Becky se despertó a la mañana siguiente antes de que sonase el despertador. Se levantó, vistió y salió antes de que Daphne hubiera movido un dedo. Ardía en deseos de saber cómo le iba a Charlie su primer día. Al acercarse al 147 advirtió que la tienda ya estaba abierta, y un solitario cliente recibía las atenciones de Charlie.
—Buenos días, socia —gritó Charlie desde detrás del mostrador cuando Becky entró en la tienda.
—Buenos días. Veo que estás decidido a pasar tu primer día sentado y mirando cómo funciona todo.
Averiguó que Charlie había empezado a servir a los clientes antes de que Gladys y Patsy llegaran, mientras el pobre Bob Makins parecía ya agotado, como si hubiera trabajado un día entero.
—Aún no he tenido tiempo de charlar con las clases ociosas por el momento —dijo Charlie, con un acento de barrio bajo más marcado que nunca—. ¿Tengo alguna esperanza de coincidir contigo a última hora de la tarde?
—Por supuesto —contestó Becky, consultó su reloj, agitó una mano en señal de despedida y se marchó a su primera clase de la mañana. Le resultó difícil concentrarse en la historia del Renacimiento, y ni siquiera las imágenes de obras de Rafael, proyectadas desde una linterna mágica sobre una sábana blanca, lograron despertar su interés. Su mente basculaba entre el nerviosismo de tener que pasar un fin de semana con los padres de Guy a los problemas de Charlie para obtener beneficios y liquidar la deuda con Daphne.
Becky admitió para sí que tenía más confianza en esto último. Sintió un enorme alivio al ver que la manecilla negra del viejo reloj indicaba las cuatro y media, y se encontró corriendo de nuevo para coger el tranvía en la esquina de la plaza Portland… y volvió a correr en cuanto el traqueteante vehículo hubo llegado a la esquina de Chelsea Terrace.
Se había formado una pequeña cola en la tienda, y Becky escuchó las familiares frases publicitarias de Charlie antes de llegar a la puerta.
—Media libra de vuestro rey Eduardo, un jugoso pomelo de Suramérica, ¿y si añado una preciosa camuesa, todo por un chelín, cariño?
Damas de alta alcurnia, señoras, institutrices, todas aquellas que habrían arrugado la nariz si alguien les hubiera llamado «cariño», se derretían cuando Charlie pronunciaba esa palabra. Becky solo advirtió los cambios que Charlie había introducido ya en la tienda cuando la última cliente se hubo marchado.
—Toda la noche en pie —dijo Charlie—, tiré la mitad de cajas vacías y artículos invendibles. Te enmendé la plana y puse delante las verduras de colores vivos, los tomates, los guisantes, tiernos y bonitos, y pasé atrás todas esas variedades tan feas que tú colocabas en primer plano, las patatas, las rutabagas y nabos tempranos. Es una regla de oro.
—El abuelo Charlie —empezó ella con una sonrisa, pero se calló justo a tiempo.
Becky se puso a examinar los mostradores reordenados y tuvo que darle la razón a Charlie. En cualquier caso, no podía discutir con las sonrisas que iluminaban los rostros de los clientes.
Al cabo de un mes, una cola que salía hasta la calle pasó a formar parte de la vida diaria de Charlie. Al cabo de dos, ya le estaba hablando a Becky de ampliaciones.
—¿Por dónde ampliaremos? —preguntó Becky—, ¿por tu dormitorio?
—Ahí arriba no hay sitio para verduras —replicó él con una sonrisa—, teniendo en cuenta que nuestras colas son más largas que las formadas para ver Pigmalión. Además, nosotros no bajaremos nunca el telón.
Cuando Becky repasó una y otra vez las cifras del primer trimestre, apenas pudo creer cuánto habían ganado. Decidió que tal vez había llegado el momento de hacer una pequeña celebración.
—¿Por qué no vamos todos a cenar a ese restaurante italiano? —sugirió Daphne, tras recibir un cheque por los tres meses siguientes mucho más generoso de lo que había imaginado.
