Capítulo 7

—¿Cómo está usted, señor Trumper? Es un placer conocerle —dijo Bob Makins, frotándose la palma de la mano en el delantal verde antes de estrechar la mano extendida de su nuevo patrón.

Gladys y Patsy avanzaron y dedicaron a Charlie una breve reverencia, que hizo sonreír a Becky.

—Pueden ahorrarse estas cosas —dijo Charlie—, soy de Whitechapel, así que reserven las reverencias y demás zarandajas para los clientes.

—Sí, señor —respondieron las chicas al unísono. Charlie se quedó sin habla.

—Bob, ¿quieres subir las cosas del señor Trumper a su habitación? —pidió Becky—. Entretanto, le enseñaré la tienda.

—Por supuesto, señorita —dijo Bob, mirando el paquete envuelto en papel marrón y la caja de cartón que Charlie había dejado en el suelo, a su lado—, ¿eso es todo, señor Trumper? —preguntó, incrédulo.

Charlie asintió con la cabeza.

Examinó a las dos ayudantes, ataviadas con sus elegantes blusas blancas y delantales verdes. Ambas se hallaban de pie detrás del mostrador, con el aspecto de no saber qué hacer a continuación.

—Podéis marcharos las dos —dijo Becky—, pero acordaos de madrugar. El señor Trumper es muy quisquilloso en lo referente a la puntualidad.

Las dos muchachas recogieron sus cosas y se marcharon. Charlie se sentó en un taburete próximo a una caja de ciruelas.

—Ahora que ya estamos solos —dijo—, explícame todo lo ocurrido.

—Bueno —contestó Becky—, todo empezó por culpa de mi estúpido orgullo, pero…

Mucho antes de que terminara el relato de sus peripecias, Charlie la interrumpió.

—Eres una maravilla, Becky Salmon, una auténtica maravilla.

Continuó relatándole a Charlie todo lo sucedido durante el año anterior, y el rostro del joven solo se ensombreció cuando conoció los detalles de la inversión efectuada por Daphne.

—¿Así que solo tengo unos dos años y nueve meses para devolver las sesenta libras más los intereses?

—Sí —reconoció Becky.

—Rebecca Salmon, repito que eres una maravilla. Si no soy capaz de conseguir algo tan sencillo, significará que no soy digno de ser llamado tu socio.

Una sonrisa de alivio cruzó el rostro de Becky.

—¿También tú vives aquí? —preguntó Charlie, mirando la escalera.

—Desde luego que no. Comparto un piso con una vieja amiga del colegio, Daphne Harcourt-Browne. Vivimos en el noventa y siete de esta misma calle.

—¿La chica que aportó el dinero? —preguntó Charlie.

Becky asintió con la cabeza.

—Debe de ser una buena amiga —comentó Charlie.

Bob reapareció en lo alto de la escalera.

—He puesto las cosas del señor Trumper en el dormitorio y echado un vistazo al piso. Creo que todo está en orden.

—Gracias, Bob —dijo Becky—, como ya no queda nada más por hacer, hasta mañana.

—¿Vendrá el señor Trumper al mercado, señorita?

—Lo dudo, de modo que encárgate tú del pedido para mañana. Estoy segura de que el señor Trumper te acompañará dentro de pocos días.

—¿Covent Garden? —preguntó Charlie.

—Sí, señor —contestó Bob.

—Bien, si no lo han cambiado de sitio nos encontraremos allí a las cuatro y media de la mañana.

Becky vio que Bob palidecía.

—No creo que el señor Trumper espere que vayas cada día al mercado a las cuatro y media —rio Becky—, solo hasta que haya recuperado el pulso de la situación. Buenas noches, Bob.

—Buenas noches, señorita. Buenas noches, señor —se despidió Bob, marchándose con aspecto de perplejidad.

—¿Qué son todas estas tonterías de «señor» y «señorita»? —preguntó Charlie—. Solo soy un año mayor que Bob.

—También lo eran muchos oficiales del frente occidental a los que llamabas «señor».

—Pues por eso. Yo no soy oficial.

