Capítulo 44

Todo lo que necesitaba era una buena noche de sueño, pensaba Charlie treinta y cuatro horas más tarde al tocar tierra el vuelo 012 en el aeropuerto Kingsford Smith de Sidney, en un atardecer cálido y soleado. Una vez pasada la inspección de aduanas, fue recibido por un joven alto que se presentó como Trevor Roberts, el abogado recomendado por Harrison. Roberts vestía un traje beige de tela ligera. De complexión robusta, abundante cabello rojizo y tez aún más rojiza, Roberts tenía el aspecto de pasar sus sábados por la tarde en las pistas de tenis. Inmediatamente se hizo cargo del carrito con las maletas de Charlie y lo empujó con paso firme hacia la salida con el letrero «aparcamiento».

—No es necesario que lleve estas cosas al hotel —dijo mientras sostenía la puerta abierta para que pasara Charlie—, déjelas en el coche.

—¿Es ese un buen consejo legal? —preguntó Charlie ya sin aliento tratando de seguir el paso del joven.

—Ciertamente lo es, sir Charles, porque no tenemos tiempo que perder.

Se detuvieron en la acera y un chófer cargó el equipaje en el maletero mientras Charlie y el señor Roberts subían al asiento de atrás.

—El cónsul general británico lo invita a un cóctel en su residencia esta tarde a las seis, pero yo necesito que tome el último vuelo a Melbourne esta noche. Como solo nos quedan seis días, no podemos permitirnos el lujo de desperdiciarlos en la ciudad equivocada.

Tan pronto revisó una gruesa carpeta y comenzó a escuchar los planes del joven abogado para los días siguientes, Charlie supo que le iba a gustar el señor Roberts. Charlie escuchaba atentamente todo lo que Roberts le iba diciendo, pidiéndole solo de vez en cuando que le repitiera o explicara algo con más detalle, mientras trataba de acostumbrarse al estilo del señor Roberts, tan diferente de cualquier abogado que hubiera conocido en Inglaterra. Cuando le pidió al señor Harison que le buscara el joven abogado más listo de Sydney, jamás se imaginó que su viejo amigo iba a elegir a alguien de estilo tan distinto al suyo.

Mientras el coche se deslizaba por la autopista en dirección a la residencia del cónsul general, Roberts continuaba su detallado informe aguantando varias carpetas sobre sus rodillas.

—Solo vamos a este cóctel con el cónsul general —explicó—, por si se presentara el caso en que necesitáramos ayuda para abrir puertas pesadas. Luego nos marchamos a Melbourne, porque cada vez que alguien de mi oficina encuentra algo que podría considerarse una pista, siempre parece acabar en el escritorio del comisario de policía de Melbourne. He concertado una entrevista para que vea al nuevo comisario por la mañana, pero como le he dicho, el señor Reed no se ha mostrado en absoluto dispuesto a colaborar con mi gente.

—¿Eso por qué?

—Hace muy poco que está en el cargo e intenta demostrar desesperadamente que todo el mundo será tratado con imparcialidad, excepto los inmigrantes ingleses.

—¿Qué problema tiene?

—Como todos los australianos de la segunda generación, odia a los británicos, o al menos hace como que los odia. —Roberts sonrió—. De hecho, creo que solo hay un grupo de personas al que odia más.

—¿Los delincuentes?

—No. Los abogados —repuso Roberts—. De modo que ahora comprenderá por qué la suerte está en contra nuestra.

—¿Ha logrado sacarle algo?

—No mucho. Lo más que ha estado dispuesto a revelar ya estaba en el registro público, a saber, que el veintisiete de julio de mil novecientos veintiséis Guy Trentham mató a su esposa en un arranque de furia, apuñalándola varias veces mientras ella se bañaba y manteniéndola bajo el agua después, para asegurarse de que no sobreviviría, página dieciséis de su carpeta. También sabemos que el veintitrés de abril de mil novecientos veintisiete lo colgaron por el asesinato, a pesar de varias súplicas de indulto al gobernador general. Lo que nos ha sido imposible descubrir es si le sobrevivió algún hijo. El Melbourne Age fue el diario que publicó el reportaje del juicio, y no menciona ningún hijo. Eso no es de extrañar, puesto que el juez podría haber prohibido tal referencia en el tribunal a no ser que aportara alguna luz sobre el crimen.

