Palomar mira el cielo

Luna de la tarde

La luna de la tarde nadie la mira, y ése es el momento en que más necesitaría de nuestro interés puesto que su existencia está todavía en veremos. Es una sombra blanquecina que aflora del azul intenso del cielo, colmado de luz solar; ¿quién nos asegura que se las ingeniará también esta vez para cobrar forma y esplendor? Es tan frágil y pálida y tenue; sólo en un lado comienza a adquirir un contorno neto como el arco de una hoz, y el resto está aún todo embebido de celeste. Es como un hostia transparente, o una pastilla medio disuelta; sólo que aquí el círculo blanco no se va deshaciendo sino condensando, agregándose a expensas de las manchas y sombras grisazules que no se entiende si pertenecen a la geografía lunar o si son rebabas del cielo que todavía tiñen el satélite poroso como una esponja.

En esta fase el cielo es todavía algo muy compacto y concreto y no se puede saber con certeza si es de su superficie tensa e ininterrumpida que se va separando esa forma redonda y blanquecina, de una consistencia apenas más sólida que las nubes, o si al contrario, se trata de una corrosión del tejido del fondo, una desmalladura de la cúpula, una brecha que se abre a la nada de atrás. La incertidumbre es acentuada por la irregularidad de la figura que por una parte está adquiriendo relieve (donde más le llegan los rayos del sol poniente), por la otra se demora en una especie de penumbra. Y como el confín entre las dos zonas no es neto, el efecto resultante no es el de un sólido visto en perspectiva sino más bien el de una de esas figurillas de las lunas de calendario, en las que un perfil blanco se destaca dentro de un pequeño círculo oscuro. A esto no habría nada que objetar si se tratase de una luna en el primer cuarto y no de una luna llena o casi. Así se va en realidad revelando, a medida que su contraste con el cielo se refuerza y su circunferencia se dibuja más netamente, con apenas algunas abolladuras en el borde de levante.

Es preciso decir que el azul del cielo ha virado sucesivamente al pervinca, al violeta (los rayos del sol se han vuelto rojos), después al ceniciento y el pardo, y cada vez el blancor de la luna ha recibido un empujón para decidirlo a salir y en su interior la parte más luminosa ha ganado extensión hasta cubrir todo el disco. Es como si las fases por las que la luna pasa en un mes fueran recorridas de nuevo en el interior de esta luna llena o luna gibosa, en las horas entre su salida y su ocaso, con la diferencia de que la forma redonda queda más o menos toda a la vista. En medio del círculo las manchas se mantienen, e incluso su claroscuro se vuelve más contrastado en relación con la luminosidad del resto, pero ahora no hay duda de que la luna las lleva como magulladuras o equimosis, y ya no se las puede tomar por transparencias del fondo celeste, desgarrones en el manto de un fantasma de luna sin cuerpo.

Más bien, lo que sigue siendo incierto es si esa mayor evidencia y (digámoslo) esplendor se deben al lento retroceso del cielo que cuanto más se aleja más se sume en la oscuridad, o si, en cambio, es la luna la que va adelantándose, recogiendo la luz antes dispersa en torno, privando de ella al cielo, concentrándola toda en la redonda boca de su embudo.

Y, sobre todo, estos cambios no deben hacer olvidar que entretanto el satélite ha ido desplazándose en el cielo, avanzando hacia el poniente y hacia arriba. La luna es el más mudable de los cuerpos del universo visible, y el más regular en sus complicadas costumbres: no falta nunca a las citas y puedes acechar su paso, pero si la dejas en un lugar la sorprendes siempre en otro, y si recuerdas su cara en cierta posición, resulta que ya la ha cambiado, poco o mucho. No obstante, si la sigues paso a paso, no te das cuenta de que imperceptiblemente te está huyendo. Sólo las nubes contribuyen a crear la ilusión de una carrera o una metamorfosis rápida, o mejor, a dar una vistosa evidencia a aquello que de otro modo escaparía a la mirada.

Corre la nube, de gris se vuelve lechosa y brillante, detrás el cielo se ha puesto negro, es de noche, las estrellas se han encendido, la luna es un gran espejo deslumbrante que vuela. ¿Quién reconocería en ella la de hace unas horas? Ahora es un lago de resplandor que difunde rayos en torno y un halo de fría plata se extiende sobre la oscuridad e inunda de luz blanca las calles de los noctámbulos.