Becky consideró la idea maravillosa, pero la resistencia de Guy a secundar sus planes la sorprendió, así como los prolijos preparativos de Daphne para la gran ocasión.
—No tenemos la intención de gastarnos todos los beneficios en una sola noche —le aseguró Becky.
—Lástima, porque empiezo a pensar que es la única posibilidad que me queda de imponer la cláusula de penalización. No me estoy quejando. Al fin y al cabo, Charlie representará un cambio sustancial, después de los habituales hijos de vicario sin mentón y mozos de cuadra sin piernas que he de soportar casi todos los fines de semana.
—Ten cuidado, no sea que termine devorándote como postre.
Becky avisó a Charlie de que habían reservado la mesa para las ocho en punto y le obligó a prometer que se pondría su mejor traje.
—Mi único traje —le recordó Charlie.
Guy recogió a las dos muchachas del 97 a las ocho en punto, pero guardó un silencio desacostumbrado mientras las acompañaba al restaurante, a donde llegaron pocos minutos después de la hora señalada. Encontraron a Charlie sentado solo en la esquina, como si fuera la primera vez que estaba en un restaurante.
Becky le presentó primero a Daphne, y después a Guy. Los dos hombres se quedaron quietos, mirándose como púgiles.
—Claro, estabais en el mismo regimiento —dijo Daphne—, pero no imaginaba que os conocíais —añadió, mirando a Charlie, pero ninguno de ellos comentó su observación.
Si la velada empezó mal, lo que siguió fue todavía peor. Daba la impresión de que ninguno de los cuatro consiguiera abordar un tema común a todos. Charlie, en lugar de mostrarse jovial y agudo, como en la tienda, se sumió en un estado hosco y poco comunicativo. Becky le habría dado una patada en el tobillo de haber estado a su alcance, y no solo porque continuaba acompañándose la comida con el cuchillo.
El silencio adusto de Guy tampoco ayudó, pese a las carcajadas de Daphne, bulliciosa como siempre, ante cualquier comentario. Becky se sintió muy aliviada cuando llegó la cuenta, dando fin a la velada. Tuvo que dejar una propina discretamente, pues Charlie se olvidó de hacerlo.
Salió del restaurante al lado de Guy y los dos perdieron de vista a Daphne y Charlie mientras caminaban a toda prisa hacia el 97. Becky imaginó que sus compañeros les precedían algunos pasos, pero dejó de pensar en su paradero cuando Guy la tomó en sus brazos y la besó.
—Buenas noches, querida. No olvides que este fin de semana nos vamos a Ashurst.
¿Cómo iba a olvidarlo? Becky vio que Guy miraba furtivamente en la dirección que Daphne y Charlie habían tomado, como si pensara en algo, pero luego detuvo sin decir palabra un cabriolé y ordenó al conductor que le llevara a los barracones de los Fusileros, en Hounslow.
Becky abrió la puerta de la calle y se sentó en el sofá, dudando si volver al 147 y decirle a Charlie lo que pensaba exactamente de él. Daphne entró pocos minutos después en la sala.
—Te pido mis disculpas por lo de esta noche —dijo Becky, antes de que su amiga abriera la boca—. Charlie suele ser un poco más comunicativo. No sé qué le ha pasado.
—Sospecho que le puso violento cenar con un oficial de su antiguo regimiento.
—Estoy segura; pero acabarán siendo amigos.
Daphne miró a Becky con aire pensativo.
El sábado siguiente por la mañana, Guy se dirigió al 97 de Chelsea Terrace para recoger a Becky y conducirla a Ashurst. Al verla ataviada con un elegante vestido rojo de Daphne comentó lo atractivo de su aspecto, y se mostró tan locuaz y alegre durante el trayecto a Berkshire que Becky empezó a tranquilizarse por primera vez en aquel día. Llegaron a Ashurst poco antes de las tres y Guy le guiñó el ojo cuando internó el coche por el sendero de un kilómetro y medio de largo que conducía a la mansión.