—¿Pero y el nombre de soltera de la esposa? Eso sería un camino mejor a seguir.

—Esto no le va a gustar, sir Charles —dijo Roberts.

—¿A ver?

—Su apellido era Smith, Anna Hellen Smith; por ese motivo nos concentramos en Trentham.

—Y hasta aquí no han conseguido ninguna pista firme.

—Me temo que no. Si hubo algún niño de apellido Trentham en Australia en esa época, ciertamente no hemos sido capaces de localizarle. Mi personal ya ha entrevistado a todos los Trentham que aparecen en el registro nacional, incluido uno de Coorabulka, una población de once habitantes a la que se tarda tres días en llegar, en coche y a pie.

—A pesar de todos sus esfuerzos, Roberts, pienso que aún quedan piedras por remover.

—Posiblemente —dijo Roberts—, incluso llegué a preguntarme si tal vez Trentham se había cambiado el apellido cuando llegó a Australia, pero el comisario de policía pudo confirmar que el dosier que tenía en Melbourne lleva el nombre de Guy Francis Trentham.

—¿De modo que si el apellido no cambió podría ser posible localizar algún hijo o hija?

—No necesariamente. Hace muy poco tuve en mis manos un caso de una clienta cuyo marido fue enviado a prisión. Ella tomó de nuevo su apellido de soltera y se lo puso a su hijo; llegó a demostrarme un sistema infalible por entonces para eliminar el apellido original de los registros. Además, teniendo en cuenta que en este caso nos enfrentamos a un niño o niña que pudo haber nacido en cualquier momento entre mil novecientos veintitrés y veinticinco, hay que pensar que la eliminación de solo una hoja de papel podría haber bastado para borrar toda conexión que haya podido tener con Guy Trentham. Si ha ocurrido eso, encontrar a ese niño o esa niña en un país del tamaño de Australia sería como buscar la proverbial aguja en un pajar.

—Y solo tengo seis días —dijo con dolor Charlie.

—No me lo recuerde —dijo Roberts en el momento en que el coche pasaba por las puertas de la residencia del cónsul general en Goldfield House, aminorando la velocidad a un ritmo más tranquilo por el camino de entrada.

—He asignado una hora para esta fiesta, no más —añadió el joven—. Todo lo que deseo del cónsul general es una promesa de que telefoneará al comisario de policía de Melbourne para pedirle que colabore cuanto le sea posible. Pero cuando yo diga que debemos marcharnos, sir Charles, quiere decir que debemos marcharnos.

—Entendido —dijo Charlie, sintiéndose nuevamente soldado raso desfilando por Edimburgo.

—Por cierto —exclamó Roberts—, el cónsul general es sir Oliver Williams. Sesenta y uno, exoficial de la Guardia, procedente de un lugar llamado Turnbridge Wells.

Dos minutos después entraban al gran salón de baile de la Casa de Gobierno.

—Me alegro tanto de que haya podido venir, sir Charles —dijo un hombre alto elegantemente vestido con un traje a rayas de botonadura doble y corbata de la Guardia.

—Gracias, sir Oliver.

—¿Y qué tal el viaje, amigo?

—Cinco escalas para cargar combustible y ningún aeropuerto que supiera servir una taza de té decente.

—Entonces le vendrá bien uno de estos —sugirió sir Oliver ofreciéndole whisky doble que tomó hábilmente de una bandeja que pasaba—, y pensar —continuó el diplomático— que pronostican que nuestros nietos podrán hacer todo el viaje de Sydney a Londres en un vuelo sin escalas en menos de un día. Sin embargo, la suya fue una experiencia mucho más agradable que lo que tuvieron que soportar los primeros colonizadores.

