—El cuartel general espera todavía su informe, Trumper.
—Lo sé, sargento, lo sé.
—¿Algún problema, muchacho? —preguntó el sargento chusquero.
Charlie comprendió que, en clave, quería decir: «¿Sabes escribir?».
—Ningún problema, sargento.
Durante la hora siguiente puso sus pensamientos por escrito lentamente; después reescribió el sencillo resumen de lo que había ocurrido el 20 de julio de 1918 durante la segunda batalla del Mame.
Charlie leyó y releyó su banal escrito, consciente de que, si bien exaltaba la valentía de Tommy durante la batalla, pasaba por alto que Trentham había huido del enemigo. La pura verdad era que no había presenciado los acontecimientos que tenían lugar a sus espaldas. Podía haberse formado su propia opinión, pero eso no contaba en un informe oficial. En cuanto a la muerte de Tommy, ¿qué pruebas tenía de que una bala perdida, entre tantas otras, procedía de la pistola del capitán Trentham? Incluso si Tommy tenía razón en lo concerniente a ambos hechos y Charlie manifestaba en voz alta sus opiniones, solo era su palabra contra la de un oficial y caballero.
Lo único que podía hacer era escatimar toda alabanza a Trentham por lo que había sucedido aquel día en el campo de batalla. Sintiéndose como un traidor, Charlie firmó al final de la segunda página y entregó su informe al oficial de guardia.
A última hora de aquel día, el sargento de turno le concedió una hora para cavar una tumba y enterrar al soldado Prescott. Arrodillado junto a ella, maldijo a los hombres de ambos bandos que eran responsables de una guerra semejante.
Charlie escuchó al capellán entonar las palabras «Cenizas a las cenizas, polvo al polvo», antes de que sonara el toque de silencio. Después, el reducido grupo dio un paso a la derecha y enterró a otro soldado conocido. Cien mil hombres habían sacrificado su vida en el Marne. Charlie ya no podía aceptar que ninguna victoria fuera merecedora de aquel precio.
Se sentó con las piernas cruzadas al pie de la tumba, sin darse cuenta de que el tiempo pasaba mientras tallaba una cruz con su bayoneta. Por fin, se levantó y la colocó sobre el montón de tierra. En el centro de la cruz había grabado las palabras «Soldado Tommy Prescott».
Una luna neutral volvió aquella noche para iluminar un millar de tumbas recién cavadas, y Charlie juró a cualquier dios que se molestara en escuchar que jamás olvidaría a su padre, a Tommy o, desde luego, al capitán Trentham.
Cayó dormido entre sus camaradas. La diana le despertó con la primera luz de la mañana, y tras una última mirada a la tumba de Tommy, volvió con su pelotón. Le informaron que el coronel del regimiento se dirigiría a las tropas a las nueve horas.
Una hora más tarde se hallaba en posición de firmes en un diezmado cuadro, formado por aquellos que habían sobrevivido a la batalla. El coronel Hamilton dijo a sus hombres que el primer ministro había descrito la segunda batalla del Marne como la mayor victoria en la historia de la guerra. Charlie se sintió incapaz de alzar la voz para corear a sus jubilosos camaradas.
—Ha sido un día honorable y orgulloso para todo Fusilero —continuó el coronel, ajustándose con firmeza el monóculo.
El regimiento había ganado una VC[7], en la batalla, más seis MCs y nueve MMs. Charlie experimentó indiferencia cuando se anunció el nombre de todos los hombres condecorados y se leyó su citación, hasta que oyó el nombre del teniente Arthur Harvey, quien, les dijo el coronel, había dirigido la carga del Pelotón Número Once hasta las mismísimas trincheras alemanas, arrastrando a los hombres que le seguían y consiguiendo romper de esta manera las defensas enemigas. Por esto, se le concedía a título póstumo la Cruz Militar.
