—¿Quieres decir que Guy Trentham era mi padre? —preguntó Cathy—, pero ¿cómo…?
Los tres continuaron sentados durante buena parte de la noche, Charlie contándole a Cathy lo que había descubierto en Australia, explicándole cómo todo confirmaba los datos que ella proporcionara a Becky cuando se presentó a solicitar el trabajo en Trumper’s. Harrison escuchaba con suma atención, asintiendo de vez en cuando y comprobando las notas que había tomado durante la larga conversación con su sobrino, al que también había despertado al amanecer del domingo. A diferencia de Birkenshaw, Trevor Roberts no se molestó por la llamada.
Cathy escuchó todo lo que Charlie le informó, pero fue totalmente incapaz de recordar nada sobre Santa Hilda, Melbourne, e incluso Australia. «Señorita Benson» no le sonaba para nada.
—Me he esforzado muchísimo en recordar lo que sucedió antes de llegar a Inglaterra, pero no logro recordar nada, a pesar de que recuerdo el más mínimo detalle de lo que tuvo lugar después de haber desembarcado en Southampton. El doctor Miller no se muestra muy optimista, ¿verdad?
—No hay ningún principio fijo, eso es todo lo que me repite.
Charlie se levantó, atravesó la habitación y se volvió mostrando el cuadro de Cathy con una expresión de esperanza, pero ella se limitó a negar con la cabeza mientras contemplaba el paisaje de bosques.
—Estoy de acuerdo en que debo de haberlo pintado en algún momento, pero no tengo idea de dónde ni cuándo.
Charlie y Cathy estuvieron de regreso en Eaton Square alrededor de las cuatro de la mañana, habiendo acordado con Harrison que este concertaría una entrevista cara a cara con la otra parte implicada tan pronto como esta fuera posible. Cathy estaba absolutamente extenuada, pero el reloj del tiempo de Charlie no le permitió irse a dormir, de modo que se encerró en el estudio para continuar su búsqueda mental del eslabón perdido, demasiado consciente de la batalla legal que tenía por delante.
Al día siguiente Charlie acompañó a Cathy a Cambridge y ambos pasaron una tensa tarde en la pequeña consulta del doctor Miller en Addenbrooke. Por su parte, el médico parecía muchísimo más interesado en la carpeta de informes sobre Cathy proporcionada por la señora Culver, que en el hecho de que podría estar en cierto modo emparentada con la señora Trentham y ser por tanto candidata a heredar el fideicomiso Hardcastle.
La paseó lentamente por cada información que aparecía en la carpeta: clases de arte, méritos, mala conducta, partidos de tenis, colegio Queen Elizabeth, universidad de Melbourne; pero siempre se encontró con la misma respuesta: honda meditación, seguida de un lento movimiento negativo de la cabeza. Intentó con asociaciones de palabras: Melbourne, señorita Benson, cricket, barco, hotel, para las cuales recibió las respuestas: Australia, Hedges, marcador, Southampton, cansada.
Sus primeros recuerdos, explicó Cathy al doctor Miller, eran aún un largo viaje por un océano, un hotel de Londres y luego Trumper’s. «Marcador», no lo sabía explicar. El nombre Guy Trentham no significaba nada en absoluto para ella. Ni el doctor Miller ni Charlie se refirieron a Daniel en ningún momento de aquella tarde, mientras Cathy trataba de ayudarlos a ensamblar los pequeños detalles de su pasado.
A las seis de la tarde Cathy ya estaba agotada. El doctor Miller llevó a Charlie a un lado y le advirtió que en su opinión era muy improbable que Cathy recordara alguna vez lo que ocurrió en su vida antes de llegar a Londres. Tal vez de vez en cuando recordaría hechos de poca trascendencia, pero nada de verdadera importancia.
—Lo siento, no te fui de mucha ayuda, ¿verdad? —dijo Cathy cuando Charlie la llevaba de regreso a Londres.
—Aún no estamos derrotados —la tranquilizó él tomándole la mano, aunque ya comenzaba a considerar demasiado optimista el pronóstico de cincuenta-cincuenta que le hiciera Trevor Roberts sobre la demostración de que Cathy era la verdadera heredera del fideicomiso Hardcastle.
Becky estaba allí para recibirlos y los tres cenaron apaciblemente juntos. Charlie no hizo ninguna referencia a lo sucedido en Cambridge aquel día hasta que Cathy se fue a acostar. Cuando Becky se enteró de las respuestas de Cathy al examen del doctor Miller insistió en que en adelante había que dejarla en paz.