—Una pequeña compensación —a Charlie no se le ocurrió otra respuesta más adecuada mientras pensaba en el contraste entre el candidato del señor Harrison en Australia y el representante de la Reina.

—Cuénteme qué lo ha traído a Sydney —continuó el cónsul general—, ¿hemos de suponer que el carretón más grande del mundo abrirá sus puertas en este lado del globo?

—No, sir Oliver. Se librarán de eso aquí. He venido en breve visita particular, con la intención de solucionar algunos asuntos familiares.

—Bueno, si hay alguna cosa que yo pueda hacer para ayudarle —dijo el anfitrión, tomando un vaso de ginebra de otra bandeja que pasaron— basta con que me lo haga saber.

—Muy amable de su parte, sir Oliver, porque en realidad necesito su ayuda en un pequeño asunto.

—¿Y de qué se trata? —preguntó su anfitrión, mirando al mismo tiempo por encima del hombro de Charlie en dirección a unos invitados que llegaban tarde.

—Podría llamar por teléfono al comisario de policía de Melbourne y pedirle que colabore todo lo posible cuando yo le haga una visita mañana por la mañana.

—Considere hecha la llamada, amigo —dijo sir Oliver y se inclinó para estrechar la mano de un emir árabe—. Y no olvide, sir Charles, si hay alguna cosa que yo pueda hacer para ayudarle, y con eso quiero decir lo que sea, basta con que me lo haga saber. Ah, monsieur l’ambassadeur, comment allez-vous?

De pronto Charlie se sintió agotado. Se pasó el resto de la hora tratando de mantenerse erguido mientras conversaba con diplomáticos, políticos y hombres de negocios, todos los cuales conocían por lo visto el carretón más grande del mundo. Finalmente una firme presión en el codo le recordó que ya se habían observado las reglas de cortesía, y que debía partir para el aeropuerto.

Durante el vuelo a Melbourne solo fue capaz de permanecer despierto, aun cuando no siempre tenía los ojos abiertos. En respuesta a una pregunta de Roberts, confirmó que el cónsul general había accedido a telefonear al comisario de policía a la mañana siguiente.

—Pero no estoy seguro de que se haya dado cuenta de la importancia de ello.

—Entendido —dijo Roberts—. Entonces volveré a ponerme en comunicación con su oficina mañana a primera hora. No se conoce a sir Oliver precisamente por cumplir las promesas que hace en los cócteles. «Si hay alguna cosa que yo pueda hacer para ayudarle, amigo, y con eso quiero decir lo que sea…».

Charlie esbozó una soñolienta sonrisa.

En el aeropuerto de Melbourne les estaba esperando otro coche, y aunque le llevaron a toda velocidad, esta vez se quedó dormido y no despertó hasta que le sacaron del coche a las puertas del hotel Windsor unos veinte minutos más tarde. El director del hotel le condujo a una suite; tan pronto se quedó solo, se desvistió rápidamente, se duchó y se echó en la cama. A los pocos minutos estaba profundamente dormido. No obstante, a la mañana siguiente se despertó alrededor de las cuatro.

Las tres horas siguientes las pasó sentado en la cama apoyado en almohadas que no se mantenían quietas, repasando las carpetas de Roberts. Puede que el hombre no tuviera el aspecto ni la forma de hablar de Harrison, pero en cada página estaba impreso el mismo sello de perfección y esmero. Cuando por fin dejó caer al suelo la última página, tuvo que admitir que el bufete de Roberts había cubierto todos los flancos, sin dejar, además, la más mínima pista por seguir; su única esperanza residía ahora en el comisario de policía de Melbourne.

