Esa noche, cuando Charlie irrumpió en el salón, fue la primera vez que creí de verdad que finalmente había muerto Guy Trentham.
Yo permanecí sentada en silencio mientras mi marido se paseaba por la habitación relatando entusiasmado hasta el último detalle de lo sucedido esa tarde en la oficina del señor Harrison.
En mi vida he amado a cuatro hombres, con emociones que van de la adoración a la devoción, pero solo Charlie las ha abarcado todas. Sin embargo, aun en el momento de su triunfo, yo sabía que me tocaría a mí quitarle lo que más amaba en su vida.
En las dos semanas siguientes a esa decisiva entrevista, Nigel Trentham había accedido a deshacerse de sus acciones al precio de mercado. Ahora que los intereses habían subido al ocho por ciento, no era de extrañar que tuviera poco valor para proseguir la larga y amarga lucha por cualquier derecho que tuviera o no tuviera sobre la propiedad Hardcastle. En nombre del trust, el señor Harrison compró todas sus acciones, por un valor de algo más de siete millones de libras. Entonces el anciano abogado aconsejó a Charlie que convocara una reunión de consejo especial, ya que era su deber informar a la Cámara de Empresas de lo ocurrido. También le advirtió que en el plazo de catorce días debía poner en conocimiento de los demás accionistas los detalles pertinentes de la transacción.
Hacía muchísimo tiempo que yo no esperaba con tanta ilusión una reunión de consejo.
Aunque fui de las primeras en llegar a la sala de consejo esa mañana, todos los demás llegaron mucho antes de la hora programada para la reunión.
—¿Excusas por ausencia? —preguntó el presidente a las diez en punto.
—Nigel Trentham, Roger Gibbs y Hugh Folland —entonó Jessica con su voz más prosaica.
—Gracias. Acta de la última reunión —dijo Charlie—, ¿es vuestro deseo que firme esas actas aprobándolas como relación verdadera y exacta de lo que tuvo lugar?
Observé a las personas sentadas alrededor de la mesa. Daphne, vestida con un llamativo y alegre conjunto amarillo, garabateaba distraídamente en las hojas de su copia del acta. Tim Newman asentía con su cortesía acostumbrada, mientras Simón tomaba agua de su vaso levantándolo como si hiciera un brindis. Ned Denning susurraba algo inaudible al oído a Makin, y Cathy marcaba un tic en el punto número dos. Volví mi atención a Charlie.
Como por lo visto nadie tenía ninguna objeción que hacer, Jessica dio vueltas a las hojas del acta colocando la última delante de Charlie para que firmara bajo la última línea. Observé la sonrisa que aparecía en su rostro al releer la última instrucción que había recibido del consejo en la reunión pasada: «Que el presidente intente llegar a un acuerdo amistoso con el señor Nigel Trentham respecto a la formal adquisición de Trumper’s».
—¿Algún asunto a tratar respecto al acta? —preguntó Charlie.
Todo el mundo continuó callado de modo que una vez más Charlie miró el orden del día.
—Punto número cuatro, el futuro de… —comenzó, pero entonces todos intentamos hablar al mismo tiempo.
Cuando la reunión había vuelto a adquirir una apariencia de orden, Charlie sugirió que tal vez sería conveniente que el gerente nos pusiera al día sobre la situación actual. Yo me uní a los «Muy bien», y gestos de asentimiento que dieron la bienvenida a su sugerencia.
—Gracias, señor presidente —dijo Arthur Selwyn sacando algunos papeles de su maletín que tenía junto a su silla. El resto del consejo esperó pacientemente—. El consejo deberá saber —comenzó, con el tono del funcionario del Estado que fuera en su tiempo— que a continuación del anuncio hecho por el señor Nigel Trentham de que ya no tenía la intención de lanzar una oferta de adquisición de Trumper’s, las acciones de la empresa han bajado de su precio máximo de dos libras con cuatro chelines al precio actual de una libra con diecinueve chelines.
—Todos podemos seguir las variaciones del mercado de valores —dijo Daphne metiendo su cuchara—. Lo que yo querría saber es qué pasó con las acciones personales de Trentham.
Yo no me uní al coro de aprobación que siguió a esta interrupción, porque ya sabía hasta los más mínimos detalles del acuerdo.
—Las acciones del señor Trentham —dijo el señor Selwyn, continuando como si no hubiera sido interrumpido—, según un acuerdo entre sus abogados y la señorita Ross, fueron adquiridas hace dos semanas por el señor Harrison en nombre del fideicomiso Hardcastle al precio de dos libras con un chelín por acción.
—¿Y se hará partícipe al resto del consejo de las causas que llevaron a esta simpático arreglito? —preguntó Daphne.
