A la mañana siguiente Trevor Roberts llegó al hotel de Charlie poco antes de las ocho y se encontró a su cliente instalado ante un buen desayuno de huevos, tomate, champiñones y bacon. Aunque a Roberts se le notaba cansando y sin afeitar, era portador de noticias.
—Nos hemos comunicado con la directora de Santa Hilda, una tal señora Culver, y no ha podido mostrarse más cooperativa —dijo Roberts y Charlie sonrió—. Resulta que entre esos años fueron registrados diecinueve niños en el orfanato, ocho niños y once niñas. De las once niñas ya sabemos que nueve no tenían uno de los progenitores vivo en ese tiempo. De estas nueve hemos logrado contactar con siete, cinco de las cuales tienen algún familiar vivo que podría atestiguar acerca de quiénes era sus padres, hay una cuyos padres murieron en accidente de coche, y la otra es originaria de aquí. Las dos que quedan han resultado más difíciles para seguirles la pista, de modo que pensé que tal vez le gustaría hacer una visita a Santa Hilda y examinar los archivos usted mismo.
—¿Qué hay del personal del orfanato?
—Solo ha sobrevivido una cocinera de ese período, y ella dice que nunca hubo ninguna niña de apellido Trentham ni parecido en Santa Hilda, y que no recuerda a ninguna Margaret. Nuestra última esperanza podría ser una tal señorita Benson.
—¿Señorita Benson?
—Sí, era la directora en ese tiempo y ahora reside en un asilo muy exclusivo llamado Maple Lodge, al otro lado de la ciudad.
—No está nada mal, señor Roberts —dijo Charlie—. Pero ¿cómo se las arregló para conseguir que la señora Culver se mostrara tan dispuesta a colaborar en tan poco tiempo?
—Recurrí a esos métodos que supongo son más conocidos en la facultad de Derecho de Whitechapel que en la de Harvard, sir Charles.
Charlie lo miró burlón.
—Parece ser que en Santa Hilda están organizando una colecta para tener un minibús…
—¿Un minibús?
—Que necesitan tanto en el orfanato para viajes…
—De modo que usted sugirió que yo…
—Podría tal vez colaborar con una rueda o dos si…
—Ellos a su vez podían tal vez…
—Colaborar. Exactamente.
—Aprende usted muy rápido, Roberts, debo reconocerlo.
—Y como no hay tiempo que perder, deberíamos salir hacia Santa Hilda de inmediato, para que pueda echar una mirada a esos archivos.
—Pero nuestra mejor apuesta seguramente será la señorita Benson.
—Estoy de acuerdo con usted, sir Charles. Y he programado una visita para esta tarde, tan pronto terminemos en Santa Hilda. Por cierto, cuando la señorita Benson era la directora, se la conocía por el apodo «El Dragón», no solo por los niños, sino también por el personal, de modo que no tengo motivos para pensar que se mostrará más dispuesta a colaborar que Walter Slade.
Cuando llegaron al orfanato, Charlie fue recibido en la puerta por la directora. La señora Culver llevaba un elegante vestido verde que mostraba indicios de haber sido planchado hacía poco. Evidentemente, la señora había decidido tratar a su benefactor en potencia como si de Nelson Rockefeller se tratara, porque lo único que faltaba era una alfombra roja de la puerta al estudio.
Al entrar Charlie y Trevor Roberts en la habitación se pusieron de pie los dos jóvenes abogados que se habían pasado toda la noche revisando los archivos, informándose de todo lo que había que saber sobre horarios de dormitorio, imposiciones de obediencia, deberes en la cocina, méritos y mala conducta.
—¿Algún progreso con esos nombres? —preguntó Roberts.
—Ah, sí, dos. ¿No les parece emocionante? —exclamó la señora Culver yendo y viniendo por la sala ordenando todo lo que parecía estar fuera de su lugar—. Me preguntaba…
—No tenemos ninguna prueba todavía —dijo un joven legañoso—, pero una de ellas parece cumplir los requisitos a la perfección. No encontramos ningún dato de la niñita antes de los dos años. Lo que es más importante aún es que fue registrada en Santa Hilda precisamente al mismo tiempo en que el capitán Trentham estaba en prisión esperando la sentencia.
