La primera medida que tomó Cathy en su nuevo papel de presidenta fue organizar una cena en honor de Charlie en el hotel Grosvenor House. Todo el personal de Trumper’s asistió al homenaje, acompañados por sus esposas o maridos, así como muchos de los amigos de Charlie y Becky, ganados a lo largo de casi siete décadas. Charlie ocupó su lugar en el centro de la mesa principal, uno entre las mil setecientas setenta personas que esa noche llenaron el gran salón de baile.
A continuación vino la cena de cinco platos a la que ni siquiera Percy pudo encontrar un defecto. Una vez le sirvieron el coñac, Charlie encendió un gran cigarro Trumper’s y susurró a Becky:
—Ojalá hubiera visto este banquetazo tu padre. Pero claro —añadió—, él no habría asistido, a menos que hubiera suministrado todo, desde los merengues a los panecillos.
—Y ojalá nos hubiera acompañado Daniel también esta noche —repuso Becky.
Unos momentos después se puso de pie Cathy e invitó a los presentes a brindar por la salud del fundador de la empresa y primer presidente vitalicio. No hubo necesidad de que nadie gritara «¡Que hable!», porque Charlie ya se había puesto de pie antes que alcanzaran a poner sus copas en la mesa.
Comenzó por recordar una vez más a su auditorio cómo todo había comenzado con el carretón de su abuelo en Whitechapel, carretón que ahora se alzaba orgulloso en el salón comedor de Trumper’s. Rindió homenaje al coronel, tiempo atrás fallecido, a los pio ñeros de la empresa, los señores Sanderson y Hadlow, como también a Bob Makins y Nel Denning, los dos componentes del personal inicial que unas pocas semanas antes que él se habían retirado. Por último recordó a Daphne, la marquesa de Wiltshire que le prestara sus primeras sesenta libras.
—Cómo desearía volver a mis catorce años —exclamó con añoranza—. Yo, mi carretón y mis clientes regulares en Whitechapel Road. Aquellos fueron los días más felices de mi vida. Porque en mi corazón, verán ustedes, soy un sencillo hombre de frutas y verduras.
Todos rieron, excepto Becky, que miró a su marido y recordó al niño de ocho años de pantalones cortos y gorra en la mano parado fuera de la tienda de su padre con la esperanza de obtener un bollo gratis.
—Me enorgullezco —continuó— de haber construido el carretón más grande del mundo y de encontrarme esta noche entre aquellos que me han ayudado a empujarlo todo el camino desde el East End hasta Chelsea Terrace. Os echaré de menos a todos…, y solo me queda esperar que me permitan entrar a Trumper’s de vez en cuando.
Charlie se sentó y todo el personal se puso de pie para aclamarlo. Él se inclinó hacia Becky, le tomó la mano y dijo:
—Perdóname, olvidé decirles que en primer lugar fuiste tú quien lo fundaste.
Después de haber dejado la empresa, Charlie pasó unos siete días por lo menos en que daba la impresión de sentirse totalmente satisfecho con estar en la casa sin hacer nada en particular, pero a la segunda semana Becky se dio cuenta de que habría de hacer algo si no quería volverse loca y de paso perder a la mayor parte del personal doméstico de Eaton Square. La mañana del lunes se dejó caer en Trumper’s para hacer una visita al encargado del departamento de viajes. Durante la cuarta semana lady Trumper recibió unos pasajes enviados por las oficinas de Cunard, para un viaje a Nueva York en el Queen Elizabeth, seguido de un extenso recorrido por Estados Unidos.
—Realmente espero que ella pueda llevar el carretón sin mí, Becky —dijo Charlie mientras Stan los conducía a Southampton.
—Supongo que sabrá arreglárselas bien —dijo Becky.
Su plan consistía en estar fuera por lo menos unos tres meses, con el fin de dejar el campo libre a Cathy para que pudiera continuar con su programa de renovación y decoración, ya que ambas sospechaban que si Charlie estaba por allí haría todo lo posible por entorpecerlo.
Becky se convenció aún más de que así habría sucedido, un día en que Charlie entró en Bloomingdale’s y comenzó a refunfuñar por la falta de espacio dedicado a exhibir los productos. Lo llevó entonces a Macy’s y allí se quejó de la falta de atención, y cuando llegaron a Chicago, Charlie le dijo a Henry Field que ya no le gustaban los escaparates que en su tiempo fueran el sello distintivo de esos grandes almacenes.
