Capítulo 9

Becky empezó a notar pequeños cambios en los modales de Charlie, primero sutiles, y después más obvios.

Daphne no intentó ocultar su implicación en lo que ella describía como «el descubrimiento social de la década, mi propio Charlie Doolittle».

—Fíjate, este fin de semana le llevé a Harcourt Hall, y tuvo un éxito arrollador. Hasta mamá opinó que era fantástico.

—¿A tu madre le gusta Charlie Trumper? —preguntó Becky, incrédula.

—Oh, sí, querida, pero mamá sabe que no tengo la menor intención de casarme con Charlie.

—Ve con cuidado. Yo tampoco tenía la intención de casarme con Guy.

—Querida, tú provienes de la clase romántica, mientras que yo he nacido en un medio social más práctico; por eso la aristocracia ha sobrevivido durante tanto tiempo. No, terminaré casándome con un tal Percy Wiltshire y no tendrá nada que ver con el destino o las estrellas, sino con el anticuado sentido común.

—¿Y ya has informado a Percy de tus planes para su futuro?

—Por supuesto que no. Ni siquiera su madre se lo ha dicho.

—Pero ¿y si Charlie se enamorara de ti?

—Eso no es posible. Hay otra mujer en su vida, ¿sabes?

—Santo Dios. Nunca me lo ha dicho.

El balance semestral de la tienda mostró una mejora considerable sobre el primer trimestre, como Daphne descubrió cuando recibió el siguiente cheque. Le dijo a Becky que, a este paso, no confiaba en extraer ningún beneficio a largo plazo de su préstamo. En cuanto a Becky, pasaba cada vez menos tiempo pensando en Daphne, Charlie o la tienda, a medida que se acercaba la hora en que Guy partiría hacia la India.

India… Becky no había dormido la noche en que se enteró de que Guy había sido destinado durante tres años a aquel país, y habría deseado, sin duda alguna, conocer una noticia que desbarataba tanto su futuro de labios de Guy, y no de Daphne. Becky había aceptado en el pasado, sin discusión, que los deberes de Guy para con el regimiento le impedirían verle de una forma regular, pero, a medida que el momento de su partida se aproximaba, empezó a detestar las guardias, los ejercicios nocturnos y casi todas las operaciones de fin de semana en que debía tomar parte.

Becky temía que las atenciones de Guy se enfriarían después de su trascendental visita a Ashurst Hall, pero aún se mostró más ardiente y no paraba de repetir que todo sería muy diferente cuando estuvieran casados.

Los meses se convirtieron en semanas y las semanas en días, hasta que el temido círculo que Becky había trazado alrededor del 3 de febrero de 1920, en el calendario que tenía junto a la cama, se cernió sobre ellos.

—Vamos a cenar al Café Royal, donde pasamos nuestra primera velada juntos —sugirió Guy el lunes anterior a su partida.

—No —dijo Becky—, no quiero compartirte con cien personas en nuestra última noche. —Vaciló antes de añadir—: Si eres capaz de afrontar la prueba de mi arte culinario, prefiero cenar en el piso. Al menos, así estaremos solos.

Guy sonrió.

Becky dejó de pasar a diario por la tienda cuando el negocio empezó a prosperar, pero no podía resistir la tentación de echar un vistazo por el escaparate cada vez que pasaba por delante del 147. Aquel lunes por la mañana en particular, le sorprendió no ver a Charlie detrás del mostrador. Eran las ocho en punto.

—Aquí —oyó que le gritaba una voz desde atrás.

Se volvió y vio a Charlie sentado en el mismo banco donde la había esperado el día de su regreso. Cruzó la calle para ir a su encuentro.

—¿Qué significa esto? ¿Has tomado la jubilación anticipada antes de devolver nuestro préstamo?

—Por supuesto que no. Estoy trabajando.

—¿Trabajando? Haga el favor de explicarme, señor Trumper, como puede calificarse de trabajo estar holgazaneando en un banco del parque el lunes por la mañana.

—Fue Henry Ford quien nos enseñó que «por cada minuto de acción, tiene que haber una hora de pensamiento» —dijo Charlie, con un levísimo rastro de su antiguo acento.

