Palomar en el jardín

Los amores de las tortugas

Hay dos tortugas en el patio: macho y hembra. ¡Slack! ¡Slack! Los caparazones chocan uno sobre otro. Es la estación de los amores. El señor Palomar, sin que lo vean, espía. El macho empuja a la hembra de costado, alrededor del reborde de la vereda. La hembra parece resistir al ataque, o, por lo menos, opone una inmovilidad un poco inerte. El macho es más pequeño y activo; parece más joven. Intenta repetidas veces montarla, desde atrás, pero la caparazón de ella se levanta y él resbala.

Ahora tendría que haber conseguido la posición justa: empuja con golpes rítmicos, pausados; con cada golpe emite un jadeo, casi un grito. La hembra tiene las patas anteriores aplastadas contra la tierra, lo que le hace levantar la parte trasera. El macho se agarra con las patas anteriores sobre el caparazón de ella, estirando el cuello hacia adelante, proyectándose con la boca abierta. El problema con estos caparazones es que no hay manera de aferrarse, y, además, las patas no consiguen adherirse.

Ahora ella le huye, él la persigue. No es que la hembra sea más veloz ni esté muy decidida a escapar: para retenerla él le mordisquea una pata, siempre la misma. Ella no se rebela. El macho cada vez que la hembra se detiene, trata de montarla, pero ella da un pasito adelante y él resbala y pega con el miembro en el suelo. Es un miembro bastante largo, en forma de gancho, parecería que conseguirá alcanzarla con él aunque el espesor de los caparazones y la torpe posición los separen. De modo que no se puede decir cuántos de esos asaltos terminan bien, cuántos fracasan, cuántos son sólo juego, teatro.

Es verano, el patio está pelado salvo un jazmín verde en un ángulo. El galanteo consiste en dar innumerables vueltas al cantero, con persecuciones y fugas y escaramuzas no de las patas sino de los caparazones que entrechocan con un repiqueteo sordo. Entre los tallos del jazmín trata de colarse la hembra; cree —o quiere hacer creer— que lo hace para esconderse; pero en realidad es el modo más seguro de quedar bloqueada por el macho, inmovilizada sin salvación. Ahora es probable que él haya conseguido introducir el miembro como se debe; pero esta vez están los dos quietos, quietos, silenciosos.

Cuáles pueden ser las sensaciones de dos tortugas que se acoplan, el señor Palomar no consigue imaginarlo. Las observa con una atención fría, como si se tratara de dos máquinas: dos tortugas electrónicas programadas para acoplarse. ¿Qué es el eros si en lugar de la piel hay placas de hueso y escamas de cuerno? Pero aun lo que llamamos eros ¿no es quizá un programa de nuestra máquina corporal, más complicado porque la memoria recoge los mensajes de cada célula cutánea, de cada molécula de nuestros tejidos y los multiplica combinándolos con los impulsos transmitidos por la vista y con los suscitados por la imaginación? La diferencia está sólo en el número de circuitos que intervienen: de nuestros receptores parten miles de millones de hilos, conectados con el computer de los sentimientos, de los condicionamientos, de los vínculos entre persona y persona… El eros es un programa que se desenvuelve en la maraña electrónica de la mente, pero la mente es también piel: piel tocada, vista, recordada. ¿Y las tortugas, encerradas en sus estuches insensibles? La penuria de los estímulos sensoriales tal vez las obliga a una vida mental concentrada, intensa, las lleva a un conocimiento interior cristalino… Tal vez el eros de las tortugas sigue leyes espirituales absolutas, mientras nosotros somos prisioneros de una maquinaria que no sabemos cómo funciona, sujeta a atascarse, a trabarse, a desencadenarse en automatismos sin control…

¿Se entenderán mejor a sí mismas las tortugas? Después de unos diez minutos de acoplarse, las dos caparazones se separan. Ella adelante, él detrás, vuelven a girar por el jardín. Ahora el macho está más indiferente, de vez en cuando con una patada se afana sobre la caparazón de ella, se le sube encima, pero sin mucha convicción. Vuelven a meterse debajo del jazmín. Él le muerde un poco una pata, siempre en el mismo lugar.