Un momento después, Charlie oyó que el coronel pronunciaba el nombre del capitán Guy Trentham. Este valeroso oficial, aseguró el coronel al regimiento, arriesgando su vida, continuó el ataque después de que cayera el teniente Harvey y, tras cruzar las líneas enemigas persiguió a dos alemanes hasta un bosque cercano. Consiguió matar a los dos soldados enemigos antes de rescatar a dos Fusileros de las garras alemanas. Después, les condujo sanos y salvos a las trincheras aliadas. Por este supremo acto de valentía, al capitán Trentham también se le concedía la Cruz Militar.
Trentham se adelantó y las tropas le vitorearon cuando el coronel sacó una cruz plateada de una caja de piel y se la prendió en el pecho.
Se leyeron a continuación las citaciones de un sargento mayor, dos cabos y cuatro soldados, así como sus actos de heroísmo. Pero solo uno de ellos subió a recibir la medalla.
—Entre los que no se encuentran hoy entre nosotros —continuó el coronel— hay un joven que siguió al teniente Harvey hasta las trincheras enemigas y mató después a cuatro, o tal vez cinco soldados alemanes, antes de acechar y disparar a otro, matando finalmente a un oficial alemán antes de que una bala perdida le matara trágicamente a pocos metros de sus líneas. Se elevaron nuevos vítores. Momentos después, se rompieron filas y, mientras los demás volvían a sus tiendas, Charlie se acercó lentamente al cementerio; se arrodilló junto a un túmulo conocido y, tras un instante de vacilación, arrancó la cruz que había plantado sobre la tumba. Sacó el cuchillo que colgaba de su cinturón y, a continuación del nombre «Tommy Prescott», grabó las letras «M. M.».
Quince días después, un millar de hombres con un millar de piernas, un millar de brazos y un millar de ojos entre todos, fueron mandados a casa. El sargento Charles Trumper, de los Fusileros Reales, fue designado para acompañarles. Tal vez porque ningún hombre había llegado a alcanzar la fama por sobrevivir a tres cargas contra las líneas enemigas.
La alegría que manifestaban por seguir aún con vida solo conseguía que Charlie se sintiera más culpable. Al fin y al cabo, solo había perdido el dedo de un pie. Durante el camino de vuelta por tierra, mar y tierra les ayudó a vestirse, lavarse, comer y acostarse sin quejas ni protestas.
Fueron recibidos en el muelle de Dover por jubilosas multitudes que festejaban el regreso de sus héroes. Se habían fletado trenes para conducirles a diferentes puntos del país; de esta forma, recordarían durante el resto de sus vidas unos pocos momentos de honor, e incluso gloria. Pero no era el caso de Charlie. Sus instrucciones le indicaban que debía viajar hasta Edimburgo para colaborar en la instrucción del siguiente grupo de reclutas que sustituirían a los caídos en el frente occidental.
El 11 de noviembre de 1918, a las once horas, cesaron las hostilidades y toda la nación permaneció en silencio durante tres minutos, al tiempo que, en el interior de un custodiado vagón de tren, en el bosque de Compiègne, se firmaba el armisticio. Cuando Charlie se enteró de la victoria, estaba entrenando nuevos reclutas en el tiro con rifle, en Edimburgo. Algunos no pudieron ocultar su decepción al saber que habían perdido la oportunidad de luchar con el enemigo.
La guerra había terminado y el Imperio había ganado…, o así vendían los políticos el resultado de la contienda entre Inglaterra y Alemania.
«Más de nueve millones de hombres han muerto por su país, algunos incluso antes de hacerse hombres», escribió Charlie en una carta a su hermana Sal. «¿Qué han pretendido demostrar ambos bandos con tal carnicería?».
Sal le respondió expresando su enorme gratitud por el hecho de que siguiera con vida, y añadía: «Mantengo relaciones con un piloto canadiense, cuya tía dirige el restaurante de Commercial Road en el que trabajo. Pensamos casarnos dentro de pocas semanas e ir a vivir a Montreal con sus padres. La próxima vez que recibas una carta mía llegará desde el otro extremo del mundo.
»Grace sigue en Francia, pero espera volver al hospital de Londres a final de año. La han nombrado enfermera de sala. Ya sabrás que su cabo gales contrajo neumonía. Murió a los pocos días de que se firmara la paz.