Becky no pensaba que la casa sería tan grande.
Un mayordomo, un lacayo y tres criados les esperaban en el peldaño superior para recibirles. Guy detuvo el coche en el sendero de grava y el mayordomo se adelantó para sacar las dos maletitas de Becky del portaequipajes y pasárselas al lacayo, que las entró en la casa. El mayordomo guio a Becky con paso sosegado hasta una habitación de la primera planta, después de atravesar el vestíbulo y subir por una escalera de madera.
—La alcoba Wellington, señora —entonó mientras le abría la puerta.
—Se supone que pasó aquí una noche —explicó Guy, subiendo la escalera detrás de ella—. Por cierto, no vas a sentirte sola, porque ocupo la habitación contigua, y estoy mucho más vivo que el finado general.
Becky entró en una amplia y confortable estancia, donde una joven que llevaba un largo vestido negro de cuello y puños blancos ya estaba deshaciendo sus maletas. La chica se volvió, hizo una reverencia y se presentó.
—Soy Nellie, su doncella personal. Le ruego que me informe de todo lo que necesite, señora.
Becky le dio las gracias, caminó hasta el mirador y contempló las onduladas hectáreas que se extendían hasta perderse de vista. Becky se volvió al oír un golpe en la puerta y vio que Guy entraba en la habitación antes de que ella le diera permiso.
—¿Te gusta la habitación, querida?
—Es perfecta —contestó Becky, mientras la doncella hacía una nueva reverencia.
Becky creyó distinguir una fugaz mirada de temor en los ojos de la joven cuando Guy atravesó la habitación.
—¿Preparada para conocer a papá?
—Más preparada de lo que nunca estaré —admitió ella.
Bajó con Guy por la escalera hasta la sala de estar que se utilizaba por las mañanas. Un hombre de unos cincuenta y pocos años se hallaba de pie frente a un fuego espléndido, aguardándoles.
—Bienvenida a Ashurst Hall —dijo el mayor Trentham.
—Gracias —sonrió Becky.
El mayor era un poco más bajo que su hijo, pero poseía la misma complexión esbelta y cabello rubio, algo salpicado de gris en las sienes. El parecido terminaba allí. Mientras la tez de Guy era suave y pálida, la piel del mayor Trentham exhibía el tono rubicundo de un hombre que había pasado la mayor parte de su vida al aire libre. Cuando Becky le estrechó la mano notó la aspereza de alguien que ha trabajado la tierra.
—Esos bonitos zapatos de Londres no le servirán para lo que tengo en mente —afirmó el mayor—, le dejaremos un par de botas de montar de mi esposa, o las botas altas de Nigel.
—¿Nigel? —preguntó Becky.
—El benjamín de los Trentham. ¿Guy no le ha hablado de él? Cursa el último año en Harrow y confía en pasar a Sandhurst… para eclipsar a su hermano, según me han dicho.
—No sabía que tenías un…
—No vale la pena gastar saliva en ese mocoso —la interrumpió Guy con una media sonrisa, mientras su padre les guiaba hasta el vestíbulo, donde abrió un aparador situado bajo la escalera.
Becky contempló una fila de botas de montar de piel, aún más lustradas que sus zapatos.
—Elija —dijo el mayor Trentham.
Al cabo de dos tentativas, Becky encontró un par de su talla. Después, siguió a Guy y a su padre hasta el jardín. El mayor Trentham dedicó la mayor parte de la tarde a enseñar su propiedad de trescientas cincuenta hectáreas a su joven invitada, y a la hora de volver Becky estaba más que preparada para el ponche caliente que les esperaba en una enorme ponchera que habían dispuesto en la sala de estar.
El mayordomo anunció que la señora Trentham había telefoneado para decir que la habían retenido en la vicaría y que no podía reunirse con ellos para tomar el té.
La señora Trentham aún no había aparecido cuando Becky, al anochecer, volvió a su habitación para bañarse y cambiarse para la cena.