—Y la cocinera también se acuerda de la época en que ella era una fregona —interrumpió la señora Culver— que la niñita llegó a medianoche, acompañada por una dama muy bien vestida y de aspecto severo que tenía un acento oh-la-lá que entonces…
—Aquí entra la señora Trentham —dijo Charlie—. Solo que el apellido de la niña evidentemente no es Trentham.
El joven ayudante comprobó con los apuntes que tenía esparcidos encima de la mesa.
—No, señor —dijo—. Esta niñita fue registrada con el nombre de señorita Cathy Ross.
Charlie sintió que le flaqueaban las piernas. Roberts y la señora Culver se precipitaron a sentarlo en el único sillón cómodo de la habitación. La señora Culver le soltó la corbata y le desabotonó el cuello de la camisa.
—¿Se encuentra bien, sir Charles? —preguntó—. Debo decir que no lo parece…
—Justo delante de mis ojos todo el tiempo —dijo Charlie—, ciego como un murciélago, fue como me describió con toda razón Daphne.
—No estoy seguro de entenderle —dijo Roberts.
—No estoy muy seguro yo tampoco.
Charlie se volvió a mirar al nervioso mensajero responsable de dar la noticia.
—¿Dejó Santa Hilda para estudiar en la universidad de Melbourne? —le preguntó.
Esta vez el ayudante comprobó dos veces sus notas.
—Sí, señor. Se matriculó en el curso del cuarenta y dos y terminó en el cuarenta y cinco.
—Y allí estudio Historia e Inglés.
Los ojos del ayudante recorrieron los papeles que tenía delante.
—Exactamente, señor —dijo sin poder ocultar su sorpresa.
—¿Y jugaba al tenis por casualidad?
—El ocasional partido en segunda categoría en la universidad.
—Pero sabía pintar.
—Ah, eso sí —dijo la señora Culver—, y lo buena que era, sir Charles. Aún tenemos una muestra de su trabajo en el comedor, un paisaje de bosque, creo que con influencia de Sisley. En realidad me atrevería a decir…
—¿Puedo ver el cuadro, señora Culver?
—Pero por supuesto, sir Charles. —La directora sacó una llave del primer cajón del lado derecho de su escritorio y dijo—: Sígame, por favor.
Charles se levantó algo tambaleante de su sillón y siguió a la señora Culver que salió de su estudio y recorrió un largo corredor en dirección al comedor. Abrió la puerta con su llave. Trevor Roberts caminaba junto a Charlie, aún perplejo, pero se abstuvo de preguntar nada.
Al entrar en el comedor, Charlie se detuvo en seco y dijo:
—Soy capaz de detectar un Ross a veinte pasos.
—¿Cómo ha dicho, sir Charles?
—No tiene importancia, señora Culver —dijo Charles parándose frente al cuadro y contemplando el paisaje de bosques moteados de verdes y marrones.
—Hermoso, ¿verdad, sir Charles? Verdadera comprensión del uso del color. Me atrevería a decir…
—Me gustaría saber, señora Culver, si a usted le parecería justo un trueque de este cuadro por un minibús.
—Un trueque muy justo —dijo sin vacilar la señora Culver—, en realidad estoy segura de que…
—¿Y sería demasiado pedirle que escribiera al dorso del cuadro «pintado por la señorita Cathy Ross» además de las fechas del período en que ella residió en Santa Hilda?
—Encantada, sir Charles. —La señora Culver avanzó un paso y descolgó el cuadro, y luego dio la vuelta al marco para que todos lo vieran. Aunque descolorido por el tiempo, lo que sir Charles había pedido ya estaba escrito y era claramente legible a los ojos.
—Tenga la bondad de disculparme, señora Culver —dijo Charlie—. A estas alturas ya debería conocerla bien.
Sacó su billetero de un bolsillo interior, firmó un cheque en blanco y se lo entregó a la señora Culver.
—¿Pero cuánto…? —empezó a decir la directora.
—Lo que sea que cueste —fue toda la respuesta de Charlie, habiendo dado por fin con una forma de dejar sin habla a la señora Culver.
Los tres volvieron al estudio de la directora en donde les esperaba una tetera con té. Uno de los ayudantes se instaló a hacer copias de todo lo que aparecía en el dosier de Cathy mientras Roberts telefoneaba a la residencia en que se encontraba la señorita Benson para decirle a la supervisora que estarían allí antes de una hora. Cuando ambas tareas estuvieron realizadas, Charlie dio las gracias a la señora Culver y se despidió. Ella aún estaba sin habla pero se las arregló para decirle:
—Gracias, sir Charles, gracias.