—No, pero eres el jefe. Además, ya no vives en Whitechapel, Charlie. Ven, te enseñaré tus aposentos.

—¿Aposentos? No he tenido «aposentos» en mi vida. En los últimos tiempos, solo trincheras y tiendas de campaña.

—Bien, pues ahora los tienes. —Becky guio a su socio escalera arriba hasta llegar al primer piso y empezó a enseñarle el piso—. La cocina. Pequeño, pero suficiente para cubrir tus necesidades. Por cierto, me he encargado de que haya bastantes cuchillos, tenedores y platos para tres personas, y le he dicho a Gladys que también es responsabilidad suya mantener el piso limpio y ordenado. La sala de estar —anunció, abriendo una puerta—, suponiendo que alguien tenga la cara dura de describir como sala de estar algo tan minúsculo.

Charlie vio un sofá y tres sillas, todo nuevo.

—¿Y mis viejos muebles?

—La mayoría se quemaron el día del Armisticio —confesó Becky—, pero conseguí obtener un penique por la silla de crin y la cama.

—¿Y el carretón de mi abuelo? ¿También lo quemaste?

—Por supuesto que no. Intenté venderlo, pero nadie me ofreció más de cinco chelines, de manera que Bob lo utiliza cada mañana para recoger los productos del mercado.

—Bien —dijo Charlie, tranquilizado.

Becky se volvió y avanzó hacia el cuarto de baño.

—Lamento la mancha que hay debajo del grifo de agua fría. A pesar de que hicimos todo cuanto pudimos por borrarla, no encontramos ningún producto lo bastante fuerte. Debo advertirte de que el retrete falla a veces.

—Nunca había tenido un váter dentro de casa —dijo Charlie—, muy pijo.

Becky entró en el dormitorio.

Charlie intentó abarcarlo todo de una sola mirada. Sus ojos se clavaron en la fotografía en color que había colgado sobre su cama ile Whitechapel Road, y que había pertenecido a su madre. Le resultó vagamente familiar. Desvió la vista hacia una cómoda, dos sillas y una cama que jamás había visto. Deseaba desesperadamente demostrar a Becky cuánto apreciaba todo lo que había hecho, pero se quedó moviendo los pies de un lado a otro en una esquina de la cama.

—Otro lujo —comentó Charlie.

—¿Otro lujo?

—Sí, las cortinas. ¿Sabes que mi viejo no las permitía? Solía decir…

—Sí, me acuerdo. Por su culpa te quedas dormido por las mañanas, lo cual impide que hagas tu trabajo como es debido.

—Bueno, algo por el estilo, aunque dudo que mi viejo conociera el significado de la palabra «impedir» —dijo Charlie, empezando a vaciar la caja de cartón de Tommy.

Los ojos de Becky se fijaron en el grabado de la Virgen María con el Niño cuando Charlie colocó el pequeño cuadro sobre la cama. Cogió el óleo y lo examinó con detenimiento.

—¿Dónde compraste esto, Charlie? Es magnífica.

—Un amigo que murió en el frente me lo legó —respondió con franqueza.

—Tu amigo tenía gusto. —Becky continuaba sujetando la pintura—, ¿sabes quién lo pintó?

—Ni idea. —Charlie miró el grabado en color de su madre que Becky había colgado en la pared—. Caramba, es exactamente el mismo cuadro.

—Casi —dijo Becky, examinando la fotografía que colgaba sobre la cama—. La de tu madre es una fotografía de una obra maestra de Bronzino, mientras que la de tu amigo es una pintura, y se parece tanto porque es una copia muy buena del original. —La joven consultó su reloj—. Debo irme —dijo con brusquedad—. He prometido que estaría en el Queen’s Hall a las ocho. Mozart.

—Mozart. ¿Le conozco?

—Concertaré una cita para que os conozcáis dentro de poco.

—¿Quiere eso decir que no vas a prepararme mi primera cena? Todavía tengo un montón de preguntas que debes contestarme, cosas que quiero averiguar. Para empezar…

—Lo siento, Charlie. No quiero llegar tarde. Hasta mañana…, y prometo que responderé a todas tus preguntas.