Daphne había prestado a Becky un par de vestidos para la ocasión, así como un broche de diamantes, pese a las protestas de Becky. Sin embargo, cuando se miró en el espejo, el resultado no la disgustó.
Becky regresó a la sala de estar al oír las ocho en alguno de los numerosos relojes esparcidos por la casa. Observó enseguida el efecto que el traje y el broche producían en ambos hombres. Un fuego espléndido continuaba ardiendo en la chimenea, pero la madre de Guy seguía sin aparecer.
—Un vestido encantador, señorita Salmon —dijo el mayor.
—Gracias, mayor Trentham —dijo Becky, paseando la vista por la estancia.
—Mi esposa se reunirá con nosotros dentro de un momento —aseguró el mayor a Becky, mientras el mayordomo servía un jerez en una bandeja de plata a la joven.
—Me ha gustado mucho el paseo por la finca —dijo Becky.
—Creo que no se merece esa descripción, querida —replicó el mayor con una cálida sonrisa—, pero me alegra que disfrutara el paseo —añadió, mirando más allá de Becky.
Esta se giró en redondo y vio a una dama alta y elegante, vestida de negro de pies a cabeza, que entraba en la sala. Se acercó a ellos con paso lento y sosegado.
—Madre —dijo Guy, adelantándose para besarla en la mejilla—, me gustaría presentarte a Becky Salmon.
—¿Cómo está usted? —preguntó Becky.
—¿Puedo preguntar quién sacó mis mejores botas de montar del aparador del vestíbulo? —preguntó la señora Trentham, ignorando la mano extendida de Becky—, ¿y después tuvo a bien devolverlas cubiertas de barro?
—Yo —dijo el mayor—. De lo contrario, la señorita Salmon habría tenido que pasear por la granja con zapatos de tacón, algo muy poco, sensato, dadas las circunstancias.
—La señorita Salmon habría demostrado su sensatez viniendo con el calzado apropiado.
—Lo siento muchísimo… —empezó Becky.
—¿Dónde has estado todo el día, madre? —cortó Guy—, confiábamos en verte mucho antes.
—Intentaba solucionar algunos de los problemas que nuestro nuevo vicario parece incapaz de afrontar —replicó la señora Trentham—, no tiene ni la menor idea de cómo organizar el oficio religioso de Pascua. No sé qué les enseñarán en Oxford actualmente.
—Teología, tal vez —insinuó el señor Trentham.
El mayordomo carraspeó.
—La cena está servida, señora.
La señora Trentham se volvió sin pronunciar palabra y les guio a paso vivo hasta el comedor. Situó a Becky a la derecha del mayor y frente a ella. Tres cuchillos, cuatro tenedores y dos cucharas brillaban frente a Becky. No le costó elegir con cuál empezar, pues el primer plato era sopa, y en lo sucesivo, siguiendo el consejo de Daphne, imitó en todo momento a la señora Trentham.
Su anfitriona no dirigió la palabra a Becky hasta que se sirvió el plato principal. En lugar de ello, habló a su esposo de los esfuerzos de Nigel en Harrow (muy poco impresionantes), del nuevo vicario (casi igual de desastroso), y de lady Lavinia Malim (la viuda de un juez que se había mudado al pueblo en fecha reciente y estaba provocando más problemas de los acostumbrados).
La boca de Becky estaba llena de faisán cuando la señora Trentham le preguntó de improviso:
—¿Qué profesión ejerce su padre, señorita Salmon?
—Está muerto —tartamudeó Becky.
—Oh, cuánto lo siento. Imagino que murió sirviendo en la guerra con su regimiento…
—No.
—Así pues, ¿qué hizo durante la guerra?
—Tenía una panadería. En Whitechapel —añadió Becky, recordando la advertencia de su padre: «Si intentas alguna vez disfrazar tu medio social, acabarás llorando».
—¿Whitechapel? —inquirió la señora Trentham—, ¿no se trata de un delicioso pueblecito en las afueras de Worcester, si no me equivoco?
—No, señora Trentham, está en el corazón del East End de Londres —dijo Becky, confiando en que Guy acudiría en su ayuda, pero parecía más interesado en saborear su clarete.