El silbido del mirlo

El señor Palomar tiene esta suerte: pasa el verano en un lugar donde cantan muchos pájaros. Mientras sentado en una perezosa «trabaja» (en realidad tiene otra suerte: poder decir que trabaja en lugares y posiciones que parecerían del descanso más absoluto; o mejor dicho, sufre esta condena: se siente obligado a no dejar nunca de trabajar, aun tendido bajo los árboles una mañana de agosto), los pájaros invisibles entre las ramas despliegan a su alrededor un repertorio de manifestaciones sonoras de lo más variadas, lo envuelven en un espacio acústico irregular y discontinuo y erizado, pero en el que se establece el equilibrio entre varios sonidos, ninguno de los cuales sobresale de los otros por su intensidad o frecuencia, y todos se entretejen en una urdimbre homogénea, sostenida no por la armonía sino por la ligereza y la transparencia. Hasta que a la hora más caliente la feroz multitud de los insectos impone su dominio absoluto sobre las vibraciones del aire, ocupando sistemáticamente las dimensiones del tiempo y del espacio con el martilleo ensordecedor y sin pausa de las cigarras.

El canto de los pájaros ocupa una parte variable de la atención auditiva del señor Palomar: a veces lo aleja como un componente del silencio de fondo, a veces se concentra en distinguir canto por canto, reagrupándolos en categorías de complejidad creciente: gorgoritos puntiformes, trinos de dos notas, una breve una larga, silbos breves y vibrados, borboteos, cascadas de notas que bajan hiladas y se detienen, rizos de modulaciones que se curvan sobre sí mismas, y así hasta los gorjeos.

A una clasificación menos genérica el señor Palomar no llega: no es de los que, escuchando un canto, saben reconocer a qué pájaro corresponde. Siente esta ignorancia suya como una culpa. El nuevo saber que el género humano va adquiriendo no resarce del saber que se propaga sólo por directa transmisión oral y que una vez perdido no se puede recuperar y retransmitir; ningún libro puede enseñar lo que sólo se aprende en la infancia si se prestan oído y ojo atentos al canto y al vuelo de los pájaros y si hay alguien que puntualmente sepa darles un nombre. Al culto de la precisión nomenclativa y clasificatoria, Palomar había preferido la persecución continua de una precisión insegura en el definir lo modulado, lo cambiante, lo compuesto, esto es, lo indefinible. Ahora optaría por lo opuesto, y siguiendo el hilo de sus pensamientos despertados por el canto de los pájaros, su vida le parece una sucesión de ocasiones perdidas.

Entre todos los cantos de los pájaros se destaca el silbido del mirlo, inconfundible con cualquier otro. Los mirlos llegan al final de la tarde: son dos, desde luego, una pareja, tal vez la misma del año pasado, de todos los años en esta época. Cada tarde al escuchar el reclamo de un silbido, en dos notas, como de una persona que quiere anunciar su llegada, el señor Palomar alza la cabeza para buscar quién lo llama; después recuerda que es la hora de los mirlos. No tarda en descubrirlos: saltan por la hierba como si su verdadera vocación fuera de bípedos terrestres y les divirtiera establecer analogías con el hombre.

El silbido del mirlo tiene algo especial: es idéntico a un silbido humano, de alguien que no fuera particularmente hábil para silbar, pero que tuviese una buena razón para silbar, una sola vez, sólo una, sin intención de seguir, y lo hiciera en tono decidido pero modesto y afable, como para asegurarse de la benevolencia de quien lo escucha.

Al cabo de un momento el silbido se repite —por el mismo mirlo o por su cónyuge— pero siempre como si fuera la primera vez que se le ocurre silbar; si es un diálogo, cada réplica llega después de una larga reflexión. ¿Pero es un diálogo o cada mirlo silba para sí y no para el otro? Y, en un caso o en el otro, ¿se trata de preguntas y respuestas (al otro o a sí mismo) o de confirmar algo que es siempre lo mismo (la propia presencia, la pertenencia a la especie, al sexo, al territorio)? Tal vez el valor de esa única palabra esté en ser repetida por otro pico silbador, en no ser olvidada durante el intervalo de silencio.