Becky no dejó de reparar en su pronunciación de la palabra «Henry».

—¿Y a dónde te llevan esos pensamientos fordianos en este preciso momento?

—A esa fila de tiendas de la acera opuesta.

—¿A todas ellas? —Becky contempló la manzana—, ¿y a qué conclusión habría llegado el señor Ford, de haber estado sentado en este banco?

—Que representan treinta y seis maneras diferentes de hacer dinero.

—Nunca las he contado, pero acepto tu palabra.

—Pero ¿qué más ves cuando las miras?

Los ojos de Becky se volvieron hacia Chelsea Terrace.

—Montones de gente paseando arriba y abajo, sobre todo damas con sombrillas, niñeras empujando cochecillos de niño y ese curioso niño con su comba. —Hizo una pausa—. Bueno, ¿qué ves tú?

—Dos carteles de «En venta».

—Confieso que no me había dado cuenta.

—Porque miras con ojos diferentes —explicó Charlie.

—Primero, tenemos la carnicería de Kendrick. Bien, todos sabemos lo que le pasa, ¿no? Un ataque al corazón, y su médico le ha aconsejado que se jubile o no vivirá mucho tiempo.

—Y, a continuación, la tienda del señor Rutheford —dijo Becky, localizando el segundo cartel de «En venta».

—El anticuario. Oh, sí, el querido Julián quiere liquidar el negocio y reunirse con su amiguito en Nueva York, donde la ley es más complaciente con sus proclividades particulares… ¿Te gusta la palabreja?

—¿Cómo has averiguado…?

—Información —dijo Charlie, tocándose la nariz—. El fluido vital de los negocios.

—¿Otro principio fordiano?

—No, mucho más cercano —admitió Charlie—. Daphne Harcourt-Browne.

—¿Y qué vas a hacer al respecto? —sonrió Becky.

—Voy a apoderarme de ambas.

—¿Y cómo lo vas a hacer?

—Con mi inteligencia y tu diligencia.

—¿Hablas en serio, Charlie Trumper?

—Más que nunca. —Charlie se volvió para mirarla—. Al fin y al cabo, ¿por qué Chelsea Terrace ha de ser diferente de Whitechapel?

—Tal vez en un decimal —sugirió Becky.

—Pues ya puede mover esa coma, señorita Salmon, porque ha llegado el momento de que dejes de ser un socio secreto y empieces a cumplir tu parte del trato.

—¿Y mis exámenes?

—Utiliza el tiempo libre que tendrás cuando tu novio se vaya a la India.

—Se va mañana, de hecho.

—En ese caso, te concedo un día más de licencia. ¿No es así como los oficiales denominan un día de asueto? Pero mañana quiero que vuelvas a John D. Wood y conciertes una cita para ver a ese granuja de empleado… ¿Cómo se llama?

—Palmer.

—Sí, Palmer. Dale instrucciones para que negocie en nuestro nombre un precio por esas dos tiendas, y adviértele que nos interesa todo cuanto quede libre en Chelsea Terrace.

—¿Todo lo que quede libre en Chelsea Terrace? —repitió Becky, que tomaba notas en la contraportada de su libro de texto.

—Sí, y también necesitaremos obtener casi todo el dinero que va a costar, de modo que visita varios bancos y ocúpate de conseguir buenas condiciones. Pasa de todo lo que exceda el cuatro por ciento.

—Nada que exceda el cuatro por ciento, pero… ¿treinta y seis tiendas, Charlie?

—Lo sé, podemos tardar muchísimo tiempo.

Cuando Becky llegó a la biblioteca del colegio Bedford intentó apartar a un lado los sueños de convertirse en el nuevo señor Selfridge que alimentaba Charlie, pues tenía la intención de terminar un ensayo sobre la influencia de Bernini en la escultura del siglo diecisiete. No obstante, su mente saltaba de Bernini a Charlie, y de este a Guy. Incapaz de abordar lo moderno, Becky descubrió que su fracaso era todavía mayor con lo antiguo, y llegó a la desganada conclusión de que debería aplazar el ensayo hasta que tuviera más tiempo para concentrarse en el pasado.