Charlie salió del orfanato llevando firmemente aferrado el cuadro y, una vez de vuelta al coche, inmediatamente dio instrucciones al conductor de custodiar el cuadro con su vida.
—¿Adónde ahora? —preguntó este.
—Al Hogar Residencia Maple Lodge, en el lado norte —dijo Roberts—, naturalmente ahora espero —dijo volviéndose hacia su cliente— que me explique lo que ha sucedido allí en Santa Hilda. Porque me siento, como diría un buen libro, «gravemente sorprendido».
—Le contaré todo lo que yo sé —dijo Charlie, y explicó cómo había conocido a Cathy hacía quince años, y continuó con su historia sin interrupción hasta llegar al hecho de que Cathy era ahora una de las directoras de «Trumper’s», y que no sabía decirles nada acerca de sus antecedentes porque había perdido la memoria de todo lo que había sucedido antes de llegar a Inglaterra. La primera observación del abogado ante esta información cogió por sorpresa a Charlie.
—No puede haber sido casualidad que la señorita Ross visitara su país en primer lugar; o, si es por eso, que solicitara trabajo en «Trumper’s».
—¿Qué quiere decir?
—Quizá se fue de Australia con el único objetivo de averiguar algo sobre su padre, pensando que aún estaba vivo y tal vez en Inglaterra. Esa debe de haber sido su primera motivación para ir a Londres, donde sin lugar a dudas descubrió cierta conexión entre la familia de su padre y la suya, sir Charles. Y si usted logra descubrir ese vínculo entre su padre, su ida a Inglaterra y su solicitud para trabajar en «Trumper’s», entonces tendrá su prueba, la prueba de que Cathy Ross es de hecho Margaret Ethel Trentham.
—Pero es que no tengo la menor idea de cuál puede ser el vínculo —dijo Charlie—, y ahora que Cathy ha perdido la memoria, tal vez jamás logre descubrirlo.
—Bueno, esperemos que por lo menos la señorita Benson esté dispuesta a orientarnos en la dirección correcta —dijo Roberts—. Aunque, como le advertí anteriormente, nadie que la conociera en Santa Hilda diría cosas buenas de ella.
—Pero, si tenemos en cuenta lo que ha pasado con Walter Slade, no será tan fácil sacarle algo a ella. Parece evidente que la señora Trentham hechizaba a todo el mundo con quien hablaba.
—Yo pienso lo mismo. Por eso no dije nada a la supervisora de Maple Lodge acerca de nuestros motivos para visitar la residencia. No vi ningún sentido en poner sobre aviso a la señorita Benson de nuestra visita. Eso solo le daría tiempo para tener bien preparadas sus respuestas.
—¿Pero se le ha ocurrido alguna idea respecto al método a emplear con ella? —gruñó Charlie—, porque estoy seguro de que la pifié en mi entrevista con Walter Slade.
—No. Tendrá simplemente que tocar de oído y esperar a que ella esté dispuesta a colaborar. Aunque Dios sabe qué acento tendrá que sacarse de la manga esta vez, sir Charles.
A los pocos minutos pasaron por dos imponentes puertas de hierro forjado y continuaron por un largo camino de entrada bajo los árboles que los llevó a una gran mansión de comienzos de siglo, situada en terrenos particulares.
—Esto no tiene aspecto de ser barato.
—Exacto —dijo Roberts—, y lamentablemente no parecen tener necesidad de un minibús.
El coche se detuvo ante una pesada puerta de roble, Trevor saltó fuera del coche y esperó hasta que Charlie se le reuniera para tocar el timbre.
No tuvieron que esperar mucho rato antes de que una enfermera joven abriera la puerta y los escoltara por un corredor embaldosado y brillantemente pulcro hasta la oficina de la supervisora.
La señora Campbell vestía el típico uniforme azul almidonado, con cuello y puños blancos de su profesión. Dio la bienvenida a Charlie y Trevor Roberts con un áspero y duro acento escocés; y si no hubiera sido por el ininterrumpido sol que entraba por la ventana, se le habría podido disculpar a Charlie la ocurrencia de que la supervisora aún no se enteraba de que no estaba en Escocia.
Después de las presentaciones, la señora Campbell preguntó en qué podía servirlos.
—Esperaba que nos autorizara para conversar con una de sus residentes.
—Naturalmente, sir Charles. ¿Puedo saber a quién desea ver?