—Demasiado chillones —le aseguró al propietario—. Incluso para Estados Unidos.
Becky le habría recordado la palabra «tacto» si Henry Field mismo no se hubiera mostrado de acuerdo con cada palabra de su amigo, a la vez que echaba categóricamente la culpa a los floristas, quienes quieran que estos fuesen.
En Dallas, San Francisco y Los Ángeles las cosas no fueron mejor. Tres meses más tarde, cuando se embarcaban en el gran transatlántico en Nueva York, nuevamente reapareció el nombre de Trumper’s en los labios de Charlie. Becky comenzó a temer entonces lo que podría pasar en el momento en que pisaran suelo inglés. Su única esperanza era que los cinco días de océano calmado, y cálida brisa atlántica les sirvieran para relajarse y tal vez hasta para que Charlie olvidara Trumper’s por unos momentos. Pero el viaje de vuelta él se lo pasó la mayor parte del tiempo explicándole sus nuevas ideas para revolucionar la empresa, ideas que según él deberían ponerse en práctica tan pronto llegaran a Londres. Entonces fue cuando Becky decidió que debía adoptar postura a favor de Cathy.
—Pero si ya ni siquiera estás en el consejo —le recordó, tendida en cubierta tomando el sol.
—Aún soy el presidente vitalicio —insistió él luego de explicarle su última gran idea de ponerle placas detectoras a la ropa, para evitar los robos.
—Pero ese es solo un título honorario.
—Tonterías. Tengo la intención de dar mi opinión siempre que…
—Charlie, eso no es justo para Cathy. Ella ya no es la subdirectora de una empresa familiar arriesgada, sino presidenta de una enorme empresa pública. ¿No crees que ha llegado la hora de que te mantengas alejado de Trumper’s y dejes a Cathy empujar el carretón sola?
—Pero ¿qué se supone que he de hacer entonces?
—No lo sé y no me importa. Pero sea lo que fuere, ya no lo vas a hacer en ningún lugar cercano a Chelsea Square. ¿Me he explicado claramente?
Charlie iba a contestar cuando se detuvo junto a ellos un oficial de cubierta.
—Siento interrumpirle, señor.
—No ha interrumpido nada —dijo Charlie—. ¿Qué desea que haga? ¿Organizar un motín o un partido de tenis en cubierta?
—Ambas cosas son responsabilidad del sobrecargo, sir Charles —dijo el joven—, pero el capitán desearía saber si puede tener la amabilidad de reunirse con él en el puente. Ha recibido un cablegrama de Londres para usted y no lo entiende muy bien.
—Espero que no sean malas noticias —dijo Becky incorporándose rápidamente y dejando la novela que intentaba leer a un lado—. Les dije que no se comunicaran con nosotros a menos que surgiera una emergencia.
—Tonterías —dijo Charlie—. Eres una pesimista. Para ti, una botella siempre está medio vacía.
Diciendo esto se paró, se estiró y acompañó al joven oficial por la cubierta de popa hacia el puente, explicándole cómo haría él para organizar un motín. Becky los seguía a un metro de distancia sin hacer más comentarios.
Mientras el oficial los escoltaba por el puente, el capitán se volvió a saludarlos.
—Acaba de llegar un cablegrama desde Londres, sir Charles, y pensé que desearía verlo inmediatamente —dijo pasándole el mensaje.
—Maldita sea, me he dejado las gafas en cubierta —farfulló Charlie— Becky, mejor será que me lo leas.
Le pasó el papel a su esposa. Becky abrió el cablegrama con dedos algo temblorosos y leyó el mensaje para sí misma primero mientras Charlie le observaba la cara para hacerse una idea de su contenido.
—¡Venga! ¿De qué se trata?
—Es una instancia del palacio de Buckingham —contestó ella.
—¿No te lo dije? Es que no los puedes dejar hacer nada solos. Primer día del mes, jabón de baño, ella prefiere lavanda; pasta dentífrica, él prefiere Macleans, y papel higiénico… Le dije a Cathy…
—No, no creo que Su Majestad esté preocupada por el papel higiénico en esta ocasión —dijo Becky.
—Entonces, ¿cuál es el problema?
—Desean saber qué título vas a escoger.
—¿Título? —dijo Charlie.
—Sí —dijo Becky levantando el rostro para mirar a su marido—. Lord Trumper ¿de dónde?