A la hora de comer se sentó sobre el muro de ladrillo rojo que corría frente a la biblioteca. Mordisqueó una camuesa naranja Cox y siguió pensando. Comió un último bocado antes de tirar el corazón a una papelera cercana y todo lo demás al interior de su cartapacio, antes de emprender el viaje de vuelta a Chelsea.

Cuando llegó a la Terrace se detuvo en primer lugar en la carnicería, donde compró una pierna de cordero y expresó a la señora Kendrick su pesar por el estado de salud de su marido. Al pagar la cuenta reparó en que los dependientes, aunque bien aleccionados, mostraban una deplorable falta de iniciativa. Los clientes huían justo con lo que habían ido a buscar, cosa que Charlie jamás les hubiera permitido. Después, engrosó la cola formada frente a la tienda de Charlie e indicó a este que le sirviera.

—¿Algo especial, señora?

—Un kilo de patatas, medio de tomates, una col y un melón.

—Hoy está de suerte, señora. El melón está en su punto para esta noche —dijo Charlie, apretando la parte superior—. ¿Puedo servirla en algo más, señora?

—No, gracias, buen hombre.

—Entonces, serán tres chelines y cuatro peniques, señora.

—¿Y no me regala una camuesa naranja Cox, como a las demás chicas?

—No, señora, lo siento, tales privilegios se reservan para nuestras clientas habituales. Le advierto, de todos modos, que podría convencerme, en el caso de que me invitara a compartir el melón con usted esta noche. Eso me daría la ocasión de explicarle con todo detalle mis planes respecto a Chelsea Terrace, Londres, el mundo…

—Esta noche no puedo, Charlie. Guy se va a la India por la mañana.

—Claro, qué tonto soy. Lo siento. Me había olvidado. —Parecía extrañamente turbado—. ¿Mañana, tal vez?

—Sí, ¿por qué no?

—Entonces, te llevaré a cenar, para variar. Te recogeré a las ocho.

—Trato hecho, socio —dijo Becky, intentando imitar a Sarah Bernhardt.

Charlie se distrajo cuando le tocó el turno a una señora gorda.

—Ah, lady Nourse —dijo Charlie, recobrando su acento de siempre—, ¿sus nabos y rutabagas de costumbre, o vamos a ser hoy un poco más atrevidos?

Becky se volvió para ver a lady Nourse, que no tenía ni un día menos de sesenta años, ruborizarse e hinchar de satisfacción su abundante pecho.

Becky entró en su piso y se dirigió de inmediato a la sala de estar para comprobar que estaba limpia y ordenada. Daphne aún no había regresado de su largo fin de semana en Harcourt Hall, y aparte de arreglar el extravagante cojín y correr las cortinas, no quedaba mucho por hacer.

Becky decidió adelantar en lo posible la confección de la cena antes de darse un baño. Ya se estaba arrepintiendo de haber rechazado la oferta de Daphne, en el sentido de contratar un cocinero y un par de criadas de Lowndes Square para ayudarla, pero había decidido tener a Guy solo para ella, aunque sabía que su madre desaprobaría que cenaran a solas en el piso.

Melón, pierna de cordero con patatas, col y un tomate; el menú merecería la aprobación de su madre, ciertamente, pero sospechaba que tal aprobación no abarcaría el gasto de dinero, ganado con tantos esfuerzos, en una botella de Nuit St. George 1912, que había comprado en la tienda del señor Cuthbert, número 101. Peló las patatas, untó con grasa el cordero y comprobó que quedara algo de menta, antes de quitar el troncho de la col.

Mientras descorchaba el vino, Becky decidió que, en el futuro, compraría todos los alimentos en el barrio, para mantenerse tan bien informada como Charlie. Antes de desnudarse también comprobó que quedara algo de coñac en la botella que le habían regalado por Navidad.

Permaneció sumergida en el agua caliente un rato, pensando en los bancos a los que acudiría y, sobre todo, en cómo presentaría su caso. Cifras detalladas, tanto de los ingresos de la tienda como del plazo que necesitarían para devolver cualquier préstamo… Su mente saltó de Charlie a Guy, y a la pregunta de por qué no se dirigían la palabra.

