El mar está apenas encrespado, olas pequeñas baten la orilla arenosa. El señor Palomar de pie en la orilla mira una ola. No está absorto en la contemplación de las olas. No está absorto porque sabe lo que hace: quiere mirar una ola y la mira. No está contemplando, porque la contemplación necesita un temperamento adecuado, un estado de ánimo adecuado y un concurso adecuado de circunstancias exteriores; y aunque el señor Palomar no tiene nada en principio contra la contemplación, ninguna de las tres condiciones se le da. En fin, no son «las olas» lo que pretende mirar, sino una ola singular, nada más; como quiere evitar las sensaciones vagas, se asigna para cada uno de sus actos un objeto limitado y preciso.
El señor Palomar ve asomar una ola a lo lejos, la ve crecer, acercarse, cambiar de forma y de color, envolverse en sí misma, romper, desvanecerse, refluir. Llegado a ese punto podría convencerse de que ha llevado a término la operación que se había propuesto e irse. Pero aislar una ola separándola de la ola que inmediatamente la sigue y como si la empujara y por momentos la alcanzara y la arrollara, es muy difícil, así como separarla de la ola que la precede y que parece llevársela a la rastra hacia la orilla, cuando no volverse en contra como para detenerla. Y si se considera cada oleada en el sentido de la anchura, paralelamente a la costa, es difícil establecer hasta dónde se extiende continuo el frente que avanza y dónde se separa y segmenta en olas que existen por sí mismas, distintas en velocidad, forma, fuerza, dirección.
En una palabra, no se puede observar una ola sin tener en cuenta los aspectos complejos que concurren a formarla y los otros igualmente complejos que provoca. Estos aspectos varían continuamente, razón por la cual una ola es siempre diferente de otra ola; pero también es cierto que cada ola es igual a otra ola, aunque no sea inmediatamente contigua o sucesiva; en una palabra, hay formas y secuencias que se repiten, aunque estén distribuidas irregularmente en el espacio y en el tiempo. Como lo que el señor Palomar pretende hacer en este momento es simplemente ver una ola, es decir, recoger simultáneamente todos sus componentes sin descuidar ninguno, su mirada se detendrá en el movimiento del agua que bate la orilla hasta ser capaz de registrar aspectos que no había recogido antes; apenas comprueba que las imágenes se repiten, sabrá que ha visto todo lo que quería ver y podrá abandonar.
Hombre nervioso que vive en un mundo frenético y congestionado, el señor Palomar tiende a reducir sus propias relaciones con el mundo exterior y para defenderse de la neurastenia general trata en lo posible de controlar sus sensaciones. La giba de la ola que avanza se alza en un punto más que en los otros y desde allí empieza a festonearse de blanco. Si eso ocurre a cierta distancia de la orilla, la espuma tiene tiempo de envolverse en sí misma y desaparecer de nuevo como tragada y en ese mismo momento volver a invadirlo todo despuntando ahora desde abajo, como una alfombra blanca que remonta la orilla para acoger a la ola que llega. Pero cuando uno espera que la ola ruede sobre la alfombra, se da cuenta de que la ola ya no está, que sólo está la alfombra y también ésta desaparece rápidamente, se convierte en un relampagueo de arena mojada que se retira veloz, como si lo rechazara la expansión de la arena seca y opaca que adelanta su confín ondulado.
Al mismo tiempo hay que considerar las muescas del frente, donde la ola se divide en dos alas, una que tiende hacia la orilla de derecha a izquierda y la otra de izquierda a derecha, y el punto de partida de su diverger o converger es esa punta en negativo que sigue el avance de las alas pero contenida desde atrás y sujeta a su superponerse alternado, hasta que la alcanza otra oleada más fuerte, pero también con el mismo problema de divergencia-convergencia, y después otra más fuerte aún que resuelve el nudo rompiéndolo.
Tomando como modelo el dibujo de las olas, la playa adelanta en el agua puntas apenas esbozadas que se prolongan en bancos de arena sumergidos, como los que forman y deshacen las corrientes en la marea. El señor Palomar ha elegido una de esas bajas lenguas de arena como punto de observación, porque las olas baten allí oblicuamente de un lado y del otro, y salvando la superficie semisumergida se encuentran con las que llegan del otro lado. Por lo tanto para entender cómo es una ola hay que tener en cuenta esas pujas en direcciones opuestas que en cierto modo se contrapesan y en cierto modo se suman y producen una ruptura general de todas las pujas y contrapujas en el habitual propagarse de la espuma.