—Oh —dijo la señora Trentham. Sus labios formaron una línea recta—. Recuerdo que una vez visité a la esposa del obispo de Worcester en un lugar llamado Whitechapel, pero confieso que jamás me he encontrado en la necesidad de desplazarme al East End. Supongo que allí no tienen obispo. —Posó sobre la mesa el cuchillo y el tenedor—. Sin embargo, mi padre, sir Raymond Hardcastle… Tal vez habrá oído hablar de él, señorita Salmon…
—No, la verdad es que no —contestó Becky con franqueza.
Otra mirada de desdén apareció en el rostro de la señora Trentham, aunque no logró dominar su verborrea.
—… quien fue nombrado baronet por sus servicios al rey Jorge V…
—¿Y cuáles fueron esos servicios? —preguntó Becky inocentemente.
La señora Trentham hizo una pausa antes de proseguir.
—Jugó un pequeño papel en los esfuerzos de Su Majestad por impedir que los alemanes nos vencieran.
—Era un traficante de armas —dijo el mayor Trentham para sí.
Si la señora Trentham oyó el comentario, prefirió ignorarlo.
—¿Ha sido presentada en sociedad este año, señorita Salmon? —preguntó.
—No. Me he matriculado en la universidad.
—No apruebo tales comportamientos. La educación de una dama no debe exceder de las tres «R[12]», junto con un adecuado conocimiento de cómo manejar a los criados y sobrevivir a un partido de cricket.
—Pero si no se tienen criados… —empezó a decir Becky, y habría continuado de no agitar la señora Trentham una campanilla de plata que tenía a su lado. El mayordomo apareció al instante.
—Tomaremos café en la sala de estar —ordenó la señora Trentham.
El rostro del mayordomo traslució una levísima sorpresa. La señora Trentham se levantó y precedió a los demás por un largo pasillo hasta llegar a la sala de estar, donde el fuego ya no ardía con tanto entusiasmo.
—¿Le apetece una copa de coñac, señorita Salmon? —preguntó el mayor Trentham, mientras Gibson servía el café.
—No, gracias.
—Os ruego que me excuséis —dijo la señora Trentham, levantándose de la silla en que acababa de sentarse—. Padezco una ligera jaqueca, así que me retiraré a mi alcoba, con vuestro permiso.
—Por supuesto, querida —contestó el mayor con voz indiferente.
Guy se sentó junto a Becky y le cogió la mano en cuanto su madre salió.
—Se encontrará mejor por la mañana, cuando la migraña se haya calmado.
—Lo dudo —susurró Becky. Se volvió hacia el mayor Trentham—, creo que tendrá que disculparme a mí también. Ha sido un día muy largo, y estoy segura de que ustedes dos tienen mucho de qué hablar.
Los dos hombres se pusieron en pie. Becky salió de la sala y subió por la larga escalera hasta su dormitorio. Se desnudó a toda prisa, se lavó en una palangana de agua casi helada, atravesó encogida la habitación desprovista de calefacción y se deslizó entre las sábanas de su fría cama.
Casi se había dormido cuando oyó girar el pomo de la puerta. Parpadeó varias veces y fijó la vista en el extremo opuesto de la habitación. La puerta se abrió poco a poco, pero solo distinguió la silueta de un hombre que entraba y cerraba la puerta en silencio a su espalda.
—¿Quién es? —preguntó Becky.
—Yo —dijo Guy—. Se me ocurrió pasar un momento y desearte buenas noches.
Becky se subió la sábana de arriba hasta el cuello.
—Buenas noches —dijo con brusquedad.
—Eso es muy poco cariñoso —respondió Guy, que había atravesado la habitación para sentarse en el borde de su cama—. Solo quería comprobar que todo estaba bien. Me pareció que lo habías pasado bastante mal esta noche.
—Estoy bien, gracias —dijo Becky.
Cuando él se inclinó para besarla, la joven se apartó, y Guy solo consiguió rozarle la oreja.