No hay duda de que lo que ahora comienza es una espléndida noche de plenilunio de invierno. En ese momento, seguro de que la luna ya no lo necesita, el señor Palomar regresa a su casa.

El ojo y los planetas

El señor Palomar, enterado de que este año durante todo el mes de abril los tres planetas «exteriores» visibles a simple vista (aun para él, que es miope y astigmático) están «en oposición», por tanto visibles toda la noche juntos, se apresura a salir a la terraza.

El cielo está iluminado por la luna llena. Marte, a pesar de estar cerca del gran espejo lunar inundado de luz blanca, se adelanta imperioso con su fulgor obstinado, con su amarillo concentrado y denso, diferente de todos los otros amarillos del firmamento, al punto que uno termina por convenir en llamarlo rojo y, en los momentos inspirados, por verlo realmente rojo.

Bajando con la mirada, prosiguiendo hacia levante un arco imaginario que debería juntar a Régulo con la Espiga (pero la Espiga casi no se ve), se encuentra, bien diferenciado, a Saturno con su luz blanca y un poco fría, y todavía más abajo aparece Júpiter en el momento de su máximo esplendor, de un amarillo vigoroso tirando al verde. Alrededor las estrellas son muy pálidas, salvo Arturo que brilla con aire de desafío un poco más arriba, hacia oriente.

Para aprovechar mejor la triple oposición planetaria, es indispensable procurarse un telescopio. El señor Palomar, tal vez porque lleva el mismo nombre que un famoso observatorio, goza de algunas amistades entre los astrónomos, y le es permitido acercar la nariz al ocular de un telescopio de 15 cm, es decir, más bien pequeño para la investigación científica, pero que, comparado con sus gafas, hace una diferencia considerable. Por ejemplo, Marte visto con el telescopio resulta ser un planeta más desconcertante de lo que parece a simple vista, como si tuviera muchas cosas que comunicar de las cuales sólo se consigue enfocar una pequeña parte, como en un discurso farfullado, entrecortado por la tos. Un halo escarlata asoma alrededor del borde; se puede tratar de fijarlo ajustando la lente, para hacer resaltar la costrita de hielo del polo inferior; hay manchas que afloran y desaparecen en la superficie como nubes o rasgones entre las nubes; se estabiliza una con la forma y la posición de Australia, y el señor Palomar se convence de que cuanto más clara ve Australia, mejor enfocado está en el objetivo, pero al mismo tiempo se da cuenta de que está perdiendo otras sombras de cosas que creía ver o que se sentía obligado a ver.

En una palabra, le parece que si Marte es el planeta acerca del cual desde Schiaparelli en adelante se han dicho tantas cosas, suscitando alternativamente ilusiones y desilusiones, eso coincide con la dificultad para relacionarse con él, como con una persona de carácter difícil. (A menos que la dificultad de carácter venga toda del señor Palomar: en vano trata de escapar a la subjetividad refugiándose entre los cuerpos celestes). Todo lo contrario es la relación que establece con Saturno, el planeta que más emociones da a quien lo mira a través de un telescopio: ahí está, clarísimo, exactos los contornos de la esfera y del anillo; tenues paralelas rayan la esfera; una circunferencia más oscura separa el borde del anillo; este telescopio no capta casi otros detalles y acentúa la abstracción geométrica del objeto; la sensación de una extremada lejanía, en vez de atenuarse, resalta más que a simple vista.

Que en el cielo gire un objeto tan diferente de todos los otros, una forma que une el máximo de extrañeza al máximo de simplicidad y de regularidad y armonía, es un hecho que alegra la vida y el pensamiento.

«Si hubieran podido verlo como ahora lo veo yo —piensa el señor Palomar—, los antiguos hubieran creído que habían colado la mirada en el cielo de las ideas de Platón o en el espacio inmaterial de los postulados de Euclides; en cambio esta imagen, quién sabe por qué extravío, me llega a mí, y me temo que sea demasiado buena para ser verdadera, demasiado grata a mi universo imaginario para pertenecer al mundo real. Pero tal vez esta desconfianza hacia nuestros sentidos es lo que nos impide sentirnos cómodos en el universo. Tal vez, la primera regla que debo imponerme es ésta: atenerme a lo que veo».

