyos bordes vistos en perspectiva parecen apretados como las escamas de una piña, y ni siquiera se le ocurre a nadie preguntarse qué esconden en su fondo, porque es tanta y tan rica y variada la visión de superficie, que basta y sobra para saturar la mente de informaciones y de significados. Así razonan los pájaros, o por lo menos así razona, imaginándose pájaro, el señor Palomar. «Sólo después de haber conocido la superficie de las cosas —concluye—, se puede uno animar a buscar lo que hay debajo. Pero la superficie de las cosas es inagotable».
Como todos los veranos, la salamanquesa ha vuelto a la terraza. Un punto de observación excepcional le permite al señor Palomar verla no de dorso, como estamos acostumbrados desde siempre a ver salamanquesas, lagartos verdes y lagartijas, sino de panza. En la sala de estar de la casa de los Palomar hay una pequeña ventana-vitrina que se abre a la terraza; en los anaqueles de esta vitrina se alinea una colección de vasos Art Nouveau; por la noche una lamparilla de 75 vatios ilumina los objetos; una planta de plumbago en la pared de la terraza deja colgar sus ramos celestes sobre el vidrio exterior; todas las noches, apenas se enciende la luz, la salamanquesa que vive debajo de las hojas se desplaza por el vidrio hasta el lugar donde brilla la lamparilla y se queda inmóvil como un lagarto al sol. Vuelan las mosquitas también atraídas por la luz; cuando una se le pone a tiro, el reptil se la traga.
El señor Palomar y la señora Palomar terminan cada noche por desplazar sus sillones de la televisión y acomodarlos junto a la vitrina; desde el interior de la habitación contemplan el perfil blanquecino del reptil sobre el fondo oscuro. La elección entre televisión y salamanquesa no siempre ocurre sin incertidumbres; cada uno de los dos espectáculos da informaciones que el otro no da; la televisión se mueve por los continentes recogiendo impulsos luminosos que describen la faz visible de las cosas; la salamanquesa en cambio representa la concentración inmóvil y el aspecto oculto, el revés de lo que se muestra a la vista.
Lo más extraordinario son las patas, verdaderas manos de dedos suaves, todos yema, que apretadas contra el vidrio se adhieren con sus minúsculas ventosas: los cinco dedos se ensanchan como pétalos de florecitas en un dibujo infantil, y cuando una pata se mueve, se recogen como una flor que se cierra, para volver después a estirarse y aplastarse contra el vidrio, haciendo aparecer estrías minúsculas semejantes a las de las huellas digitales. A la vez delicadas y fuertes, estas manos parecen contener tanta inteligencia potencial que les bastaría poder liberarse de la tarea de permanecer allí pegadas a la superficie vertical para adquirir las dotes de las manos humanas, que según dicen se volvieron hábiles cuando ya no tuvieron que colgarse de las ramas o apoyarse en el suelo.
Las patas replegadas parecen, más que rodillas, puros codos muelles capaces de levantar el cuerpo. La cola se adhiere al vidrio sólo en una franja central, donde se originan los anillos que la ciñen de un lado al otro y la convierten en un instrumento robusto y bien defendido; apoyada la mayor parte del tiempo, torpe e indolente, parece no tener más talento o ambición que servir de sostén subsidiario (nada que ver con la agilidad caligráfica de la cola de la lagartija), pero para el caso resulta ser reactiva y bien articulada y hasta expresiva.
De la cabeza son visibles la garganta vasta y vibrante, y a los lados los ojos salientes y sin párpados. La garganta es una superficie de arpillera floja que se extiende desde la punta del mentón dura y toda escamas como la de un caimán, hasta el vientre blanco que donde oprime el vidrio presenta también una granulosidad moteada, tal vez adhesiva.
Cuando una mosquita pasa cerca de la boca de la salamanquesa, la lengua salta y traga, fulminante, dúctil y prensil, privada de forma y capaz de asumir cualquiera. Con todo, Palomar no está nunca seguro de haberla visto o no; lo que ciertamente ve, ahora, es la mosquita dentro de la garganta del reptil; el vientre apretado contra el vidrio iluminado es transparente como visto con rayos X; se puede seguir la sombra de la presa en su trayecto a través de las vísceras que la absorben.