—Ha salido a luz recientemente —contestó Selwyn— que durante el año pasado el señor Trentham logró acumular una considerable participación en la empresa con dinero prestado que le permitía mantener un suculento sobregiro bancario, sobregiro que según tengo entendido ya no puede mantener. Teniendo esto en cuenta ha vendido su participación en la empresa, de algo así como un veinte por ciento, directamente al Hardcastle Trust al precio de mercado del momento.
—Lo ha hecho por fin —dijo Daphne.
—Sí —dijo Charlie—. Y puede que también interese al consejo saber que durante la semana pasada recibí tres cartas de dimisión, del señor Trentham, del señor Folland y del señor Gibbs, las cuales me tomé la libertad de aceptar en vuestro nombre.
—Y tanta libertad —exclamó bruscamente Daphne.
—¿Le parece que no deberíamos haber aceptado sus dimisiones?
—Naturalmente me lo parece, presidente.
—¿Podemos conocer sus razones, lady Wiltshire?
—Son del todo egoístas, presidente. —Me pareció detectar una risita entre dientes. Todo el mundo la escuchaba expectante—. Verá, me hacía mucha ilusión proponer que se despidiera a esos tres.
Muy pocos lograron mantenerse serios ante esa sugerencia.
—Que no conste en el acta —dijo Charlie a Jessica—. Gracias, señor Selwyn, por su admirable resumen de la situación. Ahora, como no creo que se gane nada removiendo esos carbones, pasemos al punto número cinco, el servicio bancario.
Charlie se echó atrás en la silla satisfecho mientras Cathy nos informaba que el nuevo servicio estaba consiguiendo beneficios respetables y que ella no veía ningún motivo para que no continuaran mejorando las cifras en el futuro previsible.
—En realidad —dijo—, creo que ha llegado el momento de que Trumper’s ofrezca a sus clientes regulares su propia tarjeta de crédito como…
Yo contemplé la medalla MC en miniatura que colgaba de una cadenita alrededor de su cuello, el eslabón perdido en cuya existencia Charlie siempre había insistido. Cathy aún era incapaz de recordar la mayor parte de lo ocurrido en su vida antes de llegar a trabajar a Londres, pero yo compartía la opinión del doctor Miller de que ya no debíamos desperdiciar el tiempo con el pasado sino dejarla concentrarse en el futuro.
Ninguno de nosotros dudábamos de que, llegado el momento de elegir nuevo presidente, no tendríamos que buscar muy lejos para encontrar a la sucesora de Charlie. El único problema que tenía que enfrentar yo ahora era convencer al actual presidente de que tal vez había llegado la hora de que dejara paso a alguien más joven.
—¿Tiene usted algún reparo respecto a los límites de crédito, presidente? —preguntó Cathy.
—No, no, todo me parece muy bien —dijo Charlie, en tono desacostumbradamente vago.
—No estoy muy segura de poder estar de acuerdo con usted, sir Charles —dijo Daphne.
—¿Y eso por qué, lady Wiltshire? —preguntó Charlie con sonrisa benévola.
—En parte porque alrededor de los diez últimos minutos usted no ha escuchado ni una palabra de lo que se ha dicho —declaró Daphne—, ¿cómo puede entonces saber a qué está dando su conformidad?
—Culpable —dijo Charlie—. Confieso que mi mente estaba en el otro lado del mundo. Sin embargo —continuó—, he leído el informe de Cathy sobre el tema y considero que los límites de crédito tendrán que variar de cliente a cliente según las evaluaciones pertinentes, y tal vez en el futuro necesitemos personal nuevo, preparado en Barclays y no en Selfridges. Incluso así, he de requerir un calendario detallado si vamos a considerar la introducción de un programa de esa envergadura. Debería estar preparado para la presentación en la próxima reunión de consejo. ¿Es eso posible, señorita Ross? —preguntó con firmeza, con la esperanza sin duda de que este otro ejemplo de su conocido «pensar con los pies en la tierra» lo libraba de las garras de Daphne.
—Gracias —dijo Charlie—. Punto número seis, contabilidad.
Escuché con atención la presentación que hacía Selwyn de las últimas cifras, departamento por departamento. Nuevamente tomé conciencia de las preguntas y sondeos de Cathy tan pronto le parecía que las explicaciones sobre cualquier pérdida o innovación no eran lo suficientemente completas. Era algo así como una versión de Daphne mejor informada y más profesional.
—¿Cuáles son los cálculos de previsión de beneficios para el año sesenta y cinco? —preguntó.
—Aproximadamente novecientas veinte mil libras —repuso Selwyn pasando el dedo bajo una columna de cifras.
En ese momento fue cuando comprendí lo que había que lograr antes de convencer a Charlie que anunciara su retiro.
—Gracias, señor Selwyn. ¿Pasamos ahora al punto número siete? El nombramiento de la señorita Cathy Ross como vicepresidente. —Charlie se quitó las gafas y añadió—: No creo necesario que yo pronuncie un largo discurso sobre las razones…
—De acuerdo —interrumpió Daphne—. Por lo tanto me produce enorme placer proponer a la señorita Ross como vicepresidente de Trumper’s.