»Kitty desapareció de la faz de la Tierra y de repente apareció en Whitechapel, montada en un automóvil con un hombre. Ninguno de los dos parecía pertenecerle, pero tenía muy buen aspecto».
Charlie no entendió la postdata de su hermana: «¿Dónde vivirás cuando vuelvas al East End?».
El sargento Charles Trumper fue desmovilizado el 20 de enero de 1919; fue uno de los primeros: el dedo amputado le había servido por fin de algo. Dobló su uniforme, colocó el casco encima, las botas a un lado, y lo entregó todo al furriel.
—No le había reconocido con ese traje viejo y la gorra, sargento. Le van pequeños, ¿verdad? Habrá crecido mientras estaba con los Fusileros.
Charlie bajó la vista y examinó la longitud de sus pantalones: colgaban sus buenos tres centímetros por encima de los cordones de las botas.
—Habré crecido mientras estaba con los Fusileros —asintió, reflexionando sobre las palabras.
—Apuesto a que su familia estará contenta de verle cuando vuelva a la ciudad vestido de calle.
—La que quede —dijo Charlie, antes de marcharse.
Su tarea final consistió en personarse en la oficina del oficial pagador para recibir su última paga y el vale de desplazamiento, además del chelín real.
—Trumper, el oficial de guardia quiere hablar contigo —dijo el sargento mayor, una vez que Charlie concluyó la que consideraba su última tarea.
Los tenientes Makepeace y Harvey serían siempre sus oficiales de guardia, pensó Charlie mientras atravesaba el terreno de instrucción hacia las oficinas de la compañía. Algún jovenzuelo de rostro imberbe, que no había sido presentado de la forma apropiada al enemigo, tenía la cara de ocupar el lugar de ellos.
Charlie estaba a punto de saludar al teniente cuando recordó que ya no llevaba uniforme, de modo que se limitó a quitarse la gorra.
—¿Quería verme, señor?
—Sí, Trumper. Se trata de un asunto personal. —El joven oficial tocó una caja de cartón grande que descansaba sobre el escritorio. Charlie no podía ver lo que contenía—, Trumper, su amigo el soldado Prescott —continuó el teniente— hizo un testamento en el que le dejaba todo a usted.
Charlie fue incapaz de ocultar su sorpresa cuando el teniente empujó la caja de cartón hacia él.
—¿Sería tan amable de verificar su contenido y firmar el recibo?
Le presentó un formulario. Sobre el nombre escrito a máquina del soldado Thomas Prescott había un párrafo escrito con trazos enérgicos, firmado con una «X». El sargento mayor Philpott había actuado de testigo.
Charlie empezó a sacar de uno en uno los objetos que contenía la caja. La armónica de Tommy, oxidada y rota, siete libras, once chelines y seis peniques de la paga con efecto retroactivo, el casco de un oficial alemán. A continuación, Charlie sacó una cajita de piel. Al abrir la tapa descubrió la Medalla Militar de Tommy y la sencilla inscripción: «Por valentía en el campo de batalla». Cogió la medalla y la sostuvo en la palma de la mano.
—Ese Prescott debió ser un chico valeroso —dijo el teniente—. La sal de la tierra y todo eso.
—Y todo eso —repitió Charlie.
—¿También era religioso?
—No, nunca lo fue —contestó Charlie, permitiéndose una sonrisa—, ¿por qué lo pregunta?
—Por el cuadro —dijo el teniente, indicando el interior de la caja.
Charlie se inclinó y miró con incredulidad una pintura de la Virgen María y el Niño. Era un cuadrado de unos veinte centímetros de lado, enmarcado en madera de teca negra. Cogió el retrato y lo sostuvo entre las manos.
Contempló los ojos, púrpuras y azules rabiosos que componían el cuadro, con la seguridad de que había visto la imagen antes. Pasaron algunos segundos antes de que devolviera el óleo a la caja.
Charlie se puso la gorra y se marchó, la caja bajo un brazo, un paquete envuelto en papel marrón bajo el otro y un billete para Londres en el bolsillo superior de la chaqueta.
