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Una segunda traducción

UN DÍA, Willie cayó en la cuenta de que no veía a Percy Cato en la escuela desde hacía tiempo. Cuando preguntó por ahí se enteró de que Percy había hecho las maletas y se había marchado de la escuela sin decírselo a nadie. Nadie sabía dónde estaba, pero se contaba que se había ido de Londres y había vuelto a Panamá. A Willie le entristeció la noticia. Era como si —especialmente tras los disturbios de Notting Hill— toda la primera etapa de su vida en Londres se hubiera perdido. Percy le había dicho que le preocupaba que su nombre apareciera en los periódicos; pero aunque durante varias semanas los periódicos no pararon de hablar sobre las mafias inmobiliarias de Notting Hill, al parecer no sabían nada de Percy, y Willie pensó que Percy había decidido marcharse de Londres porque, con su sensatez de costumbre, había tenido el presentimiento de que le aguardaba algo peor. Se sintió abandonado y desprotegido. Su vida londinense perdió la gracia, y Willie empezó a preguntarse, como le había ocurrido al principio, adónde iría a parar.

Le escribió Sarojini, su hermana, desde Alemania. Willie no quería abrir el sobre. Avergonzado, recordó cómo le habría entusiasmado en su país, en el asram o la escuela misionera, ver un sello alemán o cualquier otro del extranjero en una carta. El dibujo del sello le habría hecho soñar con el país y habría considerado al remitente de la carta un bienaventurado.

Querido Willie: No sé si te das cuenta de lo preocupados que nos tienes. No escribes y no tenemos ni idea de lo que haces. ¿Puedes sacar un título en esa escuela en la que estás, y encontrarás trabajo con ese título? Tienes el ejemplo de tu padre, y si no te andas con cuidado acabarás siendo un vago como él. Así funcionan las cosas en las familias.

Willie pensó: «Antes me preocupaba por esa chica. Pensaba que no tenía ninguna posibilidad, y habría hecho cualquier cosa para ayudarla a que fuera una mujer feliz. De repente llega ese viejo alemán y la pequeña Sarojini, tan fea, cambia. Se transforma en la perfecta casada, como si sólo hubiera tenido que esperar. Se ha vuelto como mi madre. Me siento como si se hubieran burlado de mi cariño y mi preocupación. No tengo muy claro que me guste esta Sarojini».

Wolf y yo estamos a punto de ir a Cuba y a otros sitios. Wolf me ha hablado mucho sobre las ideas revolucionarias. Es como el tío de nuestra madre, pero naturalmente ha tenido más oportunidades y es más culto, y naturalmente ha visto mucho más mundo que nuestro pobre tío. Ojalá tiraras hacia ese lado de la familia, y entonces verías cuánto hay que hacer en el mundo y lo egoístamente que estás desperdiciando tu vida en Londres, haciendo una cosita aquí y otra cosita allá y sin saber por qué lo haces. Wolf y yo vamos a estar en Alemania unas semanas. Wolf tiene que ver a gente del cine y del gobierno aquí. Cuando las cosas se calmen iré a Londres unos días a verte.

Willie pensó: «Por favor, Sarojini, no vengas. No vengas, por favor».

Pero acabó por ir, y le puso la vida patas arriba durante tres o cuatro días. Se alojó en un pequeño hotel cerca de la escuela —lo había solucionado todo ella sola, antes de irse de Alemania—, e iba todos los días a la habitación de Willie a preparar un comistrajo. No le pidió que le ayudara en nada. Compró cacharros de cocina baratos y cubiertos, se enteró de dónde estaban las verdulerías, aparecía todos los días con verdura fresca y cocinaba en el infiernillo de la habitación de Willie. Ponía el infiernillo al revés y colocaba los cacharros en los protectores metálicos sobre los anillos eléctricos incandescentes. Comían en platos de papel y Sarojini fregaba los cacharros en el fregadero que había al final del pasillo. Sarojini nunca había cocinado bien, y lo que cocinaba en aquella habitación de la escuela era repugnante. El olor se quedaba pegado a la habitación. A Willie le preocupaba violar las normas de la escuela, tanto como le preocupaba que vieran a la cocinerita de piel oscura —mal vestida: con una rebeca por encima del sari y con calcetines— que era su hermana. Con aquel tono autoritario recién adquirido, pero aun sin saber demasiado sobre nada, era capaz de echar por tierra en cinco minutos las historietas que con tanto cuidado había urdido Willie sobre su familia y sus orígenes.

Sarojini dijo:

—Cuando saques ese dichoso título o diploma, ¿qué piensas hacer con él? ¿Dar unas clasecitas y quedarte aquí escondido el resto de tu vida?

Willie contestó:

—No creo que lo sepas, pero he escrito un libro. Se publica el año que viene.

—Menuda tontería. Nadie, ni aquí ni en ninguna parte, va a querer leer un libro tuyo. No hace falta que te lo diga. ¿Te acuerdas de cuando querías ser misionero?

—Lo que quiero decir es que creo que debería esperar aquí hasta que salga el libro.

—Y después surgirá algo más por lo que tengas que esperar, y después algo más. Así es la vida de tu padre.

El olor de los guisos permaneció en la habitación de Willie durante días enteros después de que Sarojini se marchara. Por la noche, Willie lo notaba en la almohada, en el pelo, en los brazos.

Pensó: «Tiene razón en lo que dice, aunque me moleste que lo diga. No sé a dónde voy. Simplemente estoy dejando pasar el tiempo. No me apetece lo que me espera en casa. Durante los últimos dos años y medio he vivido como un hombre libre. No puedo volver a lo de antes. No me gusta la idea de casarme con alguien como Sarojini, y eso es lo que pasará si vuelvo a casa. Si vuelvo, tendré que librar las batallas que libró el tío de mi madre. No quiero librar esas batallas. Malgastaría mi vida, y sólo tengo una vida. Hay otras personas que disfrutarían con esas batallas. Y Sarojini también tiene razón en el otro sentido. Si saco el título de Magisterio y decido quedarme aquí y dar clases será como esconderse. Y no sería muy agradable dar clases en un sitio como Notting Hill. Es adonde me destinarían, y andaría por allí con el temor de verme metido en medio del gentío y acabar acuchillado como Kelso. Sería peor que en mi país. Y si me quedo aquí siempre intentaría hacer el amor con las novias de mis amigos. He descubierto que es bastante fácil. Pero también sé que está mal, y que un día de éstos me voy a meter en un lío. El problema es que no sé cómo salir a buscar una chica yo solo. Nadie me ha enseñado a hacerlo. No sé cómo tirarle los tejos a una desconocida, cuándo acariciar a una chica, cogerla de la mano o intentar besarla. Cuando mi padre me contó su vida y me habló de su ineptitud sexual me burlé de él. Entonces era un niño. Ahora he descubierto que soy como mi pobre padre. Todos los hombres deberían enseñar a sus hijos el arte de la seducción. Pero en nuestra cultura no existe la seducción. Nuestros matrimonios son arreglados. No existe el arte del sexo. Algunos chicos de aquí me hablan del Kama Sutra. En casa nadie me hablaba de eso. Es un texto de casta superior, pero no creo que mi pobre padre, por muy brahmán que sea, haya visto jamás un ejemplar. Esa forma práctico-filosófica de tratar el sexo pertenece a nuestro pasado, y ese mundo fue asolado y destruido por los musulmanes. Ahora vivimos como animalitos incestuosos en un agujero. Magreamos a todas las mujeres de la familia y vivimos continuamente con esa vergüenza. En casa nadie hablaba de sexo ni de seducción, pero ahora he descubierto que es la materia fundamental que habría que enseñar a todos los hombres. Marcus y Percy Cato, y también Richard, parecían maravillosos en ese sentido. Cuando le pregunté a Percy cómo había aprendido me dijo que había empezado con poco, toqueteando y después violando a niñas. Entonces me escandalizó. Ahora no me escandaliza tanto».

Llamó por teléfono a Perdita un día, por la mañana temprano.

—Perdita, ven a la escuela este fin de semana, por favor.

—Es absurdo, Willie. Y no es justo para Roger.

—No es justo, pero te necesito. No me porté bien la última vez, pero tengo que decirte una cosa: es una cuestión cultural. Quiero hacer el amor contigo, estoy loco por hacer el amor contigo, pero cuando llega el momento crucial me asaltan antiguas ideas y siento vergüenza y miedo, no sé de qué, y todo sale mal. Me portaré mejor esta vez. Déjame intentarlo.

—Vamos, Willie. Ya me has dicho eso otras veces.

Perdita no fue.

Willie fue a buscar a June. Llevaba varios meses sin verla. Se preguntaba qué habría ocurrido con la casa de Notting Hill y si, tras los disturbios, aún podrían ir allí. Pero June no estaba en la sección de perfumería de Debenhams. Las otras chicas, con demasiado maquillaje, no fueron amables. Una o dos incluso retrocedieron al verle: quizá se debiera a cómo se les acercó, con decisión, pisando fuerte. Finalmente vio a una chica que le dio noticias sobre June. June estaba casada. Se había casado con su novio de la infancia, al que conocía desde que tenía doce años. La chica que se lo contó a Willie seguía emocionada con el romanticismo de la historia, y sus ojos tenían un brillo auténtico bajo las pestañas postizas, el rímel y las cejas perfiladas.

—Iban juntos a todas partes. Eran como hermanos. Pero él tiene un negocio raro. Una funeraria. Es un negocio familiar. Aunque si te crías con eso es distinto, me dijo June. Él y June a veces celebraban funerales juntos. Para la boda tuvieron un Rolls-Royce antiguo. Lo alquiló la familia de ella por veinticinco libras. Un montón de dinero, pero valió la pena. June vio aquel coche tan bonito por la mañana. Lo conducía el hombre del barrio que se lo había alquilado. Con gorra de visera y todo. June le preguntó a su padre: «No lo has alquilado, ¿verdad?». Él le dijo que no, que probablemente sólo iba a un rally de coches antiguos. Y después, naturalmente, allí estaba. Como hermanos, eso eran. No es algo que pase con frecuencia hoy en día.

Cuanto más hablaba la chica, cuantas más imágenes le ofrecía a Willie de la vida segura en Cricklewood, la vida de familia y amigos, los placeres y las emociones, más excluido y perdido se sentía. Si Willie hubiera aprendido a beber —y si hubiera aprendido el estilo que va unido a beber— podría haber ido a un bar. En lugar de eso pensó en buscar a una prostituta.

Aquella noche fue, muy tarde, a Piccadilly Circus. Recorrió las calles laterales, sin apenas atreverse a mirar a los transeúntes agresivos, de aspecto peligroso. Caminó hasta cansarse. Alrededor de la medianoche entró en un café con mucha luz. Estaba lleno de prostitutas que parecían estúpidas, duras, nada atractivas: algunas tomaban té y fumaban, otras comían bocadillos de queso. Hablaban con un acento difícil de entender. Una chica le dijo a otra: «Me quedan cinco». Se refería a gomas. Las sacó del bolso y las contó. Willie salió y echó a andar otra vez. Las calles estaban más tranquilas. En una lateral vio a una chica hablando con un hombre amistosamente. Interesado, se dirigió hacia ellos. De repente, un hombre gritó enfadado: «¿Qué demonios estás haciendo?», y cruzó la calle. No le gritaba a Willie, sino a la chica. Ella se apartó del hombre con el que estaba hablando. Llevaba una especie de polvo brillante en el pelo, la frente y los párpados. Le dijo al hombre calvo que gritaba: «Le conozco. Estaba en la RAF cuando yo estaba en la WAAF[6]».

Más tarde, movido por el deseo de no acabar completamente frustrado, Willie habló con una mujer. No se fijó en su cara. Se limitó a seguirla. Lo pasó fatal en la habitacioncita con la calefacción demasiado fuerte, con olor a perfume, orina y quizás algo peor. No miró a la mujer. No hablaron. Se concentró en sí mismo, en desnudarse, en sus facultades. La mujer sólo se desnudó a medias. Le dijo a Willie con voz ronca:

—Puedes dejarte los calcetines puestos. —Extrañas palabras, que Willie había oído con frecuencia, pero nunca con un sentido tan literal[7]. La mujer añadió—: Cuidado con mi pelo.

Willie tuvo una erección, una erección sin sensaciones, que ni se le pasó ni le dio placer. Sintió vergüenza. Recordó unas palabras del viejo libro de Pelican sobre el sexo, palabras recriminatorias en su día. Pensó: «A lo mejor he conseguido ser un atleta sexual». En aquel momento, la mujer le dijo:

—Follas como un inglés.

Unos segundos después se lo quitó de encima. Él no quiso discutir. Se vistió y volvió a la escuela. Se moría de la vergüenza.

Al cabo de unos días, mientras pasaba en autobús junto a la estación de autocares de Victoria, la terminal de los autobuses para las provincias, vio con toda claridad a la prostituta a la que había dado la mitad de su asignación de una semana. Era regordeta, feúcha, común y corriente sin el maquillaje ni la fachada del vicio, alguien que evidentemente había venido de provincias para hacerse unas cuantas noches en Londres y volvía a casa.

Willie pensó: «Humillaciones como ésta es lo que me espera aquí. Debo seguir el ejemplo de Percy. Debo marcharme».

No tenía ni idea de adónde ir. Percy —con menos apoyo en el mundo, con un padre que había abandonado Jamaica para formar parte de las anónimas cuadrillas que trabajaban en el canal de Panamá— en eso tenía superioridad sobre él. Percy podía ir a Panamá, a Jamaica o, si quería, a Estados Unidos. Willie sólo podía volver a la India, y no quería. Lo único que tenía en aquellos momentos era la idea —y era como creer en la magia— de que un día ocurriría algo, que tendría una inspiración y que una serie de acontecimientos le llevaría al lugar al que debía ir. Lo que tenía que hacer era estar atento para reconocer el momento.

Mientras tanto había que esperar por lo del libro, y sacar el título. Se refugió en la escuela y, pensando más en su liberación que en el título como la verdadera recompensa a sus esfuerzos, se dedicó a los aburridos libros de texto. Y tenía la impresión de que, mientras intentaba olvidarse del mundo, el mundo también se olvidaba de él. Ninguna propuesta del productor de la BBC para que escribiera un guión, ninguna nota de Roger, nada durante semanas enteras que le recordara que había llevado una vida activa y variada en Londres y que era escritor, con un libro que pronto se publicaría. Llegó el catálogo de Richard, para recordárselo. Era deprimente. Al libro se le dedicaba un párrafo en media página, más o menos a la mitad del catálogo. Se presentaba a Willie como «una voz nueva y subversiva del subcontinente», y decía algo sobre el insólito escenario indio de provincias, pero no daba ninguna indicación más sobre las características de la escritura. La entrada del catálogo, modesta, incluso restándole importancia comercial, en lugar de un homenaje al libro, parecía un homenaje a Richard y a la conocida política de su empresa. Ése era el aspecto de Richard que preocupaba a Roger. Willie pensó que su libro estaba contaminado, que lo había perdido, que ya estaba muerto. Poco después le llegaron las pruebas. Trabajó en ellas como quien realiza los ritos y formalidades que van unidos a un aborto. Al cabo de unos cuatro meses le llegaron seis ejemplares del libro.

No tuvo noticias de Richard ni de su editorial. No tuvo noticias de Roger; Willie temió que Perdita le hubiera traicionado. Sintió que se hundía en aquel silencio. Hojeó los periódicos y los semanarios en la biblioteca de la escuela. Consultó publicaciones que nunca había leído. No vio nada sobre su libro durante dos semanas, y entonces, aquí y allá, algo flojo entre las novedades de narrativa, empezó a ver pequeños párrafos:

… Donde, tras el condimentado plato angloindio de John Masters, podría haberse esperado un auténtico curry picante, sólo encontramos un aperitivo salado, indescriptible, de origen incierto, y al final nos quedamos con la extraña sensación de haber comido variada y copiosamente pero de habernos quedado sin comer…

… Estas piezas de terror, desasosiego o angustia, azarosas, titubeantes, parecen surgir, de una forma sumamente inquietante, de una risión del mundo nada serena. Dicen mucho sobre la desorientación de los jóvenes, y son un mal presagio para el nuevo Estado…

Willie pensó: «Que se muera el libro. Que se desvanezca. Que no me lo recuerden. No voy a escribir más. Además, escribir este libro es algo que no debería haber hecho. Era artificial y falso. Tendría que agradecer que ningún crítico se haya dado cuenta de cómo lo escribí».

Y de repente un día recibió dos cartas. Una era de Roger.

Querido Willie: Enhorabuena con retraso por el libro, que, por supuesto, conozco muy bien. Las críticas que he visto no están nada mal. No es un libro sobre el que resulte fácil escribir. Parece que cada crítico ha tocado un aspecto distinto, y eso es muy bueno. Richard debería haber hecho más, pero es su forma de actuar. Los libros tienen su destino, como dice el poeta latino, y pienso que el tuyo vivirá de una forma que de momento no puedes ni imaginar.

En su estado de ánimo, de frustración, y con la preocupación por Perdita, Willie encontró la carta un tanto ambigua. Le pareció fría y distante, y pensó que no debía contestar.

La otra carta era de una chica o joven de un país africano. Su nombre parecía portugués, y la chica estaba haciendo un curso de algo en Londres. Decía que por la crítica de The Daily Mail —bastante floja, recordó Willie, pero el crítico intentaba describir los relatos— había comprado el libro.

En el colegio nos decían que era importante leer, pero no resulta fácil para las personas con mis orígenes, y supongo que a usted le ocurrirá lo mismo, encontrar libros donde podamos vernos reflejados. Leemos este libro y aquél y nos decimos que nos gustan, pero todos los libros que nos dicen que leamos están escritos para otras personas y en realidad estamos casi siempre en casa ajena y tenemos que andarnos con cuidado y a veces taparnos los oídos ante las cosas que oímos decir a la gente. He pensado que tenía que escribirle porque en sus relatos es la primera vez que encuentro momentos que son como los de mi propia vida, a pesar de que el medio y el material sean tan diferentes. Me alegra pensar que durante todos estos años había alguien que pensaba y sentía como yo.

Quería conocerle. Willie le escribió inmediatamente y le pidió que fuera a la escuela. Y después empezó a preocuparse. Quizá la chica no fuera tan agradable como su carta. No sabía casi nada sobre su país lusoafricano, nada sobre las razas, las agrupaciones y las tensiones. Ella mencionaba sus orígenes, pero no decía nada más. A lo mejor formaba parte de una comunidad mixta o se encontraba en otra situación intermedia. Algo así explicaría su apasionamiento, cómo había leído el libro. Willie pensó en su amigo Percy Cato, al que había perdido: bromista y presumido en la superficie, pero lleno de rabia por dentro. Pero si la chica iba a verle y le preguntaba demasiado a fondo por su libro, Willie podría acabar por descubrir el juego, y la mujer o chica de nombre que parecía portugués comprendería que los relatos indios en los que había visto aspectos de su vida africana los había sacado de antiguas películas de Hollywood y de la trilogía de Rusia de Máximo Gorki. Willie no quería defraudar a aquella mujer. Quería que siguiera siendo admiradora suya. Esta línea de pensamiento desembocó en lo contrario, en preocuparse por sí mismo. Empezó a preocuparse por si la mujer no le consideraba digno del libro que había escrito, o no lo bastante atractivo o con suficiente presencia.

Pero en cuanto la vio se desvanecieron todas sus inquietudes, y le conquistó. La chica actuó como si le conociera de toda la vida y como si le cayera bien desde siempre. Era joven, menuda y delgada, y bastante guapa. Tenía una actitud increíblemente natural. Y lo que a Willie le resultó más embriagador fue que por primera vez en su vida se sintió en presencia de alguien que le aceptaba por completo. En su país, su vida había estado regida por la mezcla de su herencia. Eso lo estropeaba todo. Incluso el amor que sentía por su madre, que debería haber sido puro, estaba lleno del dolor que sentía por las circunstancias de su familia. En Inglaterra se había acostumbrado a vivir con la idea de su diferencia. Al principio, aquella sensación de diferencia había sido como una liberación de las crueldades y las normas de su país, pero después empezó a usar aquella diferencia como un arma en ciertas situaciones —con June, por ejemplo, y después con Perdita, y a veces cuando había problemas en la escuela de Magisterio—, haciéndose más simple y más tosco de lo que era. Era el arma que estaba dispuesto a usar con la chica de África; pero no hizo falta. No había nada contra lo que embestir, por así decirlo, ni recelo que vencer, ni sensación de distancia.

Al cabo de media hora no se había roto el hechizo, y Willie empezó a deleitarse en aquella nueva sensación de ser aceptado como hombre y de verse como una persona entera. Quizá fuera el libro lo que la llevara a valorarle así, incondicionalmente. Quizá la mezcla de los orígenes africanos de Ana. Willie no tenía deseos de indagar, y lo que le daba Ana se lo devolvía tal y como ella se merecía. La chica le tenía embelesado, y durante las siguientes semanas aprendió a amarlo todo en ella: su voz, su acento, sus vacilaciones con ciertas palabras inglesas, su piel preciosa, el dominio con que manejaba el dinero. No había visto esa actitud ante el dinero en ninguna otra mujer. Perdita siempre se hacía un lío cuando buscaba dinero; June, con sus grandes caderas, esperaba hasta el último momento de una operación para sacar y abrir un monederito con sus grandes manos. Ana siempre tenía el dinero a punto. Y el aire de dominio iba acompañado de su delgadez nerviosa. Aquella delgadez a Willie le hacía sentirse protector. Resultaba fácil hacerle el amor, y Willie mostraba la ternura que le era propia, sin las agresiones que le había recomendado Percy Cato, y todo lo que había resultado difícil antes, con las demás, con ella era puro placer.

La primera vez que se besaron —en el estrecho sofá frente a la estufa eléctrica en la habitación de la escuela— ella le dijo:

—Deberías cuidarte los dientes. Te afean.

Él replicó, como en broma:

—La otra noche soñé que me pesaban mucho y estaban a punto de caerse.

Y era verdad: había descuidado sus dientes desde que estaba en Inglaterra y se había olvidado de ellos por completo tras los disturbios de Notting Hill, la desaparición de Percy Cato y el desdeñoso párrafo sobre su libro en el lamentable catálogo de Richard. Incluso había empezado a encontrarle cierto gusto a las manchas, ya casi negras, de sus dientes. Intentó contárselo a Ana. Ella dijo:

—Ve al dentista.

Fue a un dentista australiano de Fulham y le dijo:

—Nunca había venido a un dentista. No me duele nada. No tengo nada que contarle. He venido sólo porque he soñado que están a punto de caérseme los dientes.

El dentista replicó:

—Estamos preparados incluso para eso. Y todo a cargo de la Seguridad Social. Vamos a echar un vistazo. —Y a continuación añadió—: Me temo que no era un sueño con un significado oculto. Se le iban a caer los dientes de verdad. Tiene un sarro que parece cemento. Y unas manchas tremendas: debe usted de tomar mucho té. Los dientes de abajo se han pegado con el sarro, han formado un muro sólido. Nunca había visto una cosa igual. Es increíble que pueda mover la mandíbula.

Acometió el sarro como loco: raspó, rompió y pulió, y cuando terminó Willie tenía la boca dolorida y notaba los dientes desprotegidos, flojos y sensibles incluso con el aire. Le dijo a Ana:

—He oído a los chicos de la escuela contar cosas raras sobre los dentistas australianos de Londres. Espero que hayamos acertado.

Alentó a Ana a que hablara de su país. Intentó visualizar el país de la costa oriental de África, con el gran vacío detrás. Con lo que le contó, al poco empezó a comprender que Ana tenía una forma especial de considerar a la gente: si eran africanos o no africanos. Y Willie pensó: «¿Me verá simplemente como a alguien que no es africano?». Pero desechó aquella idea.

Ana le contó la historia de una amiga del colegio.

—Siempre quiso ser monja. Acabó metida en una orden de aquí, y fui a verla hace unos meses. Viven como en una cárcel. Y, como los presos, se mantienen en contacto con el mundo exterior a su manera. Durante las comidas alguien les lee una selección de artículos del periódico, y se ríen como tontas, como colegialas, con el chiste más simple. Me dieron ganas de llorar. Una chica tan maravillosa, y que desperdicie su vida así… No pude evitarlo, y le pregunté por qué lo había hecho. Fue un error mío, que sólo contribuyó a que se sintiera peor. Me dijo: «¿Qué podría haber hecho? No teníamos dinero. No me iba a rescatar ningún hombre. Y yo no quería morirme de asco en ese país». Como si no se estuviera muriendo de asco ahora.

Willie dijo:

—Entiendo a tu amiga. Yo quería ser sacerdote. Misionero. Quería ser como los padres. Ellos tenían una situación mucho mejor que la de la gente con la que estábamos. No parecía haber otra salida.

Y empezó a pensar que la situación de Ana en su país podía parecerse a la suya en su propio país.