El señor Palomar trata ahora de limitar su campo de observación; si se fija en un cuadrado, digamos, de diez metros de orilla por diez metros de mar, puede completar un inventario de todos los movimientos de olas que se repiten con diversa frecuencia dentro de un determinado lapso de tiempo. La dificultad está en fijar los límites de ese cuadrado, porque si, por ejemplo, considera como lado más alejado de su persona la línea en realce de una ola que avanza, esta línea al acercársele y alzarse esconde a sus ojos todo lo que queda atrás, y entonces el espacio que se está examinando se revuelve y al mismo tiempo se aplasta.
Sin embargo, el señor Palomar no se desanima y a cada momento cree que ha conseguido ver todo lo que podía ver desde su puesto de observación, pero siempre aparece algo que no había tenido en cuenta. Si no fuera por esa impaciencia suya de alcanzar el resultado completo y definitivo de su operación visual, mirar las olas sería para él un ejercicio muy sedante y podría salvarlo de la neurastenia, del infarto y de la úlcera de estómago. Y quizá podría ser la clave para adueñarse de la complejidad del mundo reduciéndola al mecanismo más simple.
Pero toda tentativa de definir este modelo debe tener en cuenta una ola larga que sobreviene en dirección perpendicular a las rompientes y paralela a la costa, haciendo deslizar una cresta continua que apenas aflora. Los brincos de las olas que avanzan alborotadas hacia la orilla no turban el impulso uniforme de esta cresta compacta que las corta en ángulo recto y no se sabe dónde va ni de dónde viene. Tal vez es un soplo de viento de levante que mueve la superficie del mar transversalmente al impulso profundo de las masas de agua del mar abierto, pero esta ola que nace del aire recoge al pasar los impulsos oblicuos que nacen del agua y los desvía y endereza en su dirección llevándolos consigo. Así va aumentando y cobrando fuerza hasta que el choque con las olas contrarias la debilita poco a poco hasta hacerla desaparecer, o bien la tuerce hasta confundirla en una de las tantas dinastías de olas oblicuas que se deshace en la orilla con ellas.
Fijar la atención en un aspecto lo hace saltar al primer plano e invadir el cuadro, como ciertos dibujos en que basta cerrar los ojos y al volver a abrirlos la perspectiva ha cambiado. Ahora, en ese cruzarse de crestas diversamente orientadas, el dibujo del conjunto resulta fragmentado en recuadros que afloran y se desvanecen. Añádase que el reflujo de cada ola tiene también su fuerza que contraría las olas siguientes. Y sí se concentra la atención en ese impulso hacia atrás, parece que el verdadero movimiento es el que parte de la orilla y va hacia mar abierto.
El verdadero resultado que el señor Palomar está por alcanzar ¿será tal vez hacer correr las olas en sentido opuesto, invertir el tiempo, vislumbrar la verdadera sustancia del mundo más allá de los hábitos sensoriales y mentales? No, llega a experimentar una ligera sensación de mareo, nada más. La obstinación que empuja las olas hasta la costa tiene ganada la partida; en realidad se han abultado bastante. ¿Estará por cambiar el viento? Pobre de él si la imagen que el señor Palomar ha logrado componer minuciosamente se desbarata, desmenuza, dispersa. Sólo si consigue tener presentes todos sus aspectos juntos, puede iniciar la segunda fase de la operación: extender ese conocimiento al universo entero.
Bastaría no perder la paciencia, cosa que no tarda en suceder. El señor Palomar se aleja por la playa, con los nervios tensos como cuando llegó y todavía más inseguro de todo.
El señor Palomar camina por una playa solitaria. Encuentra unos pocos bañistas. Una joven tendida en la arena toma el sol con el pecho descubierto. Palomar, hombre discreto, vuelve la mirada hacia el horizonte marino. Sabe que en circunstancias análogas, al acercarse un desconocido, las mujeres se apresuran a cubrirse, y eso no le parece bien: porque es molesto para la bañista que tomaba el sol tranquila; porque el hombre que pasa se siente inoportuno; porque el tabú de la desnudez queda implícitamente confirmado; porque las convenciones respetadas a medias propagan inseguridad e incoherencia en el comportamiento, en vez de libertad y franqueza.
Por eso, apenas ve perfilarse desde lejos la nube rosa bronceado de un torso desnudo de mujer, se apresura a orientar la cabeza de modo que la trayectoria de la mirada quede suspendida en el vacío y garantice su cortés respeto por la frontera invisible que circunda las personas.