—Perdí a Daniel por culpa de esa mujer —dijo Becky a su marido—, y no estoy dispuesta a perder también a Cathy. Si vas a continuar luchando por Trumper’s, debes hacerlo sin implicarla.
Charlie se mostró conforme aunque sintió deseos de gritar: ¿Cómo se supone que voy a defender Trumper’s de que me lo quite otro Trentham si no se me permite presionar a Cathy hasta el límite?
Justo antes de apagar la luz del dormitorio, sonó el teléfono. Era Trevor Roberts que llamaba desde Sydney, pero no para informar de ningún progreso en la causa. Walter Slade se había negado a proporcionar ningún dato nuevo sobre Ethel Trentham, negándose también a firmar un documento en el que reconocía haberla conocido. Una vez más Charlie se maldijo a sí mismo por la estúpida forma de llevar su entrevista con el anciano.
—¿Y el banco? —preguntó sin demasiadas esperanzas.
—En el Banco Comercial de Australia dicen que no pueden permitir el acceso a los detalles de la cuenta personal de la señorita Benson a no ser que se demuestre que se ha cometido un delito. Lo que hizo a Cathy la señora Trentham bien se podría calificar de maldad, pero me temo que no fue estrictamente un delito.
—No ha sido hoy un buen día para ninguno de los dos —admitió Charlie.
—No olvide que la otra parte no sabe eso.
—Es cierto, pero ¿cuánto saben realmente?
—Mi tío me contó el lapsus de Birkenshaw al decir «ella», de modo que imagino que saben tanto como nosotros. En la entrevista con ellos suponga siempre que lo saben, y no deje de buscar al mismo tiempo el eslabón perdido.
Después de cortar la comunicación, Charlie se quedó despierto un buen rato, pero no se movió hasta estar seguro de que Becky se había dormido. Entonces se deslizó de la cama, se puso la bata y fue silenciosamente a su estudio. Abrió una libreta y comenzó a anotar todos los hechos que había reunido durante los últimos días, con la esperanza de que esto pudiera poner en marcha algún recuerdo. A la mañana siguiente Becky lo encontró desplomado sobre el escritorio profundamente dormido.
—No te merezco, Charlie —le susurró besándolo en la frente.
Él se movió y abrió los ojos.
—Vamos a ganar —dijo él medio dormido e incluso se las arregló para sonreír, pero por la expresión de su cara se dio cuenta de que ella no le creía.
Los tres desayunaron juntos una hora más tarde y conversaron de todo menos del careo que se había concertado para esa tarde en las oficinas del señor Harrison. Cuando Charlie se incorporaba para dejar la mesa, Cathy dijo inesperadamente:
—Me gustaría estar presente en la confrontación.
—¿Lo crees prudente? —le preguntó Becky mirando luego nerviosamente a su marido.
—No lo sé —repuso Cathy—. Pero lo que sí sé es que deseo estar allí cuando Charlie exponga mi caso, y no enterarme después de los resultados, de segunda mano.
—Buena chica —dijo Charlie—. La entrevista tendrá lugar a las tres en la oficina de Harrison, cuando tengamos la oportunidad de presentar nuestro caso. El abogado de Trentham se nos unirá a las cuatro. Te pasaré a recoger a las tres y media, pero si cambias de opinión antes, no me enfadaré lo más mínimo.
Becky se volvió a ver la reacción de Cathy ante esta sugerencia y tuvo una decepción.
Cuando Charlie entró en su oficina a las ocho y media en punto, ya estaban allí esperándolo Daphne y Arthur Selwyn, tal como se les había dicho.
—Café para tres y nada de interrupciones, por favor —dijo Charlie a Jessica, colocando frente a él sobre el escritorio el trabajo de la noche anterior.
—Así pues, ¿por dónde empezamos? —preguntó Daphne, y durante la hora y media siguiente ensayaron preguntas, declaraciones y tácticas que podrían emplearse ante Trentham y Birkenshaw, tratando de imaginar y adivinar cualquier situación que pudiera presentarse.
Cuando un poco antes de las doce les enviaron un ligero almuerzo, ya todos estaban agotados; nadie habló durante un rato.
—Es importante que tengas presente que esta vez tratas con un Trentham diferente —dijo Arthur Selwyn poniendo un terrón de azúcar en su café.