Si todas las materias fueran transparentes, el suelo que nos sostiene, la envoltura que ciñe nuestros cuerpos, todo parecería no un aletear de velos impalpables, sino un infierno de trituraciones e ingestiones. Tal vez en este momento un dios de los infiernos situado en el centro de la Tierra nos observa desde abajo con su ojo que traspasa el granito, siguiendo el ciclo del vivir y del morir, las víctimas despedazadas que se deshacen en el vientre de los devoradores, hasta que a su vez otro vientre se los trague.
La salamanquesa permanece inmóvil durante horas; con un fustazo de la lengua deglute cada tanto un mosquito o una mosquita; otros insectos, en cambio, idénticos a los primeros, que se posan ignorantes a pocos milímetros de su boca, parece no registrarlos. ¿Es porque la pupila vertical de sus ojos que divergen a los lados de su cabeza no los descubre? ¿O tiene motivos para elegir y rechazar que nosotros no conocemos? ¿O actúa movido por el azar o el capricho?
La segmentación en anillos de las patas y la cola, las minúsculas placas granulosas que puntean su cabeza y su vientre dan a la salamanquesa una apariencia de artefacto mecánico, una máquina elaboradísima, estudiada en cada microscópico detalle, tanto que es como para preguntarse si tal perfección no será un despilfarro, vistas las operaciones limitadas que cumple. O tal vez es ése su secreto: satisfecha de ser, ¿reduce el hacer al mínimo? ¿Será ésta su lección, lo opuesto a la moral que en la juventud el señor Palomar quería para sí: tratar siempre de hacer algo un poco más allá de los propios medios?
Ahora se le pone a tiro una mariposita nocturna. ¿La pasa por alto? No, también la atrapa. La lengua se transforma en red de cazar mariposas y la mete dentro de la boca. ¿Cabe entera? ¿La escupe? ¿Estalla? No, la mariposa está ahí en la garganta: palpita, maltrecha pero todavía entera, no tocada por la ofensa de los dientes masticatorios; ahora supera las angustias del gaznate, es una sombra que inicia el viaje lento y trabajoso hacia abajo por un esófago hinchado.
La salamanquesa, que ha salido de su impasibilidad, boquea, agita la garganta convulsa, se bambolea sobre las patas y la cola, retuerce el vientre sometido a dura prueba. ¿Tendrá bastante por esta noche? ¿Se marchará? ¿Era ésta la culminación de todos los deseos que esperaba satisfacer? ¿Era ésta la prueba en los límites de lo posible con la que quería medirse? No, no se va. Tal vez se ha dormido. ¿Cómo es el sueño de quien tiene ojos sin párpados?
El señor Palomar tampoco puede despegarse de allí. Se queda mirándolo. No hay tregua con la que se pueda contar. Aun volviendo a encender la televisión, no se hace más que extender la contemplación de la matanza. La mariposa, frágil Eurídice, se hunde lentamente en su Hades. Ahora vuela una mosquita, está por posarse en el vidrio. Y la lengua de la salamanquesa se dispara.
En Roma hay algo extraordinario que ver en este fin de otoño, y es el cielo atestado de estorninos. La terraza del señor Palomar es un buen sitio de observación desde el cual la mirada se dilata sobre los techos en un amplio sector de horizonte. De estos pájaros, el señor Palomar sólo sabe lo que ha oído decir al pasar: son cientos de miles de estorninos que se reúnen, procedentes del norte, a la espera de partir todos juntos a las costas de África. De noche duermen en los árboles de la ciudad, y el que estaciona el automóvil en el Lungotevere, por la mañana está obligado a lavarlo de arriba abajo.