Pero —piensa mientras sigue andando y, apenas el horizonte se despeja, recuperando el libre movimiento del globo ocular— yo, al proceder así, manifiesto una negativa a ver, es decir, termino también por reforzar la convención que considera ilícita la vista de los senos, o sea, instituyo una especie de corpiño mental suspendido entre mis ojos y ese pecho que, por el vislumbre que de él me ha llegado desde los límites de mi campo visual, me parece fresco y agradable de ver. En una palabra, mi no mirar presupone que estoy pensando en esa desnudez que me preocupa, ésta sigue siendo en el fondo una actitud indiscreta y retrógrada.
De regreso, Palomar vuelve a pasar delante de la bañista, y esta vez mantiene la mirada fija adelante, de modo que roce con ecuánime uniformidad la espuma de las olas que se retraen, los cascos de las barcas varadas, la toalla extendida en la arena, la henchida luna de piel más clara con el halo moreno del pezón, el perfil de la costa en la calina, gris contra el cielo.
Sí —reflexiona, satisfecho de sí mismo, prosiguiendo el camino—, he conseguido que los senos quedaran absorbidos completamente por el paisaje, y que mi mirada no pesara más que la mirada de una gaviota o de una merluza.
¿Pero será justo proceder así? —sigue reflexionando—. ¿No es aplastar la persona humana al nivel de las cosas, considerarla un objeto, y lo que es peor, considerar objeto aquello que en la persona es específico del sexo femenino? ¿No estoy, quizá, perpetuando la vieja costumbre de la supremacía masculina, encallecida con los años en insolencia rutinaria?
Gira y vuelve sobre sus pasos. Ahora, al deslizar su mirada por la playa con objetividad imparcial, hace de modo que, apenas el pecho de la mujer entra en su campo visual, se note una discontinuidad, una desviación, casi un brinco. La mirada avanza hasta rozar la piel tensa, se retrae, como apreciando con un leve sobresalto la diversa consistencia de la visión y el valor especial que adquiere, y por un momento se mantiene en mitad del aire, describiendo una curva que acompaña el relieve de los senos desde cierta distancia, elusiva, pero también protectora, para reanudar después su curso como si no hubiera pasado nada.
Creo que así mi posición resulta bastante clara —piensa Palomar—, sin malentendidos posibles. ¿Pero este sobrevolar de la mirada no podría al fin de cuentas entenderse como una actitud de superioridad, una depreciación de lo que los senos son y significan, un ponerlos en cierto modo aparte, al margen o entre paréntesis? Resulta que ahora vuelvo a relegar los senos a la penumbra donde los han mantenido siglos de pudibundez sexomaníaca y de concupiscencia como pecado…
Tal interpretación va contra las mejores intenciones de Palomar que, pese a pertenecer a una generación madura para la cual la desnudez del pecho femenino iba asociada a la idea de intimidad amorosa, acoge sin embargo favorablemente este cambio de las costumbres, sea por lo que ello significa como reflejo de una mentalidad más abierta de la sociedad, sea porque esa visión en particular le resulta agradable. Este estímulo desinteresado es lo que desearía llegar a expresar con su mirada.
Da media vuelta. Con paso resuelto avanza una vez más hacia la mujer tendida al sol. Ahora su mirada, rozando volublemente el paisaje, se detendrá en los senos con un cuidado especial, pero se apresurará a integrarlos en un impulso de benevolencia y de gratitud por todo, por el sol y el cielo, por los pinos encorvados y la duna y la arena y los escollos y las nubes y las algas, por el cosmos que gira en torno a esas cúspides nimbadas.
Esto tendría que bastar para tranquilizar definitivamente a la bañista solitaria y para despejar el terreno de inferencias desviantes. Pero apenas vuelve a acercarse, ella se incorpora de golpe, se cubre, resopla, se aleja encogiéndose de hombros con fastidio como si huyese de la insistencia molesta de un sátiro.
El peso muerto de una tradición de prejuicios impide apreciar en su justo mérito las intenciones más esclarecidas, concluye amargamente Palomar.
El reflejo se forma en el mar cuando el sol cae: desde el horizonte se estira hasta la costa una mancha deslumbrante, hecha de muchos relampagueos ondulantes; entre relampagueo y relampagueo, el azul opaco del mar oscurece su red. Las barcas blancas a contraluz se vuelven negras, pierden consistencia y extensión, como consumidas por ese resplandor moteado.