—Tal vez no sea el momento adecuado.
—O el lugar —añadió Becky, apartándose más, a punto de caer por el borde de la cama.
—Solo deseaba darte un beso de buenas noches.
Becky permitió que la tomara en sus brazos y la besara en los labios, pero él la retuvo más tiempo del que Becky esperaba, y acabó deshaciéndose de su abrazo.
—Buenas noches, Guy —dijo con firmeza.
Al principio, Guy no se movió. Después, se puso en pie poco a poco.
—Tal vez en otra ocasión.
Al cabo de un momento, la puerta se cerró a su espalda.
Becky esperó unos momentos antes de saltar de la cama. Se acercó a la puerta, giró la llave en la cerradura y la quitó, antes de volver a la cama. Tardó un rato en dormirse.
Cuando Becky bajó a desayunar por la mañana, el mayor Trentham le informó de que, tras una noche inquieta, la migraña de su esposa no había desaparecido; se quedaría en la cama hasta que el dolor se hubiera disipado por completo.
Más tarde, cuando el mayor y Guy se fueron a la iglesia, Becky se quedó leyendo los periódicos dominicales en la sala de estar. Observó que los criados murmuraban entre sí cada vez que levantaba la vista.
La señora Trentham apareció a la hora de comer, pero no hizo el menor intento de unirse a la conversación que se desarrollaba al otro extremo de la mesa.
—¿Cuál ha sido el texto escogido por el vicario esta mañana? —preguntó inesperadamente, cuando vertían el flan sobre el budín de frutas.
—«Trata a los demás como desees que te traten a ti» —replicó el mayor, con un ligero tono de irritación.
—¿Qué le ha parecido el servicio de nuestra iglesia local, señorita Salmon? —preguntó la señora Trentham, dirigiéndose a Becky por primera vez.
—Yo no… —empezó Becky.
—Ah, ya, por supuesto, pertenece usted al pueblo elegido.
—No, soy católica.
—Oh —fingió sorprenderse la señora Trentham—, el apellido Salmon me hizo pensar que… En ese caso, no le hubiera gustado la iglesia de San Miguel. Está demasiado cercana a la tierra.
Becky empezó a preguntarse si la señora Trentham calculaba, o incluso ensayaba previamente, cada palabra que pronunciaba y cada gesto que llevaba a cabo.
Después de comer, la señora Trentham volvió a desaparecer y Guy sugirió que Becky y él saldrían a dar un paseo. Becky subió a su habitación y se puso los zapatos viejos, demasiado aterrorizada para insinuar que le prestasen un par de botas de montar de la señora Trentham.
—Cualquier cosa con tal de huir de la casa —le dijo Becky cuando bajó, y no volvió a abrir la boca hasta estar segura de que la señora Trentham no podía oírla—. ¿Qué espera de mí? —preguntó por fin.
—Vamos, no hay para tanto —insistió Guy—. Estás exagerando. Papá está convencido de que cederá con el tiempo y, en cualquier caso, si tuviera que escoger entre ella y tú sé exactamente a cuál de las dos concedo más importancia.
Becky le apretó la mano.
—Gracias, querido, pero no estoy segura de poder soportar otra velada como la de ayer.
—Podríamos marcharnos pronto y pasar el resto del día en tu casa —dijo Guy. Becky se volvió para mirarle, sin saber si estaba bromeando—. Será mejor que regresemos a casa —se apresuró a decir él—, o se quejará de que la hemos dejado sola toda la tarde.
Los dos aceleraron el paso.
Pocos minutos después subieron la escalera de piedra situada frente al vestíbulo. En cuanto Becky se puso los zapatos de estar por casa y comprobó su peinado en el espejo del vestíbulo se reunió con Guy en la sala de estar. Se quedó sorprendida al ver un servicio de té completo ya preparado. Consultó su reloj; eran solo las tres y cuarto.
—Lamento que consideraras necesario hacer esperar a todo el mundo, Guy —fueron las primeras palabras que oyó Becky cuando entró en la sala.