Dónde van durante el día, qué función tiene en la estrategia de la migración este alto prolongado en una ciudad, qué significan para ellos estas inmensas reuniones vesperales, estos tiovivos aéreos como en una gran maniobra o un desfile, el señor Palomar no ha conseguido todavía entenderlo. Las explicaciones que se dan son todas un poco dudosas, condicionadas por hipótesis que oscilan entre varias alternativas; y es natural que sea así, tratándose de rumores que pasan de boca en boca, pero uno tiene la impresión de que también la ciencia que debería confirmarlas o desmentirlas es incierta, aproximativa. Dadas las circunstancias, el señor Palomar ha decidido limitarse a mirar, a fijar en sus mínimos detalles lo poco que consigue ver, ateniéndose a las ideas inmediatas que le sugiere lo que ve.
En el aire violeta del crepúsculo ve aflorar en una parte del cielo un polvillo finísimo, una nube de alas que vuelan. El señor Palomar comprende que son miles y miles: invaden la cúpula del cielo. Lo que hasta aquí le había parecido una inmensidad tranquila y vacía, resulta recorrida por presencias rapidísimas y ligeras. Visión tranquilizadora el paso de los pájaros migratorios, asociado en nuestra memoria ancestral con el armónico sucederse de las estaciones; en cambio, el señor Palomar tiene como un sentimiento de aprensión. ¿Será porque este cielo atestado nos recuerda que el equilibrio de la naturaleza se ha perdido? ¿O porque nuestro sentimiento de inseguridad proyecta por doquiera amenazas de catástrofes?
Cuando se piensa en los pájaros migratorios uno se imagina habitualmente una formación de vuelo muy ordenada y compacta, que surca el cielo en una larga escuadra o falange en ángulo agudo, casi como una forma de pájaro compuesta de innumerables pájaros. Esta imagen no vale para los estorninos, o por lo menos para estos estorninos otoñales del cielo de Roma: se trata de una multitud aérea que parece como si estuviera siempre por clarear y dispersarse, granitos de un polvillo suspendido en un líquido, y en cambio se espesa como si por un conducto invisible siguiera entrando el chorro de partículas en remolino, aunque sin llegar a saturar la solución. La nube se dilata, ennegreciéndose de alas que se dibujan cada vez más nítidas en el cielo, señal de que se van acercando. En el interior de la bandada el señor Palomar distingue ya una perspectiva, debida al hecho de que algunos volátiles se ven muy cerca sobre su cabeza, otros lejos, otros más lejos todavía, y sigue descubriéndolos cada vez más minúsculos y puntiformes, durante kilómetros y kilómetros, se diría, atribuyendo a la distancia entre uno y otro una medida casi igual. Pero esta ilusión de regularidad es traidora, porque nada es más difícil de evaluar que la densidad de distribución de los pájaros en vuelo: allí donde la compacidad de la bandada parece que está por oscurecer el cielo, entre un ave y otra se abren vorágines de vacío. Si se detiene unos minutos a observar la disposición de los pájaros uno en relación con el otro, el señor Palomar se siente preso en una trama cuya continuidad se extiende uniforme y sin brechas, como si también él formara parte de ese cuerpo en movimiento compuesto de centenares y centenares de cuerpos separados, pero cuyo conjunto constituye un objeto unitario, como una nube o una columna de humo o un surtidor, algo que aun en la fluidez de su sustancia alcanza en la forma una solidez propia. Pero basta que siga con la mirada una sola ave para que la disociación de los elementos vuelva a tomar la delantera y entonces la corriente que lo transportaba, la red que lo sostenía se disuelven y el efecto es de vértigo en la boca del estómago.