—¿Antes que cualquier otra cosa?

—Sí, pero sin guiarnos por tus horarios —rio Becky—, yo diría que a eso de las ocho.

—¿Te gusta ese tal Mozart? —preguntó Charlie.

Becky notó que los ojos del joven la observaban con más atención.

—Bueno, para ser sincera no sé gran cosa sobre él, pero a Guy le gusta.

—¿Guy?

—Sí, Guy. Es el chico que me lleva al concierto, y como le conozco desde hace poco tiempo no quiero llegar tarde. Mañana te contaré más cosas sobre los dos. Adiós, Charlie.

De regreso al piso de Daphne, Becky se sintió un poco culpable por abandonar a Charlie la primera noche que volvía a casa, y pensó que tal vez se había comportado con cierto egoísmo al aceptar la invitación de Guy para ir al concierto. Claro que el batallón no le concedía muchas noches libres a la semana, y si no le veía cuando estaba de permiso pasaban varios días hasta que podían pasar otra noche juntos.

Cuando abrió la puerta del número 97, Becky oyó a Daphne chapoteando en el baño.

—¿Ha cambiado? —gritó su amiga.

—¿Quién? —preguntó Becky dirigiéndose al dormitorio.

—Charlie, por supuesto —dijo Daphne, abriendo la puerta del cuarto de baño.

Se quedó apoyada en el marco, con una toalla arrollada al cuerpo. Una nube de vapor la envolvía casi por completo.

Becky meditó en la pregunta durante un momento.

—Ha cambiado, sí, y mucho, excepto en la ropa y la voz.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, la voz es la misma… La reconocería en cualquier sitio. Las ropas son las mismas. Las reconocería en cualquier sitio. Pero él no es el mismo.

—¿Me puedes descifrar un poco tus acertijos? —preguntó Daphne, mientras se frotaba el cabello vigorosamente.

—Bien, como él mismo me señaló, Bob Makins solo es un año menor que él, pero Charlie parece diez años mayor que nosotras dos. Tal vez les ocurra a todos los hombres que han servido en el I l ente occidental.

—No debió sorprenderte, pero lo que yo quiero saber es: ¿se sorprendió al ver la tienda?

—Sí, puedo asegurártelo sin la menor duda. —Becky se quitó el vestido—. No tendrás un par de medias para prestarme, ¿verdad?

—Tercer cajón empezando por arriba, pero a cambio quiero tus piernas.

Becky lanzó una carcajada.

—¿Qué aspecto tiene? —continuó Daphne, tirando la toalla mojada al suelo.

Becky reflexionó antes de responder.

—Alrededor del metro setenta y cinco y la misma envergadura de su padre, aunque en su caso no se trata de grasa, sino de músculo. No es exactamente Douglas Fairbanks, pero algunas le encontrarán atractivo.

—Empiezo a pensar que es mi tipo —dijo Daphne, mientras rebuscaba entre su ropa en busca de algo que le sentara bien.

—No lo creo, querida —dijo Becky—. No me imagino al general de brigada Harcourt-Browne compartiendo el jerez de la mañana con Charlie Trumper antes de la cacería de Cottenham.

—Eres tan presuntuosa, Rebecca Salmon —rio Daphne—. Aunque compartimos el piso, no olvides que Charlie y tú procedéis del mismo establo. Si lo piensas bien, has conocido a Guy gracias a mí.

—Muy cierto, pero St. Paul y la universidad de Londres me otorgan cierto crédito, ¿no?

—De donde yo vengo, no —dijo Daphne, comprobando el estado de sus uñas—. Ahora no tengo tiempo para conversar con la clase obrera, querida. He de irme. Henry Bromsgrove me va a llevar a una sala de baile de Chelsea, y por empalagoso que sea nuestro Henry, me encanta recibir cada agosto una invitación para cazar en su casa de campo de Escocia. ¿No es fantástico?

Mientras Becky se metía en el baño, pensó en las palabras de Daphne, teñidas de humor y sin engreimiento por su parte, pero una vez más ponían de relieve los problemas a los que se enfrentaba cuando osaba cruzar durante más de unos momentos las barreras sociales establecidas.