Becky se sorprendió y Cathy se sintió algo aliviada al descubrir con cuánta rapidez lord Trumper de Whitechapel se absorbía en los trabajos cotidianos de la Cámara Alta. Los temores de Becky de que estuviera continuamente interfiriendo en los asuntos rutinarios de la empresa se esfumaron tan pronto Charlie se hubo colocado el armiño rojo. A ella la rutina le trajo recuerdos de aquellos días durante la Segunda Guerra Mundial cuando Charlie trabajara bajo las órdenes de lord Woolton en la Secretaría para la Alimentación y no sabía nunca a qué hora de la noche llegaría.
Seis meses después de haberle dicho Becky que no debía ir a ningún lugar cerca de Trumper’s, Charlie le comunicó que había sido invitado a formar parte del Comité de Agricultura, donde pensaba que una vez más podría aportar sus conocimientos técnicos para beneficio de sus consocios. Incluso volvió a su rutina de levantarse a las cuatro y media de la mañana, con el fin de ponerse al día con esos documentos parlamentarios que siempre había que leer antes y después de las reuniones importantes.
Cada día al volver a casa por la noche para cenar, venía con cantidad de noticias sobre alguna cláusula que había propuesto al comité ese día, o sobre el zoquete que le había ocupado el tiempo esa tarde en la Cámara con innumerables enmiendas al acta en curso.
En 1970, cuando Gran Bretaña solicitó la entrada al Mercado Común, Charlie le contó a su esposa que el oficial disciplinario jefe le había propuesto presidir un subcomité para la distribución de alimentos en Europa y que creía que era su deber aceptar. Desde ese día, siempre que Becky bajaba a desayunar encontraba papeles con el orden del día de las reuniones o ejemplares del diario Hansar de los lores desparramados por todo el camino desde el estudio de Charlie a la cocina, en donde había dejado la inevitable nota explicándole que había tenido que asistir a otra reunión temprana del subcomité, o a una reunión con algún partidario de la entrada de Gran Bretaña en el Mercado Común llegado del continente. Hasta entonces Becky no tenía idea de lo mucho que tenían que trabajar los miembros de la Cámara Alta.
Becky continuó en contacto con Trumper’s visitando regularmente la tienda los lunes por la mañana. Siempre iba a una hora en que la tienda estuviera relativamente tranquila y, para su sorpresa, se convirtió en la principal fuente de información de Charlie respecto a lo que allí sucedía.
Siempre disfrutaba paseándose por los diferentes departamentos un par de horas, pero no podía dejar de notar lo rápido que cambiaban las modas y lo bien que se las arreglaba Cathy para llevar siempre la delantera a sus rivales sin dar jamás motivo de queja a los clientes regulares con cambios innecesarios.
Becky siempre destinaba la última visita a la sala de subastas para ver los cuadros que iban a subastarse en la próxima venta. Hacía ya tiempo que había pasado la responsabilidad a Richard Cartwright, el primer subastador jefe, pero él siempre estaba disponible para acompañarla en la ronda de vista anticipada de los cuadros que iban a subastarse.
—Impresionistas de segundo orden en esta ocasión —le aseguró él.
—Ahora a precios de primer orden —comentó Becky examinando obras de Pissarro, Bonnard, Vuillard y Dufy—; tendremos que procurar que Charlie no sepa nada sobre este lote.
—Ya lo sabe —le advirtió Richard—. Vino el jueves pasado camino de los lores, puso precio mínimo a tres lotes y hasta encontró tiempo para protestar por nuestros cálculos. Alegó que solo hacía unos años le había comprado a usted un gran óleo de Renoir, L’homme à la peche, por el precio que ahora yo esperaba que pagara por un pequeño pastel de Pissarro que no era otra cosa que un estudio para un cuadro importante.
—Creo que tal vez tenga razón en eso —dijo Becky echando un vistazo al catálogo para comprobar las diferentes tasas—. Y los cielos se apiaden de su hoja de balance si descubre que no ha logrado alcanzar el precio mínimo en cualquier cuadro que le interese a él. Cuando yo llevaba este departamento lo apodaban «nuestro jefe de pérdidas».
En ese momento entró otro dependiente y se les acercó, se inclinó educadamente ante lady Trumper y le pasó una nota a Richard. Este leyó el mensaje y se volvió hacia Becky.
—La presidenta desea saber si sería tan amable de pasar a verla antes de marcharse. Hay algo que necesita conversar con usted urgentemente.