O bien todo el diálogo consiste en decir al otro «aquí estoy», y la longitud de las pausas añade a la frase el significado de un «todavía», como si dijera: «aquí estoy todavía, soy siempre yo». ¿Y si estuviera en la pausa y no en el silbido el significado del mensaje? ¿Si los mirlos se hablaran en el silencio? (El silbido sería en este caso sólo un signo de puntuación, una fórmula como «Terminado. Cierro»). Un silencio en apariencia igual a otro silencio podría expresar cien intenciones diversas; también un silbido, por lo demás; hablarse callando o silbando es siempre posible: el problema es entenderse. O si no, nadie puede entender a nadie: cada mirlo cree haber puesto en el silbido un significado que le es fundamental, pero que sólo él entiende; el otro le replica algo que no tiene ninguna relación con lo que el primero ha dicho; es un diálogo entre sordos, una conversación sin pies ni cabeza.

¿Pero los diálogos humanos son acaso algo distinto? La señora Palomar anda también por el jardín regando las verónicas. Dice: —Ahí están— enunciación pleonástica (se sobreentiende que el marido ya está mirando los mirlos) o si no (si él no los hubiera visto) incomprensible, pero de todos modos destinada a establecer la propia prioridad en la observación de los mirlos (porque, efectivamente ha sido ella la primera que los descubrió y señaló sus hábitos al marido) y a subrayar la infalibilidad de sus apariciones, ya registrada tantas veces por ella.

—Sst— hace el señor Palomar, aparentemente para impedir que su mujer los espante hablando en voz alta (recomendación inútil porque los mirlos marido y mujer están ya habituados a la presencia y a las voces de los señores Palomar marido y mujer) pero en realidad para denegar la ventaja de su mujer demostrando por los mirlos una solicitud mucho mayor que la de ella.

Entonces la señora Palomar dice: —Desde ayer se ha secado de nuevo— refiriéndose a la tierra del cantero que está regando, comunicación en sí superflua pero destinada a demostrar, al seguir hablando y cambiar de tema, una confianza con los mirlos mucho mayor y más desenvuelta que la del marido. No obstante, de estas réplicas el señor Palomar saca un cuadro general de tranquilidad y lo agradece a su mujer, porque si ella le confirma que por el momento no hay nada más grave de qué preocuparse, él puede seguir absorto en su trabajo (o seudotrabajo o hipertrabajo). Deja pasar un minuto y trata de lanzar un mensaje tranquilizador, para informar a su mujer que su trabajo (o infratrabajo o ultrabajo) como de costumbre avanza; con este fin emite una serie de bufidos y refunfuños: —… no me sale… con todo lo que… empezar de nuevo… sí, con los pies…— enunciaciones que todas juntas transmiten también el mensaje «estoy muy ocupado», por si la última réplica de su mujer contuviera también un larvado reproche del tipo: «podrías pensar tú también de vez en cuando en regar el jardín».

Presupuesto de estos intercambios verbales es la idea de que una perfecta comprensión entre cónyuges permite entenderse sin estar especificándolo todo en sus mínimos detalles; pero este principio es puesto en práctica de modo muy diferente por los dos: la señora Palomar se expresa con frases completas, pero a menudo alusivas o sibilinas, para poner a prueba la rapidez de asociaciones mentales del marido y la sintonía de los pensamientos de él con los de ella (cosa que no siempre funciona); el señor Palomar en cambio deja que de las brumas de su monólogo interior emerjan dispersos sonidos articulados, confiando en que de ellos resulte, si no la evidencia de un sentido acabado, por lo menos el claroscuro de un estado de ánimo.

La señora Palomar, en cambio, se niega a recibir esos refunfuños como un discurso y para subrayar su no participación dice en voz baja: —¡Sssst!… Los espantas…—, retrucando a su marido con el silencio que él se había creído autorizado a imponerle, reconfirmando la propia primacía en la atención a los mirlos.

Señalado este punto a su favor, la señora Palomar se aleja. Los mirlos picotean en la hierba y seguro que consideran los diálogos de los cónyuges Palomar como el equivalente de los propios silbidos. Daría lo mismo que nos limitáramos a silbar, piensa el señor Palomar. Aquí se abre una perspectiva de pensamientos muy prometedores para él a quien la discrepancia entre el comportamiento humano y el resto del universo siempre le ha causado angustia. El silbido igual del hombre y del mirlo le parece un puente tendido sobre el abismo.