Cuando salió de los barracones para dirigirse hacia la estación (se preguntó cuánto tardaría en volver a caminar a paso normal), se detuvo ante la caseta de guardia y se volvió para mirar por última vez el terreno de instrucción. Un grupo de reclutas novatos desfilaban arriba y abajo con un nuevo sargento mayor. Sus rugidos indicaban que, como Philpott, jamás permitiría que la nieve cuajara.
Charlie dio la espalda al terreno de instrucción e inició su viaje a Londres. Tenía diecinueve años de edad y solo había sido merecedor del chelín real, pero ahora medía cinco centímetros más, se afeitaba y ya no era virgen. Había aportado su granito de arena y solo estaba de acuerdo con el primer ministro en una cosa: había tomado parte en una guerra que acabaría con todas las guerras.
El expreso nocturno de Edimburgo estaba lleno de hombres uniformados, que observaban el atavío civil de Charlie con suspicacia, como si fuera un hombre que aún no hubiera servido a su patria, o peor aún, un conshi.
—No tardarán en llamarle —dijo un cabo a su amigo desde el otro extremo del vagón, a voz en grito.
Charlie sonrió, pero no hizo ningún comentario.
Durmió a intervalos, divertido por el pensamiento de que tal vez le resultara más fácil dormir en una trinchera húmeda y fangosa, con ratas y cucarachas de compañía. Cuando el tren se detuvo en King’s Cross a las siete de la mañana siguiente, tenía el cuello rígido y le dolía la espalda. Se estiró antes de coger su paquete envuelto en papel y las posesiones de Tommy.
Tomó un bocadillo y una taza de café en la estación. Se quedó sorprendido cuando la camarera le cobró tres peniques.
—Dos peniques para los que llevan uniforme —le dijo con desprecio patente.
Charlie terminó el café y se fue de la estación sin decir palabra.
Las calles se veían más bulliciosas y abarrotadas de lo que recordaba, pero saltó confiadamente a un tranvía que llevaba la inscripción «City» en la parte delantera. Se sentó solo en un banco de madera, preguntándose qué cambios encontraría al llegar a casa. ¿Habría prosperado su tienda, iría tirando, la habrían vendido, o habría quebrado? ¿Qué habría sido del carretón más grande del mundo?
Saltó del tranvía en Poultry, pues había decidido recorrer andando el último kilómetro. Aceleró el paso a medida que los acentos cambiaban; los hombres de negocios ataviados con largos abrigos negros y sombreros hongo dieron paso a profesionales de carreras liberales vestidos con trajes oscuros y sombreros flexibles, siendo a su vez sustituidos por chicos ordinarios de ropas baratas y gorras, hasta que Charlie llegó por fin al East End, donde hasta los sombreros de paja habían sido abandonados por los menores de treinta años.
Cuando Charlie se encontró cerca de la esquina de Whitechapel Road con Brick Lane, se detuvo y contempló la frenética actividad que le rodeaba: carnes colgadas de ganchos, carretillas llenas de verduras, bandejas de pasteles y teteras pasaban en todas direcciones.
Pero ¿y la panadería, y el carretón de su abuelo? ¿Seguirían aún al pie del cañón? Inclinó la gorra sobre la frente y penetró en el mercado.
Cuando llegó a la esquina de Whitechapel Road pensó por un momento si se habría equivocado de lugar. La panadería ya no existía; había sido sustituida por una sastrería que pertenecía a un tal Jacob Cohen. Charlie apretó la nariz contra el escaparate, pero no reconoció a nadie de los que trabajaban dentro. Se giró en redondo para echar un vistazo al puesto que el carretón de «Trumper, el comerciante honrado» había ocupado durante casi un siglo, pero solo vio a una multitud que se calentaba alrededor de una hoguera de carbón, mientras un hombre les vendía castañas a un penique la bolsa. Charlie compró algunas, pero nadie se molestó en mirarle más de una vez. ¿Era este el país a medida de los héroes que le habían prometido? Tenía que existir una explicación sencilla para lo ocurrido, pensó, mientras salía del mercado y torcía por Whitechapel Road. Al menos, le quedaba la posibilidad de encontrarse con alguna de sus hermanas, descansar y reflexionar.