Es la hora en que el señor Palomar, hombre tardío, toma su baño vespertino. Entra en el agua, se aparta de la orilla, y el reflejo del sol se convierte en una espada centelleante en el agua que desde el horizonte se alarga hasta alcanzarlo. El señor Palomar nada en la espada, o mejor dicho, la espada sigue estando siempre delante de él, a cada brazada suya se retrae y no se deja alcanzar nunca. Dondequiera que estire los brazos, el mar cobra su opaco color vespertino, que se extiende hasta la orilla, a sus espaldas.
Mientras el sol baja hacia el crepúsculo, el reflejo blanco incandescente se va coloreando de oro y cobre. Y por más que el señor Palomar se desplace, continúa siendo el vértice de aquel agudo triángulo dorado; la espada lo sigue, señalándolo como la aguja de un reloj cuyo perno es el sol.
«Es un homenaje especial que el sol me rinde a mí personalmente», está tentado de pensar el señor Palomar o, mejor dicho, el yo egocéntrico y megalómano que lo habita. Pero el yo depresivo y autolesionador que cohabita con el otro en el mismo receptáculo, objeta: «Todos los que tienen ojos ven el reflejo que los sigue; la ilusión de los sentidos y de la mente nos tiene siempre prisioneros». Interviene un tercer coinquilino, un yo más ecuánime: «Quiere decir que, de cualquier modo, yo formo parte de los sujetos sintientes y pensantes, capaces de establecer una relación con los rayos solares, y de interpretar y valorar las percepciones y las ilusiones».
Todo bañista que a esta hora nada hacia el poniente ve la franja de luz que se dirige hacia él para apagarse poco a poco más allá del punto al que tiene su brazada: cada uno posee su reflejo, que sólo para él tiene esa dirección y con él se desplaza. A los dos lados del reflejo el azul del agua es más oscuro. «¿Es ése el único dato no ilusorio, común a todos: la oscuridad?», se pregunta el señor Palomar. Pero la espada se impone igualmente al ojo de cualquiera, no hay modo de escaparle. «¿Lo que tenemos en común es justamente lo que es dado a cada uno como exclusivamente suyo?». Las tablas de vela resbalan en el agua, cortando con bordadas oblicuas el viento de tierra que se alza a esta hora. Figuras erectas gobiernan el botalón con los brazos tensos como arqueros, conteniendo el aire que restalla en la tela. Cuando atraviesan el reflejo en medio del oro que los envuelve, los colores de la vela se atenúan y es como si el perfil de los cuerpos opacos entrase en la noche.
«Todo esto sucede no en el mar, no en el sol —piensa el nadador Palomar—, sino dentro de mi cabeza, en los circuitos entre los ojos y el cerebro. Estoy nadando en mi mente; sólo en ella existe esa espada de luz; y lo que me atrae es justamente eso. Ése es mi elemento, el único que puedo en cierto modo conocer».
Pero también piensa: «No puedo alcanzarla, la tengo siempre ahí delante, no puede estar al mismo tiempo dentro de mí y en algo donde nado; si la veo quedo fuera de ella y ella queda fuera».
Sus brazadas son ahora fatigadas e inciertas: se diría que todo su razonamiento, en vez de aumentarle el placer de nadar en el reflejo, se lo está frustrando, como haciéndole sentir una limitación, o una culpa, o una condena. Y también una responsabilidad a la que no puede escapar: la espada existe sólo porque él está ahí; si se marchara, si todos los bañistas y los nadadores volviesen a la orilla o dieran la espalda al sol, ¿dónde iría a parar la espada? En el mundo que se deshace, lo que él quisiera salvar es lo más frágil: ese puente marino entre sus ojos y el sol poniente. El señor Palomar no tiene más ganas de nadar; siente frío. Pero continúa: ahora está obligado a permanecer en el agua hasta que el sol haya desaparecido.
Entonces piensa: «Si veo y pienso y nado el reflejo, es porque en el otro extremo está el sol lanzando sus rayos. Cuenta sólo el origen de lo que es: algo que mi mirada no puede sostener sino en forma atenuada, como en este crepúsculo. Todo el resto es reflejo entre reflejos, incluido yo».
Pasa el fantasma de una vela; la sombra del hombre-mástil se desliza entre las escamas luminosas. «Sin el viento esta trampa armada con articulaciones de plástico, huesos y tendones humanos, escotas de nylon, no se sostendría; el viento la convierte en una embarcación que parece dotada de una finalidad e intención propia; sólo el viento sabe dónde van el surf y el surfista», piensa. ¡Qué alivio si consiguiera anular su yo parcial y dudoso en la certidumbre de un principio del cual todo derive! ¿Un principio único y absoluto en el que se originen los actos y las formas? ¿O bien cierto número de principios distintos, líneas de fuerza que se entrecrucen dando una forma al mundo tal como aparece, único, instante por instante?