Si el hombre invirtiera en el silbido todo lo que normalmente confía a la palabra, y si el mirlo modulase en el silbido todo lo no dicho de su condición de ser natural, se daría el primer paso para anular la separación… ¿entre qué y qué? ¿Naturaleza y cultura? ¿Silencio y palabra? El señor Palomar espera siempre que el silencio contenga algo más que aquello que el lenguaje puede decir. ¿Pero si el lenguaje fuese realmente el punto de llegada al que tiende todo lo que existe? ¿O si todo lo que existe fuese lenguaje, desde el principio de los tiempos? Aquí el señor Palomar vuelve a sentir angustia.

Después de haber escuchado atentamente el silbido del mirlo, trata de repetirlo lo más fielmente que puede. Sigue un silencio perplejo, como si su mensaje exigiese un atento examen; después rebota un silbido igual, que el señor Palomar no sabe si es una respuesta para él, o la prueba de que su silbido es tan distinto que los mirlos no se inmutan y reanudan el diálogo entre ellos como si no hubiera pasado nada.

Continúan silbando e interrogándose perplejos, él y los mirlos.

El césped infinito

Alrededor de la casa del señor Palomar hay una extensión de césped. No es un lugar donde naturalmente debería crecer el césped; el césped es, pues, un objeto artificial, compuesto de objetos naturales, esto es, de hierba. El césped tiene como finalidad representar la naturaleza, y esta representación se opera sustituyendo la naturaleza propia del lugar por una naturaleza en sí natural, pero artificial en relación con ese lugar. En una palabra: cuesta caro; el césped requiere gastos y esfuerzo sin fin: para sembrarlo, regarlo, abonarlo, desinfectarlo, segarlo. El césped está formado de dicondra, gramilla y trébol. Ésta es la mezcla que por partes iguales se esparció en el momento de la siembra. La dicondra, enana y rampante, tomó enseguida la delantera; su alfombra de hojitas compuestas redondas y suaves se propaga, grata al pie y a la mirada. Pero el espesor del césped lo dan las lanzas afiladas de la gramilla, si no son demasiado ralas y si no se las deja crecer mucho sin darles una poda. El trébol brota irregular, aquí dos penachos, allá nada, más abajo un mar; crece lozano hasta que se afloja, porque la hélice de la hoja pesa en lo alto del tierno pecíolo y lo arquea. La cortadora avanza con trepidación ensordecedora al segarlo; un suave olor de heno fresco embriaga el aire; la hierba nivelada recupera su híspida infancia; pero el mordisco de la cuchilla revela discontinuidades, peladuras ralas, manchas amarillas.

Para que el césped merezca su nombre debe ser una verde extensión uniforme: resultado innatural logrado naturalmente por los prados que la naturaleza decide. Aquí, observando minuciosamente, se descubre dónde no llega el surtidor giratorio, dónde en cambio el agua golpea en un chorro continuo y pudre las raíces, y dónde del riego adecuado aprovechan las malas hierbas.

El señor Palomar arranca la cizaña, de cuclillas en el césped. Un diente de león se adhiere al terreno con un basamento de hojas dentadas espesamente superpuestas; si tiras del tallo, se te queda en la mano mientras las raíces permanecen hincadas en la tierra. Con un movimiento ondulante de la mano hay que tomar toda la planta y desprender delicadamente las raicillas de la tierra, sacando tal vez motas de terrón y desmedradas briznas de hierba, medio ahogadas por el vecino invasor. Después, arrojar al intruso en un lugar donde no pueda volver a echar raíces o a desparramar semillas. Cuando se empieza a arrancar una gramínea, enseguida se ve asomar otra un poco más allá, y otra, y otra más. En un instante, aquel trozo de alfombra herbosa que parecía necesitar unos pocos retoques, resulta ser una jungla sin ley.