En otra ocasión, también en el pequeño sofá, Ana dijo:

—Mira, una historia para tu próximo libro. Si crees que puedes hacer algo con ella. Mi madre tenía una amiga que se llamaba Luisa. Nadie sabía nada de sus orígenes. La había adoptado una familia rica, con fincas, y ella heredó una parte. Se fue a Portugal y a Europa. Vivió a lo grande durante muchos años y después anunció que había encontrado a un hombre maravilloso. Se lo trajo. Dieron una gran fiesta en la capital, y el hombre maravilloso le contó a todo el mundo que un montón de famosos eran íntimos amigos suyos en Europa. Después, Luisa y él se fueron a vivir al campo, a la finca de Luisa. La gente esperaba que aparecieran los grandes amigos, que inauguraran la gran casa; pero no pasó nada. Luisa y su hombre maravilloso se limitaron a engordar y a contar las mismas historias que habían contado cuando lo de la fiesta. Cada vez iban a verlos menos personas. Al cabo del tiempo el hombre empezó a acostarse con mujeres africanas, pero incluso aquello le resultó excesivo y lo dejó. De modo que Luisa, la hija adoptiva, y su hombre maravilloso vivieron feliz o infelizmente y murieron, la fortuna de la familia de Luisa desapareció, y nadie supo quién era Luisa ni quién era el hombre maravilloso. Así contaba la historia mi madre. Y otra historia. Había una chica infeliz y con poca gracia en un internado. Vivía en medio del campo con su padre y su madrastra. Después, la verdadera madre de la chica vuelve a casarse, y la chica se va a vivir con ella. Cambia extraordinariamente. Se hace elegante, encantadora, es feliz. Su felicidad no dura mucho. Su padrastro empieza a interesarse por ella, a interesarse demasiado. Una noche entra en el dormitorio de la chica. Se monta un número, y después vienen el divorcio y el gran escándalo.

Y Willie comprendió que la chica de la segunda historia, la chica desgraciada que vive en el campo aterrador y destructivo de su país africano, era Ana. Pensó que eso explicaba su delgadez, su nerviosismo. Empezó a quererla aún más.

Le llegó una carta de Sarojini desde Cuba, con una fotografía.

Este hombre dice que te conoce. Es latinoamericano, de Panamá, y se llama Cato, porque su familia ha pasado mucho tiempo en las colonias británicas. Dice que en los viejos tiempos a los esclavos se les ponían nombres griegos y romanos por hacerse los graciosos, y a su antepasado le colocaron el nombre de Cato[8]. Ahora se ha ido a trabajar con el Che en Sudamérica, donde hay mucho que hacer, y algún día quizá pueda volver a Jamaica para trabajar allí. Es donde tiene puesta toda su alma. Deberías seguir su ejemplo.

En la fotografía cuadrada, en blanco y negro, desenfocada, Percy estaba sentado en un murete, con las piernas colgando, a la luz sesgada de la mañana o el atardecer. Llevaba una gorra de lana, de rayas, y una guerrera o camisa blancuzca con un bordado en relieve del mismo color blancuzco. Así que mantenía el mismo estilo de siempre. Sonreía a la cámara, y Willie pensó que en sus brillantes ojos podía ver a todos los demás Percy: los Percy de Jamaica y Panamá, de Notting Hill y las fiestas bohemias, y de la escuela de Magisterio.

¿Qué planes tienes? Aquí recibimos muy pocas noticias de Inglaterra, sólo algún que otro articulito sobre los disturbios raciales. ¿Han publicado tu libro? No cuentas nada. No nos has enviado un ejemplar, y supongo que ya habrá pasado todo. Bueno, ahora que te lo has quitado de encima, es hora de que te olvides de esas vanidades y pienses más constructivamente sobre el futuro.

Willie pensó: «Tiene razón. He vivido creyendo en la magia. Mi vida aquí casi ha tocado a su fin. La beca está a punto de acabarse y no tengo nada pensado. He estado viviendo aquí engañado. Cuando se me acabe el tiempo de estar aquí y me echen de la escuela, mi vida cambiará por completo. Tendré que buscar un sitio donde quedarme. Tendré que buscar trabajo. Y Londres será distinto. A Ana no le gustaría venir a una habitación de Notting Hill. Voy a perderla».

Estuvo así preocupado durante varios días y al final pensó: «Soy imbécil. He estado esperando a que me guiaran a donde debería ir, esperando una señal. Y la señal ha estado ahí todo este tiempo. Debo ir con Ana a su país».

La siguiente vez que se vieron dijo:

—Ana, me gustaría ir contigo a África.

—¿De vacaciones?

—Para siempre.

Ella no replicó. Como una semana más tarde, Willie preguntó:

—¿Recuerdas lo que te dije sobre ir a África? —El rostro de Ana se ensombreció. Willie dijo—: Tú has leído mis relatos. Sabes que no tengo otro sitio adonde ir. Y no quiero perderte.

Ana parecía confusa. Willie no añadió nada más. Más tarde, cuando estaba a punto de marcharse, Ana dijo:

—Dame tiempo. Tengo que pensármelo.

La siguiente vez que volvió a la habitación de Willie, mientras estaban en el pequeño sofá, Ana dijo:

—¿Crees que te gustará África?

Willie preguntó:

—¿Crees que hay algo que pueda hacer allí?

—Ya veremos si te gusta el campo. Necesitamos a alguien en la finca, pero tendrás que aprender el idioma.

Durante la última semana que Willie pasó en la escuela le llegó una carta de Sarojini desde Colombia.

Me alegro de que al fin hayas sacado el título, aunque no sé qué vas a hacer con él a donde vas. En África hay trabajo serio que hacer, sobre todo en esos sitios portugueses, pero no creo que vayas a hacerlo tú. Eres como tu padre, que se aferra a las viejas ideas hasta el final. Con respecto a otros asuntos, espero que sepas lo que te haces, Willie. No entiendo lo que me cuentas sobre esa chica. Las personas de fuera que van a la India no tienen ni idea del país ni siquiera cuando están allí, y estoy segura de que lo mismo se puede decir de África. Ten cuidado, por favor. Vas a ponerte en manos de desconocidos. Crees saber dónde te vas a meter, pero no lo sabes todo.

Willie pensó: «A ella le gusta su matrimonio internacional, pero el mío le preocupa».

Pero, como siempre, las palabras de Sarojini, a pesar de su simplismo, a pesar de ser palabras de alguien que aún intentaba imitar a los adultos, le inquietaron y no pudo librarse de ellas. Las oía mientras hacía las maletas, mientras iba borrando poco a poco su presencia en la habitación de la escuela, deshaciendo el centro de su vida en Londres. Al deshacerlo, algo que en esos momentos le resultaba tan fácil, se preguntó cómo se las arreglaría para establecerse otra vez en la ciudad si tenía que hacerlo en un momento dado. Igual volvía a tener suerte; igual se producía algo parecido a la cadena de encuentros fortuitos que había tenido, pero eso le llevaría a una ciudad que no conocía.

Partieron —Ana y él— desde Southampton. Él iba pensando en la nueva lengua que tendría que aprender. Se preguntaba si sería capaz de seguir conservando su propia lengua. Se preguntaba si olvidaría el inglés, la lengua de sus relatos. Se impuso pequeñas pruebas, y cuando acababa una empezaba inmediatamente con otra. Mientras el Mediterráneo iba discurriendo, y los demás pasajeros comían, cenaban y se entretenían con los juegos de a bordo, Willie intentaba enfrentarse a lo que había comprendido en el barco, que su lengua materna casi había desaparecido, que el inglés estaba desapareciendo, que ya no le quedaba ninguna lengua verdadera, ningún don para expresarse. No se lo contó a Ana. Cada vez que hablaba se ponía a prueba, para ver cuánto sabía aún, y prefería quedarse en el camarote enfrentándose a ese absurdo que se le había venido encima. Alejandría le amargó, y también el canal de Suez. (Recordaba —como algo de otra vida, más feliz, lejos de su tránsito en aquellos momentos entre el rojo resplandor del desierto a ambos lados— a Krishna Menon con su oscuro traje cruzado caminando junto a los arriates de Hyde Park, apoyándose en el bastón, con la mirada baja, pensando en su discurso ante las Naciones Unidas sobre Egipto y el canal).

Tres años antes, cuando iba hacia Inglaterra, había hecho aquella parte del viaje en dirección contraria. Entonces apenas se enteró de lo que veía. Ahora tenía más idea de la geografía y la historia, sabía algo sobre la antigüedad de Egipto. Le habría gustado guardar el paisaje en la memoria, pero su preocupación por la pérdida de la lengua no le dejó concentrarse. Sintió la misma insatisfacción al ver la costa africana: Port Sudan, al borde de una inmensa desolación; Yibuti; después, pasado el Cuerno de África, Mombasa, Dar es-Salam, y por último el puerto del país de Ana. Durante todo ese tiempo había actuado razonable y lúcidamente. Ni Ana ni nadie hubieran podido pensar que le pasaba nada; pero durante todo ese tiempo Willie sintió que en su interior había otra personalidad, en un espacio de silencio donde toda su vida externa se apagaba.

Le habría gustado ir al país de Ana de otra forma. La ciudad era grande y esplendorosa, mucho más refinada de lo que se imaginaba, nada que hubiera podido relacionar con África. Su grandiosidad le preocupó. Pensó que no iba a soportarlo. La gente que veía por la calle conocía la lengua y las costumbres del lugar. Pensó: «No me voy a quedar aquí. Me marcho. Pasaré unas cuantas noches y después ya veré cómo me voy». Eso era lo que pensaba continuamente en la capital, en casa de unos amigos de Ana, y eso era lo que pensó durante el otro lento viaje, en un pequeño barco de cabotaje, hacia la provincia septentrional donde estaba la finca: volver a recorrer una pequeña parte del camino por el que acababa de venir, pero más cerca de la tierra, más cerca de la aterradora desembocadura y los pantanos de unos ríos muy anchos, tranquilos y vacíos, lodo y agua mezclados en remolinos grandes y lentos de verde y marrón. Ésos eran los ríos que bloqueaban cualquier carretera o ruta terrestre hacia el norte.

Al fin desembarcaron en una pequeña ciudad de construcciones bajas de hormigón, grises, ocres y de un blanco desvaído, con calles rectas como las de la capital pero sin grandes anuncios, sin tan siquiera esa pista sobre la vida del lugar. Desde las afueras, la estrecha carretera de asfalto llevaba hacia el interior por campo abierto. Y continuamente, los africanos, menudos y delgados en aquella zona, caminando por la tierra roja a ambos lados del asfalto, caminando como por el desierto, pero para ellos no era el desierto. Nunca demasiado lejos, marcados por surcos de maíz, mandioca y otras cosas, estaban los poblados africanos, chozas y patios con cercas de carrizo, las chozas de contornos rectos, bien definidos, y tejados de paja alargada y fina que a veces parecían atrapar el sol y brillaban como cabelleras largas y bien peinadas. De la tierra surgían bruscamente unas rocas grises muy grandes, en forma de cono, algunas del tamaño de una colina, aisladas, como mojones. Torcieron por un camino de tierra. La maleza llegaba a la altura del coche y las aldeas por las que pasaban estaban más pobladas que las de la carretera de asfalto. El camino de tierra estaba rojo y seco, pero con charcos de antiguo que salpicaban el parabrisas de barro negro. Salieron de aquel camino y empezaron a ascender por una empinada cuesta hacia la casa. Allí el camino estaba lleno de surcos cuando era recto; cuando formaba una curva estaba lleno de zanjas debido a las lluvias, y el agua discurría a su antojo. La casa se alzaba en medio de un antiguo jardín repleto de maleza, a la sombra de un gran árbol de pluvisilva que estaba echando ramas. Las buganvillas protegían la galería que rodeaba tres lados del piso inferior.

Dentro de la casa el aire estaba caliente y cargado. Al mirar por la ventana del dormitorio, por entre la red de alambre y los insectos muertos, el agreste jardín y los altos papayos, la tierra que descendía entre anacardos y tejados de paja hasta los conos de roca que en la distancia parecían formar una cordillera baja, de un azul claro, Willie pensó: «No sé dónde estoy. No creo que pueda encontrar el camino de vuelta. No quiero acostumbrarme a esta vista. No debo deshacer las maletas. No debo actuar como si fuera a quedarme aquí».

Se quedó dieciocho años.

Un día resbaló en la escalera de entrada de la casa. El abuelo blanco de Ana, que en cierta época iba todos los años a Lisboa y París —eso contaban— había construido la casa en los primeros tiempos de la afluencia de dinero, tras la guerra de 1914, y la escalera era semicircular, de mármol importado, blanco y gris. El mármol estaba agrietado, con las grietas recubiertas de musgo y, en aquella mañana lluviosa, resbaladizo por el agua y el polen del gran árbol de sombra.

Willie se despertó en el hospital militar de la ciudad. Estaba entre soldados negros heridos, de rostro brillante y ojos enrojecidos y cansados. Cuando Ana fue a verle, él dijo:

—Voy a dejarte.

Ella replicó, con la voz que había cautivado a Willie y que aún seguía gustándole:

—Has tenido una caída tremenda. Las veces que le habré dicho a la chica nueva que barra la escalera. Ese mármol siempre ha sido resbaladizo, sobre todo después de la lluvia. Francamente, es absurdo para un sitio como éste.

—Voy a dejarte.

—Resbalaste, Willie. Has estado inconsciente un rato. La gente exagera los enfrentamientos que hay en el campo. Tú lo sabes. No va a haber otra guerra.

—No estoy pensando en los enfrentamientos. El mundo está lleno de sustancias resbaladizas.

Ana dijo:

—Volveré más tarde.

Cuando volvió, Willie dijo:

—¿Crees que sería posible que alguien viera todas mis magulladuras y cortes y comprendiera qué me ha pasado? ¿Que comprendiera lo que me he hecho a mí mismo?

—Estás recuperando el ánimo.

—Me has tenido dieciocho años.

—Lo que en realidad quieres decir es que te has cansado de mí.

—Lo que quiero decir es que te he dado dieciocho años. Ya no puedo darte más. No puedo seguir viviendo tu vida. Quiero vivir mi propia vida.

—Fue idea tuya, Willie. Y si te marchas, ¿adónde irás?

—No lo sé. Pero tengo que dejar de vivir tu vida aquí.

Cuando Ana se fue, Willie llamó a la enfermera jefe, mulata, y muy lentamente, deletreando las palabras en inglés, le dictó una carta para Sarojini. Llevaba años memorizando, para una situación semejante, las direcciones de Sarojini —en Colombia, Jamaica, Bolivia, Perú, Argentina, Jordania y otra media docena de países—, y después, incluso con más lentitud, porque tenía dudas sobre las palabras en alemán, le dictó una dirección de Berlín occidental. Le dio uno de los antiguos billetes de cinco libras inglesas que le había llevado Ana, y aquel mismo día, un poco más tarde, la enfermera jefe llevó la carta y el dinero al establecimiento casi vacío de un comerciante indio, uno de los pocos comerciantes que quedaban en la ciudad. No había un verdadero servicio de Correos desde que se marcharon los portugueses y la guerrilla se hizo con el poder. Pero ese comerciante, que tenía contactos en toda la costa oriental de África, podía meter cosas en las embarcaciones que iban al norte, a Dar es-Salam y Mombasa. Desde allí se podían franquear y enviar cartas.

La carta, con la dirección torpemente escrita, pasó de mano en mano en África, y después, torpemente franqueada, llegó un día en un carrito rojo de Correos a su destino en Charlottenburgo. Y al cabo de seis semanas, Willie estaba allí. Había nieve caída hacía tiempo en las calles, con sendas de arena amarilla y sal en el medio y excrementos de perro diseminados por la nieve. Sarojini vivía en un piso grande y oscuro al final de dos tramos de escaleras. Wolf no estaba. Willie no le conocía ni ardía precisamente en deseos de conocerle. Sarojini se limitó a decir:

—Está con su otra familia.

Y Willie se quedó conforme con dejarlo así, sin querer indagar más.

Daba la impresión de que aquel piso llevaba años descuidado, y a Willie le hizo pensar, con desazón, en la casa de la finca que acababa de abandonar. Sarojini dijo:

—No se decora desde antes de la guerra.

La pintura era vieja y estaba ennegrecida, con muchas capas superpuestas de color claro, detalles decorativos de escayola y madera apelmazados, y las viejas capas de pintura se habían desconchado en muchos sitios, dejando al descubierto la antigua madera oscura. Pero mientras que la casa de Ana estaba llena del voluminoso mobiliario de su familia, el gran piso de Sarojini estaba medio vacío. Los pocos muebles que había eran elementales y de segunda mano, y no parecía que los hubieran elegido con especial cuidado. Los platos, las tazas y los cubiertos eran de baratillo. Todo tenía un aire provisional. A Willie no le suponía ningún placer comer lo que guisaba Sarojini en la cocinita con olor a rancio que había al fondo.

Sarojini había abandonado el estilo de sari, rebeca y calcetines. Llevaba pantalones vaqueros y un grueso jersey, y su actitud era incluso más enérgica y autoritaria de lo que Willie recordaba. Willie pensó: «Todo eso estaba soterrado en la chica que se quedó en casa cuando yo me marché. Nada de esto habría salido al exterior si no hubiera llegado el alemán y se la hubiera llevado. Si él no hubiera aparecido, ¿no se habrían podrido ella y su alma, no se habría muerto de asco?». Sarojini resultaba atractiva —algo impensable en la época del asram— y, poco a poco, por ciertas cosas que decía o dejaba caer, Willie comprendió que había tenido muchos amantes desde la última vez que la había visto.

Al cabo de unos días de su llegada a Berlín, Willie empezó a apoyarse en la fortaleza de su hermana. Después de África, le agradaba la idea del intenso frío, y ella le llevaba a dar paseos, a pesar de lo traicionero de las aceras y a pesar de que Willie aún estaba delicado. A veces, cuando estaban en los restaurantes, entraban chicos tamiles a vender rosas de largo tallo. Eran chicos de expresión adusta, con una misión, que recogían fondos para la gran guerra tamil, muy lejana, y apenas dedicaban una mirada a Willie o a su hermana. Eran de otra generación, pero Willie se veía reflejado en ellos. Pensaba: «Ésa es la impresión que yo daba en Londres. Ésa es la impresión que doy ahora. No estoy tan solo como creía». A continuación pensaba: «No, estoy equivocado. Yo no soy como ellos. Yo tengo cuarenta y un años, estoy en la mitad de mi vida. Ellos tienen quince o veinte años menos, y el mundo ha cambiado. Ellos han proclamado quiénes son y lo están arriesgando todo por eso. Yo he estado escondiéndome de mí mismo. No he arriesgado nada. Y he dejado pasar la mejor parte de mi vida».

A veces, por la noche, veían a africanos a la luz azul de las cabinas telefónicas: hacían como si estuvieran hablando, pero en realidad estaban ocupando espacio, como refugiándose. Sarojini dijo:

—Los alemanes del Este los llevan a Berlín oriental, y después vienen aquí.

Willie pensó: «¡Cuántos somos! ¡Cuántos como yo! ¿Habrá sitio para todos nosotros?».

Le preguntó a Sarojini:

—¿Qué pasó con mi amigo Percy Cato? Algo me contaste en una carta, hace mucho tiempo.

Sarojini contestó:

—Le iba bien con el Che y los demás.

Y de repente le dio como un ataque. Se había marchado de Panamá cuando era pequeño y tenía una idea infantil del continente. Cuando volvió, empezó a ver aquel lugar de una forma distinta. Empezó a sentir un terrible odio hacia los españoles. Podría decirse que llegó a la postura de Pol Pot.

Willie preguntó:

—¿Cuál es la postura de Pol Pot?

—Percy pensaba que los españoles habían expoliado y saqueado el continente a lo salvaje, y que de allí no podría salir nada bueno hasta que se matara a todos los españoles o medio españoles. Hasta que eso ocurriese, la revolución era una pérdida de tiempo. Es una idea complicada, pero muy interesante, y los movimientos de liberación tendrán que aceptarlo algún día. América Latina puede partirte el alma, pero Percy no sabía presentar sus ideas, y era capaz de olvidar que estaba trabajando con españoles. Podría haber tenido más tacto. No creo que se molestara demasiado en explicarse. Se lo quitaron de encima. A sus espaldas empezaron a llamarle el negrito[9].

Al final volvió a Jamaica. Se contaba que estaba trabajando para la revolución allí, pero después averiguamos que dirigía un club nocturno para turistas en la costa del norte.

Willie dijo:

—No era bebedor, pero siempre le gustó ese trabajo. Tratar bien a los que se portaban bien y mal a los que se portaban mal.

Y al igual que el padre de Willie le había contado su vida, Willie, durante muchos días del invierno berlinés, en cafés, restaurantes y el piso medio vacío, empezó a contarle lentamente a Sarojini su vida en África.

El primer día en la casa de la finca de Ana (dijo Willie) fue increíblemente largo. Todo lo de la casa —los colores, la madera, los muebles, los olores— me resultaba nuevo. Todo lo que había en el baño era nuevo para mí, todos los sanitarios, ligeramente anticuados, y el viejo calentador de agua. Otras personas habían diseñado aquella habitación, habían instalado aquellos sanitarios, habían elegido aquellos baldosines blancos: algunos estaban resquebrajados, con las grietas y el hormigón negros de moho o suciedad, y las paredes un poco irregulares. Otras personas se habían acostumbrado a aquellas cosas, las habían considerado parte de las comodidades de la casa. Especialmente en aquella habitación me sentía como un extraño.

Pasé el día sin que ni Ana ni nadie adivinaran mi estado de ánimo, la profunda duda que no me abandonaba desde que habíamos salido de Inglaterra.

Y entonces llegó la noche. Empezó a funcionar un generador. La electricidad tenía altibajos. Todas las bombillas de la casa y los demás edificios se atenuaban e iluminaban constantemente, y la luz que daban parecía obedecer a un impulso rítmico: en un momento llenaba una habitación y al siguiente se recogía en las paredes. Aquella primera noche estuve esperando todo el tiempo a que se estabilizara la luz. Alrededor de las diez bajó mucho. Unos minutos después bajó aún más y al cabo de un rato se apagó. Disminuyó el zumbido del generador, y entonces tomé conciencia del ruido que había estado haciendo. Me pitaron los oídos, después oí algo como los grillos en mitad de la noche, y a continuación sobrevinieron el silencio y la oscuridad, los dos juntos. Más tarde se vieron las luces amarillas de las lámparas de petróleo en las habitaciones del servicio, detrás de la casa.

Me sentía muy lejos de cuanto conocía, un extraño en aquella casa de hormigón blanco con el extraño mobiliario colonial portugués, los sanitarios del cuarto de baño, tan antiguos, a los que no estaba acostumbrado, y cuando me acosté volví a ver —más tiempo que durante el día— los fantásticos conos de roca, la carretera recta de asfalto, y a los africanos andando.

Hallaba consuelo en Ana, en su fuerza y su autoridad. Y al igual que ahora, como quizá hayas notado, Sarojini, me apoyo en ti, en aquella época, desde que accedió a que fuera con ella a África, me apoyé en Ana. Yo creía de una forma especial en su suerte. Algo tenía que ver con el hecho mismo de que fuera una mujer que se había entregado a mí. Estaba convencido de que había algo que la guiaba y la protegía en lo esencial, y de que mientras siguiera con ella no me pasaría nada malo. Quizá se debiera a que, a pesar de lo que pueda parecer, en nuestra cultura los hombres en realidad buscan mujeres en las que apoyarse. Y por supuesto, si no estás acostumbrado a que los gobiernos, ni las leyes, ni la sociedad y ni siquiera la historia estén de tu parte, tienes que creer en tu suerte o tu buena estrella o morir. Sé que tú has heredado los genes radicales del tío de nuestra madre y que tienes ideas diferentes. No voy a discutir contigo. Sólo quiero contarte por qué fui capaz de seguir a alguien a quien apenas conocía a un país colonial de África del que sabía muy poco, salvo que tenía ideas raciales y sociales difíciles. Quería a Ana y creía en su suerte. Las dos ideas iban unidas. Y, Sarojini, como sé que tú también tienes tus ideas sobre el amor, te lo voy a explicar. Ana era importante para mí porque dependía de ella para mi concepto de ser hombre. Sabes a qué me refiero, y creo que podemos llamarlo amor. Así que quería a Ana, por el gran regalo que me había hecho, y creía en su suerte en la misma medida. Me habría ido con ella a cualquier parte.

Una mañana de aquella primera o segunda semana, encontré en el salón a una criadita. Era muy delgada, de cara brillante, y llevaba un vestido ligero de algodón. En un tono demasiado confiado pero con elegancia, dijo:

—Así que es usted el hombre londinense de Ana.

Dejó la escoba contra el sillón de alto respaldo, se sentó como si fuera un trono, con los antebrazos apoyados en los desgastados brazos del sillón, e inició una conversación de cumplido. Como sacado de un libro de texto, me preguntó:

—¿Ha tenido buen viaje? —Y a continuación—: ¿Ha tenido oportunidad de ver algo del país? ¿Qué le parece?

Yo llevaba una temporada estudiando la lengua y ya sabía lo suficiente como para hablar de la misma forma envarada con la criadita. Entró Ana. Dijo:

—Decía yo: ¿quién será?

La criadita abandonó sus aires de grandeza, se levantó del sillón y volvió a coger la escoba. Ana dijo:

—Su padre es Júlio, el carpintero. Bebe demasiado.

Yo conocía a Júlio. Era un hombre mestizo de ojos risueños que no inspiraban ninguna confianza y que vivía en las habitaciones del servicio. Bromeaban sobre lo mucho que bebía, y yo me enteré de que no había que preocuparse demasiado por el asunto. Júlio bebía los fines de semana, y muchas veces su mujer africana, a última hora de la tarde de un viernes, sábado o domingo, salía corriendo al jardín de la casa principal, aterrorizada y sola, andando hacia atrás o de lado, paso a paso, con el paño africano deslizándosele por los hombros, esperando todo el tiempo al borracho en las habitaciones del servicio. Esa situación podía continuar hasta que se desvanecía la luz. Entonces empezaba a funcionar el generador, sofocando todos los ruidos con sus vibraciones. La inestable luz eléctrica alteraba aún más el aspecto de las cosas; pasaba la crisis y por la mañana volvía la paz a las habitaciones del servicio, apagadas las pasiones de la noche anterior.