—Los dos son igual de malos por lo que a mí respecta —dijo Charlie.
—Quizá Nigel sea tan astuto como su hermano, pero no creo ni por un momento que tenga la implacable resolución de su madre, ni la capacidad de Guy para pensar con los pies en la tierra.
—¿Qué quieres dar a entender, Arthur? —preguntó Daphne.
—Cuando se reúnan esta tarde, Charlie tiene que procurar que Nigel Trentham hable todo lo posible, porque con los años he notado que durante las reuniones de consejo Nigel siempre repite demasiado una frase y acaba derrotando él mismo su propia causa. Jamás olvidaré aquella vez en que se oponía a que el personal tuviera su propia cantina debido a la pérdida de ingresos que esto acarrearía, hasta que Cathy hizo notar que la comida venía de la misma cocina que la del restaurante y que finalmente acabaríamos sacando un pequeño beneficio de lo que podría haber sido comida desperdiciada.
Charlie reflexionó sobre este comentario mientras comía su bocadillo.
—Me pregunto qué puntos flacos míos le estarán señalando sus asesores.
—Tu mal genio —dijo Daphne—. Siempre has tenido mucho genio. No les des ocasión de que lo aprovechen.
A la una, Daphne y Arthur se fueron para dejar en paz a Charlie. Él les dio las gracias, se quitó la chaqueta, se echó en el sofá y durmió profundamente durante una hora. A las dos, Jessica lo despertó y él le sonrió sintiéndose como nuevo: otro legado de la guerra.
Volvió a su escritorio y repasó una vez más sus notas antes de salir de su oficina y caminar por el corredor hasta tres puertas más allá para recoger a Cathy. Casi esperaba que ella hubiera cambiado de opinión, pero Cathy ya se había colocado el abrigo y estaba sentada esperándolo. Se dirigieron en coche a la oficina de Harrison, llegando una hora antes de lo previsto para que aparecieran Trentham y Birkenshaw.
El anciano abogado escuchó atentamente la presentación que Charlie hacía de su caso, asintiendo de tanto en tanto o tomando más notas, aunque por la expresión de su cara Charlie no tenía forma de saber lo que realmente pensaba.
Cuando Charlie llegó al final de su disertación, Harrison dejó la pluma sobre su escritorio y se echó atrás en su sillón. Durante un rato no dijo nada.
—Estoy impresionado por la lógica de sus argumentos, sir Charles —dijo finalmente, colocando las palmas de las manos frente a él sobre el escritorio—. Y, de verdad, por los datos que ha reunido. Sin embargo, debo decirle que sin la corroboración de sus principales testigos y sin un affidávit o de Walter Slade o de la señorita Benson, el señor Birkenshaw se apresurará a hacer notar que su tesis se basa casi completamente en pruebas circunstanciales.
»No obstante —continuó—, tendremos que ver lo que tiene para ofrecer la otra parte. Encuentro difícil de creer, después de mi conversación con Birkenshaw el sábado por la noche, que sus descubrimientos resulten una sorpresa total para su cliente.
El reloj de la repisa de la chimenea desgranó cuatro discretas campanadas y Harrison consultó su reloj de bolsillo. No había señales de la otra parte y pronto el anciano abogado comenzó a tamborilear con los dedos sobre el escritorio. Charlie comenzó a preguntarse si esto no sería una simple táctica de su adversario.
Finalmente aparecieron Nigel Trentham y su abogado cuando pasaban doce minutos de las cuatro, pero ninguno de los dos se sintió en la necesidad de pedir disculpas por su tardanza.
Charlie se puso de pie y el señor Harrison le presentó a Victor Birkenshaw, hombre alto, delgado, menor de cincuenta años, prematuramente calvo y con el poco pelo que le quedaba peinado por encima de la cabeza en delgados mechones grises. La única característica que al parecer tenía en común con el señor Harrison eran sus ropas, que por lo visto provenían del mismo sastre. Birkenshaw se sentó en uno de los dos sillones desocupados frente a Harrison sin dar señales de haber notado siquiera la presencia de Cathy en la habitación. De su bolsillo superior sacó una pluma, de su maletín una libreta y la apoyó sobre sus rodillas.
—Mi cliente, el señor Nigel Trentham, ha venido a reivindicar su herencia como heredero legítimo del fideicomiso Hardcastle —comenzó—, como estipula claramente la última voluntad y testamento de sir Raymond.