Richard la acompañó hasta el ascensor de la planta baja y ella le agradeció nuevamente el mimar a una anciana.
Mientras el ascensor subía a regañadientes, otra cosa que habría que cambiar como parte del nuevo plan de remodelación, Becky iba pensando sobre qué querría hablar Cathy con ella, deseando que ojalá no tuviera que cancelar la cena con ellos esa noche, ya que sus invitados serían David y Barbara Field.
Hacía unos dieciocho meses que Cathy se había trasladado de Eaton Square a un espacioso apartamento en Chelsea Cloister, pero continuaban cenando juntos al menos una vez al mes. Además, siempre que se encontraban en la ciudad los Field o los Bloomingdale, ella también acudía a la cena con ellos. Becky sabía que David Field, que aún seguía en el consejo de la gran tienda de Chicago, se sentiría decepcionado si Cathy no podía cenar con ellos esa noche, especialmente cuando tenían previsto volver a casa al día siguiente.
Jessica la hizo pasar directamente al despacho de la presidenta, donde se encontró a Cathy hablando por teléfono, con el ceño fruncido, cosa no habitual en ella. Mientras esperaba que terminara su conversación, Becky miró por la ventana salediza hacia el banco de madera desocupado al otro lado de la calle y pensó en Charlie, que lo había cambiado por los bancos de cuero rojo de la Cámara de los Lores. Cathy colgó el auricular y preguntó inmediatamente:
—¿Cómo está Charlie?
—Dímelo tú —dijo Becky—, le veo ocasionalmente a la hora de la cena durante la semana e incluso en el desayuno algún domingo. Pero eso es todo. ¿Se le ha visto en Trumper’s últimamente?
—No muy a menudo. Todavía me siento culpable por haberlo excluido de la tienda.
—No tienes ninguna necesidad de sentirte culpable —le dijo Becky—. Nunca le había visto más feliz.
—Me tranquiliza saberlo —dijo Cathy—, pero justo ahora necesito el asesoramiento de Charlie sobre un asunto muy importante.
—¿Cuál?
—Cigarros —explicó Cathy—, me llamó por teléfono David Field esta mañana para decirme que su padre desearía doce cajas de su marca habitual y que no me moleste en enviárselas al Connaught, ya que él estará encantado de recogerlas esta noche cuando venga a cenar.
—Entonces ¿cuál es el problema?
—Que ni David Field ni en el departamento de tabacos tienen la menor idea de cuál es la marca habitual de su padre. Parece que Charles siempre se encargaba personalmente del envío.
—Podrías revisar viejas facturas.
—Fue lo primero que hice —repuso Cathy—. Pero no existe el más mínimo indicio de que alguna vez se realizara una transacción. Lo cual me sorprende porque, si no recuerdo mal, siempre que venía a Londres el anciano señor Field, regularmente se le enviaba una docena de cajas al Connaught. —Cathy frunció el ceño—. Eso era algo que siempre me pareció curioso. Al fin y al cabo, si lo piensas, él tiene que haber tenido un gran departamento de tabaquería en su tienda.
—Y claro que lo tenía —dijo Becky—, pero no tenía cigarros de La Habana.
—¿La Habana? No te sigo.
—Allá por los años cincuenta la Aduana de Estados Unidos prohibió la importación de cigarros cubanos, y el padre de David, que venía fumando una especial marca de habanos desde mucho antes que nadie supiera nada de Fidel Castro, no vio motivo para que no le permitieran continuar dándose el gusto de lo que él consideraba no era otra cosa que su «puñetero derecho».
—¿Cómo se las arreglaba Charlie entonces para solucionar el problema?
—Charlie solía bajar al departamento de tabaquería, coger una docena de cajas de la marca preferida del anciano, volver a su oficina, quitar las vitolas de cada puro reemplazándolas por una inofensiva etiqueta alemana, colocándolos luego en una caja Trumper’s no identificable. También se aseguraba de tener siempre una provisión preparada para el señor Field en el caso de que se acabaran. Charlie consideraba que esto era lo mínimo que podía hacer para corresponder a la hospitalidad que nos han brindado los Field a lo largo de los años.
Cathy movió la cabeza en señal de asentimiento.
—Pero todavía necesito saber qué marca de cigarro cubano es no otra cosa que el «puñetero derecho» del señor Field.
—No tengo ni idea —confesó Becky—. Como dices, Charlie nunca permitió que otra persona se encargara del envío.