Pero no debía de ser ninguna broma para la hija de Júlio. Hablaba con sencillez y abiertamente de su vida familiar en aquellas dos habitaciones de la parte trasera. Un día me dijo:

—Cuando mi padre se emborracha pega a mi madre. A veces también me pega a mí. A veces es tan tremendo que no puedo dormir. Entonces me pongo a andar por la habitación hasta cansarme. A veces me paso toda la noche dando vueltas.

Y a partir de entonces, todas las noches, cuando me acostaba, pensaba durante un par de segundos en la criadita en su habitación. En otra ocasión me dijo:

—Comemos lo mismo todos los días.

Yo no sabía si era una queja, jactancia o una simple constatación de sus costumbres africanas. En aquellos primeros días, hasta que la gente del lugar hizo que pensara de un modo distinto sobre las chicas africanas, me preocupaba por la hija de Júlio, viéndome reflejado en ella, y me preguntaba cómo se las arreglaría en aquel lugar dejado de la mano de Dios con unos sentimientos que yo consideraba delicados.

Por supuesto que aquello no estaba dejado de la mano de Dios. Parecía abierto y salvaje, pero todo estaba ordenado y parcelado, y cada treinta minutos o así, por aquellos caminos de tierra, si ibas en un vehículo como es debido, llegabas a una casa semejante a la de Ana: un edificio bastante nuevo, de hormigón blanco, rodeado por una galería ancha con buganvillas y las dependencias detrás.

No mucho después de haber llegado, un domingo fuimos a comer a casa de uno de los vecinos de Ana. Fue todo un acontecimiento. En el espacio cubierto de arena frente a la casa había jeeps, landrovers y otros vehículos de dos ejes salpicados de barro. Los criados africanos llevaban uniforme blanco, abotonado hasta el cuello. Tras el aperitivo, la gente se separó según sus preferencias: unos se sentaron a la gran mesa del comedor, otros a las mesas más pequeñas de la galería, donde las antiguas enredaderas de buganvillas tamizaban la luz. Yo no me había hecho ninguna idea de cómo serían aquellas personas ni de qué pensarían de mí. Ana no me había hablado del asunto y, siguiendo su ejemplo, yo tampoco le hablé de ello. Descubrí que no se producía ninguna reacción especial hacia mí. Me sentí como desinflado. Esperaba cierto reconocimiento de lo extraordinario de mi situación, y no lo hubo. En realidad, algunos de aquellos hacendados no parecían tener conversación: era como si la soledad de sus vidas les hubiera arrebatado esa facultad. Cuando llegó el momento de la comida, se limitaron a comer, esposo y esposa juntos, ni jóvenes ni viejos, personas de edad intermedia, que comían sin hablar, sin mirar a su alrededor, muy íntimos, como si estuvieran en su propia casa. A punto de acabar el almuerzo, dos o tres de aquellas comensales hicieron señas a los criados y hablaron con ellos, y al cabo de un rato volvieron los criados con restos de comida en bolsas de papel para que se los llevaran. Por lo visto, era una tradición local. Quizá se debiera a que habían venido desde muy lejos y querían tener comida cuando volvieran a casa.

Racialmente eran muy diversos, desde lo que parecía blanco puro hasta un moreno subido. Unos cuantos tenían la misma tez que mi padre, y tal vez fuera ésa una de las razones por las que parecían aceptarme. Ana me dijo más tarde:

—No saben qué pensar de ti.

En el país había indios: yo no era totalmente exótico. Había unos cuantos comerciantes indios. Llevaban tiendas baratas, y socialmente jamás salían de sus familias. Había una comunidad goana, antigua y amplia, originaria de la India, de la antiquísima colonia portuguesa, que había llegado a ese lugar de África a trabajar de oficinistas y contables en la Administración. Hablaban portugués con un acento especial. A mí no se me podía tomar por goano. No hablaba bien portugués y encima tenía acento inglés. Así que la gente no podía situarme y me dejaba en paz. Era el hombre londinense de Ana, como había dicho la criadita.

Ana me dijo más tarde, hablando sobre la gente del almuerzo:

—Son los portugueses de segunda categoría. Así se los considera oficialmente y así se consideran ellos. Son de segunda categoría porque la mayoría tiene un abuelo africano, como yo.

En aquella época, ser portugués incluso de segunda categoría equivalía a tener una especie de posición elevada, y al igual que durante el almuerzo se limitaron a comer a la chita callando, en el Estado colonial sacaban cuanto dinero podían también a la chita callando. La situación cambiaría al cabo de un par de años, pero de momento aquel mundo colonial, regulado, les parecía a todos sólido como una roca. Y fue en aquel mundo donde, por primera vez, me vi plenamente aceptado.

Fue aquélla la época de hacer el amor más intensamente con Ana. La amaba —en aquella habitación que había sido de su abuelo y de su madre, desde donde se veía el nervioso ramaje y las hermosas hojas del árbol de pluvisilva— por la suerte y la liberación que había traído a mi vida, por haber hecho que perdiera el miedo, por haberme garantizado mi virilidad completa. Como siempre, me encantaba la seriedad de su rostro en esos momentos. Tenía un ricito que le salía justo de las sienes. En ese rizo yo reconocía su ascendencia africana, y la quería también por eso. Y un día me di cuenta de que durante toda la semana anterior no había pensado en mi miedo a perder el idioma y la expresión, el miedo casi a perder el don del habla.

En la finca se cultivaba algodón, anacardo y pita. Yo no sabía nada de esos cultivos, pero había un administrador y varios capataces. Vivían a unos diez minutos de la casa, junto a su pequeño camino de tierra, en una colonia de pequeñas casas muy parecidas, todas de hormigón, techo de chapa ondulada y una pequeña galería. Ana me había dicho que en la finca hacía falta un hombre, y sin que nadie me lo dijera, yo sabía que mi única función consistía en reforzar la autoridad de Ana con aquellos hombres. Nunca intenté hacer nada más, y los capataces me aceptaron. Sabía que al aceptarme en realidad estaban respetando la autoridad de Ana, y todos nos llevábamos bien. Empecé a aprender. Me complacía una forma de vida muy distinta de lo que había conocido o de lo que podía haberme imaginado.

Al principio me preocupaba por los capataces. No parecía que tuvieran gran cosa en su vida. Eran mestizos, la mayoría nacidos en el país, y vivían en aquella hilera de casitas de hormigón. Sólo el hormigón de sus casas separaba a los capataces de los africanos de alrededor. La paja y el zarzo africanos eran lo corriente, mientras que el hormigón significaba dignidad; pero el hormigón no suponía una auténtica barrera. En realidad, los capataces vivían con los africanos. No tenían otra posibilidad. Intentando ponerme en su situación, pensaba que con su mestizaje quizá sintieran la necesidad de algo más. Estaba la ciudad de la costa. Ofrecía otra clase de vida, pero se encontraba a más de una hora de distancia con la luz del día y a bastante más después de oscurecer. Era un sitio únicamente para excursiones rápidas. Trabajar en la finca suponía vivir en la finca, y era cosa sabida que muchos capataces tenían familia africana. Independientemente de cómo se mostraran aquellos hombres ante nosotros, la vida que les esperaba en familia, en sus casas de hormigón, era una vida africana que yo sólo podía intentar imaginarme.

Un día, mientras me dirigía con uno de los capataces a una nueva plantación de algodón, empecé a hablar con aquel hombre sobre su vida. Íbamos en un landrover: habíamos salido del camino de tierra e íbamos por la espesura, evitando las depresiones pantanosas más grandes y las ramas muertas de los árboles talados. Yo esperaba que el capataz me contara una historia de ambiciones insatisfechas, de cosas que iban mal, esperaba percibir algún pequeño resentimiento hacia quienes eran más ricos y estaban en el mundo exterior. Pero no estaba resentido. Se consideraba afortunado. Había intentado vivir en Portugal, incluso había intentado vivir en una ciudad de Sudáfrica, y había vuelto. Golpeó el volante del landrover con la base del pulgar y dijo:

—No puedo vivir en otro sitio.

Cuando le pregunté por qué, respondió:

—Por esto. Lo que estamos haciendo ahora. Esto no se puede hacer en Portugal.

Los landrover y los vehículos de dos ejes eran algo nuevo para mí: aún me fascinaba salir de una carretera y abrirme camino por entre los montículos de la húmeda espesura. Pero me dio la impresión de que el capataz valoraba en más la vida del lugar, que su abandono era algo más que el asunto sexual que parecía. Y cuando volví a ver las casas blancas y enmohecidas del personal las miré con un nuevo respeto. Así fui aprendiendo, poco a poco. No sólo adquirí conocimientos sobre el algodón, la pita y el anacardo, sino también sobre la gente.

Me acostumbré a la carretera que llevaba a la ciudad. Ya conocía los gigantescos conos de piedra que la bordeaban. Cada cono tenía su propia forma y era un indicador para mí. Algunos se erguían intactos sobre la tierra; otros tenían detritos de piedra en la base, allí donde una cara del cono se había desprendido; otros estaban desnudos, grises; había algunos con líquenes amarillentos en un lado; en los salientes de otros que se habían desconchado había vegetación, en algunos casos incluso un árbol. Los conos eran siempre nuevos. Era siempre una aventura, tras un par de semanas en la finca, ir a la ciudad. Durante una hora o así siempre parecía algo nuevo. Las tiendas coloniales, el revoltillo de los rústicos escaparates, los descargadores africanos sentados a la puerta de las tiendas a la espera de trabajo; las calles asfaltadas, los coches y camiones, los garajes, la mezcla de población, con el extraño toque europeo que aportaban los jóvenes reclutas portugueses de rostro enrojecido de nuestra pequeña guarnición. La guarnición era muy reducida; y el cuartel pequeño, sencillo y nada amenazante: edificios bajos, de dos plantas, de hormigón blanco o gris, en armonía con el resto de la ciudad. A veces aparecía un nuevo café al que ir; pero en nuestra ciudad los cafés no duraban. Los reclutas no tenían dinero, y los lugareños preferían vivir en la intimidad.

La mayoría de las tiendas a las que íbamos eran portuguesas. Un par de ellas eran indias. Al principio me ponía nervioso entrar en las tiendas. No me apetecía que los tenderos me mirasen de una forma que me recordase a mi país y las malas historias. Pero nunca ocurrió nada así, ni la menor señal de reconocimiento racial por parte de la familia que estaba dentro. También allí aceptaban a la nueva persona en que me había convertido en el país de Ana. No parecían saber que antes yo era diferente. También ellos hacían lo que tenían que hacer a la chita callando. De modo que para mí, como para los capataces, si bien de una forma distinta, el lugar ofrecía un poquito más de liberación.

Algunos fines de semana íbamos a la playa que estaba pasada la ciudad, y a un pequeño restaurante portugués, de mala muerte, donde esos días servían pescado y marisco recién cogidos del mar y vino portugués, tinto y blanco.

Con frecuencia volvía a pensar en el terror del primer día que había pasado allí —aquella imagen de la carretera y los africanos andando no se borraba— y me maravillaba que se hubiera dominado así la tierra, que se pudiera extraer una vida medianamente buena de un paisaje tan poco prometedor, que, en cierto modo, se hubiera sacado agua de las piedras.

Debía de ser distinto sesenta o setenta años antes, cuando llegó el abuelo de Ana para hacerse cargo de la enorme extensión de tierra que le había concedido un gobierno que notaba su propia debilidad y estaba deseoso —ante el agitado poder y la población más numerosa de Gran Bretaña y Alemania— de ocupar la colonia africana que reclamaba. La ciudad debía de ser un pequeño asentamiento costero sumamente tosco con una población de árabes negros, producto de más de un siglo de mezcla racial, y la carretera hacia el interior, un camino terrizo. Todo se transportaba en carro, a una velocidad de poco más de tres kilómetros por hora. El trayecto que nosotros hacíamos en una hora debía de llevar dos días. La casa debía de ser muy sencilla, no demasiado distinta de las chozas africanas, pero construida con madera, chapa ondulada, clavos y goznes de metal, todo ello enviado por barco desde la capital y después transportado en carros. No había luz eléctrica, ni rejillas de tela metálica contra los mosquitos, ni agua, salvo la de la lluvia que caía del tejado. Vivir allí significaba vivir con la tierra, un mes tras otro, un año tras otro, vivir con el clima y las enfermedades, y depender por completo de la gente. No se podía imaginar con facilidad. Al igual que nadie puede desear sinceramente ser otro, puesto que nadie puede imaginarse a sí mismo sin el corazón y la mente que se le han concedido, nadie de una época posterior puede saber realmente cómo era vivir en la tierra en aquellos días. Sólo podemos juzgar por lo que conocemos. El abuelo de Ana, y todas las personas a las que trataba, sólo conocían lo que tenían. Debieron de conformarse con vivir así.

Por toda la costa, los árabes de Mascate y Omán, los anteriores pobladores, eran ya plenamente africanos. Habían dejado de ser árabes y allí se les conocía sólo como mahometanos. Con aquella dura vida en aquel duro país, y sin conocer otra cosa, el abuelo de Ana se había vuelto medio africano, con una familia africana; pero mientras que para los árabes africanos de la costa la historia no avanzaba desde hacía generaciones, y se les había permitido que siguieran siendo lo que habían llegado a ser, la historia empezó a acelerarse inesperadamente en torno al abuelo de Ana. Estalló la gran guerra de 1914 en Europa. El abuelo de Ana hizo fortuna entonces. Llegaron más colonos al país; la capital se desarrolló; había tranvías, con los blancos (y los goanos) delante y los africanos detrás, tras una barrera de lona. En aquella época, el abuelo de Ana deseaba recuperar la personalidad europea de la que se había despojado. Envió a sus dos hijas medio africanas a Europa para que estudiaran: no era ningún secreto que deseaba que se casaran con portugueses. Y construyó la gran casa en la finca, con paredes de hormigón blanco y suelo de hormigón rojo. El gran jardín se extendía por delante y a los lados, y había una hilera de habitaciones para invitados rodeada por una galería que salía de la galería principal, por detrás. Cada habitación de invitados tenía su cuarto de baño, grande, con los sanitarios de la época. Las habitaciones del servicio eran amplias, y estaban detrás del todo. Compró el elegante mobiliario colonial que aún teníamos a nuestro alrededor. Dormíamos en su dormitorio, Ana y yo, en su alta cama tallada. Si resultaba difícil penetrar en la personalidad del hombre que había acabado siendo medio africano, más difícil resultaba sentirse cómodo con aquella personalidad posterior, que debió de ser más accesible. Siempre me sentí un extraño en la casa. Nunca me acostumbré a la grandiosidad; los muebles me parecieron extraños y pesados hasta el final.

Y, con mi pasado, siempre en una situación que me tocaba tan de cerca, no podía olvidarme de los africanos. El abuelo de Ana, y los demás, y los sacerdotes y monjas de la bonita misión extranjera, que daba miedo, con su estilo anticuado, que se había erigido, así como así, en la tierra abierta, desnuda, todas aquellas personas debieron de pensar que lo que tenían que hacer era doblegar a los africanos a su voluntad, encajarlos en el nuevo sistema. Me preguntaba cómo lo habrían conseguido, pero me daba miedo indagar. Sin embargo, los africanos habían seguido en cierto modo siendo ellos mismos, conservando muchas de sus tradiciones y gran parte de su religión, si bien la tierra que les rodeaba se había parcelado y sembrado con cultivos que se les obligaba a cuidar. Aquellas personas que caminaban a ambos lados del asfalto eran mucho más que mano de obra de la finca. Tenían obligaciones sociales tan complejas como las que yo conocía en mi país. Podían tomarse varios días libres en la finca sin previo aviso y recorrer grandes distancias para hacer una visita o llevarle un regalo a alguien. Cuando caminaban no se paraban a beber agua: no parecían necesitarla. En cuanto a la comida y la bebida, en aquella época aún mantenían sus antiguas costumbres. Bebían agua al comienzo del día y al final, nunca entre medias. No comían nada al principio del día, y la primera comida que hacían, a media mañana, consistía sólo en productos vegetales. Tomaban sus propios alimentos, y la mayor parte de lo que comían se cultivaba en los huertos mixtos que rodeaban sus cabañas. La mandioca seca era el alimento básico. Podía triturarse para hacer harina o comerla tal cual. Dos o tres barras bastaban para mantener a un hombre durante todo un día cuando iba de viaje. Hasta en la aldea más pequeña se veía a gente que vendía mandioca seca de su propia cosecha, un par de sacos de cada vez, arriesgándose a pasar necesidad durante las siguientes semanas.

Resultaba extraño cuando llegabas a verlo, aquellos dos mundos diferentes uno junto a otro: las grandes fincas y los edificios de hormigón, y el mundo africano que parecía menos sólido pero que estaba por todas partes, como una especie de mar. Era como una versión de lo que —en otra vida, o eso me parecía— había conocido en mi país.

Por una extraña casualidad, yo allí estaba al otro lado, pero empecé a pensar, cuando conocí más detalles, que al abuelo de Ana no le habría gustado que le hubieran dicho al final de su vida que alguien como yo iba a vivir en su casa, a sentarse en sus elegantes sillas y a dormir con su nieta en su gran cama tallada. Tenía una idea muy distinta del futuro de su familia y de su apellido. Había enviado a sus dos hijas medio africanas a un colegio de Portugal, y todo el mundo sabía que quería que se casaran con auténticos portugueses, para erradicar la herencia africana que les había transmitido en los duros tiempos en los que vivía muy cerca de la tierra, cada día con menos conocimiento de otro mundo exterior.

Las chicas eran guapas y tenían dinero. Sobre todo durante la Gran Depresión, no les resultó difícil encontrar marido en Portugal. Una de ellas se quedó allí. La otra, la madre de Ana, volvió a África y a la finca con su marido. Hubo almuerzos, fiestas, visitas. El abuelo de Ana presumía de su yerno a todas horas. Cedió a la pareja su dormitorio, con el lujoso mobiliario. Y, para no molestar, se mudó a una de las habitaciones de invitados de la parte trasera del edificio principal, y después, con más tacto, a la casa de uno de los capataces, a cierta distancia. Al cabo del tiempo nació Ana. Y después, poco a poco, en aquel dormitorio donde yo me despertaba cada mañana, el padre de Ana se volvió muy raro. Se hizo apático y pasivo. No tenía obligaciones en la finca, nada que le animara, y algunos días no salía de la habitación, ni de la cama. Lo que se contaba entre los capataces mestizos, y entre nuestros vecinos —algo de lo que, inevitablemente, me enteré no mucho después de mi llegada—, era que el matrimonio que tan bueno le había parecido al padre de Ana en Portugal no le pareció tan bueno en África, y que acabó lleno de rencor.

Ana sabía lo que la gente contaba sobre su padre. Cuando empezamos a hablar sobre esas cosas, me dijo:

—Era verdad, lo que decían, pero sólo una verdad a medias. Supongo que cuando estaba en Portugal pensó que aparte de todo lo demás, aparte del dinero, quiero decir, le serviría de ayuda ir al nuevo país como un privilegiado. Pero no estaba hecho para el campo. Nunca fue un hombre activo, y cuando llegó aquí sus energías decayeron. Cuanto menos hacía, cuanto más se refugiaba en su habitación, más decaían sus energías. No estaba enfadado conmigo, ni con mi madre ni con mi abuelo. Era pasivo, nada más. Detestaba que le pidieran que hiciera las cosas más sencillas. Recuerdo cómo se le retorcía la cara de dolor y rabia. En realidad, necesitaba ayuda. Cuando yo era pequeña le consideraba un enfermo, y su habitación era para mí como un hospital. Por eso tuve una infancia muy desgraciada. Cuando era pequeña pensaba: «Esos dos, mi padre y mi madre, no saben que yo también soy una persona, que también yo necesito que me ayuden. No soy un juguete que hicieron por casualidad».

Con el tiempo, los padres de Ana empezaron a llevar vidas separadas. Su madre vivía en la casa familiar de la capital, ocupándose de Ana, que iba al colegio de monjas. Y nadie ajeno a la familia supo durante muchos años que las cosas iban mal. Era algo normal en la época colonial: la esposa en la capital o una de las ciudades costeras, a cargo de la educación de los hijos, y el marido a cargo de la finca. Por regla general, debido al distanciamiento, los maridos empezaban a vivir con mujeres africanas y a tener familias africanas. Pero en este caso ocurrió lo contrario: la madre de Ana se echó un amante en la capital, un funcionario mestizo, con un puesto importante en las aduanas, pero al fin y al cabo un simple funcionario. La relación fue a más. Llegó a ser de dominio público. Ya cerca del final de su vida, el abuelo de Ana se sintió engañado. Culpaba a la madre de Ana del mal matrimonio y de todo lo demás. Creía que había vencido la sangre africana de su hija. Justo antes de morir cambió su testamento. Dejó a Ana lo que tenía pensado dejarle a su hija.

Ana estaba entonces en una escuela de idiomas, en Inglaterra. Me dijo:

—Quería librarme de la lengua portuguesa. Creo que eso fue lo que hizo de mi abuelo un hombre tan limitado. No tenía una auténtica idea del mundo. En lo único en que podía pensar era en Portugal, el África portuguesa, Goa y Brasil. Para él, no existía otro son en el mundo más que el portugués. Y yo no quería aprender el inglés de Sudáfrica, que es lo que aprende la gente de aquí. Yo quería aprender inglés inglés.

Fue mientras estaba en la escuela de idiomas de Oxford cuando desapareció su padre. Un día se marchó de la finca y no volvió. Y se llevó buena parte de la hacienda. Amparándose en un vacío legal, hipotecó la mitad de los bienes de Ana, incluida la casa de la familia en la capital. Por supuesto, Ana no iba a reponer el dinero que él se había llevado, de modo que todo lo que estaba hipotecado a los bancos acabó en los bancos. Al final, casi hubo que darles la razón a los capataces y a cuantos habían dudado de su padre durante más de veinte años. Fue entonces cuando Ana invitó a su madre y al amante de su madre a vivir en la finca. Ella volvió allí después de la escuela de idiomas, y pasaron días felices, hasta que una noche el amante de la madre intentó meterse en la gran cama tallada con Ana.

Ana dijo:

—Ya te lo había contado en Londres, pero cambiándolo un poco.

Seguía queriendo a su padre. Dijo:

—Supongo que siempre supo lo que se hacía. Supongo que siempre tuvo esos planes. Debió de tardar mucho tiempo en planearlo, lo que hizo. Seguramente tuvo que hacer muchos viajes a la capital y reunirse muchas veces con los abogados y los de los bancos. Pero su enfermedad también era real. La falta de energías, la incapacidad. Y me quería. Sobre eso nunca tuve dudas. Justo antes de conocerte, había ido a verle a Portugal. Allí fue dónde acabó. Al principio lo había intentado en Sudáfrica, pero le resultó demasiado difícil. No le gustaba tener que hacerlo todo en un idioma extranjero. Podría haber ido a Brasil, pero le daba demasiado miedo. Así que volvió a Portugal. Vivía en Coimbra, en un pisito de un bloque moderno. No a lo grande, pero seguía viviendo del dinero de la hipoteca, así que, en cierto modo, se podría decir que había encontrado una mina de oro. Vivía solo. No había señales de una mano femenina en la casa. Estaba todo tan desnudo y vacío que se me encogió el corazón. Mi padre estaba muy cariñoso, pero como muerto. De repente me pidió que fuera al dormitorio a coger una medicina de la mesilla, y cuando abrí el cajón vi una antigua foto mía, una Kodak 620, de cuando era pequeña. Creí que iba a derrumbarme, pero pensé: «Lo ha hecho a propósito». Me tranquilicé y cuando volví con él tuve buen cuidado en no mostrar ninguna emoción. A uno de los dos dormitorios lo llamaba su estudio. Me extrañó, pero el caso es que había empezado a hacer pequeñas esculturas, modernas, en bronce, figuritas mitad caballos, mitad pájaros, y otras cosas que eran mitad y mitad, con una parte verde y áspera y la otra muy bruñida. La verdad es que me encantaron. Me dijo que cada pieza le llevaba dos o tres meses. Me regaló un pequeño halcón. Me lo guardé en el bolso, y todos los días lo sacaba, lo cogía y le pasaba la mano por encima para sentir la aspereza y el lustre. Durante dos o tres semanas pensé que mi padre era un verdadero artista, y me sentí muy orgullosa. Pensaba que había hecho lo que había hecho porque era un artista. Después empecé a ver piezas de bronce como las suyas por todas partes. Eran recuerdos para turistas. Lo que hacía en su estudio era una faceta más de su inutilidad. Sentí vergüenza, por haber pensado que era un artista, y por no haberle presionado más, por no haberle preguntado lo que debería haberle preguntado. Fue justo antes de conocerte a ti. Supongo que ahora comprenderás por qué me decían tanto tus relatos. Los faroles, la comedia, con la verdadera desdicha. Era muy extraño. Por eso te escribí la carta.