Esto sucede por ejemplo cuando el señor Palomar, después de haberse convencido de que la bandada en conjunto vuela hacia él, dirige la mirada hacia un pájaro que en cambio se está alejando, y de éste a otro que también se aleja pero en una dirección diferente, y en poco tiempo comprende que todos los volátiles que le parecía que se acercaban, en realidad escapan en todas direcciones, como si él se encontrara en el centro de una explosión. Pero le basta volver los ojos hacia otra zona del cielo y allí se van concentrando, como cuando un imán escondido debajo de un papel atrae las limaduras de hierro componiendo dibujos que por momentos se oscurecen, por momentos se aclaran y al final se deshacen y dejan en la hoja blanca un moteado de fragmentos dispersos. Finalmente una forma emerge del confuso batir de alas, avanza, se espesa: es una forma circular, como una esfera, una burbuja, el globo de un personaje de historieta que piensa en un cielo lleno de pájaros, un alud de alas que gira en el aire y abarca a todos los pájaros que vuelan en torno. Esta esfera constituye en el espacio uniforme un territorio especial, un volumen en movimiento dentro de cuyos límites —que sin embargo se dilatan y contraen como una superficie elástica— los estorninos pueden seguir volando cada uno en su propia dirección, con tal de no alterar la forma circular del conjunto.
En cierto momento el señor Palomar nota que el número de seres remolineantes en el interior del globo va aumentando rápidamente como si una corriente velocísima le transvasase una nueva población con la rapidez de la arena en una clepsidra. Es otra bandada de estorninos que adopta también una forma esférica dilatándose en el interior de la forma precedente. Pero se diría que la cohesión de la bandada no resiste más allá de ciertas dimensiones: en realidad el señor Palomar observa ya una dispersión de volátiles en los bordes, más aún, verdaderas brechas que se abren y van desinflando la esfera. Apenas tiene tiempo de recibirlo y la figura ya se ha disuelto.
Las observaciones sobre los pájaros continúan y se multiplican a un ritmo tal que para reordenarlas en la mente el señor Palomar siente la necesidad de comunicarlas a los amigos. También los amigos tienen algo que decir sobre la cuestión, porque a cada uno le ha ocurrido interesarse en el fenómeno o también en ellos se ha despertado ese interés después de que el señor Palomar ha hablado del tema. Es un asunto que no se puede considerar jamás agotado y cuando uno de los amigos cree haber visto algo nuevo o tiene que rectificar una impresión anterior, se siente obligado a telefonear enseguida a los otros. Así corre por la red telefónica un ir y venir de mensajes mientras surcan el cielo escuadras de volátiles.
—¿Viste cómo consiguen siempre evitarse aun cuando vuelan más apretados, aun cuando sus recorridos se cruzan? Se diría que tienen un radar.
—No es cierto. He encontrado en el pavimento pájaros maltrechos, agonizantes o muertos. Son las víctimas de los choques en vuelo, inevitables cuando la densidad es demasiado grande.
—Ya sé por qué al atardecer siguen volando todos juntos sobre esta zona de la ciudad. Son como los aviones que giran sobre el aeropuerto hasta que reciben la señal de vía libre para aterrizar. Por eso los vemos volar alrededor tanto tiempo; esperan su turno para posarse en los árboles donde pasarán la noche.
—He visto cómo hacen cuando caen sobre los árboles. Giran, giran por el cielo en espiral, precipitándose uno por uno velocísimos hacia el árbol que han elegido para después frenar bruscamente y posarse en la rama.
—No, los atascos del tráfico aéreo no pueden ser un problema. Cada pájaro tiene un árbol que es el suyo, su rama y su lugar en la rama. Lo distingue desde arriba y se arroja.
—¿Tienen la vista tan aguda?
—Y cómo.
No son nunca llamadas largas, inclusive porque el señor Palomar está impaciente por volver a la terraza, como si tuviese miedo de perder alguna fase decisiva.
Ahora se diría que los pájaros ocupan solamente aquella parte del terreno invadida todavía por los rayos del sol crepuscular. Pero mirando mejor se nota que el espesarse y el clarear de los volátiles se devana como una larga cinta agitándose en zigzag. Donde la cinta se curva la bandana parece más densa, como un enjambre de abejas; en cambio, donde se alarga sin torcerse es sólo un moteado de vuelos dispersos.
Hasta que desaparece la última luminosidad del cielo; una marea de oscuridad sube del fondo de las calles para sumergir el archipiélago de tejas y cúpulas y terrazas y áticos y miradores y campanarios; y la suspensión de alas negras de los invasores celestes se precipita hasta confundirse con el pesado vuelo de las estólidas, defecantes palomas ciudadanas.