Cuando el reloj del dormitorio dio la media, Becky saltó de la bañera presa del pánico, consciente del tiempo que le habían robado sus reflexiones y de que Guy se plantaría ante la puerta a las ocho en punto. Como Daphne le había advertido, de los soldados solo se podía confiar en su puntualidad.

Becky vació la mitad de sus cajones y los de Daphne, dejando el suelo de ambas habitaciones sembrado de prendas, en un intento desesperado por decidir qué ponerse. Al final, escogió el vestido que Daphne había llevado en el Baile de los Fusileros, sin volver a utilizarlo. Tras conseguir abrocharse el último botón se miró en el espejo. El reloj que descansaba sobre la repisa de la chimenea dio las ocho y el timbre de la puerta sonó.

Guy, ataviado con una chaqueta cruzada del regimiento, de tela tejida con líneas diagonales al estilo de la caballería, entró en el piso cargado con otra botella de vino tinto y una docena de rosas rojas. Una vez depositados ambos presentes sobre la mesa, tomó a Becky en sus brazos.

—Un vestido precioso —dijo—. Me parece que no lo había visto nunca.

—No, es la primera vez que lo llevo —contestó Becky, sintiéndose culpable por no haberle pedido permiso a Daphne.

—¿No te ha venido a ayudar nadie? —preguntó Guy, paseando la vista a su alrededor.

—Bueno, Daphne se ofreció voluntariamente como carabina, pero no acepté, porque no quería compartirte con nadie en nuestra última noche juntos.

—¿Puedo hacer algo? —sonrió Guy.

—Sí. Servir el vino mientras pongo las patatas.

—¿Patatas de Trumper?

—Por supuesto —replicó Becky mientras volvía a la cocina y echaba la col en el agua hirviente de la olla. Vaciló solo un momento antes de preguntar—: No te cae bien Charlie, ¿verdad?

Guy sirvió una copa de vino a cada uno, pero o no la oyó, o prefirió no contestar.

—¿Cómo te ha ido el día? —preguntó Becky, entrando en la sala de estar y cogiendo la copa de vino que él le tendió.

—Llenando incesantes baúles para el viaje de mañana. En aquella mierda de país imaginan que debes tener cuatro ejemplares de todo.

—¿De todo? —Becky probó el vino—. Hum, qué bueno.

—De todo. Y tú, ¿qué has hecho?

—He hablado con Charlie sobre sus planes para apoderarse de Londres sin necesidad de declarar la guerra; adjudiqué a Caravaggio un puesto de segunda fila, seleccioné algunos tomates, sin olvidarme de repasar las cuentas del día.

Becky colocó medio melón frente a Guy y la otra mitad en su plato, mientras Guy volvía a llenarle la copa.

A medida que la cena se alargaba, Becky iba tomando mayor conciencia de que, probablemente, esta iba a ser su última noche juntos hasta dentro de tres años. Hablaron de teatro, del regimiento, de los problemas en Irlanda, de Daphne, incluso del precio de los melones, pero en ningún momento de la India.

—Podrías venir a visitarme —dijo Guy por fin, sacando a colación el tema tabú mientras servía a Becky otra copa de vino, vaciando casi la botella.

—¿Una excursión de un día? —insinuó ella, sacando los platos vacíos de la mesa y llevándolos a la cocina.

—Creo que no pasará mucho tiempo antes de que sea posible.

Guy llenó su copa y abrió la botella que había traído.

—¿Qué quieres decir?

—En avión. Después de todo, Alcock y Brown han cruzado el Atlántico sin hacer escala, así que la India se convertirá en el próximo destino de cualquier pionero.

—Tal vez podría ir sentada en un ala —dijo Becky cuando volvió de la cocina.

—No te preocupes —rio Guy—, estoy seguro de que tres años pasarán en un abrir y cerrar de ojos, y podremos casarnos en cuanto vuelva.

Levantó la copa y vio que ella bebía de nuevo. Permanecieron un rato en silencio. Becky se levantó de la mesa, un poco mareada.

—He de poner la cafetera al fuego —explicó.