Nunca había sido tan explícita con los relatos, y me preocupó la idea de haber revelado más de mí mismo de lo que pensaba, y de que probablemente Ana siempre hubiera sabido quién y qué era yo. No me había quedado con ningún ejemplar del libro: había dejado todo aquello a propósito. Ana conservaba un ejemplar. Pero yo no tenía ninguna gana de verlo: me ponía nervioso lo que pudiera encontrar.

Me había llevado muy pocos papeles. Tenía dos cuadernos con relatos y apuntes que había escrito en la escuela misionera de mi país. Tenía varias cartas de Roger con su letra preciosa, culta: no sé por qué, pero no había querido tirarlas. Y tenía mi pasaporte indio y dos billetes de cinco libras. Para mí, era el dinero que me permitiría huir. Ana me había aceptado con mi pobreza, y era como si desde el principio yo hubiera sabido que algún día tendría que marcharme. Con diez libras no llegaría muy lejos, pero era todo el dinero del que disponía en Londres, y en lo más recóndito de mi mente, donde, con una especie de prudencia ancestral, había concebido ese medio plan o cuarto de plan, pensaba que al menos me serviría para empezar. Las diez libras, el pasaporte y lo demás estaban en un viejo sobre marrón en el cajón inferior de la voluminosa cómoda del dormitorio.

Un día no encontré el sobre. Pregunté a los de la casa; también preguntó Ana, pero nadie había visto nada ni tenía nada que decir. Lo que más me preocupaba era haber perdido el pasaporte. Sin él no sabía cómo podría demostrar a ningún funcionario, en África o en Inglaterra, quién era yo. A Ana le parecía que bastaba con escribir a mi país para solicitar otro pasaporte. Para ella, la burocracia era algo estricto, imparcial, que se movía lentamente, pero que se movía. Yo conocía el funcionamiento de nuestros negociados —me resultaba fácil recrearlos mentalmente: las paredes de color verde guisante brillantes de mugre a la altura de la cabeza, los hombros y el trasero, la tosca carpintería de los mostradores y las ventanillas de los cajeros, el suelo negro de suciedad, los administrativos que mascaban pan con pantalones o lunguis[10], todos ellos con una marca de casta reciente y correcta (su principal obligación del día), en todas las mesas los montones de viejas carpetas de muchos colores desvaídos, el papel de mala calidad haciéndose pedazos—, y sabía que esperaría mucho tiempo en la lejana África sin que me enviaran nada. Sin el pasaporte no tenía nada que me acreditase, ningún derecho sobre nadie. Estaría perdido. No podría moverme. Cuanto más pensaba en ello, más desprotegido me sentía. No pude pensar en otra cosa durante varios días. Empezó a ser como el tormento, al recorrer la costa de África, por el temor a perder el don del lenguaje.

Ana me dijo una mañana:

—He hablado con la cocinera. Piensa que deberíamos ver al hechicero. Hay uno muy famoso a unos treinta o cuarenta kilómetros de aquí. Le conocen en todas las aldeas. Le he pedido a la cocinera que le avise.

Repliqué:

—¿Quién crees que querría robar un pasaporte y unas cartas viejas?

Ana contestó:

—No vayamos a estropearlo todo. No debemos dar nombres. Por favor, fíate de mí. No debemos ni siquiera pensar en nadie. Lo dejaremos en manos del hechicero. Es un hombre muy serio, y tiene mucho amor propio.

Al día siguiente dijo:

—El hechicero vendrá dentro de siete días.

Aquel mismo día Júlio, el carpintero, encontró el sobre marrón y una de las cartas de Roger en su taller. Ana llamó a la cocinera y le dijo:

—Está bien, pero hay más cosas. Todavía tiene que venir el hechicero.

Un día tras otro pasó lo mismo, con nuevos descubrimientos —cartas de Roger, los cuadernos de la escuela— en diferentes sitios; pero seguían sin aparecer el pasaporte y los billetes de cinco libras, y todos sabían que el hechicero iba a venir. Al final no vino. El día antes de la cita encontraron el pasaporte y el dinero en uno de los cajones pequeños de la cómoda. Ana le envió el dinero al hechicero por mediación de la cocinera. Él lo devolvió, porque no había venido.

Ana dijo:

—Recuérdalo. Los africanos quizá no tengan miedo de ti ni de mí, pero sí lo tienen los unos de los otros. Todo el mundo puede acudir al hechicero, y eso significa que incluso el más humilde tiene poder. En ese sentido les va mejor que a todos nosotros.

Había recuperado el pasaporte. Volvía a sentirme seguro. Como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, Ana y yo no hablamos más del asunto. Nunca volvimos a hablar del hechicero; pero todo había cambiado para mí.

Nuestros amigos —o las personas a quienes veíamos los fines de semana— tenían su casa y su finca a dos horas en coche. La mayor parte del trayecto se hacía por caminos de tierra, cada cual con sus peligros y peculiaridades (algunos caminos serpenteaban por entre aldeas africanas), y cualquier cosa que supusiera más de dos horas resultaba difícil. El día tropical duraba doce horas, y era norma en el campo que la gente que circulaba intentara llegar a su casa hacia las cuatro, nunca más tarde de las cinco. Conducir cuatro horas, con un almuerzo de tres horas entre medias, bastaba para un domingo: algo más era una prueba de resistencia. De modo que siempre veíamos a las mismas personas. Yo las consideraba amigos de Ana: nunca llegué a considerarlos amigos míos. Y quizá Ana simplemente los hubiera heredado junto con la finca. Supongo que los amigos podían decir que nos habían heredado a nosotros de la misma manera. Todos íbamos unidos a la tierra.

Al principio aquella vida me parecía suntuosa y fascinante. Me gustaban las casas, con las anchas galerías que las rodeaban (adornadas con buganvillas u otras plantas trepadoras), las habitaciones interiores, frescas, oscuras, desde donde la luz brillante y el jardín parecían maravillosos, si bien la luz era muy fuerte cuando te exponías a ella, con todo lleno de insectos que picaban, y el jardín arenoso y áspero, consumido en algunas partes y en otras amenazando con volver a asilvestrarse. Desde el interior de aquellas casas frescas y cómodas, el clima mismo parecía una bendición, como si la riqueza de la gente hubiera provocado un cambio en la naturaleza y el clima hubiera dejado de ser el castigo y la carga de enfermedades que había supuesto para el abuelo de Ana y los demás en los primeros tiempos.

Al principio sólo deseaba que me metieran en aquella vida segura y suntuosa, tan inimaginable para mí, y podía ponerme muy nervioso cuando conocía a alguien nuevo. No quería ver la duda reflejada en los ojos de nadie. No quería que me hicieran preguntas a las que no habría sabido enfrentarme en presencia de Ana. Pero no se plantearon tales preguntas; la gente se guardó para sí sus pensamientos, cualesquiera que fuesen: entre aquellos hacendados, Ana tenía autoridad. Y, muy rápidamente, desapareció mi nerviosismo. Pero después, al cabo de un año más o menos, empecé a comprender —y a esa comprensión contribuyó mi propio pasado— que el mundo en el que había entrado era sólo un mundo de medio pelo, que muchos de nuestros amigos se consideraban, en el fondo, personas de segunda categoría. No eran plenamente portugueses, y en eso consistía su ambición.

Con aquellos amigos de medio pelo ocurría lo mismo que con la ciudad costera. Siempre era una aventura ir en coche a la ciudad, pero al cabo de una hora o así todo perdía interés. Igualmente, ir una mañana de domingo a una casa para almorzar podía parecer algo nuevo y prometedor, pero tras haber pasado una hora en la casa con la gente que había perdido su encanto y cuyas historias eran más que sabidas, ya no quedaba nada que decir, y nos alegrábamos, todos, de tener que dedicarnos a la larga tarea de comer y beber, hasta que, a las tres, con el sol aún alto, podíamos subir a nuestros todoterrenos y marcharnos a casa.

A aquellos amigos y vecinos de otras fincas, que nos habían llegado junto con la tierra, los comprendíamos muy por encima. Los veíamos tal y como querían mostrarse ante nosotros, y siempre veíamos lo mismo de cada persona. Llegaron a ser como los protagonistas de una obra de teatro que podíamos haber estudiado en el colegio, cada uno de ellos un «personaje», y cada personaje reducido a unos cuantos rasgos.

Los Correia, por ejemplo, se sentían orgullosos de su aristocrático apellido. Además, estaban obsesionados con el dinero. No hablaban de otra cosa. Vivían con la idea de que estaba a punto de ocurrir una catástrofe. No sabían muy bien en qué iba a consistir tal catástrofe, ni si iba a tener carácter local o mundial, pero pensaban que iba a destruir su seguridad tanto en África como en Portugal. De modo que tenían cuentas bancarias en Londres, Nueva York y Suiza. Su intención era disponer de un «sobre» de dinero, al menos en uno de esos sitios, cuando llegaran los malos tiempos. Los Correia hablaban de aquellas cuentas bancarias con todo el mundo. Unas veces parecían ingenuos, otras engreídos; pero en realidad lo que querían era transmitir a los demás su visión de la futura catástrofe, provocar cierto pánico entre sus amigos del campo, aunque sólo fuera para tener la sensación de que con la precaución de abrir las cuentas bancarias habían sido clarividentes y se habían adelantado a todos los demás.

Ricardo era un hombre grandón, de aspecto militar, con el pelo entrecano cortado a cepillo, al estilo castrense. Le gustaba hablar en inglés conmigo, para practicar; tenía un fuerte acento sudafricano. Aquel hombre grandón vivía con un gran pesar. Su hija prometía como cantante. Todos los miembros de la colonia que la habían oído cantar pensaban que era especial y que sería una estrella en Europa. Ricardo, que no era rico, vendió unas tierras y mandó a la chica a Lisboa a que estudiara. Allí empezó a vivir con un africano de Angola, la colonia portuguesa del otro lado del continente. Eso supuso el fin de la carrera de cantante para la chica, el fin de su relación con la familia, el fin del orgullo y las esperanzas de su padre. Ricardo destruyó todas las cintas que tenía con las canciones de su hija. Algunos decían que la había presionado demasiado, y que la chica había dejado de cantar antes de conocer al africano. Un domingo, durante la comida, nuestro anfitrión puso una cinta de la chica. No lo hizo (como Ana y yo sabíamos, pues nos lo había dicho antes) para herir a Ricardo, sino para honrarlos a él y a su hija y para ayudarle en su pesar. Nuestro anfitrión había encontrado la cinta sin título en su casa hacía poco: la había grabado él mismo y se le había olvidado. Y todos escuchamos a la chica cantando en italiano y alemán en mitad del caluroso día, con la luz muy brillante de fuera. Me conmovió (aunque no sabía nada de canto) que alguien que viviera aquí poseyera tal talento y tal ambición. Y Ricardo no montó un número. Bajó la mirada, llorando, sonriendo con el antiguo orgullo, mientras oía a su hija cantar en la cinta con la voz y las esperanzas de muchos años antes.

Los Noronha eran nuestros portugueses puros, de sangre azul. Él era menudo y delgado, y aseguraba ser de buena cuna, pero no sé hasta qué punto era cierto. Ella tenía cierta deformidad o discapacidad —nunca me enteré de qué había ocurrido, ni quise preguntar—, y cuando venía con nosotros llegaba en silla de ruedas, que empujaba su marido. Entraban en nuestro mundo de medio pelo con un aire de condescendencia sumamente delicado. Conocían el país, y conocían su posición y la nuestra. Se notaba que infringían las normas únicamente porque la señora estaba inválida y había que complacerla. Pero lo cierto es que venían con nosotros por los dones especiales de la señora Noronha. Era «mística». Su marido, el hombre de buena cuna, se sentía orgulloso de aquella faceta de su esposa. Cuando hacían su entrada en una casa para el almuerzo del domingo, él empujaba la gran silla con una arrogancia visible en su rostro delgado, malhumorado.

Nadie, ni siquiera Ana, me dijo a las claras que la señora Noronha tenía aquel don místico. Sencillamente, el don se dejaba notar, y de una forma tan sutil que las primeras veces yo no me di cuenta de nada. Alguien podía decir, por ejemplo: «Quiero ir a Lisboa el próximo marzo». Encorvada en su silla de ruedas, la señora Noronha decía apaciblemente, sin dirigirse a nadie en concreto: «No es buena época. Sería mejor septiembre». No añadía nada más, no daba ninguna explicación, y no volvíamos a oír nada sobre el viaje a Lisboa en marzo. Y si —sólo a modo de aclaración—, si yo, ignorante entonces de los dones de la señora, decía: «Pero marzo en Lisboa debe de ser precioso», el señor Noronha replicaba, con la contrariedad que le producía la objeción reflejada en sus ojos llorosos: «Hay razones para que no sea una buena época», y su esposa desviaba la mirada, con el pálido rostro sin expresión. Me daba la impresión de que su misticismo, junto a su invalidez y la buena cuna de su marido, la hacían una tirana. Podía decir cualquier cosa; podía ser tan desabrida y despectiva como le viniera en gana, y por múltiples razones nadie podía dudar de ella. Observé que de vez en cuando tenía espasmos de dolor, pero no podía evitar pensar que en cuanto ella y su marido volvieran a su casa a lo mejor se levantaba de la silla y estaba divinamente. Tenía un consultorio místico en toda regla. Era muy selectivo y nada barato, y aquellas visitas a los hacendados de medio pelo, más que susceptibles, aumentaban la clientela.

Ana y yo también debíamos de tener nuestros personajes. Y, como nadie puede verse realmente a sí mismo, estoy seguro de que nos habría sorprendido y quizá incluso herido —igual que se habrían sentido sorprendidos y heridos los Correia, Ricardo y los Noronha— lo que veían los demás.

Este modo de vida en las fincas empezó en la década de los veinte, tras el auge de la época de la guerra, y se estableció durante la Segunda Guerra Mundial. De modo que era relativamente reciente: podía abarcar la vida o incluso la edad adulta de una persona. Ya no le quedaba mucho, y me pregunto si en nuestro círculo no nos habrían dado a todos (y no sólo a los Correia, tan teatrales ellos) un inquietante indicio, que podríamos haber desoído, de que algún día nos pedirían cuentas por nuestra fanfarronería en África. Aunque no creo que nadie hubiera podido adivinar que el mundo de hormigón quedaría tan completamente aplastado por el frágil mundo antiguo de la paja.

Algunos domingos íbamos a comer al restaurante de mala muerte de la costa que abría los fines de semana. Servían marisco y pescado frescos, con una cocina sencilla; había empezado a irles bien y era menos burdo. Cuando fuimos un domingo vimos que estaban embaldosando el suelo, con un bonito arabesco en azul y amarillo que nos dejó boquiabiertos. El solador era un mulato grandón, de ojos claros. Por alguna razón —quizá por no haber terminado su trabajo a tiempo— el dueño, portugués, le estaba gritando e insultando. Con nosotros, y con los demás clientes, el dueño estuvo tan amable como siempre; pero acto seguido, cambiando de personalidad y de humor, volvió a insultar al solador. Con cada grito, el hombretón de ojos claros agachaba la cabeza, como si le hubieran dado un golpe. Estaba sudando, y no parecía que fuera sólo por el calor. Continuó con su delicado trabajo, extendiendo la argamasa, que se secaba rápidamente, y después apretando y dando suaves golpecitos en cada baldosa portuguesa para encajarla. Le chorreaba el sudor por la frente morena, y de vez en cuando se sacudía las gotas como si fueran lágrimas. Llevaba pantalones cortos, que se le ceñían a los musculosos muslos mientras estaba en cuclillas. Tenía ricitos y bucles ásperos en los muslos, y en la cara el afeitado apurado le había dejado marcas en la piel. No respondió a los gritos del dueño, a quien podría haber derribado fácilmente. Se limitó a seguir con su trabajo.

Ana y yo hablamos después sobre lo que habíamos visto. Ana dijo:

—El solador es hijo ilegítimo. Su madre debía de ser africana. Casi seguro que su padre era un gran terrateniente portugués. El del restaurante tiene que saberlo. Ese portugués tan rico metió a sus hijos mulatos, ilegítimos, a aprender ciertos oficios: electricista, mecánico, metalista, carpintero, solador. Aunque la mayoría de los soladores que hay aquí son del norte de Portugal.

No le dije nada más a Ana; pero siempre que me acordaba del hombretón sudoroso de ojos claros, vejados, que llevaba la vergüenza de sus orígenes en la cara, como un estigma, pensaba: «¿Quién rescatará a ese hombre? ¿Quién le vengará?».

Con el tiempo, la emoción se mezcló con otras cosas; pero la imagen se me quedó grabada. Para mí fue la señal de lo que estaba por venir. Y cuando, al tercer año de estar allí, empezaron a filtrarse en los periódicos, controlados por la censura, las noticias sobre los grandes acontecimientos al otro lado del continente, yo estaba casi preparado para ello.

Las noticias eran demasiado importantes como para ocultarlas. Al principio, las autoridades quizá quisieran mantenerlo en silencio, pero después se pasaron al otro extremo y empezaron a inflar los horrores. Se había producido un levantamiento en una región, y una matanza colectiva de portugueses en el campo. Habían muerto doscientos, trescientos, tal vez incluso cuatrocientos, a golpe de machete. Me imaginé un paisaje como el nuestro (aun sabiendo que no era así) y a africanos como los nuestros, sus chozas, aldeas y plantaciones de mandioca y cereales en los espacios entre las grandes fincas: claramente delimitadas, de anacardo y sisal, los grandes ranchos de ganado, sin árboles, que parecían bosques recién talados, con los troncos negros de los grandes árboles que habían sido derribados o quemados para negarles refugio a las moscas ponzoñosas que se cebaban en el ganado. Orden y lógica; la tierra suavizada; pero la imagen que percibí el primer día, de personas de huesos pequeños que siempre iban andando junto a la carretera, me pareció como de ensueño y amenazadora, anuncio de que el lugar al que había llegado estaba muy lejos. Después me pareció profético.

Pero los africanos que estaban a nuestro alrededor no dieron muestras de haber oído nada. No cambiaron de actitud. No aquel día ni el siguiente, ni la semana ni el mes siguientes. Correia, el de las cuentas bancarias, decía que la normalidad no auguraba nada bueno, que también allí se estaba preparando una terrible jacquerie[11]. Pero la normalidad se mantuvo durante el resto del año, y todo parecía indicar que duraría. Y todas las precauciones que habíamos tomado —tener rifles y garrotes a mano en el dormitorio: inútiles si se hubiera producido algo como una insurrección general, o incluso una revuelta en las habitaciones de los criados— empezaron a parecernos excesivas.

Fue entonces cuando aprendí a usar un rifle. Entre nosotros y nuestros vecinos se corrió la voz, discretamente, de que podíamos recibir instrucción en el campo de tiro de la policía de la ciudad. La pequeña guarnición no tenía tales instalaciones, de tan poco preparada como estaba para una guerra. Nuestros vecinos lo estaban deseando, pero yo no tenía ninguna gana de ir al campo de tiro de la policía. Nunca había querido manejar armas. En la escuela misionera no había nada parecido a un cuerpo de cadetes, y lo que me preocupaba —más de lo que me preocupaban los africanos— era quedar en ridículo ante personas importantes, pero después descubrí con sorpresa el éxtasis de mirar por primera vez por el visor de un rifle con un dedo en el gatillo. Se me antojó el momento más íntimo, más intenso, de conversación con uno mismo, por así decirlo, con esa fracción de segundo de la decisión correcta que viene y va todo el tiempo, casi en respuesta a los vaivenes de la mente. No era para nada lo que me esperaba. Creo que el entusiasmo religioso que supuestamente se apodera de las personas que meditan ante la llama de una sola vela en una habitación oscura no es mayor que el placer que experimenté cuando, al mirar por el visor del rifle, me sentí tan cercano a mi mente y mi consciencia. En un solo segundo podía cambiar la dimensión de las cosas y yo perderme en algo como un universo propio. Me resultó extraño, estar en un campo de tiro de África y pensando de una forma distinta sobre mi padre y sus ancestros brahmanes, siervos medio muertos de hambre del gran templo. Compré un rifle. Coloqué dianas en los jardines de la casa del padre de Ana y hacía prácticas siempre que podía. Nuestros vecinos empezaron a tenerme más respeto.

El gobierno tardó un poco, pero después las cosas empezaron a moverse. Aumentaron la guarnición. Se construyó otro cuartel, con tres pisos de altura, de hormigón de un blanco deslumbrante. Se extendió el acantonamiento o zona militar, simple hormigón sobre la arena desnuda. Un tablón con varios emblemas militares anunciaba que nos habíamos convertido en cuartel general de un nuevo comando militar. La vida de la ciudad se alteró.

El gobierno era autoritario, pero nosotros no lo veíamos así la mayor parte del tiempo. Teníamos la sensación de que el gobierno estaba muy lejos, que era algo de la capital, algo de Lisboa. En nuestra región dejaba sentir su peso levemente. A mí sólo me preocupaba en la época de la cosecha del sisal, cuando hacíamos las peticiones a las cárceles y, por una gratificación, nos enviaban presidiarios (adecuadamente vigilados) para que cortaran sisal. Cortar sisal era un trabajo peligroso. Los africanos de las aldeas no querían hacerlo. El sisal es como un áloe o un ananás pero más grande, o como una gigantesca rosa verde con pinchos, de un metro o metro y medio de altura, con gruesas hojas pulposas en lugar de pétalos. Las hojas tienen bordes dentados, cortantes, terribles si se pasa la mano al revés, y con una base muy gruesa. Resulta difícil y peligroso manipularlas, y también cortarlas. La larga punta negra de la hoja de sisal es afilada como una aguja y venenosa. Las ratas abundan en una plantación de sisal: les gusta la sombra y se alimentan de la pulpa, y acuden serpientes venenosas que se alimentan de las ratas: se las tragan enteras, muy lentamente. Es espantoso ver media rata, la cabeza o la cola, asomando por la boca distendida de una serpiente y aparentemente aún viva. Una plantación de sisal es un lugar terrible, y era la norma (o nuestra costumbre) que hubiera una enfermera por allí cerca con medicinas y antídoto para las picaduras de serpiente cuando se cortaba el sisal. Un trabajo tan peligroso y sólo el cinco por ciento de la pulpa de sisal se transformaba en fibra, y esa fibra era barata y se empleaba para cosas tan corrientes como cuerdas, cestas y suelas de sandalias. Sin los presidiarios habría resultado difícil la cosecha. Y encima, la fibra sintética empezaba a sustituir al sisal. A mí no me importaba en absoluto.

A nuestro gobierno, autoritario pero tolerante, no se le había presentado ningún desafío durante muchos años, y se había vuelto extrañamente indolente. Protegido por su gran seguridad, el gobernante había acabado por considerar los detalles del gobierno como una carga, o eso parecía, y había arrendado o alquilado importantes actividades gubernamentales a personas entusiastas, enérgicas y leales. Esas personas se hicieron muy ricas, y cuanto más se enriquecían más leales eran y mejor realizaban el trabajo que les habían dado en alquiler. De modo que había cierta lógica y cierta eficacia en ese principio de gobierno.

Tal principio empezó a funcionar en el crecimiento de la guarnición y el desarrollo de nuestra ciudad. Continuaba la paz. La gente ya no vivía con la idea de la guerra. El dinero de la guerra entraba un año tras otro. Nos llegó a todos. Nos sentíamos recompensados y virtuosos. Todo el mundo multiplicó sus ganancias. Y después se descubrió que aquel dinero le había llegado a nuestro amigo Correia más que a nadie del grupo, al astuto Correia que llevaba años intentando asustarnos con su visión de la catástrofe y tenía muchas cuentas bancarias en el extranjero. Correia se había puesto en contacto con cierto hombre importante de la capital, y (aún dirigiendo su finca) era su representante en nuestra ciudad o nuestra provincia, o quizá incluso en todo el país, para diversos fabricantes extranjeros de cosas técnicas con nombres inverosímiles. A Correia le gustaba presumir al principio de su intimidad con el hombre importante, que era portugués auténtico. Evidentemente, el hombre importante tenía mucho que ver con la mediación de Correia, y hablábamos entre nosotros, con envidia y burla, sobre aquella extraordinaria relación. ¿Había buscado Correia al hombre importante? ¿O por alguna razón y por medio de alguien (tal vez un comerciante de la capital) era el hombre importante quien se había decidido por Correia? De todos modos, no importaba cómo hubiera ocurrido. Correia había triunfado. Estaba muy por encima de nosotros.

Hablaba de viajes a la capital (en avión, no en los sórdidos barcos de cabotaje en los que la mayoría de nosotros seguíamos viajando); hablaba de almuerzos y cenas con el hombre importante, y en una ocasión incluso de una cena en su casa. Pero al cabo del tiempo Correia empezó a hablar menos del hombre importante. Cuando estaba con nosotros, quería hacer creer que las ideas comerciales que tenía eran suyas, y nosotros teníamos que hacer como si nos lo creyéramos. Aunque cuando enumeraba las empresas extranjeras con las que tenía negocios y los productos de nombre tan técnico que estaba importando, productos que algún día podrían necesitar el ejército o la ciudad, me asombraba lo poco que yo sabía del mundo moderno, y también me asombraba la facilidad con la que Correia (que en realidad sólo conocía el trabajo de la finca) se abría camino en él.