A las siete se dio una ducha fría y a las ocho recién pasadas tomó un desayuno caliente. Aunque solo tenía una entrevista ese día y era a las diez, se encontraba paseando por la suite en espera de Roberts mucho antes de la hora en que este había quedado en venir a buscarle, las nueve y media, consciente de que si no resultaba nada de esta reunión bien podía hacer sus maletas y volverse a Inglaterra esa misma tarde. Al menos daría la satisfacción a Becky de haber tenido la razón.

A las nueve veinticinco Roberts llamó a la puerta; Charlie se preguntó cuánto rato habría estado el joven abogado fuera esperando. Roberts le informó que ya había telefoneado a la oficina del cónsul general y que sir Oliver había prometido llamar al comisario de policía antes de la hora.

—Bien. Ahora dígame todo lo que sepa sobre este hombre.

—Mike Reed tiene cuarenta y siete años, es eficiente, quisquilloso y presumido. Ha escalado todos los puestos, pero aún le parece necesario darse importancia ante todo el mundo, especialmente en presencia de un abogado, tal vez porque los índices de delincuencia en Melbourne suben más deprisa que los de odio contra Inglaterra.

—Ayer me comentó que era de la segunda generación. ¿De dónde proviene?

—Su padre emigró a Australia a comienzos de siglo —dijo Roberts revisando sus papeles—, procedente de un lugar llamado Deptford.

—¿Deptford? —repitió Charlie con una sonrisa—. Eso es casi territorio local. ¿Nos ponemos en marcha? —propuso consultando su reloj—. Creo que estoy más que preparado para convencer al señor Reed.

Cuando veinte minutos más tarde Roberts mantuvo la puerta del cuartel de policía abierta para que pasara su cliente, desde una enorme fotografía oficial los miró un hombre cercano a los cincuenta, que le hizo sentir a Charles cada día de sus sesenta y cuatro años. Roberts dio sus nombres al oficial de guardia y solo tuvieron que esperar unos minutos para ser conducidos a la oficina del comisario.

Los labios del policía dibujaron una delgada sonrisa al estrechar la mano a Charlie.

—No creo que sea mucho lo que puedo hacer por usted, sir Charles —comenzó Reed indicándole que tomara asiento—. Aun cuando su cónsul general se ha tomado la molestia de llamarme. —Ignoró completamente a Roberts que permanecía de pie a poca distancia detrás de Charlie.

—Yo conozco ese acento —dijo Charlie sin tomar la silla que se le ofrecía.

—¿Perdón, cómo dice? —preguntó Reed que también permaneció de pie.

—Apuesto de media corona a una libra a que su padre proviene de Londres.

—Sí, tiene razón.

—Y el East End de esa ciudad sería mi apuesta.

—Deptford —dijo el comisario.

—Lo supe en el momento mismo en que abrió la boca —dijo Charlie sentándose y echándose atrás en el sillón tapizado en cuero—, yo soy de Whitechapel. ¿Dónde nació él?

—En Bishop’s Way —repuso el comisario—. Justo en…

—A justo a un tiro de piedra de mi parte del mundo —dijo Charlie con marcado acento cockney.

Robert aún no había pronunciado una palabra, y mucho menos dado alguna opinión profesional.

—Partidario del Tottenham, supongo —dijo Charlie.

—Los Gunners —dijo con firmeza Reed.

—Qué montón de basura —exclamó Charlie—, Arsenal es el único equipo que yo conozco que da los nombres del público a los jugadores.

—Pues sí —rio el comisario—. Yo ya casi he perdido las esperanzas para esta temporada. ¿Y de quién es partidario usted?

—Yo soy hombre del West Ham —dijo Charlie.

—¿Y así y todo quiere que yo colabore con usted?

—Bueno —rio Charlie—. Les dejamos ganarnos en la Copa.

—En mil novecientos veintitrés —dijo riendo Reed.

—Tenemos memoria larga allí en Upton Park.

—Bueno, jamás me imaginé que usted tuviera ese acento, sir Charles.

—Llámeme Charlie, como todos mis amigos. Y, otra cosa, Mike, ¿quiere que él salga fuera? —dijo apuntando con el pulgar a Trevor Roberts a quien aún no le ofrecían una silla.