—Entonces alguien va a tener que pedirle a Charlie, o bien que venga a hacer el despacho él mismo, o que nos diga a qué marca es adicto el señor Field. De modo que ¿dónde puedo localizar al presidente vitalicio a las once y media de la mañana de un lunes?
—Yo apostaría que oculto en alguna sala de comité en la Cámara de los Lores.
—No, no está —dijo Cathy—, ya he llamado a los Lores y me han asegurado que no lo han visto esta mañana, y más aún, que no esperan volver a verlo esta semana.
—Pero no es posible —dijo Becky—. Si prácticamente vive allí.
—Eso es lo que yo pensaba —dijo Cathy—. Y por eso llamé al número uno para pedirte ayuda.
—Esto lo resuelvo en un santiamén —aseguró Becky—. Si puede Jessica ponerme con la Cámara de los Lores, sé exactamente con qué persona hablar.
Jessica volvió a su oficina, buscó el número y tan pronto obtuvo comunicación pasó la llamada al escritorio de la presidenta, donde Becky cogió el receptor.
—¿La Cámara de los Lores? —dijo Becky—. Sección de mensajes, por favor… ¿Se encuentra allí el señor Anson? No, bueno, de todas maneras quisiera dejar un mensaje urgente para lord Trumper… de Whitechapel… Sí, debe de estar en un subcomité de Agricultura esta mañana… ¿Está usted seguro?… No es posible… ¿Usted conoce a mi marido?… Bueno, eso es una tranquilidad… ¿Es que él…? Muy interesante… No, gracias… No, no dejaré ningún mensaje y por favor no moleste al señor Anson. Adiós.
Becky colgó el teléfono y levantó la vista, encontrándose con las miradas de Cathy y Jessica, con la expresión de dos niños a la hora de acostarse que desean escuchar el final de un cuento.
—Charlie no ha sido visto en los Lores esta mañana. No existe ningún subcomité de Agricultura. Ni siquiera está en un comité completo, y lo que es más, no lo han visto desde hace tres meses.
—Pero no comprendo —objetó Cathy—, ¿cómo te has comunicado con él hasta ahora?
—Con un número especial que me dio Charlie que tengo junto al teléfono del vestíbulo en Eaton Square. Me comunica con un mensajero de los Lores llamado señor Anson, quien siempre parece saber exactamente dónde localizar a Charlie a cualquier hora del día y de la noche.
—¿Y existe este señor Anson? —preguntó Cathy.
—Ah, sí —dijo Becky—, pero parece que trabaja en otra planta de los Lores y en esta ocasión me pusieron con información general.
—Así pues, ¿qué sucede cuando hablas con el señor Anson?
—Generalmente Charlie me llama antes de la hora.
—De modo que no hay nada que te impida llamar al señor Anson ahora.
—Prefiero no hacerlo por el momento —dijo Becky—. Creo que preferiría descubrir qué ha estado tramando Charlie durante estos dos años. Porque una cosa es cierta, el señor Anson no me lo va a decir.
—Pero el señor Anson no puede ser la única persona que lo sabe —dijo Cathy—, después de todo Charlie no vive en el vacío.
Las dos se volvieron a mirar a Jessica.
—No me miréis a mí —dijo Jessica—. Él no ha tenido contacto con esta oficina desde que le prohibisteis venir a Chelsea Terrace. Si Stan no viniera de vez en cuando a la cantina para almorzar, ni siquiera sabría si Charlie estaba vivo.
—¡Claro! —dijo Becky haciendo chasquear los dedos—, Stan es la única persona que tiene que saber lo que pasa. Continúa recogiendo a Charlie a primera hora de la mañana y lo trae de vuelta a casa a última hora de la noche. No podría hacer nada sin que su chófer estuviera enterado del secreto.
—Exacto. Jessica —dijo Cathy dando un vistazo a su agenda—. Comienza por cancelar mi almuerzo con el director gerente de Moss Bross, luego dile a mi secretaria que no aceptaré llamadas ni interrupciones hasta que descubramos en qué anda exactamente nuestro presidente vitalicio. Cuando hayas hecho esto, baja a la cantina a ver si está allí Stan, y si está, telefonéame inmediatamente.
Jessica salió casi corriendo de la habitación y Cathy volvió su atención a Becky.
—¿Crees que podría tener una amante? —dijo Becky en voz baja.