—El nombre de su cliente —dijo Harrison adoptando el tono más bien formal de la presentación de Birkenshaw—, permítame recordárselo, no aparece en el testamento de sir Raymond, y ahora surge una disputa sobre quién es el legítimo heredero. Por favor, no olvide que sir Raymond me pidió convocar esta reunión en caso de que surgiera la necesidad, para que yo arbitrara en su nombre.
—Mi cliente —volvió a intervenir Birkenshaw—, es el segundo hijo del difunto Gerald y de Ethel Sybil Trentham y nieto de sir Raymond Hardcastle. Por lo tanto, después de la muerte de su hermano mayor, Guy Trentham, con seguridad tiene que ser él el legítimo heredero.
—Según los términos del contrato, tengo que aceptar la reclamación de su cliente —convino Harrison—, a no ser que se demuestre que a Guy Trentham le sobrevivieron uno o varios hijos. Ya sabemos que Guy era el padre de Daniel Trumper…
—Eso jamás ha sido demostrado a entera satisfacción de mi cliente —dijo Birkenshaw anotando diligentemente todo lo que decía Harrison.
—Se demostró suficientemente a satisfacción de sir Raymond, tanto que lo nombra en su testamento dándole la preferencia sobre su cliente. Dado el resultado de la entrevista entre la señora Trentham y su nieto, tenemos todos los motivos para creer que a ella tampoco le cabía la menor duda de quién era el padre de Daniel. De otra forma, ¿por qué se molestó en llegar a un acuerdo general con él?
—Eso son simples conjeturas —dijo Birkenshaw—. Solo hay un hecho cierto: el caballero del que hablamos ya no está con nosotros, y por lo que todo el mundo sabe no dejó hijos propios.
Aún no miraba en dirección a Cathy que escuchaba silenciosamente mientras la pelota iba y venía entre los dos profesionales.
—Con gusto aceptamos eso sin objeción —dijo Charlie interviniendo por primera vez—. Pero lo que no sabíamos hasta hace muy poco era que Guy tenía también una hija llamada Margaret Ethel.
—¿Qué prueba tiene usted para hacer esa indignante afirmación? —preguntó Birkenshaw irguiéndose de golpe.
—La prueba está en la declaración del banco que le envié a su casa el domingo por la mañana.
—Una declaración, podría yo decir —dijo Birkenshaw—, que nadie sino mi cliente tenía derecho a abrir.
Miró en dirección a Nigel Trentham que estaba muy ocupado encendiendo un cigarrillo.
—De acuerdo —dijo Charlie—. Pero se me ocurrió que por una vez podría seguir el ejemplo de la señora Trentham.
Harrison pestañeó temiendo que su amigo estuviera a punto de perder la paciencia.
—Quienquiera que fuera —continuó Charlie—, incluso se las arregló para que sus nombres figuraran en los archivos policiales como su única hija sobreviviente y para pintar un cuadro que desgraciadamente permaneció en la pared del comedor durante veinte años a la vista de todos. Un cuadro que creo no podría ser reproducido por nadie sino por la persona que lo creó. Mejor que una huella dactilar, ¿no les parece? ¿O eso es también conjetura?
—Lo único que prueba el cuadro —replicó Birkenshaw—, es que la señorita Ross residió en un orfanato de Melbourne en algún período entre mil novecientos veinticuatro y mil novecientos cuarenta y cinco. Sin embargo, ella fue totalmente incapaz de recordar incluso el nombre del orfanato, o de su directora. ¿No es así, señorita Ross? —Se volvió a mirar a Cathy por primera vez.
Ella asintió con la cabeza pero no habló.
—Menuda testigo —dijo Birkenshaw sin tratar de disimular el sarcasmo—. Ni siquiera puede apoyar el cuento que usted se ha inventado en su nombre. Se llama Cathy Ross, eso es todo lo que sabemos, y a pesar de sus pretendidas pruebas no hay nada que la vincule a sir Raymond.
—Pero hay varias personas que pueden apoyar su «cuento» como lo llama usted —se apresuró a replicar Charlie.
Harrison levantó una ceja ya que ante él no había ninguna prueba que corroborara esa afirmación, aun cuando deseaba creer lo que decía sir Charles.
—Saber que residió en un orfanato de Melbourne no equivale a una corroboración —dijo Birkenshaw echándose hacia atrás un mechón que le había caído sobre la frente—. Repito, incluso si aceptáramos todas sus locas pretensiones de imaginados encuentros entre la señora Trentham y la señorita Benson, aun eso no probaría que la señorita Ross es de la misma sangre que Guy Trentham.