Al regresar, no advirtió que su copa volvía a estar llena.

—Gracias por una noche maravillosa —dijo Guy.

Becky temió por un momento que se fuera a marchar.

—Me temo que ha llegado el momento de lavar los platos, pues no tienes criadas y yo he dejado a mi ordenanza en los barracones.

—No te preocupes —hipó Becky—, al fin y al cabo, puedo dedicar un año a lavar, otro a secar y el último a apilarlos.

El insistente silbido de la cafetera interrumpió la carcajada de Guy.

—Solo tardaré un momento. ¿Por qué no te sirves una copa de coñac? —añadió Becky, desapareciendo en la cocina para elegir dos lazas que no estuvieran desportilladas. Volvió con ellas, llenas de café humeante. Se preguntó si se atrevería a bajar un poco la luz de gas, pero desistió. Colocó las dos tazas sobre la mesita cercana al sofá—. El café está tan caliente que hemos de esperar un poco a tomarlo —advirtió.

Él le pasó la botella de coñac, que estaba llena a medias. Levantó su copa y esperó. Ella vaciló, y después tomó un sorbo antes de sentarse a su lado. Guardaron silencio durante unos minutos, hasta que Guy, de repente, dejó la copa, la tomó en sus brazos y la besó con pasión, primero en los labios, después en el cuello y luego en sus hombros desnudos. Becky solo opuso una tímida resistencia cuando sintió una mano que se deslizaba desde su espalda a un pecho.

—Tengo una sorpresa especial para ti —dijo Guy, apartándose—, que me había reservado para esta noche.

—¿Cuál es?

—Nuestro compromiso será anunciado en el Times de mañana.

Becky se quedó tan estupefacta que le miró fijamente.

—Oh, querido, es maravilloso. —Becky le atrajo hacia sí y no ofreció ninguna resistencia cuando la mano de Guy se apoderó de su pecho—, ¿cuál será la reacción de tu madre?

—Me importa una mierda su reacción —dijo Guy, besándola de nuevo en el cuello.

Desplazó la mano hacia el otro seno. Becky abrió los labios y sus lenguas se juntaron.

Notó que le desabrochaba los botones de la espalda, lentamente al principio y luego con mayor seguridad. Guy se apartó. Becky enrojeció cuando él se quitó la chaqueta y la corbata y las tiró por encima del sofá. Consideró la posibilidad de aclararle que ya había ido demasiado lejos.

Cuando Guy empezó a desabrocharse la camisa sintió pánico, e intuyó que estaba perdiendo el control de la situación.

Guy se inclinó hacia adelante y deslizó la parte superior del vestido de Becky por los hombros. Volvió a besarla, y Becky notó que su mano intentaba desabrocharle el sujetador.

Becky creyó que podría salvarse, dado que ninguno de los dos sabía dónde estaba la pinza, pero pronto se hizo muy patente que Guy había solventado problemas similares en anteriores ocasiones, pues soltó con destreza la irritante pinza y vaciló solo un momento antes de trasladar su atención a las piernas de la joven. Se detuvo de repente cuando llegó al borde de las medias, y la miró a los ojos.

—Hasta ahora solo lo había imaginado —murmuró—, pero no tenía ni idea de que fueras tan hermosa.

—Gracias —dijo Becky.

Guy se irguió y le pasó la copa de coñac. Becky tomó otro sorbo, preguntándose si no sería más prudente huir a la cocina con la excusa de que el café se estaba enfriando.

—De todas formas, he sufrido una decepción esta noche —añadió él, sin apartar la mano de su muslo.

—¿Una decepción? —Becky dejó sobre la mesa su copa. Empezaba a sentirse muy borracha.

—Sí —dijo Guy—. Tu anillo de compromiso.

—¿Anillo de compromiso?

—Sí. Lo encargué en Garrard’s hace un mes, y prometieron que lo tendrían listo para hoy, pero esta tarde me informaron que no podría recogerlo hasta primera hora de la mañana.

—No importa —dijo Becky.

—Sí importa. Quería ponértelo en el dedo esta noche, por eso te pido que vayas a la estación un poco más temprano de lo que habíamos acordado. Entonces, hincaré una rodilla y te lo ofreceré.