Cuando llegó al número 112 se alegró de ver que habían pintado la puerta principal. Dios bendiga a Sal. Abrió la puerta y entró sin vacilar en el vestíbulo, donde se topó con un hombre obeso a medio afeitar, que blandía una navaja y vestía camiseta y pantalones.
—¿Qué hace usted aquí? —preguntó el hombre, sosteniendo la navaja con firmeza.
—Vivo aquí —respondió Charlie.
—Y una mierda. Soy el dueño de este cuchitril desde hace seis meses.
—Pero…
—Nada de peros —dijo el hombre, y sin previo aviso propinó un empellón a Charlie que le lanzó a la calle.
La puerta se cerró tras él con estrépito, y Charlie oyó que la llave giraba en la cerradura. No sabía qué hacer, pero empezaba a desear no haber vuelto a casa.
—Hola, Charlie. Eres Charlie, ¿verdad? —dijo una voz detrás de él—. Así que no habías muerto, después de todo.
Se volvió y vio a la señora Shorrocks parada junto a la puerta de su casa.
—¿Muerto? —se extrañó Charlie.
—Sí. Kitty nos dijo que te habían matado en el frente occidental, por eso vendió el 112. Ocurrió hace meses… No la he visto desde entonces. ¿Nadie te lo dijo?
—No, nadie me lo dijo —contestó Charlie, contento de encontrar a alguien que todavía le reconociera.
Miró a su antigua vecina, intentando adivinar por qué parecía tan diferente.
—¿Quieres comer algo, cariño? Pareces hambriento.
—Gracias, señora Shorrocks.
—Acabo de comprar un paquete de pescado en escabeche y patatas fritas en la tienda de Dunkley. No habrás olvidado lo buenas que están. Un lote de tres peniques: un buen pedazo de bacalao y una bolsa llena de patatas fritas.
Charlie siguió a la señora Shorrocks al interior del 110, la acompañó a la diminuta cocina y se dejó caer en una silla de madera.
—Supongo que no sabrá lo que ha sido de mi carretón o de la tienda de Dan Salmon.
—La señorita Rebecca vendió ambas. Debió ser hace nueve meses, poco después de que partieras hacia el frente. —La señora Shorrocks colocó la bolsa de patatas fritas y el pescado sobre un trozo de papel, en el centro de la mesa—. La verdad es que constabas en la lista de los muertos en el Mame, y cuando averiguaron la verdad ya era demasiado tarde.
—Visto lo que hay, casi sería mejor haber muerto —dijo Charlie.
—No lo sé —contestó la señora Shorrocks, vertiendo una botella de cerveza en un vaso que empujó hacia Charlie—. He oído que hay montones de carretones en venta, y algunos a precio de ganga.
—Me alegra saberlo, pero primero he de encontrar a Becky Salmon, pues no me queda mucho capital. —Hizo una pausa para comer el primer bocado de pescado y patatas fritas—. ¿Tiene alguna idea del paradero de Becky?
—Hace tiempo que no la veo por aquí, Charlie. Siempre nos trató con cierta arrogancia, pero me han dicho que Kitty fue a verla a la universidad de Londres.
—La universidad de Londres, ¿eh? Bien, pronto descubrirá que Charlie Trumper está vivito y coleando, por más arrogante que se haya vuelto. Y será mejor que se muestre convincente a la hora de explicarme qué ha pasado con mi parte del dinero.
Se levantó de la mesa y recogió sus pertenencias, dejando las dos últimas patatas fritas para la señora Shorrocks.
—¿Te apetece otra cerveza, Charlie?
—No tengo tiempo, señora Shorrocks. Gracias por la cerveza y la comida… y dele recuerdos al señor Shorrocks de mi parte.
—¿A Bert? ¿No te has enterado? Murió hace seis meses de un ataque al corazón, pobre hombre. Le echo de menos.
Fue entonces cuando Charlie comprendió cuál era la diferencia que había notado: la ausencia de ojos amoratados y cardenales.