—¿Tal vez le gustaría comprobar su grupo sanguíneo usted mismo? —dijo Charlie.
Esta vez el señor Harrison alzó las dos cejas: hasta ahora ninguna de las dos partes había hecho referencia a los grupos sanguíneos.
—Un grupo sanguíneo, podría añadir yo, sir Charles, que comparte la mitad de la población mundial.
Birkenshaw se estiró las solapas de su chaqueta.
—Ah, ¿así que ya lo ha comprobado usted? —dijo Charlie con expresión triunfal—. Entonces es que debe de haber alguna duda en su mente.
—No hay ninguna duda en mi mente respecto a quién es el heredero legítimo de la propiedad Hardcastle —dijo Birkenshaw, y luego se volvió a señor Harrison—, ¿cuánto tiempo se supone que hemos de continuar esta farsa? —a su pregunta le siguió un exasperado suspiro.
—Todo el tiempo que le lleve a alguien convencerme de quién es el heredero legítimo de la propiedad de sir Raymond —dijo Harrison con voz fría y autoritaria.
—¿Qué más quiere? —preguntó Birkenshaw—. Mi cliente no tiene nada que ocultar, mientras que la señorita Ross al parecer no tiene nada que ofrecer.
—Entonces tal vez usted pueda explicar, Birkenshaw, a mi entera satisfacción —dijo Harrison—, por qué la señora Ethel Trentham hizo pagos regulares durante varios años a una tal señorita Benson, directora del orfanato de Santa Hilda de Melbourne, al cual, creo que todos aceptamos ahora, asistió la señorita Ross entre mil novecientos veinticuatro y cuarenta y cinco.
—No tuve el privilegio de representar a la señora Trentham, ni en realidad a la señorita Benson, de modo que no estoy en situación de dar una opinión. Tampoco, señor, lo está usted, si es por eso.
—Tal vez su actual cliente conozca el motivo de estos pagos y querría ofrecer una opinión —insistió Harrison.
Ambos miraron a Nigel Trentham que apagó calmadamente los restos de su cigarrillo, pero continuó sin hablar.
—No hay ningún motivo para suponer que mi cliente deba contestar ninguna pregunta hipotética —sugirió Birkenshaw.
—Pero si su cliente se muestra tan reacio a hablar en su nombre —dijo Harrison— eso solo me hace más difícil aceptar que no tiene nada que ocultar.
—Eso, señor, es indigno de usted —dijo Birkenshaw—. Usted más que nadie sabe muy bien que cuando a un cliente lo representa un abogado, se sobreentiende que puede no querer hablar necesariamente. De hecho, ni siquiera era obligatorio que el señor Trentham asistiera a esta reunión.
—Esto no es un tribunal de justicia —dijo Harrison bruscamente—, en todo caso, sospecho que el abuelo del señor Trentham no habría aprobado esa táctica.
—¿Niega usted los derechos legales de mi cliente?
—Naturalmente que no. Sin embargo, si debido a esa renuencia a hablar me veo incapaz de llegar a una decisión, puede que tenga que recomendarles a ambas partes que se resuelvan este asunto en un tribunal de justicia, como lo estipula claramente la cláusula veintisiete del testamento de sir Raymond.
Otra cláusula más de la que no sabía nada, pensó tristemente Charlie.
—Pero un caso así podría tardar años solo en llegar a los tribunales —hizo notar Birkenshaw—. Además, podría acabar con grandes gastos para ambas partes. No puedo creer que ese haya sido el propósito de sir Raymond.
—Puede que así sea —dijo Harrison—. Pero al menos eso aseguraría que su cliente tuviera la oportunidad de explicar esos pagos trimestrales ante un jurado, esto es, si él supiera algo sobre ellos.
Por primera vez Birkenshaw pareció dudar, pero Trentham continuó sin abrir la boca. Continuó allí sentado, fumando otro cigarrillo.
—Un jurado también podría considerar que la señorita Ross no es otra cosa que una oportunista —sugirió Birkenshaw cambiando de política—. Una oportunista que, habiendo dado con un buen cuento, se las arregló para venir a Inglaterra y hacer calzar hábilmente los hechos con sus propias circunstancias.