—Podría servir —dijo el comisario.

—Espéreme fuera, Roberts —dijo Charlie sin siquiera molestarse en mirar en dirección a su abogado.

—Sí, sir Charles.

Roberts se volvió y se dirigió a la puerta. Una vez solos, Charlie se inclinó por encima del escritorio y dijo:

—Puñeteros abogados, todos son iguales. Presumidos más que bien pagados, «coles de Bruselas», te cobran este mundo y luego quieren que uno haga el trabajo.

—Especialmente si eres «saltamontes» —confió Reed riendo.

—No había escuchado esa descripción de la poli desde que me fui de Whitechapel —se inclinó y añadió—: Esto queda entre nosotros Mike. Dos chicos del East End reunidos. ¿Puede decirme algo sobre Trentham que él no sepa? —indicó con el pulgar hacia la puerta.

—Para ser justo con él, no creo que haya mucho que Roberts no haya descubierto, sir Charles.

—Charlie.

—Charlie. Usted ya sabe que Trentham mató a su esposa y ya debe saber también que después fue colgado por el crimen.

—Sí, pero lo que necesito saber, Mike, es: ¿había algún hijo?

Charlie contuvo la respiración. El policía pareció titubear, luego miró la hoja de acusaciones que tenía delante de él en el escritorio.

—Aquí dice esposa, difunta, una hija.

Charlie trató de no dar un salto en la silla.

—Supongo que en esa hoja no aparece el nombre.

—Margaret Ethel Trentham —dijo el comisario.

No era necesario que buscara el nombre en los papeles que le había dejado Roberts la noche anterior. No aparecía ninguna Margaret Ethel Trentham en ninguno de ellos, y aún recordaba los nombres de tres Trentham nacidos en Australia entre 1923 y 1925. Todos eran varones.

—¿Fecha de nacimiento? —aventuró.

—No aparece, Charlie —dijo Reed—. No era la niña la acusada. —Deslizó el papel sobre el escritorio para que su visitante pudiera leer todo lo que ya le había dicho—. No se preocupaban mucho de este tipo de detalles en los años veinte.

—¿Hay alguna otra cosa en esa carpeta que le parezca que puede ayudar a un chico del East End que no pisa terreno familiar? —preguntó Charlie con la esperanza de no estarse pasando.

Reed revisó atentamente los papeles del informe sobre Trentham durante un rato antes de dar su opinión:

—Hay dos entradas registradas que podrían serle útiles. La primera fue escrita a lápiz por mi predecesor, y hay hasta una entrada hecha por el comisario anterior que supongo podría ser de interés.

—Soy todo oídos.

—El veinticuatro de abril de mil novecientos veintiséis, el comisario Parker recibió una visita de una tal señora Trentham, madre del difunto.

—Buen Dios —exclamó Charlie incapaz de ocultar su sorpresa—, ¿pero con qué motivo?

—No se da el motivo ni tampoco hay constancia de lo que se habló en la entrevista, lo siento.

—¿Y la segunda entrada?

—Esa hace referencia a otro visitante procedente de Inglaterra que preguntaba por Guy Trentham. Esta vez fue el veintitrés de agosto de mil novecientos cuarenta y siete. El visitante era… —el comisario de policía se inclinó sobre el papel para leer nuevamente el nombre—: Un señor Daniel Trentham.

Charlie sintió un escalofrío y tuvo que agarrarse a los brazos del sillón.

—¿Se encuentra bien? —preguntó Reed en tono de verdadera preocupación.

—Muy bien —dijo Charlie—, es solo el efecto del viaje y del cambio de horario.

—¿Se da el motivo de la visita de Daniel Trentham?

—Según la nota adjunta, alegaba ser el hijo del difunto —dijo el comisario. Charlie trató de no demostrar ninguna emoción. El policía se echó atrás en su sillón—. De modo que ahora usted sabe tanto del caso como yo.