¿No queda más que cizaña? Peor aún: las malas hierbas se entremezclan tan espesamente con las buenas que no se puede meter mano en medio y tirar. Parecería que se ha creado una inteligencia cómplice entre las hierbas sembradas y las silvestres, un debilitamiento de las barreras impuestas por la disparidad de nacimiento, una tolerancia resignada de la degradación. Algunas hierbas espontáneas no tienen para nada, en sí mismas, un aire maléfico o insidioso. ¿Por qué no admitirlas entre las que pertenecen al césped por derecho propio, integrándolas en la colectividad de las cultivadas? Por este camino se llega a dejar que se pierda el «césped inglés» y a replegarse en el «césped rústico», abandonado a sí mismo. «Es lo que antes o después habrá que elegir», piensa el señor Palomar, pero le parecería faltar a un compromiso de honor. Una achicoria, una borraja saltan a su campo visual. Las extirpa.

Es cierto que arrancar una mala hierba aquí y allá no resuelve nada. Habría que proceder así —piensa—. Tomar un cuadrado de césped, de un metro de lado, y limpiarlo hasta de la presencia más ínfima que no sea trébol, gramilla o dicondra. Después pasar a otro cuadrado. O bien no: detenerse en un cuadrado de muestra. Contar cuántas briznas de hierba hay, de qué especie, su espesor, y cómo están distribuidas. A partir de ese cálculo se llegará a un conocimiento estadístico del césped, que una vez establecido…

Pero contar las briznas de hierba es inútil, nunca se llegará a saber cuántas son. El césped no tiene límites netos, hay una orilla donde la hierba deja de crecer, pero todavía brota alguna brizna dispersa aquí y allá, después una espesa mota verde, después una franja más rala: ¿forman todavía parte del césped o no? Más allá se insinúa el matorral: no se puede decir qué es césped y qué es maleza. Pero aun donde no hay más que hierba, no se sabe nunca dónde se puede dejar de contar: entre plantita y plantita hay siempre una hojita compuesta que apenas aflora de la tierra y cuya raíz es un vello blanco que casi no se ve; hace un minuto se la podía dejar de lado, pero dentro de poco tendremos que contarla también. Entretanto, otras dos briznas que hasta hace poco parecían apenas amarillentas, se han marchitado definitivamente y habrá que borrarlas de la cuenta. Después están los fragmentos de briznas, quebradas por la mitad, o cortadas al ras del suelo, o desgarradas a lo largo de la nervadura, las hojas compuestas que han perdido un lóbulo… Los decimales sumados no hacen un número entero, quedan como una menuda devastación herbácea, en parte todavía viva, en parte ya papilla, alimento de otras plantas, humus…

El césped es un conjunto de hierbas —así se plantea el problema—, que comprende un subconjunto de hierbas cultivadas y un subconjunto de hierbas espontáneas llamadas cizaña; la intersección de los dos subconjuntos está constituida por hierbas nacidas espontáneamente, pero pertenecientes a las especies cultivadas y por tanto indiferenciables de éstas. Los dos subconjuntos incluyen, a su vez, diversas especies, cada una de las cuales es un subconjunto de los ajenos al césped. Sopla el viento, vuelan las semillas y los pólenes, las relaciones entre los conjuntos se desbaratan…

Palomar sigue ahora otro curso de pensamientos: ¿es «el césped» lo que vemos o vemos una brizna más una brizna más una brizna…? Lo que llamamos «ver el césped» es sólo un efecto de nuestros sentidos aproximativos y bastos; un conjunto sólo existe en tanto está formado por elementos distintos. No es el caso de contarlos, el número no importa; lo que importa es aprehender de un vistazo las plantitas individuales una por una, en su particularidad y en sus diferencias. Y no solamente verlas: pensarlas. En vez de pensar «césped», pensar aquel pecíolo con dos hojas de trébol, aquella hoja lanceolada un poco corva, aquel corimbo tenue…

Palomar se ha distraído, ya no arranca las malas hierbas, ya no piensa en el césped: piensa en el universo. Está tratando de aplicar al universo todo lo que ha pensado del césped. El universo como cosmos regular y ordenado o como proliferación caótica. El universo tal vez finito pero innumerable, inestable en sus confines, que abre dentro de sí otros universos. El universo, conjunto de cuerpos celestes, nebulosas, polvillo estelar, campos de fuerzas, intersecciones de campos, conjuntos de conjuntos…