«… el viento y también, desde luego, el mar, la masa de agua que sostiene los sólidos flotantes y fluctuantes, como yo y la tabla», piensa el señor Palomar haciendo la plancha.
Su mirada invertida contempla ahora las nubes errantes y las colinas nubladas de bosques. También su yo está invertido en los elementos: el fuego celeste, el aire en movimiento, el agua cuna y la tierra sostén. ¿Será ésta la naturaleza? Pero nada de lo que ve existe en la naturaleza: el sol no se pone, el mar no tiene ese color, las formas son las que la luz proyecta en la retina. Con movimientos innaturales de los miembros flota entre espectros; cuerpos humanos en posiciones innaturales desplazan su peso disfrutando no del viento sino de la abstracción geométrica de un ángulo entre el viento y la inclinación de un dispositivo artificial y así resbalan sobre la lisa piel del mar. ¡La naturaleza no existe! El yo nadador del señor Palomar está inmerso en un mundo descorporizado, intersecciones de campos de fuerza, diagramas vectoriales, haces de redes que convergen, divergen, se refractan. Pero dentro de él sigue habiendo un punto en el que todo existe de otra manera, como una maraña, como un grumo, como un atasco: la sensación de que estás aquí pero podrías no estar, en un mundo que podría no estar pero está.
Una ola intrusa turba el mar liso; una lancha irrumpe y pasa rauda derramando querosén, dando tumbos. El velo de reflejos grasientos y tornasolados del queroseno se despliega fluctuando dentro del agua; esa consistencia material que el deslumbramiento del sol no tiene es la que sin duda posee esa huella de la presencia física del hombre derramando su reguero de carburante, detritos de la combustión, residuos no asimilables, mezclando y multiplicando la vida y la muerte a su alrededor.
«Éste es mi hábitat —piensa Palomar—, que no es cuestión de aceptar o de excluir, porque sólo aquí puedo existir». ¿Pero si la suerte de la vida en la Tierra ya estuviera señalada? ¿Si la carrera hacia la muerte superase cualquier posibilidad de recuperación?
La oleada avanza, rompiente solitaria, hasta tumbarse en la orilla; y donde parecía haber únicamente arena, guijarros, algas y minúsculas conchillas, el agua al retirarse revela una franja de playa constelada de latas vacías, carozos, preservativos, peces muertos, botellas de plástico, zuecos rotos, jeringas, ramas negras de alquitrán.
Alzado también por la ola del motoscafo, envuelto en la marea de escorias, el señor Palomar se siente de improviso como un despojo entre despojos, cadáver revolcado en las playas-basureros de los continentes-cementerios. Si ningún ojo, salvo el ojo vítreo de los muertos, se abriera más en la superficie del globo terráqueo, la espada no volvería a brillar.
Pensándolo bien, esa situación no es nueva: durante millones de siglos los rayos del sol se posaron en el agua antes de que existieran ojos capaces de recogerlos.
El señor Palomar nada debajo del agua; emerge; ¡ahí está la espada! Un día un ojo salió del mar, y la espada, que ya estaba esperándolo, pudo finalmente ostentar toda la esbeltez de su punta aguda y su fulgor centelleante. Estaban hechos el uno para el otro, espada y ojo: y tal vez no fue el nacimiento del ojo el que hizo nacer la espada sino lo contrario, porque la espada no podía prescindir de un ojo que la mirase en su vértice.
El señor Palomar piensa en el mundo sin él: el inmenso de antes de su nacimiento, y el mucho más oscuro de después de su muerte; trata de imaginar el mundo antes de los ojos, de cualquier ojo; y un mundo que mañana por una catástrofe o por lenta corrosión se quedara ciego. ¿Qué sucede (sucedió, sucederá) en ese mundo? Puntual, un dardo de luz parte del sol, se refleja en el mar calmo, centellea en el temblequeo del agua, y entonces la materia se vuelve receptiva a la luz, se diferencia en tejidos vivientes, y de pronto un ojo, una multitud de ojos florece, o reflorece… Ahora todas las tablas del surf descansan en la orilla, e incluso el último bañista friolero —llamado Palomar— sale del agua. Se ha convencido de que la espada existirá aun sin él: finalmente, se seca con una toalla y vuelve a su casa.