Charlie salió de la casa y se dirigió en busca de la universidad de Londres, decidido a seguir la pista de Rebecca Salmon. ¿Habría dividido el producto de la venta entre sus tres hermanas (Sal, ahora en Canadá, Grace, en algún lugar de Francia, y Kitty, Dios sabe dónde), tal como le había ordenado en el supuesto de que le dieran por muerto? En tal caso, no le quedaría otro capital para volver a empezar que la paga atrasada de Tommy y unas pocas libras que había ahorrado. Preguntó al primer policía que encontró el camino a la universidad de Londres. Le indicó que siguiera la dirección del Strand. Caminó otro kilómetro hasta llegar a un arco en cuya piedra se había esculpido KING’S COLLEGE. Llamó a la puerta señalizada con el letrero INFORMACIÓN, entró y preguntó al hombre sentado detrás del mostrador si había una Rebecca Salmon matriculada en el colegio universitario. El hombre consultó una lista, negó con la cabeza y sugirió a Charlie que probara en el registro universitario de la calle Malet.
Después de pagar un penique y hacer el recorrido en tranvía, Charlie empezó a preguntarse dónde acabaría pasando la noche.
—¿Rebecca Salmon? —dijo el hombre que se ocupaba del registro universitario, vestido con uniforme de cabo—. No me suena. —Buscó el nombre en un grueso libro que sacó de debajo del escritorio—. Ah, sí, aquí está, Colegio Bedford, Historia del Arte.
Era incapaz de ocultar el desprecio en su voz.
—¿Tiene su dirección, cabo? —preguntó Charlie.
—Ingrese en el ejército antes de llamarme cabo, muchacho. De hecho, cuanto antes se aliste mejor.
Charlie ya había sufrido bastantes insultos durante el día para poder contenerse.
—Sargento Trumper, 7312087. Le llamaré cabo y usted me llamará sargento. ¿Me he expresado con claridad?
—Sí, sargento —dijo el cabo, poniéndose firmes.
—Ahora dígame la dirección.
—Se aloja en el 97 de Chelsea Terrace, sargento.
—Gracias —respondió Charlie, dejando perplejo al exmilitar.
Se dispuso a emprender otro viaje a través de Londres.
Un fatigado Charlie bajó del tranvía poco después de las cuatro en la esquina de Chelsea Terrace. ¿Habría llegado Becky antes que él, aunque solo se alojara allí?
Paseó arriba y abajo de la familiar calle, admirando las tiendas que en otro tiempo había soñado adquirir. Número 131: antigüedades, multitud de muebles de roble, mesas y sillas bellamente acabadas. Después el 133, lencería de París. Charlie consideró incorrecto que un hombre mirase las prendas exhibidas en el escaparate. Número 135: carnes y aves colgadas de ganchos en la parte trasera de la tienda; tenían un aspecto tan delicioso que Charlie casi olvidó la escasez de alimentos. En el 139 se había inaugurado un restaurante llamado «Mr. Scallini», y Charlie se preguntó si la comida italiana llegaría a imponerse en Londres.
141: una vieja librería polvorienta, llena de telarañas y sin clientes a la vista. Después, el 143, un sastre. La propaganda escrita en el escaparate le aseguró que un caballero de gusto podía adquirir allí trajes, chalecos, camisas y cuellos. Número 145: pan recién salido del horno; su aroma estuvo a punto de arrastrarle al interior. Contempló la calle, incrédulo, así como a las mujeres vestidas con elegancia que se dirigían a sus ocupaciones diarias, como si jamás hubiera estallado una guerra mundial. Daba la impresión de que nadie les hubiera hablado de las cartillas de racionamiento.
Charlie se detuvo ante el 147 de Chelsea Terrace. Jadeó de placer ante la visión desplegada ante sus ojos cansados: filas y filas de frutas y verduras frescas que él habría vendido con orgullo. Dos chicas bien vestidas y un joven todavía más elegante, cubiertos con delantales de un verde brillante, esperaban servir a un cliente que sostenía un racimo de uvas.
Charlie retrocedió un paso y miró el letrero que había sobre la tienda. Rezaba: «Charlie Trumper, el comerciante honrado. Fundado en 1823».