—¿Noche y día durante casi dos años a los setenta? Si la tiene, deberíamos presentarlo como el Semental del Año en la Exposición Royal Agricultural.
—Entonces, ¿en qué puede andar metido?
—Yo diría que debe estar sacando su doctorado en la Universidad de Londres —dijo Becky—. A Charlie siempre le revienta cuando tú le haces bromas por no haber completado adecuadamente sus estudios.
—Pero me habría encontrado los libros y apuntes por toda la casa.
—Los has encontrado, pero solo los libros y apuntes que él quiere que veas. No olvidemos lo astuto que fue cuando sacó su licenciatura en Filosofía y Letras.
—A lo mejor se ha puesto a trabajar con la competencia.
—No es su estilo —dijo Cathy—, es demasiado leal para eso. En todo caso, a los pocos días lo sabríamos, los directivos y el personal estarían encantados de refregárnoslo. No, tiene que ser algo más sencillo.
Sonó el teléfono en el escritorio de Cathy. Lo cogió y escuchó atentamente.
—Gracias, Jessica. Nos ponemos en camino. Vamos —dijo colgando el receptor y saltando de detrás de su escritorio—. Stan está terminando de almorzar.
Se dirigió a la puerta y Becky la siguió. Sin añadir otra palabra tomaron el ascensor a la planta baja, donde Joe, el portero más antiguo, se quedó con la boca abierta al ver a la presidenta y a lady Trumper llamando un taxi cuando las dos tenían a sus respectivos chóferes esperándolas en sus coches.
A los pocos minutos apareció Stan por la misma puerta y se puso al volante del Rolls de Charlie; lo condujo a velocidad moderada hacia Hyde Park Córner, sin advertir en absoluto al taxi que lo seguía. El Rolls continuó por Picadilly, tomó una calle a la izquierda para pasar por Trafalgar Square en dirección al Strand.
—Va hacia el King’s College —dijo Cathy—. Sabía que estaba en lo cierto, tiene que ser su doctorado.
—Pero Stan no se detiene —dijo Becky, y en realidad el Rolls pasó de largo la entrada del colegio y continuó su camino por Fleet Street.
—No puedo creer que haya comprado un periódico —dijo Cathy.
—O aceptado un trabajo en la City —añadió Becky a la vez que el Rolls pasaba cerca de Mansión House.
—Ya lo tengo —exclamó Becky triunfalmente cuando el Rolls dejaba atrás la City para entrar al East End—. Ha estado trabajando en algún proyecto en su club de niños en Whitechapel.
Stan continuó hacia el este hasta que finalmente se detuvo delante del «Dan Salmon Centre».
—Pero esto no tiene ningún sentido —dijo Cathy—. Si eso era todo lo que deseaba hacer con su tiempo libre, ¿por qué no te dijo la verdad desde el principio? ¿Para qué recurrir a una farsa tan rebuscada?
—Tampoco yo logro explicarme eso —dijo Becky—. La verdad, creo que me siento aún más desconcertada.
—Bueno, al menos entremos y sepamos de qué se trata lo que está haciendo.
—No —la retuvo Becky tocándole con la mano el brazo—. Antes de decidir lo que debo hacer, necesito reflexionar un momento. Si Charlie está planeando algo que no quiere que sepamos, me disgustaría mucho estropearle su diversión, sobre todo cuando fui yo quien le prohibió ir a Trumper’s.
—De acuerdo —dijo Cathy—, entonces volvamos a mi oficina y no digamos nada de nuestro pequeño descubrimiento. Siempre podemos telefonear al señor Anson a los Lores, y él, como sabemos, se encargará de que Charlie nos llame antes de la hora. Eso me da amplio margen de tiempo para solucionar el problema de los cigarros.
Becky asintió e indicó al sorprendido taxista que volviera a Chelsea Terrace. Cuando el taxi se giraba para reemprender el camino de vuelta al West End, Becky miró por la ventanilla de atrás hacia el Centro que llevaba el nombre de su padre.
—Pare —dijo sin previo aviso.
El taxista hundió los frenos y detuvo el taxi de golpe.
—¿Qué pasa? —preguntó Cathy.
Becky señaló fuera por la ventana trasera; mantenía los ojos fijos en la figura que bajaba la escalera del Dan Salmon Centre, vestido con un viejo y mugriento traje y una boina.
—Dios mío —murmuró Cathy.