Ahora le parece que el anillo oscila ligeramente, o el planeta dentro del anillo, o que uno y otro giran sobre sí mismos; en realidad es la cabeza del señor Palomar la que oscila, obligado como está a torcer el cuello a fin de acomodar la mirada al ocular del telescopio para poder mirar a través, pero se guarda bien de desmentirse a sí mismo esta ilusión que coincide con su expectativa tanto como con la verdad natural.

Saturno es realmente así. Después de la expedición del Voyager 2, el señor Palomar ha seguido todo lo que se ha escrito sobre los anillos: que están formados de partículas microscópicas; que están formados de escollos de hielo separados por abismos; que las divisiones entre los anillos son surcos en los que giran los satélites barriendo la materia y espesándola a los lados, como perros pastores corriendo alrededor del rebaño para mantenerlo junto; ha seguido el descubrimiento de los anillos entretejidos que al fin se resolvieron en círculos simples, mucho más finos, y el descubrimiento de las estrías opacas dispuestas como rayos de la rueda y después identificadas como nubes heladas. Pero las nuevas noticias no desmienten esta figura esencial, que no es diferente de la que vio por primera vez Juan Domingo Cassini en 1676, cuando descubrió la división entre los anillos que llevan su nombre.

En esta oportunidad es natural que una persona diligente como el señor Palomar se haya documentado en enciclopedias y manuales. Ahora Saturno, objeto siempre nuevo, se presenta a su mirada renovando la maravilla del primer descubrimiento, y despierta la pesadumbre de que Galileo con su desenfocado anteojo no haya llegado a hacerse de él sino una idea confusa, de cuerpo triple o de esfera con dos asas, y de que cuando ya estaba a punto de entender cómo era, la vista le falló y todo se sumió en la oscuridad.

Mirar fijo demasiado tiempo un cuerpo luminoso cansa la vista; el señor Palomar cierra los ojos; pasa a Júpiter.

En su mole majestuosa, sin ser pesada, Júpiter ostenta dos franjas laterales como una bufanda guarnecida de bordados entrelazados, de un verde azulado. Efectos de colosales tempestades atmosféricas se traducen en un diseño ordenado y calmo, de elaborada compostura. Pero el verdadero lujo de este planeta suntuoso son sus centelleantes satélites, los cuatro ahora a la vista en línea oblicua, como un cetro resplandeciente y enjoyado.

Descubiertos por Galileo y llamados por él Medicea sidera, «astros de los Medici», rebautizados poco después con nombres de Ovidio —Io, Europa, Ganimedes, Calixto— por un astrónomo holandés, los pequeños planetas de Júpiter parecen irradiar un último resplandor del Renacimiento neoplatónico, ignorantes de que el orden de las esferas celestes se ha disuelto, exactamente por obra de su descubridor.

Un sueño de clasicismo envuelve a Júpiter; enfocándolo con el telescopio, el señor Palomar se queda esperando una transfiguración olímpica. Pero no consigue mantener nítida la imagen: debe cerrar por un momento los párpados, dejar que la pupila deslumbrada recupere la percepción precisa de los contornos, de los colores, de las sombras, pero también dejar que la imaginación se despoje de vestiduras que no son suyas, renuncie a hacer alarde de un saber libresco.

Si es justo que la imaginación vaya en auxilio de la debilidad de la vista, debe ser instantánea y directa como la mirada que la inflama. ¿Cuál era la primera similitud que se le había ocurrido y que había desechado por incongruente? Había visto fluctuar el planeta con los satélites en fila como burbujas de aire que subieran de las branquias de un redondo pez abisal, fosforescente y estriado…

La noche siguiente el señor Palomar vuelve a su terraza a mirar de nuevo los planetas a simple vista: la gran diferencia es que está obligado a tener en cuenta las proporciones entre los planetas, el resto del firmamento esparcido en el espacio oscuro y él que mira, cosa que no sucede si la relación es entre el objeto separado planeta, enfocado por la lente, y él, sujeto, en un ilusorio cara a cara. Al mismo tiempo recuerda de cada planeta la imagen detallada que vio la noche antes, y trata de insertarla en la minúscula mancha de luz que perfora el cielo. Así espera haberse adueñado verdaderamente del planeta, o por lo menos de todo lo que de un planeta puede caber en un ojo.