Se convirtió en un pez gordo entre nosotros. Cuando se dio cuenta de que ya no había tanta envidia y de que ninguno de nosotros, sus amigos y vecinos, estaba quisquilloso por su nueva situación, adoptó una actitud extrañamente humilde. Un domingo me dijo:

—Tú podrías hacer lo mismo que yo, Willie. Es sólo cuestión de animarse. Te lo voy a explicar. Tú has pasado tiempo en Inglaterra. Conoces las tiendas Boots. Aquí necesitamos las cosas que hacen, las medicinas y otras cosas. No tienen representante. Podrías ser tú. Les escribes, les das los informes que te pidan y ya estás en el negocio. Les encantará.

Repliqué:

—Pero ¿qué hago con los artículos que me envíen? ¿Cómo empiezo a venderlos? ¿Dónde los coloco?

Correia dijo:

—Ése es el problema. Para hacer negocios hay que estar metido en los negocios. Tienes que empezar a pensar de una forma distinta. No puedes escribir a alguien como los de Boots y pensar que van a hacer negocios contigo un par de días.

Y por su forma de hablar, pensé que Correia y su jefe habían intentado muy seriamente lo del negocio con Boots y no habían sacado nada en limpio.

Otro domingo dijo que había empezado a pensar en representar a cierto fabricante de helicópteros muy conocido. Nos dejó boquiabiertos, porque comprendimos que no lo decía en broma, y nos dio una idea de lo importante que había llegado a ser. Parecía saber mucho de helicópteros. Dijo que se le había ocurrido la idea de repente —lo puso como si se tratara de la iluminación de un santo— cuando iba conduciendo por la carretera hacia la costa. Estuvo muchas semanas hablando de helicópteros. Y después leímos en la prensa censurada —en un artículo al que probablemente no habríamos prestado la menor atención si no hubiéramos conocido a Correia— que se iban a adquirir varios helicópteros, pero de fabricación distinta de la que hablaba Correia. No volvió a hablar de helicópteros.

Así que Correia se hizo rico —lo de los helicópteros fue sólo un tropiezo— y su mujer y él hablaban con la ingenuidad de siempre sobre su dinero. Sin embargo, aún tenían aquella idea de una catástrofe futura. Su buena suerte les hacía preocuparse más que nunca, y decían que habían decidido no gastarse el dinero en la colonia. Lo único que hicieron allí fue comprar una casa en la playa, no lejos del restaurante al que íbamos, en una zona de vacaciones que se desarrollaba rápidamente. La compraron como «inversión». Era una de sus nuevas palabras.

Formaron una empresa llamada Inversiones Jacar, y repartieron entre nosotros, como si fuéramos primos del campo a quienes hubieran abandonado, tarjetas impresas con el elegante nombre, que combinaba elementos de los suyos, Jacinto y Carla. Viajaban mucho debido a su nuevo negocio, pero ya no sólo abrían cuentas corrientes. Empezaron a pensar en conseguir «papeles» para diversos lugares —lo que nos hizo sentir aún más abandonados—, y en sus viajes ponían los asuntos en marcha: papeles para Australia, papeles para Canadá, papeles para Estados Unidos, papeles para Argentina y Brasil. Incluso hablaban —o Carla habló de ello un domingo— de irse a vivir a Francia. Acababan de estar allí, y llevaron una botella de un famoso vino francés al almuerzo del domingo. Había medio vaso para cada uno, y todos dieron un sorbito y dijeron que era un vino muy bueno, aunque en realidad era demasiado ácido. Carla dijo:

—Los franceses saben vivir. Un piso en la Orilla Izquierda, y una casita en la Provenza… Eso sería muy bonito. Es lo que le digo a Jacinto.

Y nosotros, que no íbamos a Francia, tomamos el vino ácido como si fuera veneno.

Tras varios años de esta historia —cuando parecía que no tendría fin el éxito de los Correia, mientras siguiera allí el ejército, creciera la ciudad y el hombre importante ocupara su puesto en la capital—, tras varios años se produjo una crisis. Lo supimos por la conducta de los Correia. Hacían un trayecto de hora y media en coche todas las mañanas hasta la iglesia de la misión para oír misa. Tres horas de coche y una hora de misa, todos los días, y Dios sabe cuántas oraciones o novenas o lo que fuera en casa: no era una conducta que pudiera mantenerse en secreto. Jacinto Correia se quedó pálido y delgado. Después leímos en los periódicos censurados que se habían descubierto irregularidades en el servicio de abastecimiento. La prensa dejó durante unas semanas que se desatara el escándalo, y un día el importante portugués de pura cepa con quien estaba relacionado Jacinto Correia hizo unas declaraciones en el consejo ejecutivo local. En todo lo concerniente al bienestar público, dijo el hombre importante, el gobierno tenía que estar siempre vigilante, y él estaba dispuesto, sin temores ni favores, a llegar al fondo de lo que había ocurrido en el servicio de abastecimiento. El culpable rendiría cuentas: que no lo dudara nadie en la colonia.

Era el otro lado del Estado autoritario e indolente, y comprendimos que los Correia estaban en un grave apuro, que no podrían salvarlos ni las cuentas bancarias en grandes ciudades ni los papeles para grandes países. Aquí, las tinieblas eran las tinieblas.

La pobre Carla dijo:

—Yo nunca he querido esta vida. Que os lo digan las monjas. Yo quería ser monja.

Y entonces comprendimos —era algo de lo que llevábamos años hablando entre nosotros— por qué había elegido el hombre importante a Correia. Era precisamente para un momento así, cuando el hombre importante quizá tuviera que arrojar a alguien a las tinieblas. Destruir a un portugués como él mismo hubiera significado un rompimiento de la casta, según el código de la colonia, y ser deshonrado. No había problema alguno en arrojar a las tinieblas a un hombre de segunda categoría, a alguien del mundo de medio pelo, culto, respetable y esforzado, insólitamente informado sobre asuntos de dinero, y dispuesto por muchas razones a hacer cuanto se le pidiese.

Los Correia vivieron durante tres o cuatro meses con aquel tormento. Soñaban constantemente con otra época más sencilla, antes de lo de las representaciones, y no paraban de hacerse reproches. Nosotros los compadecíamos, pero con su abatimiento se ponían pesados. Jacinto se convirtió en una especie de enfermo, viviendo con su mal como con un enemigo y pensando en poco más. Y, de repente, la crisis acabó. El hombre importante de Jacinto en la capital había encontrado una forma de eliminar al rival que había iniciado el problema. Entonces la prensa dejó de publicar párrafos ponzoñosos, y el escándalo del servicio de abastecimiento (que sólo había existido en la prensa) sencillamente dejó de existir.

Pero eso no puso fin a la angustia de Jacinto. Le habían dado una idea de la incertidumbre del funcionamiento del poder. Había aprendido que no siempre podría contar con la protección de un hombre importante y que, por cualquier motivo, alguien podría desear que se volviera a abrir el caso. Así que sufría. Y, en cierto modo, era algo extraño, porque llevábamos años oyendo hablar a Jacinto (a veces con entusiasmo) de la catástrofe venidera, que desharía la vida de la colonia, que desharía su mundo. Un hombre capaz de vivir tranquilamente con esa idea (y a quien le gustaba asustar a la gente con esa idea) no debería haberse preocupado ni un solo momento por las intrigas de un puñado de personas vengativas de la capital, que además estaban condenadas. Pero el gran acontecimiento que proclamaba Jacinto, y que arrasaría con todo y con todos, era una farsa filosófica. En cuanto te fijabas en ella, te dabas cuenta de que era algo muy vago. En realidad era una idea moral y una forma de autoabsolución, una forma de vivir en la colonia y al mismo tiempo estar fuera de ella. Era una abstracción. La desgracia que le preocupaba no era nada abstracto, sino algo muy real, muchos de cuyos detalles se comprendían fácilmente, y era algo personal. Recaería sólo sobre él y dejaría al resto del mundo tan ricamente, ileso.

Un domingo, cuando nos tocaba a nosotros ofrecer el almuerzo, fuimos al restaurante de la playa de baldosas amarillas y azules. A Correia se le ocurrió después la idea de que fuéramos todos a ver su casa de la playa, la inversión. Ni Ana ni yo ni muchos otros la habíamos visto, y Correia dijo que llevaba dos años sin pasar por allí. Desde el restaurante volvimos a la estrecha carretera asfaltada de la costa, una costra negra sobre la arena, y al cabo de un rato torcimos por una carretera arenosa y firme que se dirigía hacia el mar entre arbustos de un verde brillante y almendros tropicales. Vimos una choza africana, el techo plano de hierba reluciente y casi castaño a la luz. Nos paramos. Correia gritó:

—¡Tía! ¡Tía!

De detrás de la valla de cañas erguidas salió una anciana negra con un paño africano. Correia nos dijo:

—Su hijo es medio portugués. Es el guarda.

Trataba a la mujer africana con amabilidad, hablando a grandes voces, exagerando un poco, quizá para presumir ante nosotros, representando los papeles gemelos del hombre que se llevaba bien con los africanos y del empresario que trataba bien a su gente. La mujer estaba preocupada. Se resistía a la actuación de Correia. Correia preguntó por Sebastião. Sebastián no estaba en casa. Y seguimos a Correia, que armaba mucho jaleo, hasta la casa de la playa.

Nos encontramos con algo medio en ruinas. Habían roto las ventanas; con el aire húmedo y salobre se habían oxidado los clavos por todas partes, y el óxido se había corrido, manchando la pintura desvaída y la madera blanqueada. Habían arrancado de los goznes las puertas vidrieras de los balcones. En lo que debería haber sido el cuarto de estar, había, medio dentro, medio fuera, una barca pesquera de costados altos apuntalada sobre maderos como en un dique seco.

La anciana africana estaba detrás de Correia, a cierta distancia. Él no dijo nada. Se limitó a mirar. Su rostro se arrugó y adoptó una expresión extraña. No podía ni sentir cólera, y estaba muy lejos de lo que le rodeaba. Estaba impotente, ahogándose en el dolor. Pensé: «Está loco. Cómo no me habré dado cuenta antes». Y dio la impresión de que Carla, la chica del colegio de monjas, estaba acostumbrada a vivir con lo que yo acababa de ver. Se acercó a él, le habló como a un niño, con un lenguaje que nunca le había oído emplear. Dijo:

—Vamos a quemar esta mierda de casa. Voy a por el queroseno ahora mismo, volvemos y lo quemamos todo de una puñetera vez, con la puta barca.

Él no dijo nada, y dejó que le llevara del brazo hasta el coche, más allá de la choza de la tía.

La siguiente vez que los vimos, semanas más tarde, Correia parecía consumido. Sus delgadas mejillas estaban blandas y flácidas. Carla dijo:

—Nos vamos a Europa una temporada.

Encorvada en su silla de ruedas, la señora Noronha dijo, con su tono suave:

—Mala época.

Carla replicó:

—Queremos ver a los chicos.

Habían enviado a sus dos hijos, que eran adolescentes, a internados de Portugal, hacía como un año.

La señora Noronha dijo:

—Mejor época para ellos. —Y después, sin cambiar el tono de voz, añadió—: ¿Qué le pasa al chico? ¿Por qué está tan enfermo?

Carla se puso nerviosa. Dijo:

—No sabía que estuviera enfermo. No me lo dice en las cartas.

La señora Noronha no le hizo caso. Dijo:

—Yo hice un viaje una vez en mala época. Fue poco después de la guerra, y mucho antes de verme en esta silla. Antes de ascender al trono, podría decirse. Fuimos a Sudáfrica, a Durban. Una ciudad bonita, pero en mala época. Como una semana después de llegar, empezaron los disturbios de los nativos. Quemaron tiendas, saqueos. Los disturbios eran contra los indios, pero yo me vi metida en el lío un día. No sabía qué hacer. No conocía las calles. A lo lejos vi a una señora blanca de pelo rubio, con un vestido largo. Me hizo señas para que me acercara. Me llevó sin decir palabra por varias calles laterales hasta una casa grande, y allí me quedé hasta que las calles se tranquilizaron. Cuando les conté a mis amigos aquel incidente, me preguntaron: «¿Cómo es esa señora?». Se lo conté. Me dijeron: «Describe la casa». Les describí la casa, y alguien dijo: «Pero si esa casa la derribaron hace veinte años… La señora a la que conociste vivía allí, y derribaron la casa después de su muerte».

Y tras haber contado esta historia, que en realidad era sobre sus poderes, la señora Noronha torció la cabeza y la apoyó sobre un hombro, como un pájaro apostándose para dormir. Y como tantas veces, cuando estaba en una sesión de adivinación o contando historias, al final no sabíamos cómo habíamos llegado a donde habíamos llegado. Todo el mundo tenía que ponerse solemne y quedarse callado un rato.

Mala época o no, los Correia se fueron a Europa, a ver a sus hijos, y después a hacer otras cosas. Estuvieron fuera muchos meses.

Llegué a llevarme bien con el administrador de su finca. Le veía mucho en la ciudad. Era un hombre menudo y enjuto, mestizo, de cuarenta y tantos años, con una forma culta de hablar. A veces lo exageraba. Decía, por ejemplo, sobre un tendero portugués o indio con el que había tenido problemas: «No es, ni con el más remoto esfuerzo de la imaginación, lo que se llamaría un caballero». Pero su conversación se agilizó cuando empezó a tratarme más. Adoptó una actitud maliciosa, y al mismo tiempo confiada, y yo tenía la sensación de que me estaba arrastrando a una serie de pequeñas conspiraciones contra los Correia. Íbamos a los nuevos cafés (los abrían y cerraban continuamente). Conocimos los bares. Conocí el nuevo ambiente de la ciudad militar, y me gustó. Me gustaba estar con los soldados portugueses. A veces aparecía un oficial con mucha memoria que no paraba de quejarse de Goa y los indios. Pero los indios se habían apoderado de Goa siete u ocho años antes. Entre los reclutas jóvenes, pocos sabían algo del asunto, y por lo general los soldados eran muy simpáticos. De momento no había guerra en el campo. Se habían contado historias sobre campamentos de entrenamiento de guerrilleros en el desierto de Argelia y después en Jordania, pero se descubrió que eran exageradas: un puñado de estudiantes de Lisboa y Coimbra jugando a la guerrilla durante las vacaciones. En nuestra ciudad militar seguían reinando la paz y una gran corrección. Era como estar en Europa, y de vacaciones. A mí me parecía como estar en Londres de nuevo, pero con dinero. Mis excursiones a la ciudad duraban más cada vez.

Álvaro, el administrador de la finca de los Correia, me dijo un día:

—¿Quieres saber qué hacen ésas?

Estábamos en un café de la capital, tomando un café antes de volver a casa, y Álvaro señaló, levantando la barbilla, hacia un grupo de africanas vestidas de vivos colores, deslumbrantes a la luz de la media tarde, que pasaba frente a la ventana del café. Normalmente, lo que se veía por la tarde eran apáticos niños mendigando, cubiertos de polvo, que se apoyaban en las paredes, en los postes o los escaparates de las tiendas, abrían y cerraban la boca lentamente, sin cesar, y parecían no ver nada. Incluso cuando les dabas dinero no parecían darse cuenta, y no se marchaban, por mucho que les dieras. Había que aprender a no hacerles caso. Las mujeres no eran así. Tenían un aspecto majestuoso. Supuse que eran prostitutas que acompañaban al ejército, y le dije a Álvaro que me gustaría ver lo que hacían. Replicó:

—Iré a buscarte mañana por la noche. Es mucho mejor por la noche, y todavía mejor los fines de semana. Tendrás que encontrar alguna disculpa con la señora Ana.

Álvaro lo puso fácil, pero a mí me resultó difícil. No había mentido a Ana en diez años: no se había presentado la ocasión. Al principio, en Londres, cuando no veía el camino que debía seguir, me inventaba cosas, sobre todo acerca de los orígenes de mi familia. No sé hasta qué punto se lo creyó Ana, ni si significaba mucho para ella. En África, al cabo del tiempo abandoné esas mentiras de Londres: en nuestro grupo de medio pelo no tenían sentido. Ana había comprendido la verdad sobre mí en el transcurso de los años. No era demasiado diferente de lo que siempre había creído, y nunca me hizo sentirme mal recordándome las historias que le había contado. En África estábamos muy unidos, y nos parecía natural. Ella me había dado mi vida africana; era mi protectora: yo no tenía otro apoyo. De modo que me resultaba difícil ponerle excusas. Se echó a perder el día siguiente. Empecé a forjar una historia. Sonaba falsa. Intenté arreglarlo, pero se hizo demasiado enrevesado. Pensé: «Va a parecer que soy un criado». Y a continuación pensé: «Estoy volviendo a lo de Londres». Cuando llegó el momento, Ana apenas prestó atención a lo que le decía. Dijo:

—Espero que Carla tenga una finca a la que volver.

Así de sencillo fue. Pero yo sabía que había roto algo, que había puesto fin a algo, casi sin motivo.

Álvaro llegó a la hora en punto: quizá hubiera estado esperando a la entrada del cercado de la finca. Yo pensaba que iríamos a la ciudad, pero Álvaro no se dirigió hacia la carretera principal. Por el contrario, circulamos lentamente por los pequeños caminos, que ya me resultaban conocidos, incluso por la noche. Pensé que Álvaro estaba matando el tiempo. Pasamos junto a algodonales, por campo abierto, junto a oscuras plantaciones de anacardos. Cada pocos kilómetros llegábamos a una aldea y entonces íbamos con mucha lentitud. En algunas aldeas había una especie de mercado nocturno, con puestos miserables en chozas bajas, abiertas, iluminadas por faroles, donde vendían cerillas, cigarrillos sueltos y latitas de diversas cosas, y con unas cuantas personas, hombres, mujeres y niños, que, imprevisoras, al verse sin dinero aquel día, estaban sentadas al borde de la carretera, con velas dentro de bolsas de papel junto a montoncitos de su propia comida, varillas de mandioca seca, pimientos o verdura. Como si jugaran a las casitas, o como si jugaran a las tiendas: eso es lo que yo siempre había pensado.

Álvaro dijo:

—Bonito, ¿eh?

Yo conocía muy bien algunas de aquellas aldeas. Había visto los mercados nocturnos montones de veces. No era lo que había ido a ver con Álvaro. Dijo:

—Querías ver lo que hacen los africanos por la noche. Te lo estoy enseñando. Llevas aquí diez años. No sé cuánto sabes. Dentro de un par de horas, estas carreteras serán un hervidero de gente en busca de aventuras. Por toda la zona habrá unas veinte o treinta fiestas. ¿No lo sabías? Y te aseguro que no van sólo a bailar.

Los faros del landrover enfocaron, justo a tiempo, a una chiquilla con un vestido de tirantes que iba delante de nosotros. Se puso a un lado de la carretera y, con la cara brillante por las luces, nos observó mientras pasábamos. Álvaro me preguntó:

—¿Cuántos años crees que tiene esa chica?

No se me había ocurrido pensarlo: la chica era como muchas otras, y no la habría reconocido de haberla visto otra vez. Álvaro dijo:

—Pues te lo voy a decir. Esa chica tiene unos once años. Ya ha tenido el primer período, lo que significa que ya está madura para el sexo. Los africanos son muy sensatos con estas cosas. No como los europeos, con tantas tonterías sobre el sexo con menores de edad. Esa chica que no te parece gran cosa folla todas las noches con un hombre. ¿Te estoy contando cosas que ya sabes?

Repliqué:

—Me estás contando cosas que no sé.

Dijo:

—Verás, es lo que pensamos de ti. No te lo tomes a mal.

Y, realmente, durante diez años no me había parado a pensar de esa forma en las aldeas y los africanos que caminaban junto a la carretera. Supongo que era por falta de curiosidad, y supongo que también restos del sentimiento de casta. Pero, además, yo no era del país, no me habían educado en sus costumbres sexuales (aunque las había observado) y nunca había tenido como guía a nadie como Álvaro.

Muy al principio, cuando ni siquiera conocía los placeres de vivir en regiones salvajes, pensaba que los capataces mestizos no podían tener mucha vida, viviendo tan cerca de los africanos, renunciando a tanto de sí mismos. En aquellos momentos comprendí que para algunos debía de ser una vida de emociones constantes. Álvaro vivía en una sórdida casa de hormigón de cuatro habitaciones. Se alzaba aislada en un pedazo de tierra desprotegida, sin árboles, en la finca de Correia. Parecía un lugar incómodo para considerarlo un hogar, pero Álvaro vivía feliz allí con su esposa africana y su familia africana, y con cuantas amantes, concubinas o ligues hubiera a mano en las aldeas vecinas. En ninguna otra parte del mundo hubiera encontrado Álvaro una vida así. Al principio de la noche yo pensaba que estaba matando el tiempo, yendo por los pequeños caminos. No era eso. Estaba intentando mostrarme dónde se hallaban los tesoros secretos. Dijo:

—Pongamos por caso a esa chiquilla que acabamos de pasar. Si te paras a preguntarle una dirección, se te pondría con los pequeños pechos todos tiesos, sabiendo muy bien lo que se hace.

Y empecé a comprender que Álvaro ya estaba animado, pensando en aquella chiquilla u otra chica irguiendo sus pechitos hacia él.

Por fin nos dirigimos a la carretera principal. Tenía unos baches tremendos tras las lluvias. No podíamos ver a mucha distancia y tuvimos que ir despacio. De vez en cuando llegábamos a un cono de roca. Durante un rato, antes y después de llegar, parecía cernirse sobre nosotros en la oscuridad, jalonando otra etapa hacia la ciudad. La ciudad estaba animada, pero no estrepitosa. Las farolas estaban dispersas y no daban mucha luz. Aquí y allá, en el centro, un tubo fluorescente transformaba el escaparate de una tienda en una caja de luz, no para anunciar los artículos de pacotilla dispuestos a la buena de Dios, sino para ahuyentar a los ladrones. La débil luz azul, molesta para la vista, no llegaba lejos en la oscuridad de la calle, donde durante el día los descargadores, o los hombres que podían pasarse toda la mañana o toda la tarde esperando un trabajo de descarga, se sentaban con las piernas muy separadas en las escaleras de las tiendas, y donde en esos momentos esperaba otra clase de gandules a lo que pudiera surgirles con el nuevo movimiento de la guarnición. Álvaro dijo:

—Más vale evitar a esos tipos. No se les puede controlar.

Y al igual que al principio había ido por los pequeños caminos de las fincas, ahora iba por las calles más tranquilas de la ciudad, y en ocasiones se bajaba del landrover para hablar en tono íntimo con las personas que veía. Me dijo que estaba buscando un buen sitio de baile: cambiaban continuamente, me explicó. Era mejor que ir a un bar. Podían ser sitios brutales, los bares. En un bar no tratabas sólo con la chica; también había que tratar con su protector, que podía ser uno de los gandules de la calle. Y en un bar no había facilidades. Cuando encontrabas a una chica tenías que ir con ella a un callejón oscuro entre las casas de la ciudad o a una casa de la ciudad africana, la llamada ciudad de paja, a las afueras, y todo el tiempo estabas a merced del protector. Estaba bien para un soldado, pero no para el administrador de una finca. Si había alguna desavenencia con el protector, la noticia llegaba sin tardar a la finca, y podían surgir problemas con los trabajadores.

Por fin llegamos al sitio que andaba buscando Álvaro. Me imaginé que era un sitio con facilidades. Dijo:

—Es como dicen nuestros mayores. Preguntando, se llega a Roma.

Estábamos a las afueras de la ciudad, donde acababan las carreteras de asfalto y empezaban los caminos de tierra, con carriles formados por las lluvias. Estaba oscuro, con sólo unas cuantas luces dispersas, y tan silencioso que el golpe de las puertas del landrover al cerrarse pareció un auténtico alboroto.

Nos habíamos parado ante un edificio grande, como un almacén. En lo alto de un rincón había una bombilla con pantalla metálica, empañada y parpadeante por las hormigas voladoras (era la época). Otros coches habían aparcado en el espacio que había enfrente, y notamos que había una especie de vigilantes (o simplemente mirones) sentados en un murete a un lado del solar del almacén, donde el terreno se inclinaba. Uno de aquellos mirones nos dio indicaciones, y bajamos por un callejón de hormigón entre el almacén y el murete hasta otro edificio, que también parecía un almacén. Oímos música dentro. Se abrió una puertecita, nos dejó entrar un hombre con una porra, y los dos le dimos dinero. El pasadizo de entrada era estrecho y oscuro y formaba una curva muy cerrada hasta desembocar en la habitación principal. Unas bombillas azules iluminaban una pequeña pista de baile. Estaban bailando dos parejas —portugueses, africanas— y se reflejaban, borrosamente, en el oscuro espejo o los baldosines de espejo que cubrían la pared del extremo de la pista. La habitación estaba llena de mesas con luces bajas protegidas por pantallas, pero no resultaba fácil ver cuántas estaban ocupadas. No fuimos muy lejos. Nos sentamos a una mesa al borde de la pista de baile. Enfrente estaban las chicas, como las prostitutas de la tarde anterior, encantadas de bajar por la calle con sus bonitas ropas, haciendo que la gente volviera la cabeza. Cuando me acostumbré a la luz vi que muchas chicas al otro lado de la pista no eran aldeanas del interior, sino lo que nosotros llamábamos mahometanas, de la costa, de remota ascendencia árabe. Entre las mesas se movían dos camareros africanos y un portugués delgado con camisa deportiva: el dueño, supongo. Cuando se nos acercó el portugués vi que no era joven: tenía unos ojos muy tranquilos y parecía extrañamente desapegado de todo.