—¡Y tan hábilmente! —dijo Charlie—. ¿No se las arregló perfectamente a la edad de tres años para inscribirse en un orfanato de Melbourne? Y exactamente en el mismo período en que Guy Trentham estaba en la cárcel local…
—Coincidencia —dijo Birkenshaw.
—… después de haber sido dejada allí por la señora Trentham, que luego gira un pago trimestral a la directora, pago que cesa misteriosamente cuando muere la señorita Benson. Tiene que haber habido algún secreto que guardaba.
—Circunstancial y, más aún, inadmisible —dijo Birkenshaw.
Nigel Trentham se inclinó hacia adelante y estaba a punto de hacer un comentario cuando su abogado le colocó firmemente la mano en el brazo.
—No nos dejaremos engañar por esas tácticas de matones, sir Charles, que sospecho son más comunes en Whitechapel Road que en la Lincoln’s Inn.
Charlie saltó de su silla con el puño apretado y avanzó un paso en dirección a Birkenshaw.
—Cálmese, sir Charles —dijo secamente Harrison.
Charlie se detuvo de mala gana muy cerca de Birkenshaw, que no se arredró. Luego de un momento de vacilación recordó las palabras de Daphne respecto a su mal genio y se volvió a su silla. El abogado de Trentham continuó mirándolo desafiante.
—Como iba diciendo —dijo Birkenshaw—, mi cliente no tiene nada que ocultar. Y ciertamente no le parecerá necesario recurrir a la violencia física para probar su caso.
Charlie desempuñó la mano pero no bajó el tono de su voz:
—Lo que sí espero es que su cliente quiera dignarse a contestar al abogado cuando le pregunta por qué su madre continuó pagando grandes sumas de dinero a alguien del otro lado del mundo a la que jamás conoció. Y por qué un tal señor Walter Slade, chófer del Victoria Country Club, la llevó a Santa Hilda el diecisiete de abril de mil novecientos veintiséis acompañada de una niñita de la edad de Cathy y luego se marchó sin ella. Y apuesto a que si le pedimos a un juez que investigue la cuenta bancaria de la señorita Benson, descubriremos que esos pagos se remontan al día de cuando la señorita Ross fue inscrita en Santa Hilda. Ya sabemos que la orden de pago al banco fue cancelada la semana que murió la señorita Benson.
Una vez más Harrison pareció horrorizado ante la implacable osadía de Charlie y levantó una mano con la esperanza de detenerlo.
Birkenshaw, por el contrario, no pudo resistir una sonrisa irónica.
—Sir Charles, en ausencia de un abogado que lo represente, creo que debería recordarle unas cuantas verdades. Sin embargo, permítame dejar algo muy en claro: mi cliente, hasta ayer, jamás había oído hablar de la señorita Benson. En todo caso, ningún juez inglés tiene jurisdicción para investigar una cuenta bancaria australiana a no ser que crean que se ha cometido un delito en ambos países. Más aún, sir Charles, dos de sus principales testigos están tristemente en sus tumbas, mientras que el tercero, el señor Walter Slade, no va a hacer ningún viaje a Inglaterra. Y más todavía, usted no podrá hacerlo comparecer.
»De modo que volvamos a su afirmación, sir Charles —continuó—, de que un jurado se sorprendería si mi cliente no apareciera en la barra de los testigos a contestar en nombre de su madre. Sospecho que se sentirían asombrados al enterarse de que la principal testigo en este caso, la demandante, tampoco estaba dispuesta a subir al estrado a contestar en su propio nombre porque no tiene recuerdos de lo que tuvo lugar realmente en la fecha de que hablamos. No creo que usted pueda encontrar un solo abogado en la tierra que esté dispuesto a hacer pasar esa terrible prueba a la señorita Ross, si las únicas palabras que es capaz de decir en respuesta a toda pregunta fuera “Lo siento, no recuerdo”. ¿O tal vez es posible que sencillamente no tenga nada creíble que decir? Permítame asegurarle, sir Charles, aceptaríamos muy gustosos ir a los tribunales, porque con ello se reirían de usted.
Por la expresión de Harrison, Charlie comprendió que estaba derrotado. Miró con tristeza a Cathy, cuya expresión no había cambiado en toda la hora.