La contemplación de las estrellas

Cuando hace una hermosa noche estrellada, el señor Palomar dice: —Debo ir a mirar las estrellas—. Dice exactamente: —Debo— porque detesta el despilfarro y cree que no es justo despilfarrar toda esa cantidad de estrellas que están a su disposición. Dice «Debo» también porque no es muy práctico en mirar las estrellas, y este simple acto le cuesta siempre cierto esfuerzo.

La primera dificultad es encontrar un lugar desde el cual pueda extender la mirada por toda la cúpula del cielo sin obstáculos y sin la intromisión de la luz eléctrica, por ejemplo, una playa marina solitaria en una costa muy baja.

Otra condición necesaria es llevar un mapa astronómico, sin el cual no sabría qué está mirando; pero de una vez a otra olvida cómo orientarlo y primero tiene que ponerse a estudiarlo durante media hora. Para descifrar el mapa en la oscuridad debe llevar también una linterna de bolsillo. Los frecuentes cotejos del cielo y el mapa lo obligan a encender y apagar la linterna, y en esos pasos de la luz a la oscuridad se queda casi ciego y cada vez tiene que reacomodar la vista.

Si el señor Palomar utilizara un telescopio las cosas serían más complicadas en ciertos sentidos y más simples en otros; pero por el momento la experiencia que le interesa es la de mirar a simple vista, como los antiguos navegantes y los pastores trashumantes. A simple vista para él, que es miope, significa gafas; y como para leer el mapa tiene que quitárselas, las operaciones se complican con ese alzarlas y bajarlas y han de pasar algunos segundos antes de que su cristalino enfoque las estrellas verdaderas o las escritas. En el mapa los nombres de las estrellas están escritos en negro sobre fondo azul y hay que arrimar la linterna encendida pegándola a la página para descubrirlos. Cuando se alza la mirada al cielo, se lo ve negro, sembrado de vagos resplandores; sólo poco a poco las estrellas se fijan y disponen en dibujos precisos, y cuanto más se mira, más se ven aparecer.

Añádase que los mapas celestes que él necesita consultar son dos, y hasta cuatro: uno muy sintético del cielo ese mes, que presenta separadamente la media bóveda sur y la media bóveda norte; y uno de todo el firmamento, mucho más detallado, que muestra en una larga franja las constelaciones de todo el año para la parte mediana del cielo en torno al horizonte, mientras las del casquete que rodea la Estrella Polar figuran en un mapa circular anexo. En una palabra, localizar una estrella implica el cotejo de los distintos mapas y de la bóveda celeste, con todos los actos que lo acompañan: quitarse y ponerse las gafas, encender y apagar la linterna, desplegar y volver a doblar el mapa grande, perder y hallar los puntos de referencia.

Desde la última vez que el señor Palomar miró las estrellas han pasado semanas o meses; el cielo está todo cambiado; la Osa Mayor (es agosto) se estira casi hasta acostarse sobre la copa de los árboles al noroeste; Arturo cae a pico sobre el perfil de la colina arrastrando todo el barrilete de Bootes; exactamente al oeste está Vega, alta y solitaria; si Vega es aquélla, ésta sobre el mar es Altair y allá abajo está Deneb que manda un rayo friolento desde el cenit.

Esta noche el cielo parece mucho más atestado que cualquier mapa; las configuraciones esquemáticas resultan en la realidad más complicadas y menos netas; cada racimo podría contener el triángulo o la línea quebrada que estás buscando; y cada vez que vuelves a alzar los ojos hacia una constelación, parece un poco diferente.

Para reconocer una constelación, la prueba decisiva es ver cómo responde cuando la llaman. Más convincente que la coincidencia de distancias y con figuraciones como las dibujadas en el mapa, es la respuesta que el punto luminoso da al nombre que se le atribuye, la rapidez de su identificación con ese sonido hasta convertirlos en una sola cosa. Los nombres de las estrellas para nosotros, huérfanos de toda mitología, parecen incongruentes y arbitrarios; y sin embargo no podrías nunca considerarlos intercambiables. Cuando el nombre que el señor Palomar ha encontrado es el justo, lo percibe en seguida, porque le da a la estrella una necesidad y una evidencia que antes no tenía; si en cambio es un nombre equivocado, la estrella lo pierde al cabo de pocos segundos, como si se lo sacudiera de encima, y no se sabe ya dónde estaba y quién era.