—A una señorita Benson —explicó Charlie—. Verá usted…
—Ay, sir Charles, ¿no lo ha sabido usted?
—¿Sabido?
—Sí. La señorita Benson murió la semana pasada. De hecho, la enterramos el jueves.
Por segunda vez en el día le flaquearon las piernas a Charlie y Trevor Roberts se apresuró a tomarle por el codo y guiarlo hacia la silla más cercana.
—Oh, cuánto lo siento —dijo la supervisora—. No tenía idea de que fuera usted un amigo tan íntimo. —Charlie no dijo nada—. ¿Y ha hecho usted todo el viaje desde Londres especialmente para verla?
—Sí —contestó Trevor Roberts en voz baja—. ¿Recibió alguna otra visita de Inglaterra la señorita Benson este último tiempo?
—No —repuso sin vacilar la supervisora—. Recibía muy pocas visitas al final. Una o dos de Adelaida, pero jamás a nadie de Gran Bretaña —añadió con tono algo afilado.
—¿Y alguna vez le mencionó a usted a una persona llamada Cathy Ross o Margaret Trentham?
La señora Campbell meditó profundamente durante un momento.
—No —dijo finalmente—. Al menos, jamás, que yo recuerde.
—Entonces, creo que deberíamos marcharnos, sir Charles, ya que no tiene ningún sentido que hagamos perder más tiempo a la señora Campbell.
—Sí —repuso en voz baja Charlie—, y gracias, supervisora.
Roberts lo ayudó a ponerse de pie y la señora Campbell los acompañó por el corredor hacia la puerta de la calle.
—¿Ha de regresar pronto a Gran Bretaña, sir Charles? —preguntó ella.
—Sí, posiblemente mañana.
—¿Sería mucha molestia si le pidiera que echara al correo una carta cuando esté en Londres?
—Será un placer —dijo Charlie.
—No lo hubiera molestado con esto en circunstancias normales —dijo la supervisora—, pero como tiene que ver directamente con la señorita Benson…
Los dos hombres se detuvieron en seco y se quedaron mirando a la remilgada dama escocesa.
—No es que desee sencillamente ahorrarme los sellos, sir Charles, comprenda usted, que es de lo que todo el mundo nos acusa. En realidad se trata exactamente de lo contrario, porque todo lo que deseo es una rápida devolución a favor de los benefactores de la señorita Benson.
—¿Los benefactores de la señorita Benson? —dijeron al unísono Charlie y Roberts.
—Sí —dijo la supervisora irguiéndose en toda su altura de un metro cincuenta y cinco centímetros—. En Maple Lodge no tenemos la costumbre de cobrar a los residentes que han muerto, señor Roberts. Al fin y al cabo, como estoy segura de que usted estará de acuerdo, eso sería deshonesto.
—Ciertamente lo sería, supervisora.
—Por tanto, aunque insistimos en que se paguen tres meses por adelantado, también devolvemos el dinero cuando muere un residente. Después de que todas las facturas que quedan han sido cubiertas, usted me comprende.
—Lo comprendo —dijo Charlie mirando a la supervisora, con una luz de esperanza en sus ojos.
—De modo que si tienen la amabilidad de esperar un momentito, iré a buscar la carta a mi oficina.
Se volvió y caminó de regreso a su oficina a unos pocos metros más allá por el corredor.
—Comience a rezar —dijo Charlie.
—Ya he comenzado —repuso Roberts.
A los pocos minutos regresó la señora Campbell con un sobre que entregó a la custodia de Charlie. En enérgica letra caligráfica se leía en el sobre:
Director de Coutts & Company
The Strand
London WC2
—Espero realmente que mi pedido no le resulte demasiado oneroso, sir Charles.
—Es un gran placer para mí que lo haya recordado, señora Campbell —le aseguró Charlie, despidiéndose de la supervisora.
Una vez de vuelta en el coche Roberts dijo:
—Sería muy poco ético de mi parte aconsejarle sobre si debe o no abrir esa carta, sir Charles. Sin embargo…
Pero Charlie ya había rasgado el sobre y estaba sacando su contenido.
Un cheque por 92 libras acompañaba la detalladísima factura por los años de 1953 a 1964: un completo y definitivo final de la cuenta de la señorita Mavis Benson.
—Dios bendiga a los escoceses y a su puritana educación —dijo Charlie cuando vio a nombre de quién estaba extendido el cheque.