Harrison se quitó lentamente las gafas y las limpió con gran aspaviento con un pañuelo que se sacó del bolsillo superior. Finalmente habló:
—Confieso, sir Charles, que no veo motivo para ocupar el tiempo de los tribunales con este caso. De hecho, creo que sería irresponsable por mi parte si le recomendara hacerlo, a no ser, ciertamente, que la señorita Ross se sintiera capaz de dar alguna prueba nueva que hasta aquí no haya habido ocasión de considerar, o al menos pudiera corroborar la afirmación que usted ha avanzado en su nombre. Señorita Ross —dijo volviéndose a Cathy—, ¿hay alguna cosa que quisiera decir en este momento?
Los cuatro hombres volvieron su atención a Cathy que estaba frotando el pulgar contra los otros dedos con la mano bajo la barbilla.
—Tenga la bondad de disculparme, señorita Ross —dijo Harrison—, no me había dado cuenta de que trataba de captar mi atención.
—No, no, soy yo quien debe pedir disculpas, señor Harrison —dijo Cathy—. Siempre hago esto cuando estoy nerviosa. Es que me recuerda la joyita que me regaló mi padre cuando era pequeña.
—¿La joyita que le regaló su padre? —preguntó Harrison en voz baja, no muy seguro de haberla escuchado correctamente.
—Sí —dijo Cathy.
Se desabrochó el botón superior de la blusa y sacó una medalla miniatura que colgaba de una cadenita.
—¿Tu padre te regaló eso? —preguntó Charlie.
—Sí —dijo Cathy—, es el único recuerdo tangible que tengo de él.
—¿Puedo ver el collar, por favor? —preguntó Harrison.
—Por supuesto —dijo Cathy quitándose la cadena por encima de la cabeza y entregándole la medalla a Charlie, quien examinó la miniatura un momento y luego se la pasó al señor Harrison.
—Aunque no soy experto en medallas, creo que esta es una MC en miniatura —dijo Charlie.
—¿No le dieron la MC a Guy Trentham? —preguntó Harrison.
—Sí —dijo Birkenshaw—, y también fue a Harrow, pero el simple hecho de usar su vieja corbata del colegio no prueba que mi cliente sea su hermano. De hecho no prueba nada y no se puede presentar como prueba. Después de todo, debe de haber cientos de MC por allí. En realidad, la señorita Ross podría haber comprado esa medalla en cualquier tienda de baratijas de Londres, una vez que había planeado hacer calzar los hechos relativos a Guy Trentham con sus antecedentes. No esperará realmente que nos dejemos engañar por ese viejo truco, sir Charles.
—Le puedo asegurar a usted, señor Birkenshaw, que esta medalla en particular me la dio mi padre —dijo Cathy mirando directamente al abogado—. Puede que él no haya tenido derecho a llevarla, pero jamás olvidaré cuando me colocó la cadenilla alrededor del cuello.
—Eso no puede ser de ninguna manera la MC de mi hermano —dijo Nigel Trentham hablando por primera vez—. Más aún, puedo demostrarlo.
—¿Lo puede demostrar? —preguntó Harrison.
—¿Está seguro…? —comenzó a decir Birkenshaw, pero esta vez fue Trentham quien colocó la mano firmemente en el brazo del abogado.
—Le probaré a su satisfacción, señor Harrison —continuó Trentham—, que la medalla que tiene delante de usted no pudo haber sido la MC que ganó mi hermano.
—¿Y cómo se propone probar eso? —preguntó Harrison.
—Porque la medalla de Guy era única. Después que le otorgaron la MC, mi madre envió el original a Spinks e hizo que grabaran las iniciales de Guy en el borde del cuello de la medalla. Esas iniciales solo se pueden ver con una lupa. Lo sé, porque la medalla que él recibió aún está en la repisa de la chimenea de mi casa de Chester Square. Si alguna vez existió una miniatura, mi madre habría hecho grabar sus iniciales exactamente de la misma forma.
Nadie habló mientras Harrison abría un cajón de su escritorio, sacaba una lupa con mango de marfil que normalmente usaba para descifrar escrituras ilegibles. Acercó la medalla a la luz y examinó los bordes de los pequeños brazos de plata con toda atención.
—Tiene usted toda la razón —admitió Harrison mirando a Trentham—. Su caso está probado.
Le pasó la medalla y la lupa al señor Birkenshaw, quien a su vez la examinó durante un rato y luego la devolvió a Cathy con una ligera inclinación de cabeza. Se volvió hacia su cliente y le preguntó:
—¿Las iniciales de su hermano eran G F T?
—Sí. Exactamente. Guy Francis Trentham.
—Pues entonces, ojalá hubiera mantenido la boca cerrada.