—Nunca habíamos tomado el té tan pronto —afirmó el mayor desde el otro lado de la chimenea.
—¿Toma usted té, señorita Salmon? —preguntó la señora Trentham, consiguiendo pronunciar su apellido como si fuera una afrenta insignificante.
—Sí, gracias —contestó Becky.
—Tal vez podrías llamar a Becky por su nombre —insinuó Guy.
Los ojos de la señora Trentham se posaron sobre su hijo.
—No puedo soportar esta costumbre moderna de dirigirse a todo el mundo por su nombre, en especial cuando te acaban de presentar a la persona. ¿Darjeeling, Lapsang o Earl Grey, señorita Salmon? —preguntó, sin darle tiempo de reaccionar a nadie. Esperó expectante la respuesta de Becky, pero esta no se produjo porque Becky todavía no se había repuesto del anterior sarcasmo—. Es obvio que en Whitechapel no hay mucho donde elegir —añadió.
Becky acarició la idea de coger la tetera y derramar el contenido sobre la mujer, pero logró controlarse, pues sabía que el objetivo de la señora Trentham era sacarla de sus casillas.
—¿Tiene hermanos o hermanas, señorita Salmon? —preguntó la mujer tras unos instantes de silencio.
—No, soy hija única.
—Me sorprende en extremo.
—¿Por qué? —preguntó Becky con candor.
—Siempre había pensado que las clases inferiores se reproducían como conejos —dijo la señora Trentham, poniendo otro terrón de azúcar en el té.
—Madre, la verdad… —empezó Guy.
—Solo ha sido una broma —le interrumpió su madre—. Guy me toma muy en serio a veces, señorita Salmon. Sin embargo, recuerdo que mi padre, sir Raymond, dijo una vez…
—Otra vez, no —dijo el mayor.
—… que las clases eran como el agua y el vino. Bajo ninguna circunstancia deben mezclarse.
—Pues yo pensaba que fue Jesucristo quien transformó el agua en vino —señaló Becky.
La señora Trentham decidió pasar por alto la observación.
—Por eso exactamente tenemos oficiales y otras jerarquías, porque Dios lo planeó así.
—¿Y cree usted que Dios planeó que estallara una guerra, a fin de que esos mismos oficiales y otras jerarquías pudieran matarse mutuamente de forma indiscriminada? —preguntó Becky.
—No tengo ni la menor idea, señorita Salmon. Ya ve, no poseo la ventaja de ser una intelectual como usted. Soy una sencilla y llana mujer que dice lo que piensa. Pero lo que sí sé es que todos hicimos sacrificios durante la guerra.
—¿Y qué sacrificios hizo usted, señora Trentham? —inquirió Becky.
—Un número considerable, joven —replicó la señora Trentham, irguiéndose—. Para empezar, tuve que pasar sin un montón de cosas fundamentales para la existencia.
—¿Como un brazo o una pierna? —dijo Becky, arrepintiéndose al instante de sus palabras, pues comprendió que había caído en la trampa de la señora Trentham.
La madre de Guy se levantó de su silla, caminó lentamente hacia la chimenea y tiró con virulencia de la campana que servía para llamar a los criados.
—No voy a tolerar que me insulten en mi propia casa —dijo. En cuanto Gibson apareció, se volvió hacia él—. Ocúpese de que Alfred saque las pertenencias de la señorita Salmon de su habitación. Regresará a Londres antes de lo que había planeado.
Becky se quedó en silencio junto al fuego, sin saber qué hacer. La señora Trentham la miró desafiante, hasta que Becky se acercó al mayor y le estrechó la mano.
—Me despediré, pues, mayor Trentham. Tengo el presentimiento de que no volveremos a vernos.
—Lo siento por mí, señorita Salmon —dijo, antes de besarle la mano.
Becky salió de la sala de estar sin mirar a la señora Trentham. Guy la siguió hasta el vestíbulo.