La verdad era que Daphne le había presentado a Guy, unas semanas atrás, durante el descanso de Bohème, en el Covent Garden. Becky recordaba con toda claridad aquel primer encuentro.

Mientras tomaban una copa en el abarrotado bar, y después de escuchar las advertencias de Daphne respecto a su reputación, intentó con todas sus fuerzas no dejarse atraer por él.

Había tratado de no mirar con excesivo descaro al joven esbelto que estaba de pie frente a ella. Su espeso cabello rubio, los profundos ojos azules y un encanto natural habrían cautivado ya el corazón de una legión de mujeres aquella noche, pero como Becky supuso que cada joven recibía exactamente el mismo trato evitó dejarse halagar por sus palabras.

Daphne le preguntó la noche siguiente cuál era su opinión sobre el joven capitán de los Fusileros Reales.

—Repíteme su nombre —contestó Becky.

—Ah, entiendo. ¿Tanto te impresionó?

—Sí —admitió Becky—, ¿y qué? ¿Te imaginas a un joven oficial de buena familia interesándose por una chica de Whitechapel?

—Pues sí, aunque sospecho que él solo persigue una cosa.

—En ese caso, adviértele que yo no soy esa clase de chica.

—Creo que eso jamás le arredró. De todos modos, me ha preguntado si te gustaría acompañarle al teatro con algunos amigos de su regimiento. ¿Qué te parece?

—Me encantaría.

—Eso pensé, así que dije «sí» sin molestarme en consultarte.

Becky rio, pero tuvo que esperar cinco días antes de ver otra vez al joven capitán. Vino a recogerla y se encontraron con un grupo de oficiales jóvenes y muchachas de la alta sociedad en el teatro Haymarket, para ver Pigmalión, una obra escrita por el comediógrafo de moda, George Bernard Shaw. A Becky le gustó mucho la pieza, a pesar de una chica llamada Amanda Ponsonby, que se pasó todo el primer acto lanzando risitas idiotas, y que después se rehusó a conversar con ella durante el intermedio.

Cenaron en el Café Royal. Se sentó al lado de Guy y le contó todo sobre ella, desde su nacimiento en Whitechapel hasta la consecución de una plaza en el colegio Bedford el año anterior.

Después de despedirse del grupo, Guy la acompañó a Chelsea, dijo «Buenas noches, señorita Salmon» y le estrechó la mano. Becky supuso que nunca volvería a ver al joven oficial de los Fusileros.

Pero Guy le dejó una nota al día siguiente, invitándola a una recepción en el comedor de oficiales. Una semana después fue una cena, a continuación un baile y, a finales de mes, una invitación para pasar el fin de semana con sus padres en Berkshire.

Daphne le informó lo mejor que pudo sobre la familia. Le aseguró que el padre de Guy, el mayor, era un amor, poseía una granja de trescientas cincuenta hectáreas dedicada a la cría de ganado y, además, era Maestre de la Montería de Buckhurst.

A Daphne le costó varias tentativas explicar qué significaba concretamente «ir de caza», y admitió que hasta Eliza Doolittle[11] habría tenido algunas dificultades en comprender, antes que nada, por qué se tomaban tantas molestias por el tema.

—La madre de Guy, por contra, no se ha visto agraciada con los generosos instintos del mayor —advirtió Daphne—. Es una presuntuosa de tomo y lomo. —A Becky le dio un salto el corazón—. Hija segunda de un baronet, título que le concedió Lloyd George, por hacer cosas que introducen en el extremo de los tanques. Apuesto a que, al mismo tiempo, hizo generosas donaciones al Partido Liberal. Segunda generación, por supuesto. Siempre son las peores. —Daphne examinó las costuras de sus medias—. Mi familia existe desde hace diecisiete generaciones, y creemos que no necesitamos demostrar nada. Somos muy conscientes de que ninguno de nosotros posee inteligencia, pero por Dios que somos ricos y por Cristo que somos antiguos. Sin embargo, me temo que no se puede decir lo mismo del capitán Guy Trentham.