—Ha sido usted muy amable —dijo Charlie poniéndose de pie. Se inclinó sobre el escritorio para estrecharle la mano al comisario—: Si alguna vez vuelve a Deptford, vaya a verme. Me sentiré encantado de llevarle a ver un verdadero equipo de fútbol.

Reed sonrió y continuó intercambiando anécdotas con Charlie mientras se encaminaban desde su despacho al ascensor. Una vez en la planta baja, el policía lo acompañó hasta las gradas de entrada del cuartel. Allí se estrecharon las manos y Charlie se reunió con Roberts que le esperaba en el coche.

—Muy bien, Roberts, al parecer tenemos trabajo.

—¿Me está permitido hacerle una pregunta antes de comenzar, sir Charles?

—Adelante.

—¿Qué le pasó a su acento?

—Lo reservo solo para personas especiales, señor Roberts, la Reina, Winston Churchill, y cuando estoy atendiendo mi carretón. Hoy me pareció necesario añadir a mi lista al comisario de policía de Melbourne.

—Soy incapaz hasta de comenzar a pensar qué le diría usted de mí y de mi profesión.

—Le dije que usted era un boy scout presumido y demasiado bien pagado que esperaba que yo hiciera todo el trabajo.

—¿Y él dio su opinión?

—Opinó que tal vez yo era demasiado moderado.

—No me cuesta creerlo —dijo Roberts—. ¿Pero logró sacarle alguna información nueva?

—Por cierto —repuso Charlie—. Hay una hija en algún lugar que fue bautizada como Margaret Ethel, pero nuestra única pista es que esa señora Trentham hizo una visita a Melbourne en mil novecientos veintiséis.

—Santo cielo —murmuró Roberts—. Usted ha logrado más en veinte minutos que yo en veinte días.

—Ah, pero yo tenía la ventaja de mis orígenes —dijo Charlie con una sonrisa—. Ahora bien, ¿dónde podría reposar su cansada cabeza una dama inglesa en esta ciudad por esa época?

—No es mi ciudad —admitió Roberts—, pero mi socio Neil Mitchell podría decírnoslo. Su familia se instaló en Melbourne hace más de cien años.

—¿Qué esperamos, entonces?

Neil Mitchell frunció el ceño cuando su socio le hizo la pregunta.

—No tengo ni idea —confesó—, pero mi madre seguro que lo sabe. —Tomó el teléfono y comenzó a marcar—. Es escocesa de modo que intentará cobrarnos por la información.

Charlie y Roberts esperaron pacientemente junto al escritorio de Mitchell. Después de unos pocos preliminares propios de un hijo, este hizo la pregunta y escuchó atentamente la respuesta.

—Gracias, madre; inestimable —dijo finalmente—. Te veo el fin de semana —añadió antes de colgar.

—¿Bien? —preguntó Charlie.

—Por lo visto el Victoria Country Club era el único lugar en los años veinte donde se habría alojado una persona de la alcurnia de la señora Trentham —dijo Mitchell—. En esa época Melbourne solo tenía dos hoteles decentes y el otro era estrictamente para hombres en visita de negocios.

—¿Existe aún el lugar? —preguntó Roberts.

—Sí, pero está bastante mal llevado actualmente. Lo que me imagino que sir Charles llamaría «sórdido».

—Entonces llame por teléfono y pida que le reserven una mesa para el almuerzo a nombre de sir Charles Trumper. Ponga énfasis en el sir Charles.

—Desde luego, sir Charles —dijo Roberts—. ¿Y vamos a emplear nuestro acento refinado en esta ocasión?

—No se lo puedo decir hasta haber medido a la oposición —dijo Charlie cuando regresaban al coche.

—Es irónico, si lo piensas —dijo Roberts mientras el coche entraba en la autopista.

—¿Irónico?

—Sí. Si la señora Trentham se tomó todas estas molestias para borrar la existencia de su nieta de los registros, tuvo que haber empleado los servicios de algún abogado.