—Me agradaría secundar esa propuesta —intervino Arthur Selwyn.
Yo no pude menos que sonreír ante la visión de Charlie con la boca abierta de par en par, pero en todo caso se las arregló para decir:
—¿Los que están a favor?
Yo levanté mi mano junto con todos los demás excepto una. Cathy se puso de pie y pronunció un corto discurso de aceptación, agradeciendo al consejo la confianza puesta en ella y asegurándoles su total compromiso con el futuro de la empresa.
—¿Otros asuntos? —preguntó Charlie comenzando a ordenar sus papeles.
—Sí —repuso Daphne—. Habiendo tenido el placer de proponer a la señorita Ross como vicepresidente, creo llegada la hora de presentar mi dimisión.
—Pero ¿por qué? —preguntó Charlie espantado.
—Porque el próximo mes cumpliré sesenta y cinco años, presidente, y creo que esa es una edad adecuada para dejar paso a sangre más joven.
—Entonces, solo me resta decir… —comentó Charlie y esta vez nadie intentó impedirle que nos dirigiera un largo y florido discurso.
Cuando terminó, todos golpeamos la mesa con las palmas.
Una vez restituido el orden, Daphne dijo simplemente:
—Gracias. No me habría esperado tales dividendos de una inversión de sesenta libras.
En las semanas siguientes a que Daphne dejara la empresa, siempre que se presentaba a discusión un tema delicado, Charlie me confesaba después de la reunión que echaba de menos el peculiar y exasperante sentido común de la marquesa.
—¿Y me vas a echar igualmente de menos a mí con mi criticona lengua cuando presente mi dimisión?
—¿De qué hablas?
—Resulta que cumpliré sesenta y cinco el próximo año y pienso seguir el ejemplo de Daphne.
—Pero…
—Nada de peros, Charlie —le dije—. Número uno, ahora camina solo… Es más que competente desde que le robé el joven Richard Cartwright a Christie’s. En todo caso, a Richard se le debería ofrecer mi puesto en el consejo general. A fin de cuentas, lleva la mayor parte de la responsabilidad sin la satisfacción de llevarse el mérito.
—Bueno, pues yo te diré una cosa —replicó Charlie desafiante—. Yo no pienso dimitir, ni cuando tenga setenta años.
Durante 1966 abrimos tres nuevos departamentos: el de «Adolescentes» con especialidad en ropa y discos y con cafetería propia; una agencia de viaje para hacer frente a la creciente demanda de viajes al extranjero, y un departamento de regalos para «El hombre que lo tiene todo». Cathy también recomendó al consejo que a sus veinte años tal vez todo el carretón necesitaba una buena cirugía plástica. Charlie me comentó que no se sentía muy seguro respecto a ese cataclismo radical, pero como por lo visto Arthur Selwyn y los demás directores estaban convencidos de que esa renovación debía haberse hecho hacía ya mucho tiempo, logré convencerle de que él opusiera solo una resistencia simbólica.
Mantuve mi promesa, o amenaza según Charlie, y dimití al mes siguiente de cumplir sesenta y cinco años, dejando a Charlie como el único director que quedaba del primer consejo.
Por primera vez en su vida Charlie reconoció que comenzaba a sentir su edad. Me comentó que siempre que empezaba la reunión pidiendo la conformidad con el acta de la reunión anterior, daba una mirada a la sala de reuniones y comprendía lo poco que tenía en común con la mayoría de sus compañeros directores. Las «brillantes nuevas chispas» como los llamaba Daphne, financieros, especialistas en «opas», relaciones públicas, todos parecían en cierto modo alejados del único elemento que siempre había importado a Charlie: el cliente.
Hablaban de financiación deficitaria, proyectos opcionales de préstamos, «spots» publicitarios en televisión, muchas veces sin molestarse en pedir su opinión a Charlie.
—¿Qué debo hacer al respecto? —me preguntó Charlie la semana anterior a la Asamblea General de Accionistas.
Frunció el ceño al escuchar mi respuesta.
La semana siguiente Arthur Selwyn anunció ante la Asamblea General de Accionistas de la empresa que los beneficios antes de impuestos para 1967 serían de 1 078 600 libras. Charlie me miró y yo asentí con firmeza desde la primera fila. Esperó el punto «Otros asuntos» y entonces se levantó para comunicar a la asamblea que pensaba llegada la hora de presentar su dimisión. Otra persona tenía que empujar el carretón hacia los años setenta, sugirió.
Todo el mundo en la sala pareció horrorizado, se habló del final de una era, de «no hay reemplazo posible», nunca jamás será igual; pero nadie le pidió a Charlie que reconsiderara su decisión. Veinte minutos después Cathy era elegida unánimemente presidenta del consejo.