Becky se puso en pie y sonrió. Guy se apresuró a tomarla en sus brazos.

—Siempre te amaré. Lo sabes, ¿verdad?

El vestido de Daphne resbaló de sus hombros y cayó al suelo. Guy la cogió de la mano y la condujo al dormitorio.

Apartó la sábana, saltó encima y extendió los brazos. En cuanto ella le imitó, Guy le quitó el resto de la ropa y empezó a besarla por todo el cuerpo antes de hacerle el amor, con una maestría que, sospechó Becky, solo podía provenir de una experiencia considerable.

Aunque el acto en sí le resultó doloroso, a Becky le sorprendió la rapidez con que se desvaneció la sensación prometida, y se quedó aferrada a Guy durante un tiempo que le pareció eterno. Él no cesaba de repetir cuánto la quería, y ella se sintió menos culpable; al fin y al cabo, estaban prometidos.

Becky, medio dormida, oyó una puerta que se cerraba, pero imaginó que había sido en el piso de arriba. Guy ni se movió. De pronto, la puerta del dormitorio se abrió y Daphne apareció en el umbral.

—Lo siento, no me di cuenta —susurró, y cerró la puerta en silencio a su espalda.

Becky miró a su amante. Él sonrió y la abrazó.

—No tienes que preocuparte por Daphne. No se lo dirá a nadie.

La atrajo hacia él y volvieron a hacer el amor.

La estación de Waterloo ya estaba abarrotada de hombres uniformados cuando Becky llegó al andén uno, con un retraso de dos minutos. Se quedó un poco sorprendida al no ver a Guy esperándola. Entonces recordó que iba a pasar por Albemarle Street para recoger el anillo.

Consultó el tablón de anuncios. Vio, escritas con mayúsculas a tiza, las palabras «TREN CON TRANSBORDO EN SOUTHAMPTON, con destino a la India, hora de salida 11.30». Becky continuó escudriñando el andén. Sus ojos se posaron en un grupo de chicas, agrupadas bajo el reloj de la estación. Sus voces nerviosas y chillonas hablaban a la vez de bailes, polo y quién se presentaba en sociedad aquel año. Todas eran muy conscientes de que debían despedirse en la estación porque no era correcto acompañar a un oficial en el tren a Southampton sin estar casados o prometidos oficialmente. Sin embargo, el Times de aquella mañana demostraría que Guy y ella estaban comprometidos, pensó Becky, de modo que tal vez podría viajar a Southampton…

Consultó de nuevo su reloj: las once y veintiún minutos. Por primera vez, empezó a sentirse algo inquieta. Luego, de improviso, le vio avanzar por el andén hacia ella.

Guy se disculpó, aunque sin dar explicaciones por su tardanza, e indicó a su ordenanza que llevara los baúles al tren y le esperara. Durante los siguientes minutos no hablaron de nada en particular. Becky le encontró muy distante, pero sabía que había varios oficiales en el andén, también despidiéndose, algunos incluso de sus esposas.

Sonó un silbato y Becky vio que un conductor de tren consultaba su reloj. Guy se inclinó hacia adelante, le rozó la mejilla con los labios y se alejó con brusquedad. Ella le vio encaminarse a toda prisa hacia el tren, sin mirar atrás, mientras ella solo podía pensar en sus cuerpos desnudos aferrados en aquella estrecha cama, y en Guy diciendo: «Siempre te amaré. Lo sabes, ¿verdad?».

Un silbato final y el agitar de una bandera. Becky se quedó sola. Una ráfaga de viento la hizo estremecerse, mientras la locomotora reptaba fuera de la estación y comenzaba su viaje a Southampton. Las joviales muchachas también se marcharon, pero en otra dirección, hacia sus cabriolés y automóviles conducidos por chóferes.

Becky se acercó al quiosco situado en la esquina del andén siete, compró un ejemplar del Times por dos peniques y recorrió, primero deprisa y después poco a poco, la lista de próximas bodas.

Entre Arbuthnot y Yelland no encontró ninguna mención a Trentham o Salmon.