—¿Entonces?

—Entonces tiene que haber un dossier enterrado en alguna parte de esta ciudad que nos diría todo lo que necesitamos saber.

—Es posible, pero una cosa es segura no tenemos el tiempo suficiente para desenterrarlo.

Cuando llegaron al Victoria Country Club se encontraron con el director del hotel que les esperaba en el vestíbulo para saludarles. Este condujo a su distinguido comensal a una mesa tranquila situada en una terraza cubierta. Grande fue la decepción de Charlie al descubrir lo joven que era.

Charlie escogió los platos más caros de la sección «a la carta» del menú, luego seleccionó una botella de Chambertin cosecha del 57. A los pocos minutos tenía a todos los camareros de la sala atendiéndole.

—¿Y qué se propone esta vez, sir Charles? —preguntó Roberts, que se habría conformado con el menú del día.

—Paciencia, joven —dijo Charlie simulando desdén a la vez que trataba de cortar un trozo de cordero demasiado hecho con un cuchillo romo. Finalmente desistió y pidió helado de vainilla, confiado en que eso no lo harían tan mal. Cuando llegó el café, el camarero de mayor edad se acercó lentamente a la mesa a ofrecerles puros.

—Un Montecristo, por favor —dijo Charlie sacando un billete de una libra de su billetero y colocándolo frente al camarero. Este abrió un antiguo humidor para que diera su aprobación—, ¿lleva mucho tiempo aquí? —preguntó.

—Serán cuarenta años el mes que viene —dijo el camarero al tiempo que otro billete de una libra caía sobre el primero.

—¿Tiene buena memoria?

—Me complace pensar que sí —repuso el camarero mirando los dos billetes.

—¿Recuerda a una señora de apellido Trentham? Inglesa, remilgada, puede que haya estado un par de semanas o más, allá por mil novecientos veintiséis —dijo Charlie acercando los billetes hacia el anciano.

—¿Recordarla? —exclamó el camarero—. Jamás la olvidaré. En aquel tiempo yo era aprendiz y ella no hacía otra cosa que quejarse todo el tiempo de la comida y del servicio. No podía beber otra cosa que agua, decía que no se fiaba de los vinos australianos y se negó a gastar dinero en los franceses; por eso siempre me mandaban a mí a atender su mesa. Al final del mes se marchó sin decir una palabra y ni siquiera me dio propina. Seguro que me acuerdo de ella.

—Eso describe muy bien a la señora Trentham —dijo Charlie—. ¿Pero llegó a saber para qué vino a Australia? —Sacó otro billete de su billetero y lo colocó sobre los otros.

—No tengo ni idea, señor —dijo tristemente el camarero—. Jamás hablaba con nadie en todo el día, y ni siquiera sé si el señor Sinclair-Smith podría saber la respuesta a su pregunta.

—¿El señor Sinclair-Smith?

El camarero hizo un gesto por encima del hombro señalando a un caballero mayor sentado solo en una mesa en el rincón opuesto con una servilleta metida en el cuello de la camisa. Estaba muy atareado atacando un buen trozo de tarta a la Selva Negra.

—El actual propietario —explicó el camarero—. Su padre era la única persona con quien hablaba alguna vez la señora Trentham.

—Gracias —dijo Charlie—, ha sido usted muy amable. —El camarero se echó al bolsillo los tres billetes—. ¿Tendría usted la amabilidad de preguntarle al director si puedo hablar con él un momento?

—Por supuesto —dijo el anciano cerrando el estuche y alejándose a toda prisa.

—El director es demasiado joven para recordar…

—Abra bien los ojos, señor Roberts, y es posible que hasta aprenda uno o dos trucos que tal vez no le enseñaron en sus clases de contratos empresariales en la facultad de Derecho —dijo Charlie cortando la punta de su puro.

—¿Ha preguntado por mí, sir Charles? —dijo el director acercándose a la mesa.