Ojalá hubiera tenido yo su desapego; pero no estaba preparado para esa clase de vida, y sentía una vergüenza terrible. Todas las chicas eran africanas. Así tenía que ser, supongo, pero me pregunté si los dos camareros africanos no sufrirían un poco. Y las chicas eran tan jóvenes, tan estúpidas, con tan poca idea, o eso me pareció, de cómo estaban destrozando su cuerpo y oscureciendo su vida… Pensé con la tristeza de antes en las cosas de mi país. Pensé en mi madre y en mi pobre padre, que apenas había conocido lo que era el sexo. También pensé en ti, Sarojini. Imaginé que las chicas podían haber sido tú, y se me encogió el corazón.

El propio Álvaro estaba abatido. Estaba abatido desde el momento en que entró en el oscuro almacén. Le excitaba el sexo de la aldea, todos los meses con una nueva cosecha de chicas inocentes que habían tenido el primer período y estaban listas para erguir sus pechitos hacia él. Lo que nos rodeaba en aquel almacén medio transformado era distinto. No creo que existiera un sitio como aquél, con facilidades, antes de la llegada del ejército. Debía de ser algo nuevo para Álvaro. Y supongo que aunque se había adjudicado el papel de guía, en realidad era un principiante, se sentía un poco nervioso y necesitaba mi apoyo.

Tomamos cerveza. Se desvaneció el sentimiento de vergüenza. Miré a los bailarines a la luz azul, y sus borrosos reflejos en el misterioso espacio del oscuro espejo que cubría la pared. Nunca había visto bailar a los africanos. Con la vida que llevaba en la finca no había tenido ocasión. En cuanto aquellas chicas se ponían a bailar parecían tocadas por una especie de gracia. Los gestos no eran excesivos: podían ser muy leves. Cuando una chica bailaba lo ponía todo en el baile: la conversación con su pareja, una palabra a una amiga por encima del hombro de él, una carcajada. Era algo más que placer; era como si un espíritu más profundo aflorase en el baile. Ese espíritu estaba encerrado en cada chica, cualquiera que fuera su aspecto, y se notaba que formaba parte de algo mucho más amplio. Naturalmente, yo había pensado mucho en los africanos, dado mi pasado, en un sentido político. En el almacén empecé a hacerme una idea de que había algo en el corazón africano inaccesible a los demás y más allá de la política.

Con una mueca, que a mí no me engañó, como burlándose de sí mismo, Álvaro se puso a bailar con una de las chicas. Al principio hizo el payaso en la pista, mirándose en el espejo; pero enseguida se puso tremendamente serio, y cuando volvió a nuestra mesa era otro hombre. Tenía los ojos hundidos de deseo. Miró su vaso de cerveza, ceñudo. Después dijo, fingiendo cólera, como si todo el mundo en aquel sitio le estuviera reprimiendo:

—No sé qué pensarás sobre el asunto, Willie, pero ya que estamos en esta mierda de sitio, voy a hacer algo. Vaya que sí.

Y, frunciendo el entrecejo, como enfurecido, se dirigió con su pareja de baile hacia la puerta del extremo oscuro de la habitación.

Yo podría haberme quedado allí, bebiendo cerveza y esperando a Álvaro; pero el portugués de los ojos tranquilos conocía su negocio, y al cabo de tres, cuatro o cinco minutos, y a una señal de él, se acercó una de las chicas y se sentó a la mesa. Bajo su recargada ropa era bastante menuda. Bajo el maquillaje, bajo el colorete en los altos pómulos, la sombra blanquiazul de los párpados, era muy joven. Miré su rostro «árabe» e, intentando estimularme, sólo a medias o a tercias, me pregunté qué habría atraído a Álvaro de esa chica. Cuando se levantó y me invitó a seguirla, lo hice. Fuimos hacia la puertecita del rincón oscuro. Había una serie de cuchitriles junto a un pasillo de hormigón. Los tabiques no llegaban hasta el techo, y los cuchitriles disponían de dos bombillas desnudas colocadas muy alto en la pared de atrás. Supuse que si prestaba oídos podría oír a Álvaro. Habían reconvertido el almacén y lo habían dotado de instalaciones de la forma más barata posible. Habrían podido cerrarlo en cualquier momento, y el dueño no habría perdido nada.

Sin la ropa tan tiesa, la chica era realmente menuda, pero firme y dura: debía de haber hecho mucho trabajo físico de niña. Ana no era así: Ana era huesuda y frágil. Toqué los pechos de la chica: eran pequeños y sólo ligeramente menos duros que el resto de su cuerpo. A Álvaro le hubieran gustado aquellos pechos: podían imaginarse los pezones, jóvenes y rígidos, erguidos bajo un vestido de algodón barato de aldeana. Pero los pezones de aquella chiquilla eran grandes y esponjosos en la punta: ya había tenido uno o varios hijos. Yo no podía sentir deseo por ella. Incluso si lo hubiera sentido, todos los antiguos fantasmas me acompañaban ya, los fantasmas de mi país, los fantasmas de Londres de once o doce años antes, la espantosa prostituta del Soho, las grandes caderas de June sobre el colchón en el suelo de la casucha de Notting Hill, toda la vergüenza y la torpeza. No pensé que fuera a pasarme nada con la chiquilla que estaba debajo de mí en aquel colchón, desecho del ejército.

Hasta entonces la chica había mantenido los ojos inexpresivos, pero justo en el momento en el que yo estaba a punto de fallar, aquellos ojos se inundaron de una extraordinaria mirada de dominio y agresión, su cuerpo se hizo pura tensión, y me vi apretujado entre sus fuertes manos y piernas. En una décima de segundo —como la décima de segundo de decisión cuando miré por el visor de un rifle— pensé: «Esto es para lo que vive Álvaro», y reviví.

Álvaro y yo nos sentíamos abatidos después. Álvaro no volvió a ser el de siempre, vital y sagaz, hasta que nos aproximamos a la finca. Habían dejado encendida para mí la luz de emergencia sobre la escalera semicircular de la entrada. Ana estaba dormida en la gran cama tallada de su abuelo. Unas dos horas antes había pensado en ella injusta y despectivamente. Tenía que ducharme antes de acostarme a su lado. Los anticuados sanitarios —el calentador de fabricación portuguesa, la complicada alcachofa de la ducha, el lavabo con diminutas grietas con soportes de metal ornamentados— seguían haciéndome sentir un extraño. Me hacían pensar en todos y cada uno de quienes habían dormido en aquella gran cama tallada antes que yo: el abuelo de Ana, al separarse de la africana que había parido a sus hijos; la madre de Ana, traicionada por su marido y después por su amante, y el padre de Ana, que había traicionado a todo el mundo. Aquella noche no tenía la sensación de haber traicionado a Ana de una forma importante o definitiva. Podía decir con toda sinceridad que lo que había ocurrido había sido algo vacío, que no había sentido deseo ni verdadera satisfacción. Pero guardaba mentalmente aquella décima de segundo cuando la chica me miró con expresión dominante y noté la tensión y la fuerza de su cuerpecito. No se me ocurría ninguna razón para haber hecho lo que había hecho; pero empecé a pensar, casi con otra parte de mi cabeza, que debía de haber existido alguna razón.

Y, al igual que tras un largo, arduo o peligroso trayecto en coche, la carretera continúa deslizándose a toda velocidad por la cabeza del conductor mientras se echa a dormir, aquella décima de segundo con la chica no paraba de aparecérseme mientras estaba acostado junto a Ana. Y al cabo de una semana, me arrastró otra vez al almacén reconvertido a las afueras de la ciudad, las bombillas azules, la pista de baile y los cuchitriles. En esta ocasión no le di ninguna explicación a Ana.

Empecé a vivir con una idea nueva del sexo, con una idea nueva de mi capacidad. Fue como si me hubieran dado una idea nueva sobre mí mismo. Todos nacemos con impulsos sexuales, pero no todos nacemos con una destreza sexual, y no existen escuelas en las que se enseñe. Las personas como yo tienen que andar a tientas, como Dios les da a entender, y esperar a que la casualidad las lleve a algo parecido al conocimiento. Yo tenía treinta y tres años. Lo que sabía hasta entonces —dejando aparte lo de Londres, que en realidad no contaba— era lo que había vivido con Ana. Justo después de llegar a África fue una auténtica pasión. O era yo quien estaba apasionado. Debió de haber verdadero entusiasmo, momentos de descubrimiento sexual. Pero buena parte de aquella pasión de diez años antes no surgió de la sensualidad o el auténtico deseo, sino de mi nerviosismo y mi miedo, como un miedo infantil, de estar en África, de haberme lanzado al vacío. Desde entonces no había habido semejante pasión entre nosotros. Incluso en aquella época, Ana era un tanto tímida, y cuando se me permitió el acceso a algo más de la historia familiar, comprendí su timidez. Así que en cierto modo hacíamos buena pareja. Nos consolábamos mutuamente, y llegamos a estar muy unidos, sin buscar la satisfacción fuera del otro, en realidad sin saber que era posible otro tipo de satisfacción. Y si no se hubiera presentado Álvaro, yo habría seguido igual, no muy por encima de mi desgraciado padre en cuestiones de sexo y sensualidad.

El almacén cerró al cabo del tiempo; después abrieron otra cosa y después otra. La ciudad de hormigón era muy pequeña: los comerciantes, funcionarios y las demás personas que vivían allí no querían aquellos lugares de placer demasiado cerca de sus casas y sus familias. De modo que las bombillas azules y el oscuro espejo que ocupaba toda la pared cambiaban de un hogar improvisado a otro. A nadie le merecía la pena construir algo más permanente, puesto que el ejército, del que dependía el comercio, podía marcharse a otro sitio en cualquier momento.

Una noche vi, entre las chicas maquilladas y de tiros largos, a la hija de Júlio, el carpintero, la pequeña criada que la primera mañana que pasé en la casa dejó la escoba, se sentó en un sillón de tapicería desgastada e intentó entablar una conversación de cumplido conmigo. Después me contó que su familia comía lo mismo todos los días, y que, cuando su padre estaba demasiado borracho o violento, ella intentaba coger el sueño recorriendo de arriba abajo la pequeña habitación. Más adelante se contaba que aquella chica había empezado a beber, como su padre, y que salía de las habitaciones de los criados con frecuencia. Supongo que, al igual que Álvaro me había servido de guía a mí, alguna amiga la habría llevado allí a ella.

Casi sin pensar, decidí no mirarla, y me dio la impresión de que ella había decidido lo mismo. De modo que cuando nos cruzamos, fue como si no nos conociéramos. No se lo conté a nadie, y cuando volvimos a vernos en la casa, ella no dijo nada ni hizo un solo gesto que indicara que me reconocía de otra manera. No abrió los ojos de par en par, ni enarcó las cejas ni apretó los labios. Al pensar en ello más tarde tuve la sensación de que había sido entonces cuando había traicionado a Ana; la había mancillado, por así decirlo, en su propia casa.

Los Correia llevaban un año fuera. Y de repente nos enteramos, en cada casa de una forma indirecta, y no todos al mismo tiempo, de que Jacinto había muerto. Murió mientras dormía, en un hotel de Londres. Álvaro estaba fuera de sí. No sabía cómo sería su futuro. Siempre había tratado con Jacinto, y tenía la sensación de que a Carla él no le importaba nada.

Como un mes más tarde, Carla reapareció entre nosotros, visitando las casas que conocía, recibiendo pésames. Contaba una y otra vez lo súbito de la muerte, las compras que acababan de hacer en unos grandes almacenes, los paquetes abiertos por todas partes aquella noche en lo que sería el lecho de muerte del pobre Jacinto. Había pensado en llevar el cadáver a la colonia, pero tuvo «un mal presentimiento» (transmitido por la señora Noronha) sobre el pequeño cementerio de la ciudad. De modo que se había llevado el cuerpo a Portugal, al pueblo donde estaba enterrado el abuelo de Jacinto, portugués de pura cepa. Todo aquello la había mantenido demasiado ocupada como para sentir la pena. Le sobrevino más adelante. Le sobrevino sobre todo cuando vio a unos mendigos en Lisboa. Dijo:

—Pensé: «Esta gente no tiene nada por lo que vivir, y sin embargo viven. Jacinto tenía tantas cosas por las que vivir, y está muerto».

No pudo soportar semejante injusticia. Se echó a llorar en plena calle, y los mendigos que se le habían aproximado se pusieron nerviosos: algunos incluso le pidieron perdón. (Ana me dijo más adelante: «Yo siempre había pensado que Jacinto estaba convencido de que si te haces lo bastante rico no te mueres. O que él no se iba a morir, si se hacía lo bastante rico. Pero yo pensaba que era una broma, no que fuera verdad»).

Jacinto siempre había sido muy especial con lo de la distinción que proporcionaba el dinero, dijo Carla: por eso había trabajado tanto. Le decía a sus hijos, que estaban estudiando en Lisboa, que bajo ninguna circunstancia debían utilizar el transporte público en esa ciudad. Tenían que ir siempre en taxi. La gente no debía considerarlos unos don nadie de las colonias. Se lo había repetido unos días antes de su muerte. Y esa historia sobre la preocupación de Jacinto por sus hijos y otras cosas sobre la bondad del padre de familia, Carla iba contándolas de finca en finca, llorando.

Con Álvaro se portó brutalmente. Tres semanas después de volver, le despidió y les dio a él y a su familia africana un mes de plazo para largarse de la casa de hormigón y, para que le resultara aún más difícil encontrar trabajo, hizo todo lo posible para manchar su nombre ante los hacendados. Según decía Carla, era un hombre de vida disoluta, con un montón de concubinas a las que era imposible mantener con su sueldo de administrador. Incluso cuando Jacinto tuvo aquellos problemas con la gente de la capital, le decía que debía vigilar a Álvaro. El muy canalla se echó a temblar cuando le pidió los libros de contabilidad. Ella no tenía la cabeza de Jacinto, y no sabía mucho de cuentas, pero no tardó en comprender a qué se refería Jacinto cuando le decía que tuviera cuidado con las trampas de Álvaro. Facturas inexistentes (con Álvaro, la maquinaria se estropeaba continuamente, incluso la antigua trituradora de sisal alemana, tan fiable y tan sencilla, como una prensa muy grande); facturas reales pero infladas y, por supuesto, trabajadores inexistentes. Y cuanto más tiempo estaban los Correia en Europa, más descarado se volvía Álvaro.

Carla nos contaba lo que en cierto modo ya sabíamos todos. Con su actitud absurda, presumida, a Álvaro le encantaba dar a entender que estaba chupando de la finca. Lo había hecho conmigo y seguro que con otros. Pensaba que le hacía parecer importante, casi un hacendado. La vida de la finca era lo único que conocía Álvaro: para él, las casas de las fincas significaban grandeza y estilo. Su padre, mulato, había empezado como mecánico en una finca propiedad de su padre portugués, y acabó en el mismo sitio como capataz de segunda categoría, viviendo en una de las casas de hormigón de dos habitaciones construidas en hilera. Desde muy joven, Álvaro decidió que iba a subir en el mundo. Se le daban bien las máquinas; aprendió cosas sobre el ganado y los sembrados; se llevaba bien con los africanos. Subió; se puso chulo. Como administrador de los Correia, con una casa de hormigón como es debido y un landrover, le gustaba alardear. Cuando empecé a conocerle mejor (y antes de enterarme de la fama que tenía), me hacía regalos, y después me contaba que lo que me había regalado era en realidad algo que les había quitado a los Correia.

Sin embargo, me daba lástima Álvaro, que estuviera tan desprotegido y hundido en las fincas donde (abandonando a su familia africana) quería que le aceptaran. Me pregunté cómo iba a arreglárselas aquella familia. Tenían la orden de despido y tendrían que dejar muy pronto su casa de hormigón: tardarían una temporada en encontrar un alojamiento como aquél.

Ana dijo:

—A lo mejor aprovecha la oportunidad para olvidarse de ellos.

Yo no quería pensar mucho en el asunto, pero probablemente era cierto. Álvaro jamás me había hablado de su familia, no me había dicho ni sus nombres ni cómo eran. Yo sólo los había visto desde la carretera: niños de aspecto africano, algunos como aldeanos, que se quedaban mirando desde la pequeña galería de la casa de hormigón o salían corriendo de la choza con techo de paja que servía de cocina en la parte de atrás. Supongo que si se le hubiera presentado un nuevo trabajo, a Álvaro no le habría importado marcharse y empezar desde cero con otra mujer y otras mujeres de fuera en otro sitio. Habría considerado esa situación una verdadera suerte: le habría reconciliado con todo.

No le veía desde hacía varias semanas. Llevábamos mucho tiempo sin hacer excursiones juntos a sitios como el almacén. Y cuando coincidimos un día en la carretera de asfalto de la ciudad, Álvaro estaba abatido: su rostro denotaba la humillación de su despido y la preocupación. Sin embargo, tenía una actitud desafiante. Dijo:

—No sé quién demonios se cree toda esa gente que es, Willie. Se va a quedar todo en agua de borrajas. Van a Lisboa, a París y a Londres y no paran de hablar sobre la educación de sus hijos. Están en las nubes. —Pensé que estaba copiando el tono apocalíptico de su difunto patrón. Pero tenía noticias de verdad. Dijo—: La guerrilla está en campamentos justo al otro lado de la frontera. El gobierno de allí está de su parte. Son auténticas guerrillas, y no están jugando. Cuando decidan avanzar, no creo que nada pueda detenerlos.

Hacía varias semanas que había menos soldados en la ciudad, y se hablaba de maniobras militares en lo más denso del campo, al norte y al oeste.

En los periódicos aparecía bien poco. Hasta más tarde, ya pasado cierto tiempo desde que Álvaro me diera la noticia, no anunciaron que el ejército había triunfado en su «empuje» hacia el norte y el oeste, hasta la frontera. Entonces, el ejército empezó a volver a la ciudad, y las cosas a ser como antes. Los lugares de placer estaban llenos de nuevo, pero yo había perdido contacto con Álvaro.

Encontraba cada vez menos placer en los lugares de placer. Algo debía de tener que ver con la preocupación de volver a ver a la hija de Júlio, pero la razón fundamental consistía en que allí, el acto sexual, que me excitaba por lo directo y lo brutal, se había convertido en algo mecánico. Durante el primer año hice muescas, mentalmente, con las veces que había estado allí: lo calculaba una y otra vez, asociando otros acontecimientos, como almuerzos, visitas, con aquellos momentos más oscuros, más brillantes en los cálidos cuchitriles, creando una especie de calendario personal de aquel año. Pero poco a poco empecé a ir, no por necesidad, sino para aumentar el número de muescas. En otra época posterior sólo iba para poner a prueba mi capacidad. En algunas ocasiones tenía que conducir yo: entonces no deseaba prolongar el momento sino acabar lo antes posible. Las chicas estaban siempre a punto, siempre dispuestas a demostrar los trucos de fortaleza y agilidad que me habían transportado la primera vez con nuevas sensaciones, una nueva idea de mí mismo y una ternura hacia todos y hacia todo. Pasó a ser una sensación de agotamiento y yermo, del bajo vientre raspado, seco, y necesitaba uno o dos días para recuperarme. Fue en aquel estado de debilitamiento cuando empecé de nuevo a hacer el amor con Ana, esperando recobrar la intimidad que en su momento parecía tan natural. No pudo ser. Aquella antigua intimidad no estaba basada en hacer el amor, y después, sin tan siquiera reprenderme por mi larga ausencia, estaba tan tímida como yo la recordaba. Le proporcionaba poco placer a ella; a mí mismo, ninguno. De modo que me sentía más inquieto e insatisfecho que antes de que Álvaro me dijera en el café de la ciudad: «¿Quieres saber lo que hacen ésas?». Antes de que me hubieran iniciado en una clase de vida sensual que no sabía que me estuviera perdiendo.

Carla anunció que se trasladaría a Portugal definitivamente en cuanto encontrase a otro administrador. La noticia nos llenó de pesar, a los del grupo de hacendados amigos de Carla, y durante las siguientes semanas intentamos convencerla de que cambiara de opinión, no porque pensáramos en ella, sino porque —como ocurre con frecuencia tras una muerte— pensábamos en nosotros mismos. Sentíamos envidia y preocupación. La marcha de Carla, la desaparición de los Correia, se presentía como el inicio del desmoronamiento de nuestro mundo especial. Despertó temores en los que no queríamos ni pensar; rebajó la idea que teníamos sobre la vida que llevábamos. Incluso Ana, nunca envidiosa de nadie, dijo en un tono como de desprecio:

—Carla dice que se marcha porque no soporta estar sola en la casa, pero da la casualidad de que yo sé que está haciendo únicamente lo que Jacinto le dijo que hiciera.

Encontró a un administrador muy pronto. Era el marido de una amiga de Carla, del colegio de monjas, y Carla propagó la historia, para que la pareja se granjease las simpatías de todos, de que la vida no los había tratado bien. No iban a vivir en la casa del administrador: Álvaro y su familia la habían dejado (y también las chozas que habían añadido) hecha un asco. Ana dijo:

—Carla se empeña en que es caritativa con una amiga que pasa apuros; pero esa amiga tendrá que mantener la casa en buenas condiciones. Al volver de Europa, Carla se encontró con una casa que había empezado a venirse abajo. Tengo el presentimiento de que lo venderá todo dentro de un par de años, cuando el mercado esté en alza.

Un domingo hubo un almuerzo especial en la casa, para despedir a Carla y conocer al nuevo administrador. Incluso si yo no hubiera sabido de sus circunstancias, me habría fijado en él. Tenía un aire de violencia reprimida: parecía estar conteniéndose. Tenía cuarenta y tantos años, era de una ascendencia mestiza, más portuguesa que africana, atrevido pero de aspecto delicado. Era cortés con todo el mundo, incluso ceremonioso, en cierto modo deseoso de causar buena impresión, pero por sus modales y su estilo diferentes, un hombre distinto. Tenía una mirada distante, como un poco ajena a lo que estaba haciendo. Las protuberancias de su labio superior eran muy pronunciadas; el labio inferior grueso y suave, brillante: la boca de un hombre sensual.

Encorvada en su silla, con la cabeza ladeada, la señora Noronha dijo:

—Mala época. Una mala decisión. Te aguardan grandes disgustos en Portugal. Tus hijos te darán grandes disgustos allí.

Pero Carla, que dos años antes se habría muerto de miedo ante tal mensaje de los espíritus, no le hizo el menor caso, como no hizo el menor caso cuando la señora Noronha lo repitió una segunda vez. Los demás seguimos el ejemplo de Carla. No intervinimos: pensábamos que lo que había ocurrido o estaba ocurriendo entre Carla y la señora Noronha era un asunto entre ellas. La señora Noronha pareció comprender que se le había ido la mano. Apretó la cabeza sobre el cuello, y al principio dio la impresión de que iba a ponerse de morros, por la cólera y la vergüenza, como si en cualquier momento fuera a hacer un gesto a su marido, delgado y avinagrado, el hombre de buena cuna, para que se la llevara en su silla de ruedas, desdeñosamente, de entre aquella gente de medio pelo. No acabó así. Por el contrario, durante el resto de la hora y media del almuerzo, la señora Noronha intentó volver a integrarse en la conversación de todos, con comentarios intrascendentes o alentadores sobre muchas cosas, y al final incluso dio la impresión de interesarse por los planes que tenía Carla en Portugal. Fue el principio del fin como adivina para ella, si bien continuó apareciendo durante unos cuantos años más. Y había resultado tan fácil desinflarla. Podría haber sido porque, con las noticias a medias y los rumores que no paraban de llegar de las fronteras asediadas, la cumbre social y racial que representaban los Noronha ya no importaba tanto como antes.

No me vi frente a frente con Graça, la esposa del nuevo administrador y amiga de Carla del colegio de monjas, hasta después de que hubimos abandonado la mesa del almuerzo. Lo primero que me llamó la atención de ella fueron sus ojos claros, unos ojos llenos de inquietud que me hicieron pensar en su marido. Y en lo segundo en que me fijé fue que, durante un instante, no más, aquellos ojos suyos me miraron como no me había mirado ninguna mujer. Tuve la absoluta certeza de que, en aquel instante, aquellos ojos no me habían captado como el marido de Ana ni como a un hombre de rara ascendencia, sino como a un hombre que había pasado muchas horas en los cálidos cuchitriles de los lugares de placer. El sexo nos llega de formas muy diferentes; nos cambia, y supongo que al final llevamos marcado en el rostro el carácter de nuestra experiencia. El momento duró sólo un segundo. Podrían haber sido imaginaciones mías, esa interpretación de la mirada de la mujer, pero supuso un descubrimiento para mí, algo sobre las mujeres, algo que amplió mi educación sensual.

Volví a verla al cabo de dos semanas, en una celebración patriótica en la ciudad, que empezó con un desfile militar en la plaza mayor en honor de un general que venía de fuera. Fue una extraña celebración, todo pompa y esplendor, en la que, además, nadie creía. Era un secreto a voces que aquel ejército de reclutas, reunido a tal coste, ya no quería librar una guerra en África: les preocupaba más la situación en su país. Y mientras que en su momento se alabó al general que había concebido la estrategia del amplio barrido hacia las fronteras, después (cuando, por lo que oímos, ya era demasiado tarde) se decía que la mejor estrategia habría consistido en desplegar el ejército en la frontera, en una cadena de zonas fortificadas, cada una de ellas con un fuerte contingente de tropas móviles que pudieran combinarse con otras en cualquier punto. Pero aquel sábado por la mañana aún iba todo bien con el ejército en la ciudad. Había banderas y se pronunciaron discursos. La banda tocó y se hizo el desfile, jóvenes y viejos, portugueses, africanos y gentes del mundo de medio pelo, comerciantes, holgazanes y niños mendigos lo contemplamos de pie, entusiasmados con los uniformes, los sables y la marcha de los soldados, las órdenes a gritos y las complicadas maniobras.