En varias oportunidades el señor Palomar decide que la Cabellera de Berenice (constelación que él ama) es este o aquel enjambre luminoso del lado del Serpentario; pero no vuelve a sentir la emoción de otras veces al reconocer aquel objeto tan suntuoso y sin embargo tan leve. Sólo después se da cuenta de que si no la encuentra es porque la Cabellera de Berenice de esta estación no se ve.

Una ancha parte del cielo está atravesada por estrías y manchas claras: la Vía Láctea cobra en agosto una consistencia densa y se diría que desborda de su alvéolo; lo claro y lo oscuro están tan mezclados que impiden el efecto de perspectiva de un abismo negro en cuya vacía lontananza sobresalen, en relieve, las estrellas; todo queda en el mismo plano: centelleo y nube plateada y tinieblas.

¿Es ésta la exacta geometría de los espacios siderales a la que tantas veces el señor Palomar ha sentido la necesidad de acudir para separarse de la Tierra, lugar de las complicaciones superfluas y de las aproximaciones confusas? Al estar realmente en presencia del cielo estrellado, todo parece escaparle. Aun aquello a que se creía más sensible, la pequeñez de nuestro mundo respecto de las distancias infinitas, no es tan patente. El firmamento es algo que está allá arriba, que se ve que existe, pero de lo cual no se puede tener ninguna idea de dimensión o de distancia.

Si los cuerpos celestes están cargados de incertidumbre, no queda sino fiarse de la oscuridad, de las regiones desiertas del cielo. ¿Qué puede haber más estable que la nada? Y, sin embargo, tampoco de la nada se puede estar seguro al cien por cien. Donde ve que ralea el firmamento, donde ve una brecha vacía y negra, Palomar fija la mirada como si se proyectara en ella; y entonces, aun allí cobra forma algún granito claro o manchita o peca; pero no llega a estar seguro de si existen de verdad o si le parece verlos. Tal vez es un fulgor como los que se ven girar cuando se tienen los ojos cerrados (el cielo oscuro es como el revés de los párpados surcado de fosfenos); tal vez, es un reflejo de sus gafas; pero podría también ser una estrella desconocida que emerge de las profundidades más remotas.

Esta observación de las estrellas transmite un saber inestable y contradictorio —piensa Palomar—, todo lo contrario del que sabían extraer los antiguos. ¿Será porque su relación con el cielo es intermitente y agitada, y no una serena costumbre? Si se obligase a contemplar las constelaciones noche a noche y año tras año, y a seguir su repetido curso a lo largo de los curvos rieles de la bóveda oscura, tal vez al final también él conquistaría la noción de un tiempo continuo e inmutable, separado del tiempo lábil y fragmentario de los acontecimientos terrestres. ¿Pero bastaría estar atento a las revoluciones celestes para que le quedara esta impronta? ¿O no sería necesaria, sobre todo, una revolución interior, como la que podría suponer sólo en teoría, sin conseguir imaginar sus efectos sensibles sobre las emociones y sobre los ritmos de la mente?

Del conocimiento mítico de los astros sólo capta alguna cansada vislumbre; del conocimiento científico, los ecos divulgados por los diarios; de lo que sabe desconfía; lo que ignora mantiene su alma en suspenso. Abrumado, inseguro, se agita sobre los mapas celestes como sobre los horarios de trenes trashojados en busca de una coincidencia.

Ahora una flecha resplandeciente surca el cielo. ¿Un meteoro? Son éstas las noches en que es más frecuente ver estrellas fugaces. Pero muy bien podría ser un avión de línea iluminado. La mirada del señor Palomar se mantiene vigilante, disponible, desprendida de toda certeza.

Se queda media hora en la playa oscura, sentado en una perezosa, torciéndose hacia el sur o hacia el norte, encendiendo cada tanto la linterna y acercando la nariz a los mapas que ha desplegado sobre sus rodillas; después, echando la cabeza hacia atrás, recomienza la exploración partiendo de la Estrella Polar.

Sombras silenciosas se empiezan a mover en la arena; una pareja de enamorados se separa de la duna, un pescador nocturno, un guardián, un barquero. El señor Palomar oye un susurro. Mira a su alrededor: a pocos pasos se ha formado una pequeña multitud que observa sus movimientos como las convulsiones de un demente.