Becky pagó rápidamente la carrera al taxista mientras Cathy saltaba del coche y seguía a Stan que avanzaba por Whitechapel Road.
—¿A dónde irá? —dijo Cathy sin perder de vista a Stan.
El chófer, vestido casi de harapos, continuaba su marcha por la acera, a un paso que a cualquier soldado que lo viera no le cabría la menor duda de cuál había sido su primera profesión, haciendo que las damas que lo seguían tuvieran que echar a correr de vez en cuando para no perderle de vista.
—Debe ir a la sastrería Cohen’s —dijo Becky—. Dios sabe que el hombre tiene el aspecto de venirle bien un traje nuevo.
Pero Stan se detuvo algunos metros antes de llegar a la sastrería. Entonces ambas vieron en ese momento a otro hombre, también con un traje viejo y una boina, junto a un flamante carretón, que llevaba impresas las palabras: «Charlie Salmon el comerciante honrado, fundado en 1969».
—No se las ofrezco por dos libras, señoras —anunció una voz tan alta como la de cualquiera de los jóvenes de los puestos cercanos—, no se las ofrezco por una libra, ni siquiera por cincuenta peniques. No; se las regalo por veinte peniques.
Cathy y Becky observaron estupefactas cómo Stan Russell saludaba a Charlie tocándose la boina y luego comenzaba a llenar la cesta de una señora para que su amo pudiera atender a la siguiente clienta.
—Así pues, ¿qué va a llevar hoy, señora Bates? Tengo unos preciosos plátanos recién llegados por avión desde las Antillas. Debería venderlos a noventa peniques el racimo, pero por ser usted, reina, se los dejo a cincuenta, pero no se lo vaya a contar a sus vecinas.
—¿Cómo están esas patatas, Charlie? —preguntó desconfiada una mujer de mediana edad muy maquillada, señalando una caja en la parte delantera del carretón.
—Como que yo estoy aquí, señora Bates, nuevas de Jersey. Y le digo lo que haré. Se las dejaré al mismo precio que esos supuestos rivales míos están vendiendo las viejas. ¿Puedo ser más justo, dígame usted?
—Llevaré dos kilos, señor Salmon.
—Gracias, señora Bates. Sirve a la señora, Stan, mientras yo atiendo a la siguiente clienta.
Charlie dio la vuelta al carretón.
—Me alegra verla esta preciosa tarde, señora Singh. Medio kilo de higos, nueces y pasas, si no me falla la memoria. ¿Y cómo está el doctor Singh?
—Con mucho trabajo, señor Salmon, con mucho trabajo.
—Entonces tenemos que procurar que esté bien alimentado, ¿verdad? —dijo Charlie—, porque si el tiempo cambia para peor, a lo mejor necesito ir a consultarle por mi sinusitis. ¿Y cómo está la pequeña Suzika?
—Acaba de sacar tres asignaturas de honor, señor Salmon, y va a ir a la universidad de Londres en septiembre a estudiar ingeniería.
—Mal asunto ese —dijo Charlie eligiendo los higos—. ¿Ingeniería dice usted? ¿Qué les queda por inventar? Una vez conocí a una chica de por aquí, que se metió en la universidad, y menudo provecho que le trajo. Se pasó el resto de su vida viviendo a costa de su marido. Mi anciano abuelo solía decir…
Becky se echó a reír.
—¿Qué hacemos ahora entonces? —preguntó.
—Volver a Eaton Square; allí puedes buscar el número del señor Anson en los Lores y llamarle. De esa forma, al menos podemos estar seguras de que Charles te llamará antes de una hora.
Ambas permanecieron allí como paralizadas observando al más viejo vendedor del mercado ofrecer su mercancía.
—No se las ofrezco a dos libras —anunció con una col en cada mano—. No se las ofrezco por una libra, ni siquiera por cincuenta peniques.
—No, se las regalo por veinte peniques —susurró Becky a media voz.
—No, se las regalo por veinte peniques —gritó Charlie a voz en cuello.
—¿Te das realmente cuenta —comentó Becky cuando salían sigilosamente del mercado— que el abuelo de Charlie continuó hasta los ochenta y tres años y murió a solo unos centímetros de donde está parado su señoría ahora?
—Ha recorrido un largo camino desde entonces —dijo Cathy levantando la mano para llamar a un taxi.
—Ah, no lo sé —contestó Becky—. Algo más de un par de kilómetros… en línea recta.
Fin