En el viaje de vuelta a Londres, Guy intentó disculpar por todos los medios imaginables el comportamiento de su madre, pero Becky sabía que ni siquiera él creía en sus propias palabras. Cuando el coche se detuvo frente al número 97, Guy salió y le abrió la puerta a Becky, acompañándola luego hasta la puerta.
—¿Puedo subir? —preguntó—. Tengo que decirte algo.
—Esta noche no. Necesito pensar y estar sola.
—Es que quería explicarte lo mucho que te quiero —suspiró Guy—, y tal vez hablar de nuestros planes para el futuro.
—¿Planes que incluyen a tu madre?
—Al infierno con mi madre. ¿Es que no comprendes lo que siento por ti? —Becky vaciló—. Anunciemos nuestro compromiso en el Times lo antes posible, haciendo caso omiso de lo que ella piense. ¿Qué me contestas?
Ella le echó los brazos al cuello.
—Oh, Guy, te quiero mucho, pero será mejor que no subas esta noche. Daphne puede volver en cualquier momento.
La decepción se reflejó en el rostro de Guy, pero la besó otra vez antes de desearle buenas noches; ella abrió la puerta de la calle y subió corriendo la escalera.
Becky entró en el piso y descubrió que Daphne aún no había regresado del campo. Tardó dos horas más en volver.
—¿Cómo fue todo? —fue lo primero que dijo Daphne al entrar en la salita de estar.
—Un desastre.
—Entonces, ¿todo ha terminado?
—No, no exactamente. De hecho, tengo la sensación de que Guy se me declaró.
—¿Y tú aceptaste?
—Yo diría que sí.
—¿Mencionó la India, por casualidad?
A la mañana siguiente, cuando Becky sacó sus cosas del maletín, se quedó horrorizada al descubrir que faltaba el broche que Daphne le había prestado para el fin de semana. Imaginó que lo habría dejado en Ashurst Hall.
Como no tenía el menor deseo de volver a ver a la señora Trentham, envió una nota a Guy al comedor de oficiales para comunicarle su problema. Él telefoneó aquella noche para decirle que lo buscaría el fin de semana, cuando regresara a Ashurst.
Becky se pasó los cinco días siguientes preguntándose si Guy sería capaz de encontrar el objeto desaparecido; por fortuna, Daphne no dio muestras de reparar en su ausencia. Becky solo deseaba devolver el broche a su caja antes de que Daphne tuviera ganas de ponérselo.
Guy le escribió el domingo por la noche para decirle que, pese al registro exhaustivo de la habitación de los invitados, no había localizado el broche; en cualquier caso, Nellie le había comunicado que recordaba claramente haber puesto en la maleta sus joyas antes de que se marchara.
La noticia desconcertó a Becky, pues recordaba que se vio obligada a hacer la maleta ella misma tras su terminante expulsión de Ashurst Hall. Se quedó levantada hasta muy tarde, nerviosa, esperando que Daphne volviera del fin de semana en el campo para explicarle lo ocurrido. Empezó a temer que le costara meses, o incluso años, devolver el valor de lo que debía ser una joya familiar heredada.
Su amiga entró en Chelsea Terrace pocos minutos después de la media noche. Becky ya había bebido varias tazas de café y casi encendido uno de los cigarrillos que fumaba Daphne.
—¿Qué haces levantada tan tarde, querida? —fue el saludo de Daphne—. ¿Falta tan poco para los exámenes?
—No —dijo Becky, y soltó de golpe toda la historia sobre la joya extraviada.
Terminó preguntándole a su amiga cuánto tiempo tardaría en devolverle el importe de su valor.
—Una semana, más o menos —contestó Daphne.
—¿Una semana? —se extrañó Becky.
—Sí. Era quincalla… Hizo furor en su momento. Si no me acuerdo mal, costó la imponente suma de tres chelines.
Una tranquilizada Becky le contó a Guy durante la cena del martes por qué ya no era importante encontrar la joya extraviada.
Guy trajo el broche a Chelsea Terrace el lunes siguiente, y explicó que Nellie lo había encontrado bajo la cama de la habitación Wellington…