Después se celebró la recepción en honor del general en la casita del gobernador, en la ciudad, que se abrió para la ocasión. La casa del gobernador era el edificio más antiguo de la ciudad y uno de los más antiguos de la colonia. Se decía que tenía doscientos cincuenta años, pero nadie lo sabía con exactitud. Era un edificio de piedra y mampostería de dos plantas, cuadrado y sencillo, y por fuera completamente corriente. Quizá en los viejos tiempos los gobernadores hubieran vivido o se hubieran alojado allí cuando estaban de visita, pero ya no vivía nadie. Era una mezcla de museo y monumento histórico, y la planta baja se abría al público un día a la semana. Las dos o tres veces que yo había estado allí no vi a nadie, y no había mucho que ver: un bote de remos decolorado pero más o menos nuevo que, según se decía, era como el que llevó allí a Vasco de Gama, y una colección de anclas antiguas, en algunos casos bastante pequeñas, timones de madera inesperadamente altos, armados sobre grandes tablones y que mostraban la habilidad de los carpinteros que habían trabajado con herramientas burdas y pesadas, cabrestantes, trozos de sogas viejas: desechos históricos de la náutica, como cachivaches de familia olvidados, que nadie quería tirar pero que tampoco nadie podía identificar ni realmente comprender y venerar.

En el piso de arriba era distinto. Yo no había estado allí. Era una habitación oscura, grandiosa. Las anchas tablas del suelo, oscurecidas y con un color intensificado por el paso del tiempo, tenían un intenso brillo. Los postigos, empotrados muy al fondo de las gruesas paredes, tamizaban la luz del mar y el cielo. En el techo, con la pintura oscura desvaída, había ornamentos medio borrados. Por toda la habitación había retratos de antiguos gobernadores, todos del mismo tamaño y con la misma factura —contornos sencillos, colores planos, con el nombre de cada gobernador pintado en una imitación de letra antigua por encima—, que dejaban entrever que se trataba de un encargo reciente de algún departamento cultural del gobierno; pero quizá por cómo lo habían dispuesto, con un aire tan seguro y acabado, la idea funcionaba: daba la impresión de esplendor. Pero la maravilla de la habitación era el mobiliario. Era de ébano o de una madera negra, y con una intrincada talla, tan intrincada que parecía que se había ahuecado cada trozo de madera y después tallado por delante y por detrás. No eran muebles para usar; eran muebles para mirar, para contemplar la madera transformada en encaje, el mobiliario del gobernador, un signo de su poder. Se contaba que era tan antiguo como la casa, y que todo procedía, o eso me dijo un funcionario portugués que estaba a mi lado, de Goa, de la India portuguesa. Allí se había confeccionado aquella absurda talla.

Sin esperármelo me vi casi como en mi país. Había intentado imaginarme doscientos cincuenta años atrás en el edificio de la casa del gobernador, encontrar un punto de apoyo en aquel increíble período de tiempo, con el cielo siempre limpio, el mar siempre azul y transparente salvo durante la época de lluvias, los extraños barquitos que aparecían y después se balanceaban anclados a cierta distancia, la ciudad apenas un poblado, un minúsculo asentamiento en la costa, sin carretera interior que llevase hasta los conos de roca, los lugareños aún intactos, aunque no habría sido así: seguramente siempre habría pasado algo que impulsara a la gente a ver al hechicero. Yo había pensado eso, y en lugar de África, aparecieron la India y Goa, y la cruel idea de las manos trabajando durante meses o años en aquellos disparatados sofás y sillas para el gobernador. Fue como una nueva visión de nuestra propia historia. Doscientos cincuenta años: en ciertas partes de Londres ese tiempo habría estado al alcance, y habría resultado romántico recrearlo; también en la India, a la sombra del gran templo de nuestra ciudad; pero allí, en la casa del gobernador, tan lejos de todo, tan lejos de la historia, era terrible.

Debía de haber más de cien personas en la habitación. Muchas eran portuguesas, y dudo que ninguna pensara lo que yo estaba pensando. El mundo en África tocaba a su fin para ellos: no creo que ninguno de los presentes lo pusiera en duda, a pesar de los discursos y el ceremonial; pero todos estaban tranquilos, disfrutando del momento, llenando la antigua habitación con sus risas y su charla, como si no les importara, como si supieran vivir con la historia. Nunca he admirado a los portugueses tanto como entonces. Deseé ser capaz de convivir con el pasado con tanta naturalidad, pero, por supuesto, empezábamos desde puntos opuestos.

Y durante todo el tiempo estaba pensando en Graça, la amiga de Carla del colegio de monjas, la esposa del nuevo administrador. Llevaba un rato en la habitación de arriba cuando la vi. No la había visto ni a ella ni a su marido en la plaza, durante el desfile, y no estaba buscándola allí. Me pareció una gran suerte, una especie de regalo, verla así, cuando no estaba buscándola; pero no quería forzar las cosas. No sabía nada de ella aparte de lo poco que había contado Carla y, además, podría haber malinterpretado su mirada. Para mayor seguridad, pensé que era mejor esperar a ver si nos encontrábamos por casualidad. Y, poco a poco, se dio la casualidad. Nos encontramos, ella sola, yo solo, ante un sofá goano y un viejo gobernador portugués. Volví a ver todo lo que había visto en sus ojos. Yo no podía más de deseo. No el deseo callado, impetuoso e íntimo de Londres, sino un deseo que surgía del saber y la experiencia, y que realmente incluía a la otra persona. Y al mismo tiempo me sentía cohibido. Apenas podía mirarla a los ojos. Prometían tantas intimidades… Dije:

—Me gustaría verte.

Ella dijo:

—¿Con mi marido?

De modo que el pobre hombre quedó eliminado inmediatamente.

Contesté:

—Sabes que es una pregunta absurda.

Me preguntó:

—¿Cuándo quieres verme?

Contesté:

—Mañana, hoy. Cualquier día.

Fingió entenderme literalmente.

—Hoy se celebra un almuerzo aquí. Mañana será nuestro almuerzo de los domingos.

Dije:

—Te veré el lunes. Tu marido irá a la ciudad a hablar con los del gobierno sobre el precio del anacardo y el algodón. Pídele que te traiga a casa. Queda de camino. Tomaremos un almuerzo ligero y después te llevaré a casa. En el camino pararemos en el Castillo Alemán.

Dijo:

—Cuando estábamos en el colegio de monjas a veces nos llevaban allí de excursión. Los africanos dicen que está encantado por el alemán que lo construyó.

Tras el almuerzo del lunes no le di ninguna excusa a Ana. No la había preparado, y estaba dispuesto a lo peor si se oponía. Sencillamente dije:

—Voy a llevar a Graça a casa.

Ana le dijo a Graça:

—Me alegro de que te estés adaptando bien.

El Castillo Alemán era la casa de una finca. Por diversos cotilleos en las fincas había deducido años atrás que servía para citas. En realidad, para eso quería yo pasar por allí. Estaba a una hora de coche, conduciendo rápido, en una llanura detrás de los conos de roca, que en cierto momento empezaban a aparecer en la distancia como una cordillera continua, baja y azul. La llanura era arenosa y semifértil, y parecía vacía, con aldeas ocultas por el camuflaje natural de la arena y el verdor. El castillo estaba en una pendiente de aquel aparente vacío, y se veía desde lejos. Era una casa enorme, desmesurada, ancha y alta, con una torrecilla redonda de hormigón a cada lado de la galería delantera. Por esas torrecillas se conocía la casa como el castillo. El hombre que la había construido a tal escala en medio de aquella soledad debía de creer que no moriría jamás, o había interpretado mal la historia y pensaba que iba a dejar riquezas incalculables a sus descendientes. La gente de allí no conocía la fecha de nada, y nadie sabía con certeza cuándo se había construido el Castillo Alemán. Algunos decían que lo había construido en los años veinte un colono alemán de la antigua África oriental alemana, que después de la guerra de 1914 vino a territorio portugués, más cordial. Otros decían que lo había construido a finales de los años treinta un alemán que quería escapar de Alemania, la Depresión y la guerra inminente, y esperaba crear allí una finca autosuficiente. Pero sobrevino la muerte; la historia siguió su propio camino, y mucho antes de mi llegada —tampoco había nadie que pudiera decirme cuándo— el castillo fue abandonado.

Subí el landrover por el jardín hasta donde pudo llegar. Lo que había sido un gran jardín con arriates bordeados de hormigón estaba pelado y reducido a arena, con matojos resistentes aquí y allá, unas cuantas cinias de largo tallo y una enredadera de buganvilla en estado silvestre. Se llegaba a la galería por unos escalones de hormigón, anchos y muy lisos, aún sin grietas. Las torrecillas a ambos lados tenían aspilleras, como para la defensa. Las altas puertas entreabiertas dejaban ver el salón, enorme y oscuro. El suelo estaba lleno de arena. Una parte debía de haber entrado con el viento, y los granos más gruesos quizá los hubieran dejado caer las aves al construir sus nidos. Había un extraño olor a pescado: yo lo interpreté como el olor de un edificio deteriorado. Me había llevado una capa de caucho del ejército. La extendí en la galería, y nos tendimos en ella sin pronunciar palabra.

El largo trayecto nos había puesto en tensión. La necesidad de Graça igualaba a la mía, algo nuevo para mí. Todo lo que había conocido hasta entonces —lo furtivo de Londres, la espantosa prostituta de pueblo, las chicas negras a las que había que pagar en los lugares de placer aquí, que sin embargo me habían satisfecho durante mucho tiempo y por las que había sentido tanta gratitud durante casi un año, y la pobre Ana, que en mi cabeza seguía siendo la chica confiada que se sentaba en el sofá de mi habitación de la escuela de Magisterio de Londres y se dejaba besar, Ana, que seguía siendo tan dulce y tan generosa— en la siguiente media hora se desvaneció, y pensé lo terrible que habría sido si, como fácilmente hubiera podido ocurrir, hubiera muerto sin haber conocido esas profundidades de satisfacción, a esa otra persona que acababa de descubrir dentro de mí. Valía la pena cualquier precio, cualquier consecuencia.

Oí una voz. Al principio no estaba seguro, pero después reconocí la voz de un hombre que gritaba desde el jardín. Me puse la camisa y me quedé de pie detrás del murete de la galería. Vi a un africano, uno de los eternos peatones de los caminos, de pie en el extremo del jardín, como temeroso de la casa. Cuando me vio empezó a gesticular y gritó:

—¡Hay cobras escupidoras en el castillo!

Eso explicaba el olor a pescado que nos rodeaba: era el olor a serpiente.

Nos pusimos la ropa, mojados como estábamos. Bajamos los escalones anchos, regios, hasta los restos del jardín, arenosos, quemados, con nerviosismo por las serpientes que podían dejarte ciego desde muchos metros. Terminamos de vestirnos en el landrover, y nos alejamos de allí en silencio. Al cabo de un rato le dije a Graça:

—Te huelo en mi cuerpo.

No sé cómo reuní el valor, pero me pareció fácil y natural decirlo. Ella replicó:

—Y yo te huelo a ti.

La amé por esa respuesta. Tuve la mano derecha apoyada en su muslo todo el tiempo que pude, y pensé con pena —y ya sin vergüenza personal— en mi padre y mi madre: los pobres no habían conocido un momento así.

Empecé a organizar mi vida en torno a los encuentros con Graça, sin importarme quién lo notara. Con una parte de mi mente me asombraba de mí mismo, me asombraba la persona en la que me había convertido. Recordé algo que había ocurrido en casa, en el asram, unos veinticinco años antes. Yo tendría unos diez años. Vino a ver a mi padre un comerciante de la ciudad. Era rico y daba dinero a las organizaciones benéficas y religiosas, pero a la gente le daba miedo porque se decía que era un sinvergüenza en su vida privada. Yo no sabía qué significaba eso pero —junto con las enseñanzas revolucionarias del tío de mi madre— a mis ojos deshonraba a aquel hombre y sus riquezas. El comerciante debía de pasar una crisis en su vida y, como hombre devoto que era, fue a ver a mi padre en busca de consejo y consuelo. Tras los saludos y las trivialidades de costumbre, el comerciante dijo:

—Maestro, me encuentro en una situación difícil. —Guardó silencio; mi padre esperó. Después añadió—: Maestro, soy como el rey Dasaratha.

Dasaratha era un nombre sagrado: era el soberano del antiguo reino de Kosala y padre del dios-héroe Rama. El comerciante sonrió, satisfecho con lo que había dicho, satisfecho de aliviarse añadiendo devoción a lo que contaba, pero mi padre no estaba nada satisfecho. Dijo, con la habitual severidad:

—¿Cómo que es igual que el rey Dasaratha?

Al comerciante debería haberle puesto en guardia el tono de mi padre, pero aún sonriendo, dijo:

—Quizá no sea exactamente como Dasaratha. Él tenía tres esposas. Yo dos, y ahí está la raíz de mis problemas, maestro. Yo…

Mi padre no le permitió continuar. Dijo:

—¿Cómo se atreve a compararse con los dioses? Dasaratha era un hombre de honor. Su reinado fue de una rectitud sin parangón. Su vida posterior fue de sacrificio. ¿Cómo osa compararse, usted y sus sórdidas ansias de bazar, con semejante hombre? Si no fuera yo hombre de paz haría que le echaran a latigazos de mi asram.

Aquel incidente contribuyó a aumentar la reputación de mi padre y cuando, como ocurría ahora, nosotros, sus hijos, nos enteramos de la desvergüenza del comerciante, nos quedamos tan horrorizados como mi padre. Tener dos esposas y dos familias significaba violar la naturaleza. Duplicar los compromisos y los sentimientos significaba una falsedad perpetua. Significaba deshonrar a todos, dejar a todos sobre arenas movedizas.

Eso me había parecido a mí cuando tenía diez años. Sin embargo, ahora me enfrentaba a Ana sin sentir vergüenza, y cuando veía a Luis, el marido de Graça, le trataba con una amistad que era auténtica, puesto que se la ofrecía agradecido por el amor de Graça.

Pronto descubriría que era bebedor, que la impresión que me había dado la primera vez que nos vimos de ser un hombre violento que se controlaba guardaba relación con su mal. Según me contó Graça, bebía durante todo el día, como si tuviera que reponer energías para seguir adelante. Bebía en cantidades pequeñas, imperceptibles, un par de traguitos rápidos de whisky o ron, nada más, y nunca parecía borracho ni descontrolado. En realidad, su forma de beber cuando estaba con gente le hacía parecer casi abstemio. Toda la vida de casada de Graça había estado marcada por esa afición a la bebida de su marido. Se habían trasladado de una ciudad a otra, de una casa a otra, de un trabajo a otro.

Ella culpaba a las monjas de su matrimonio. En cierto momento empezaron a hablarle en el colegio de hacerse monja. Hacían eso con las chicas pobres, y la familia de Graça era pobre. Su madre era mestiza y carecía de fortuna; su padre, portugués de segunda categoría, nacido en la colonia, ocupaba un puesto pequeño en la Administración. Una asociación benéfico-religiosa costeó los gastos para que Graça fuera al colegio de monjas, y a Graça le dio la impresión de que las monjas querían algo a cambio. Con ellas se sentía cohibida; siempre había sido una niña obediente, en casa y en el colegio. No decía que no; no quería parecer desagradecida. Intentaron derrumbarla durante meses enteros. La elogiaban. Decían: «Graça, no eres una persona común y corriente. Tienes cualidades especiales. Necesitamos personas como tú para elevar la orden». La asustaron, y cuando fue a casa de vacaciones se sentía más desdichada que nunca.

Su familia tenía un pequeño terreno, menos de una hectárea, con árboles frutales, flores, gallinas y otros animales. A Graça le encantaban aquellas cosas. Eran cosas que conocía desde la infancia. Le encantaba ver las gallinas empollando pacientemente los huevos, ver los polluelos amarillos, como de peluche, saliendo del cascarón, piando, toda la nidada capaz de encontrar cobijo bajo el ala de la gallina furibunda, cloqueante, siguiendo a la madre a todas partes, y, poco a poco, al cabo de unas semanas, verlos crecer, cada uno con un color y un carácter propios. Le encantaba que sus gatos la siguieran por el prado, y verlos correr a toda velocidad, de puro contento, no de miedo. La idea de enjaular a aquellos animalitos, gatos o gallinas, le producía gran pesar. La idea de renunciar a ellos para siempre y verse ella misma encerrada le resultaba insoportable. Empezó a sentir miedo de que las monjas fueran a hablar con su madre a sus espaldas, y de que su madre, religiosa y obediente, la entregase. Fue entonces cuando decidió casarse con Luis, el hijo de un vecino. Su madre comprendió su temor y accedió.

Luis llevaba detrás de ella una temporada, y era guapo. Graça tenía dieciséis años; Luis, veintiuno. Eran iguales socialmente. Graça se sentía más cómoda con él que con las chicas del colegio de monjas, la mayoría de las cuales tenían familias adineradas. Él trabajaba de mecánico en una empresa del lugar, con coches, camiones y maquinaria agrícola, y decía que quería montar su propio negocio. Ya bebía, pero en aquella época simplemente parecía una cuestión de estilo, parte de su actitud de hombre emprendedor.

Se trasladaron a la capital después de la boda. Él pensaba que no llegaría a nada en la pequeña ciudad, que no sería capaz de establecerse por su cuenta: los ricos del lugar lo controlaban todo y no dejaban ninguna posibilidad a los pobres. Vivieron una temporada en la capital con un familiar de Luis. Luis encontró un trabajo de mecánico en el ferrocarril, y les concedieron una casa acorde con la categoría de Luis como mecánico. Era una vivienda pequeña de tres habitaciones, en una hilera de casas, y construida para que solamente encajara en aquella hilera. No era adecuada para el clima. Estaba orientada hacia el oeste: por la tarde era un horno, y no se refrescaba hasta las nueve o las diez de la noche. Era espantoso vivir en un sitio así, un día tras otro: le ponía los nervios de punta a todo el mundo. Graça tuvo a sus dos hijos allí. Justo después del nacimiento del segundo le pasó algo en la cabeza y se vio un día andando por una zona de la capital que no conocía. Más o menos al mismo tiempo despidieron a Luis del trabajo por beber. Fue entonces cuando empezó su vida errante. La destreza de Luis como mecánico los mantuvo a flote, y en ocasiones les iba muy bien. Luis aún era capaz de cautivar a la gente. Empezó a trabajar en fincas y al poco tiempo era administrador. Era así: siempre empezaba bien y le cogía el tranquillo a todo enseguida. Pero siempre, en todos los trabajos, su decisión se resquebrajaba: su mente se oscurecía, sobrevenía una crisis, y después la caída.

Tanto como de la vida que había llevado con Luis, Graça estaba cansada de las mentiras que había tenido que contar sobre él, casi desde el principio, para encubrir la bebida. La habían convertido en otra persona. Una tarde volvía con los niños de una excursión y le encontraron bebiendo licor de plátano casero con el jardinero africano, un viejo borracho terrible. Los niños se asustaron: Graça les había inculcado el horror por la bebida. Tuvo que pensar rápidamente y decir algo distinto. Les explicó que lo que hacía su padre estaba bien, que los tiempos cambiaban y en África era socialmente justo que un administrador bebiera con su jardinero africano. Después descubrió que los niños también habían empezado a mentir. Habían cogido la costumbre de ella. Ésa fue la razón por la que, a pesar de haber sido desgraciada en el colegio de monjas, los envió a un internado.

Durante años soñó con volver al campo que había conocido de niña, donde las cosas sencillas del pequeño terreno de su familia, las gallinas, los animales, las flores y los árboles frutales la habían hecho tan feliz durante las vacaciones escolares. Había vuelto; vivía, como esposa del administrador, en una casa de la finca con mobiliario colonial antiguo. Era un falso esplendor: las cosas eran tan inciertas como siempre. Parecía que los cambios y las tensiones del pasado siempre la acompañarían, como si su vida se hubiera decidido hacía mucho tiempo.

Esto fue lo que me contó Graça sobre sí misma en el transcurso de muchos meses. Había tenido unos cuantos amantes en el camino. Para ella no formaban parte de la historia principal. Era algo que había ocurrido al margen de eso, como si, por así decirlo, en su memoria la vida sexual estuviera separada de su otra vida. Y así, indirectamente, me enteré de que había habido otras personas antes que yo, por lo general amigos de ellos dos, y en una ocasión incluso un patrón de Luis, que había interpretado los ojos de Graça como los había interpretado yo, y adivinado su necesidad. Yo sentía celos de todos aquellos amantes. Hasta entonces no había conocido los celos. Y al pensar en aquellas personas que habían visto su debilidad y aprovechado para atacar, recordé unas palabras de Percy Cato en Londres, y por primera vez me hice mi propia idea de la brutalidad de la vida sexual.

Estaba sumido en esa brutalidad con Graça. Jugueteaba con imágenes sexuales de ella cuando no estábamos juntos. Bajo su guía, ya que ella era la más experta, nuestras relaciones sexuales adquirieron formas que me pasmaron, me preocuparon y después me encantaron. Graça decía: «Las monjas no aprobarían esto». O decía: «Supongo que si fuera a confesarme mañana tendría que decir: “Padre, he sido inmodesta”». Y resultaba difícil olvidar lo que me había enseñado, desaprender la iniciación a nuevos sentidos, resultaba difícil volver a las simplezas sexuales de tiempos anteriores. Y pensaba, como tantas veces en semejantes ocasiones, en la puerilidad de los deseos de mi padre.

Pasaron los meses. Incluso al cabo de dos años me sentía indefenso en aquella vida de sensaciones. Al mismo tiempo empezó a brotar en mí, a medias, la sensación de la futilidad de mi vida, y junto a ella, el respeto por las prohibiciones religiosas de los extremos sexuales.

Ana me dijo un día:

—La gente habla de Graça y de ti. Lo sabes, ¿no?

Dije:

—Es verdad.

Ana replicó:

—Willie, no puedes hablarme así.

Yo le dije:

—Ojalá estuvieras en la habitación cuando hacemos el amor. Entonces lo comprenderías.

—No deberías hacerme esto, Willie. Yo creía que al menos tenías modales.

Repliqué:

—Te hablo como amiga, Ana. No tengo a nadie más a quien contárselo.

Ana dijo:

—Me parece que te has vuelto loco.

Y después pensé que a lo mejor tenía razón. Lo había dicho en un momento de locura sexual. Al día siguiente me dijo:

—Sabes que Graça es un persona muy sencilla, ¿verdad?

No sabía a qué se refería. ¿Se refería a que Graça era pobre, sin posición social, o a que era simple?

Insistió:

—Es sencilla. Ya sabes a qué me refiero.

Volvió un poco más tarde y me dijo:

—Tengo un hermanastro. ¿Lo sabías?

—No me lo habías contado.

—Me gustaría llevarte a que le vieras. Si quieres, quedo con él. Me gustaría que te hicieras una idea de con qué he tenido que vivir aquí, y por qué cuando te conocí pensé que había conocido a alguien de otro mundo.

Sentí una enorme lástima por ella, y también cierta preocupación por ser castigado por lo que había hecho. Accedí a ver a su hermanastro.

Vivía en la ciudad africana, en el límite de la ciudad propiamente dicha. Ana dijo:

—Debes recordar que es un hombre muy colérico. No lo expresará gritándote. Se hará el importante. Intentará hacerte ver que no le importas lo más mínimo, que le ha ido bien solo.

La ciudad africana había crecido mucho con la llegada del ejército. Era como una serie de aldeas empalmadas, donde la chapa ondulada y el hormigón o los bloques de hormigón habían ocupado el lugar de la paja y la caña. Desde lejos parecía ancha, baja y anormalmente llana. Unos grupos de árboles en el mismo límite señalaban el asentamiento de chozas original, la ciudad de la caña, como decía la gente. Era en aquella ciudad africana, más antigua, donde vivía el hermanastro de Ana. No era fácil conducir por allí. El estrecho sendero en el que entramos serpenteaba sin cesar, y continuamente aparecía un niño con una lata de agua en la cabeza. En la estación seca, el camino de tierra se había reducido a polvo rojo de varios centímetros de espesor, y ese polvo revoloteaba detrás de nosotros y después a nuestro alrededor como humo. Unos arroyos de desperdicios negros procedentes de varios patios se evaporaban en medio del polvo, y aquí y allá había charcos u hondonadas llenas de agua estancada. Algunos patios estaban vallados con chapa ondulada o cañas. Por todas partes había verdor, disparándose desde el polvo, grandes mangos echando ramas y delgados papayos, con pequeñas plantaciones de maíz, mandioca y caña de azúcar en muchos patios, casi como en una aldea. Algunos patios eran talleres donde fabricaban bloques de hormigón o muebles, ponían parches a neumáticos viejos o reparaban coches y camiones. El hermanastro de Ana era mecánico, y vivía junto a su gran taller. Parecía tener ajetreo, con muchos coches y minibuses viejos, y tres o cuatro hombres vestidos con grasientos pantalones cortos y camisetas. El suelo estaba negro de aceite de motor viejo.

Su casa era mejor que la mayoría de las de la ciudad africana. No tenía valla: estaba construida justo al borde del sendero. Era baja, de hormigón, y estaba minuciosamente pintada con óleo amarillo y verde. La entrada estaba en un lateral. Nos abrió la puerta un negro muy viejo, quizá un criado o un pariente lejano. Una amplia galería rodeaba las habitaciones principales, que se extendían por dos lados del patio. En los otros dos lados había edificios aparte, quizá las habitaciones de los criados o los invitados, y estaba la cocina. Todos los edificios estaban unidos por senderos de hormigón que se alzaban unos quince centímetros por encima de la gruesa capa de polvo (que también se convertiría en barro con la lluvia). Varias personas nos miraban desde la cocina y las dependencias, pero él no salió a la galería de la casa principal hasta que el criado nos llevó allí.

Era un hombre de piel oscura y estatura media. No nos miró ni a Ana ni a mí. Iba descalzo. Llevaba una camiseta y unos pantalones muy cortos y andrajosos. Sin mirarla, se puso a hablar con Ana en una especie de lengua local mixta que a mí no me resultaba fácil comprender. Ana replicó en la misma lengua. Con indiferencia, arrastrando los pies por el suelo de hormigón, nos llevó adentro, a la habitación destinada a las visitas. Una radio sonaba a todo volumen: la radio era parte importante de aquella habitación seria. Las ventanas estaban cerradas y la habitación oscura y muy caldeada. Creo que se ofreció a poner el aire acondicionado. Tan cortés como él, Ana le dijo que no se molestara. La habitación estaba abarrotada, con el mobiliario formal que debía tener una habitación para las visitas: sillas tapizadas (estaban cubiertas con fundas brillantes de fibra sintética), mesa de comedor con todas sus sillas (sin pulimentar, bastas, posiblemente fabricadas en una de las carpinterías del sendero). En realidad no había sitio para todo: estaba todo apiñado. No paró de hablar: le enseñaba a Ana lo que tenía, sin mirarla, y Ana no paró de alabarle. Nos invitó a sentarnos en las sillas tapizadas. Correspondiendo a su cortesía, Ana dijo que preferíamos sentarnos fuera y, tras apagar la radio, el hermanastro volvió con nosotros a la galería, donde había mesas y sillas de uso diario.

El hermanastro gritó, y una mujer blanca, muy menuda, salió de una de las habitaciones. Tenía un rostro regordete, inexpresivo, y no era joven. La presentó a Ana como su esposa, como pude entender, y Ana fue amable. La blanca menuda —y era realmente pequeñita, no mucho más alta que la vitrina (con adornos) contra la que se apoyaba— nos preguntó si queríamos algo de beber. Inmediatamente se oyeron gritos en la cocina. El hombre se sentó en una butaca. Acercó un taburete con los pies y los apoyó en él, con las rodillas muy separadas; sus andrajosos pantalones se le subieron casi hasta la entrepierna. La gente que estaba en el patio, la cocina y las dependencias no paraban de mirarnos, pero él no nos dirigió ni una sola mirada, ni a Ana ni a mí. En cierto momento me di cuenta de que, a pesar de su piel oscura, tenía ojos claros. Se palpó la cara interna de los muslos lentamente, como si se estuviera acariciando. Ana me había advertido de esa clase de agresión: en otro caso, me habría resultado difícil. Y más tarde vi que, además de su esposa y de la vitrina con adornos, tenía otro tesoro en la galería: una gran botella de tinte verde con una serpiente viva, sobre una mesa cubierta con un hule justo al lado de su silla.

La serpiente era verdosa. Cuando aquel hombre la molestaba o la hacía rabiar, la serpiente, a pesar de su confinamiento, abría la boca encolerizada, y daba miedo verla abalanzarse contra un costado de la botella, que ya estaba descolorida con una especie de mucosidad de la boca de la serpiente. A aquel hombre le encantaba ver mi reacción ante el animal. Se puso a hablarme en portugués, y por primera vez me miró. Dijo:

—Es una cobra escupidora. Te pueden cegar desde más de cuatro metros de distancia. Apuntan a las cosas brillantes: el reloj, las gafas, los ojos. Si no te lavas inmediatamente con agua y azúcar, lo pasas mal.

Al volver a casa le dije a Ana:

—Ha sido espantoso. Me alegro de que me hubieras contado lo de que iba a hacerse el importante. Eso me ha dado igual. Pero lo de la serpiente… Me hubiera gustado romper la botella.

Ella replicó:

—Que sea de mi propia sangre… Y pensar que está ahí todo el tiempo. Con eso tuvimos que vivir. Quería que le vieras. Es lo que tú podrías dejar.

Lo dejé correr. No tenía ganas de pelearme con ella. Se había portado muy bien, delicadamente, con su hermanastro, muy bien en una situación complicada, y dentro de mí surgieron el amor y el respeto de antes. El antiguo amor: aún existía, e incluso podía aumentar en momentos como aquél, pero ya pertenecía a otra vida, o a una parte de mi vida que había seguido su curso. Yo ya no dormía en la gran cama tallada del abuelo de Ana, pero vivíamos perfectamente en la misma casa, comíamos juntos con frecuencia y teníamos muchas cosas de que hablar. Ella ya no intentaba reprenderme. A veces, mientras hablábamos, se regañaba a sí misma diciendo: «Pero no debería hablar contigo así». Y un poco más tarde volvía a empezar. Yo seguía confiando en ella para los asuntos de la finca y las actividades de los hacendados.

Y no me sorprendió la noticia de que Carla Correia iba a vender su finca. Ana siempre había dicho que era lo que Carla haría, que a pesar de tanto hablar de caridad para con una amiga del colegio, habían metido a Luis y Graça en la casa únicamente para que la mantuvieran en buen estado hasta que pudiera venderse. Carla la vendió a una gran inmobiliaria de Portugal, y por todo lo alto. Los precios de las fincas, que habían caído a causa de la guerrilla en el norte y el oeste, volvieron a subir, de una forma irracional, debido a que ciertas personas influyentes de Lisboa empezaron a decir que el gobierno y la guerrilla estaban a punto de llegar a un acuerdo.

De modo que Luis y Graça tendrían que ponerse en marcha otra vez. La inmobiliaria quería la casa para sus directivos cuando vinieran «de visita» (al parecer creían que el orden y el estilo coloniales continuarían después de la guerra). Pero a Luis y a Graça no les salió todo mal. La inmobiliaria quería que Luis continuara de administrador de la finca. Iban a construirle una casa en una parcela de algo menos de una hectárea, y al cabo de los años Luis podría comprarla con facilidades. Hasta que estuviera construida, Luis y Graça seguirían viviendo en la casa de la finca. Formaba parte del trato que había hecho Carla con la inmobiliaria. De modo que Ana tenía razón y se equivocaba al mismo tiempo. Carla había utilizado a Luis y Graça (en cierta manera) para aumentar su fortuna, pero no había olvidado a su amiga del colegio. Graça era muy feliz. Desde que se marchara de casa, nunca había tenido una propia. Era lo que soñaba desde hacía años: la casa, el jardín, los árboles frutales y los animales. Había empezado a pensar que nunca llegaría, pero había llegado, aunque de una forma tortuosa.

Muy poco después de la venta, la inmobiliaria, con sus aires de grandeza, envió a un arquitecto de la capital para construir la casa de Graça. Ella apenas podía creerse la suerte que tenía. ¡Un arquitecto, y de Portugal! Se alojó en una de las habitaciones de invitados de la casa de la finca. Se llamaba Gouveia. Era desenvuelto, metropolitano y con estilo, y a todos los de nuestra zona nos hacía parecer anticuados. Llevaba vaqueros muy ceñidos que le hacían un poco grueso y blando, pero no se nos ocurría criticarle. Tenía treinta y tantos años, y todos los del círculo de las fincas le adulaban. Empezó a venir a nuestros almuerzos de los domingos. Suponíamos que porque era de Portugal y trabajaba para la inmobiliaria, que estaba comprando todas las fincas antiguas, apostando por la continuidad del pasado, suponíamos que estaría en contra de la guerrilla, pero era al contrario. Hablaba con entusiasmo de la sangre que se derramaría, casi como hablaba Jacinto Correia en los viejos tiempos. Llegamos a la conclusión de que era un blanco que se las daba de negro. Era un tipo de persona que acababa de empezar a llegar a la colonia, la figura del conquistador, acaudalado, portugués de pura cepa, personas como Gouveia, en realidad, que podían ahuecar el ala o cuidar de sí mismas si surgían verdaderos problemas.

Al cabo como de una semana se corrió el rumor de que Gouveia mantenía una relación con una mujer africana en la capital. Como siempre cuando llegaba una persona nueva, parecía que alguien se dedicaba a investigar, y durante los siguientes días nos enteramos de cotilleos sobre aquella mujer. Una de las historias que se contaban era que había ido con Gouveia a Portugal, pero se había negado a hacer tareas domésticas porque no quería que la gente en Portugal pensara que era una criada. Otros cotilleos eran sobre sus criados de la capital. Según contaban, los criados se peleaban continuamente con ella porque era africana y no le tenían ningún respeto. También contaban que alguien le había preguntado por qué era tan dura con los criados y que ella había contestado que era africana y sabía cómo tratar a los africanos. Aquellas historias parecían inventadas; recurrían al pasado, y nadie se las llegaba a creer ni a hallar consuelo en ellas, pero circulaban. Y entonces llegó la mujer de la capital a pasar unos días con Gouveia, y el arquitecto la llevó al almuerzo del domingo. Era de lo más normal y corriente, de rostro inexpresivo, calculadora, reservada y silenciosa, una aldeana transportada a la ciudad. Al cabo de un rato nos dimos cuenta de que estaba embarazada, y entonces fuimos nosotros los que no dijimos ni pío. Después alguien comentó:

—Sabéis por qué hace lo que está haciendo, ¿verdad? Quiere congraciarse con los guerrilleros. Piensa que si hay una mujer africana con él no le matarán cuando lleguen.

Hicimos el amor en la casa, Graça y yo, mientras la estaban construyendo. Dijo:

—Tenemos que estrenar todas las habitaciones.

Y así lo hicimos. Arrastrábamos el olor a madera cepillada, serrín y hormigón nuevo. Pero había más personas atraídas por la nueva casa. Un día, al oír que alguien hablaba, nos asomamos a una pared a medio hacer y vimos a unos niños, inocentes, experimentados, asustados de vernos. Graça dijo:

—Ya no tenemos secretos.

Un día nos encontramos con Gouveia. Vi en sus brillantes ojos oscuros que había adivinado nuestras intenciones. Alardeando, explicó lo que se proponía hacer con la casa de Graça. Después añadió:

—Pero yo quiero vivir en el Castillo Alemán. Las casas tienen su destino, y el destino del castillo es que sea mío. Lo arreglaré magníficamente, y cuando llegue la revolución me mudaré allí. —Pensé en la casa, la vista, el alemán y las serpientes, y Gouveia dijo—: No pongas esa cara de susto, Willie. Es sólo una cita de Doctor Zhivago.

Una noche, temprano, cuando las luces estaban aún dando brincos, Ana vino a mi habitación. Estaba en tensión. Llevaba el camisón corto que acentuaba lo menudo de su cuerpo y lo delicado de sus huesos. Dijo:

—Willie, es tan espantoso que no sé cómo contarlo. Hay excrementos en mi cama. Acabo de descubrirlo. Es la hija de Júlio. Ven a ayudarme con las sábanas. Vamos a quemarlo todo.

Fuimos a la gran cama tallada y la deshicimos rápidamente. Las luces parpadearon, y Ana se puso aún más tensa. Dijo:

—Me siento tan sucia… Querría bañarme una y otra vez.

Le dije:

—Ve a ducharte. Yo quemaré las sábanas.

Llevé el gran fardo a la parte seca del jardín. Lo rocié de gasolina y tiré una cerilla desde cierta distancia. La llama ascendió con estruendo y observé cómo lo reducía a cenizas, mientras el generador zumbaba y las luces de la casa bajaban y subían.

Fue una mala noche. Ana vino a mi habitación, mojada y tiritando después de la ducha, y la abracé. Se dejó abrazar, y volví a pensar en cómo se había dejado besar en mi habitación de la escuela de Magisterio de Londres. También pensé en la hija de Júlio, que cuando era una chica joven había intentado entablar una conversación de cumplido conmigo, que me había robado el pasaporte y los papeles, y a quien había visto pero sin saludarla en uno de los lugares de placer.

Ana dijo:

—No sé si lo habrá puesto aquí o si se habrá acuclillado en la cama.

Le dije:

—No pienses en eso. Sólo piensa que te vas a librar de ella por la mañana.

Ana replicó:

—Quiero que estés pendiente mañana por la mañana. No aparezcas, pero estate pendiente, por si se pone violenta.

Por la mañana Ana estaba serena de nuevo. Cuando llegó la hija de Júlio, le dijo:

—Ha sido repugnante. Estás en esta casa desde que naciste. Eres una persona repugnante. Debería decirle a tu padre que te diera de latigazos. Pero lo único que quiero es que te marches inmediatamente. Te doy media hora.

La hija de Júlio replicó, con el descaro que había aprendido en los lugares de placer:

—Yo no soy repugnante. Si aquí hay alguien repugnante, ya sabe usted quién es.

Ana dijo:

—Sal de aquí y no vuelvas. Te doy media hora.

La hija de Júlio replicó:

—No es usted quién para decirme que no vuelva. Podría volver algún día, y más pronto de lo que se cree. Y no para vivir con los criados.

Yo estaba en el cuarto de baño, detrás de la puerta entreabierta. Tenía la sensación de que la hija de Júlio sabía que estaba allí, y pensé, como llevaba toda la noche pensando: «Ana, ¿qué te he hecho?».

Al almuerzo del domingo vino aquella semana un hombre de la misión local que había vuelto de las misiones de la frontera del norte. Dijo:

—Ni aquí ni en la capital se sabe nada de la guerra en el campo. Aquí la vida ha continuado como siempre, pero en el norte hay zonas enteras dominadas por los guerrilleros. Tienen escuelas y hospitales, y están armando y adiestrando a la gente de las aldeas.

Gouveia dijo, con su tono jocoso:

—¿Y cuándo cree que oiremos las explosiones de la artillería en medio de la calurosa noche tropical?

El misionero contestó:

—Probablemente, los guerrilleros nos están rodeando. Nunca atacan zonas colonizadas como usted dice. Envían a gente desarmada. Parecen africanos normales y corrientes. Propagan el rumor de que se aproxima la revolución. Preparan a la gente.

Y pensé en las impresiones del primer día, de los africanos andando, y después de las fincas y los poblados de hormigón en un mar africano. Gouveia dijo:

—¿Quiere decir que me pueden asaltar en la carretera?

El misionero contestó:

—Es posible. Están por todas partes.

Gouveia dijo, en esta ocasión sólo medio en broma:

—Me parece que intentaré marcharme antes de que cierren el aeropuerto.

En su tono profético, la señora Noronha dijo:

—Tela. Tenemos que hacer acopio de tela.

Alguien preguntó:

—¿Para qué vamos a hacer semejante cosa?

Desde Carla Correia, nadie le había hablado así a la señora Noronha. La señora Noronha dijo:

—Estamos como los israelitas en el desierto.

Alguien replicó:

—No tenía yo entendido que los israelitas hicieran acopio de tela.

Y la pobre señora Noronha, desaparecido su crédito como mística, reconociendo que se había confundido con las profecías, apretó la cabeza contra un hombro, cerró los ojos y salió de nuestras vidas para siempre en su silla de ruedas. Más adelante, tras el traspaso del poder a la guerrilla, nos enteramos de que había sido una de las primeras personas repatriadas a Portugal.

La casa de Graça estuvo terminada mucho antes de aquel traspaso. Luis y ella dieron una fiesta de inauguración. Tenían muy pocos muebles, pero Luis salió airoso como anfitrión con su estilo, inclinándose para ofrecer copas con una actitud casi confiada. Dos semanas más tarde desapareció, él y su landrover. La policía colonial, que aún ejercía el control por entonces, dijo que probablemente había sido secuestrado por los guerrilleros. Como en nuestra ciudad ningún funcionario tenía contacto con la guerrilla, no hubo manera de averiguar nada más. Graça enloqueció de dolor. Dijo:

—Estaba desesperado. No puedes hacerte ni idea de lo desesperado que estaba desde que nos trasladamos a la casa. Tendría que haberse alegrado, pero ocurrió lo contrario.

Y días más tarde le encontraron unos pastores, a él y el landrover, apartado del camino de tierra, cerca de un abrevadero. La puerta del vehículo estaba abierta, y había botellas de alcohol.

Estaba casi desnudo, pero con vida. Se le había ido la cabeza, o eso se dio a entender. Únicamente era capaz de repetir palabras que le dirigían. «¿Te fuiste de juerga?», y él contestaba: «Juerga». «¿Te cogieron los guerrilleros?», y él contestaba: «Los guerrilleros». Le llevaron a la casa nueva, vacía. Graça le estaba esperando. Retrocedí mentalmente varios años, a la escuela de la misión y a un poema del libro de lecturas de tercero:

Muerto le devolvieron al guerrero.

Ni un desmayo, ni un gemir.

Al mirarla, sus doncellas dijeron:

«Ha de llorar o morir».

No volvimos a hacer el amor.

Graça le cuidó en la casa nueva. Era su nuevo papel, el de enfermera, ocuparse de él como una hermana de la caridad. Si no hubiera habido guerra quizá habría habido algún médico que supiera qué hacer, pero las personas como los médicos estaban abandonando la colonia o el país todos los días; la finca estaba en una zona remota; la carretera era peligrosa, y con el cerebro y el hígado destrozados, Luis simplemente se fue consumiendo en la casa vacía.

Los grandes acontecimientos en la vida de la colonia, los últimos ritos, tuvieron lugar lejos de ella. El gobierno colonial cerró en la capital, así como así; la guerrilla tomó el poder. La población portuguesa empezó a marcharse. El ejército se retiró de nuestra ciudad. El cuartel se quedó vacío; parecía extraño, tras la actividad y los rituales cotidianos de los militares, como los rituales de la Iglesia, durante los últimos doce años. Y tras varias semanas de aquel vacío, se trasladaron tropas guerrilleras en número mucho menor y ocuparon sólo una parte del cuartel que se había ampliado muchas veces durante la guerra. Había muerto gente, pero en realidad el ejército no deseaba librar esa guerra africana, y la vida en las ciudades continuó siendo normal hasta el final. La guerra era como un juego lejano; incluso al final costaba trabajo creer que el juego iba a tener grandes consecuencias. Era como si el ejército, por ciertos objetivos políticos, hubiera estado en connivencia con la guerrilla (con su táctica de infiltración sin armas) para mantener la paz en las ciudades, de modo que, llegado el momento, la guerrilla pudiera apoderarse de las ciudades en perfectas condiciones.

Como después de haber aplicado un herbicida, durante una temporada no se exteriorizó nada, y se podía pensar que nada había cambiado, que seguirían llegando productos a las tiendas y gasolina a los surtidores. Pero de repente, como con el herbicida, el cambio se dejó notar. Ciertas tiendas se quedaron vacías y no volvieron a abrir: los propietarios se habían marchado, a Sudáfrica o Portugal. Algunas casas de la plaza central quedaron abandonadas. Los globos de los postes de las puertas o las galerías se rompieron rápidamente; poco después, los cristales, que llevaban años intactos, se desprendieron misteriosamente; más adelante, las ventanas fueron arrancadas de sus goznes, y aquí y allá empezaron a pudrirse las vigas y a combarse los tejados. Antes pensábamos que los servicios municipales de nuestra pequeña ciudad eran rudimentarios; en aquellos momentos empezamos a notar su ausencia. El alcantarillado se atascó, y unos glaciares de arena (con trozos de hierbajos en las partes más altas, y ondas o trenzas de fina arena trazadas en los diminutos arroyos que discurrían después de la lluvia) salían de las calles y avanzaban lentamente hacia las alcantarillas obstruidas. Los jardines se llenaron de maleza y después quedaron tan agostados como los jardines de diseño del Castillo Alemán, que llevaba tres décadas abandonado: con aquel clima todo se aceleraba y se transformaba en lo que tenía que ser. En el campo, la carretera principal de asfalto estaba llena de tremendos baches. Las casas de algunas fincas se quedaron sin dueño, y las familias africanas, cohibidas al principio ante personas como Ana, empezaron a instalarse en las anchas galerías tras las enredaderas de buganvillas.

Hubo meses muy duros. En los últimos días de orden, la señora Noronha nos había pedido que hiciéramos acopio de tela para los malos tiempos venideros. Nosotros hicimos acopio de gasolina. La finca tenía un surtidor; llenamos bidones y los escondimos: sin los landrover habríamos estado perdidos. Como dejamos de poner en funcionamiento los generadores, las noches se hicieron silenciosas, y descubrimos el encanto de las grandes sombras proyectadas por una lámpara de queroseno. No tuvo que pasar mucho tiempo para que las cosas se vinieran abajo, para que volvieran a ser como en la época del abuelo de Ana, que había tenido que vivir en contacto con el terreno, en contacto con el clima, los insectos y las enfermedades, en contacto con sus vecinos y trabajadores africanos antes de que se extrajeran las comodidades de la dura tierra, como agua de las piedras.

Graça se las arreglaba bastante bien en su casa. En cierto modo era lo que siempre había querido: una casa y una hectárea de tierra, gallinas y árboles frutales. Estaba más dispuesta que Ana a alegrarse por el nuevo régimen. Dijo:

—Quieren que vivamos compartiendo. Es la mejor forma de vivir. Fíjate, al fin y al cabo las monjas tenían razón. Ha llegado el momento de que todos seamos pobres. Tenemos que compartir todo lo que tenemos. Llevan razón. Tenemos que ser como todos los demás. Tenemos que ayudar y ser útiles. Voy a darles todo lo que tengo. No dejaré que me lo pidan. Les daré esta casa.

Sus dos hijos se habían ido junto con muchos parientes a Portugal.

—Me enfadé con ellos. En Portugal tendrán que preparar papeles para decir quiénes son. ¿Cómo se puede hacer una cosa así? ¿Cómo puede decir nadie quién es? Prepararán papeles para decir que son portugueses. Yo no tengo que hacer eso aquí. Mi abuelo está enterrado aquí. Murió joven. Está entre los antepasados. Voy todos los años a su tumba a hablar con él. Le hablo de la familia. Se lo cuento todo. Me siento bien cuando lo hago. Desde luego, no se lo digo a nadie. La gente cree que voy al mercado.

Miré sus ojos de sufrimiento y pensé: «Hacía el amor con una mujer trastornada. ¿Sería verdad, lo que creía tener con ella?».

Cuando se lo conté, Ana dijo:

—No les está dando nada. Se engaña a sí misma incluso en medio de su dolor. Se lo están quitando. Dicen que también me lo van a quitar a mí, pero yo no voy a huir. La mitad de lo que me dio mi abuelo lo robó mi padre. Voy a quedarme aquí y a proteger la otra mitad. No quiero que nadie me ocupe la casa ni que duerma en mi cama.

Con el tiempo el nuevo gobierno organizó una especie de Administración. Todo tardaba tres o cuatro veces más que antes, pero aprendimos a hacer las cosas. Volvió a haber servicios, si se los puede llamar así. Las grandes penurias tocaron a su fin; pero justo entonces empezaron a correr rumores de una nueva guerra tribal. Al igual que los guerrilleros antiportugueses habían empezado en el campo, quienes eran hostiles a los vencedores también empezaron en el campo. Los guerrilleros habían contado con el apoyo de los gobiernos negros del otro lado de la frontera. Los nuevos insurgentes contaban con el apoyo del gobierno blanco al oeste, y eran mucho más peligrosos. Su táctica consistía en «iniciar» a los nuevos reclutas, enviar a un recluta a matar a alguien. Asaltaban los alrededores de las ciudades, mataban gente, quemaban casas y sembraban el terror.

Yo no creía que pudiera soportar otra guerra. Comprendía que tuviera sentido para Ana, pero no para mí. Me sentí perplejo durante varias semanas. No sabía qué hacer. Supongo que no tenía valor para decírselo a Ana. Era la estación de las lluvias. Tengo motivos para recordarlo. Los escalones de mármol semicirculares estaban resbaladizos con el abundante polen del árbol de sombra. Resbalé y me caí pesadamente. Cuando me desperté, en el decadente hospital militar del cuartel de la ciudad, el dolor físico de mi cuerpo herido era como el otro dolor que me había acompañado durante meses enteros, quizá durante años.

Cuando Ana fue al hospital, reuní valor y le dije que quería divorciarme.

Cuando volvió más tarde, le dije:

—Tengo cuarenta y un años. Estoy cansado de vivir tu vida.

—Tú lo querías, Willie. Tú lo pediste. Yo tuve que pensármelo.

—Ya lo sé. Lo has hecho todo por mí. Me has hecho las cosas fáciles aquí. No podría haber vivido aquí sin ti. Cuando te lo pedí en Londres estaba asustado. No tenía adónde ir. Iban a echarme de la escuela a final de curso y no sabía qué hacer para mantenerme a flote. Pero ya se ha pasado la mejor parte de mi vida, y no he hecho nada.

—Tienes miedo a la nueva guerra.

—E incluso si nos fuéramos a Portugal, incluso si me dejaran entrar allí, seguiría siendo tu vida. Llevo demasiado tiempo escondiéndome.

Ana dijo:

—A lo mejor tampoco era realmente mi vida.

Marzo de 1999 - agosto de 2000