—Me agradaría saber si el señor Sinclair-Smith aceptaría acompañarme a beber algún licor —dijo Charlie entregándole al joven una de sus tarjetas.

—Se lo comunicaré inmediatamente, señor —repuso el director dirigiéndose en seguida a la otra mesa.

—Es hora de que me espere en el vestíbulo nuevamente, Roberts —dijo Charlie—, porque sospecho que mi conducta durante la siguiente media hora podría ofender su sentido de ética profesional.

Miró hacia el otro extremo de la sala donde en ese momento el anciano estaba observando su tarjeta con atención. Roberts lanzó un suspiro y se marchó.

Una gran sonrisa apareció en las mofletudas mejillas del señor Sinclair-Smith. Se levantó de su silla y avanzó anadeando a reunirse con su visitante inglés.

—Sinclair-Smith —dijo con aflautado acento inglés extendiendo su flácida mano.

—Muy amable por acompañarme, amigo —dijo Charlie—. Sé reconocer a un compatriota en cuanto lo veo. ¿Se serviría un coñac?

El camarero desapareció a toda prisa.

—Muy amable de su parte, sir Charles. Espero que mi humilde establecimiento le haya ofrecido una comida tolerable.

—Excelente —contestó Charlie—, pero es que me lo recomendaron —añadió dando una chupada a su cigarro alegremente.

—¿Se lo recomendaron? —repitió Sinclair-Smith tratando de disimular su sorpresa—, ¿puedo preguntarle quién?

—Mi vieja tía, la señora Trentham.

—¡La señora Trentham! Cielo santo, no hemos visto a la querida señora desde los tiempos de mi difunto padre.

Charlie frunció el entrecejo a la vez que el anciano camarero reaparecía con dos copas de coñac grandes.

—Ella se encuentra bien, espero, sir Charles.

—Mejor que nunca —repuso Charlie—. Y deseaba que usted la recordara.

—Qué amable —contestó Sinclair-Smith agitando el coñac en la gran copa—, y qué extraordinaria memoria la suya, porque yo era muy joven en ese tiempo, acababa de comenzar a trabajar en el hotel. Ella debe tener ahora…

—Más de noventa —completó Charlie—. Y en la familia aún no tenemos idea de cuál fue el motivo de su viaje a Melbourne —añadió.

—Ni yo —dijo Sinclair-Smith sorbiendo su coñac.

—¿Usted nunca habló con ella?

—No, jamás. Aunque mi padre y su tía mantenían largas conversaciones, él jamás me contó de qué hablaban.

Charles trató de ocultar su frustración ante ese dato.

—Bueno, si usted no supo el motivo de su visita —dijo—, supongo que no quedará nadie vivo que lo sepa.

—Oh, yo no estaría tan seguro —dijo Sinclair-Smith—. Slade debe de saber, eso es, si es que no está ya completamente gagá.

—¿Slade?

—Sí, un hombre de Yorkshire que trabajaba en el Club cuando estaba mi padre, en la época en que todavía teníamos un chófer fijo. En realidad, todo el tiempo que se alojó en el Club la señora Trentham siempre insistió en emplear los servicios de Slade. Decía que no quería que la llevara ningún otro.

—¿Trabaja aquí aún? —preguntó Charlie lanzando una gran nube de humo.

—Cielo santo, no —contestó Sinclair-Smith—. Se retiró hace unos años. Ni siquiera sé si aún vive.

—¿Viaja mucho a su país actualmente? —preguntó Charlie, convencido de haber obtenido la única información pertinente que esta particular fuente podía ofrecerle.

—La verdad es que no…

Durante los siguientes veinte minutos Charlie se mantuvo echado hacia atrás en su silla, disfrutando de su puro al tiempo que escuchaba hablar al señor Sinclair-Smith de todo, desde el fallecimiento del imperio hasta el lamentable estado del cricket inglés. Finalmente Charlie pidió la cuenta y el propietario se marchó deslizándose discretamente.

El anciano camarero arrastró sus pies hacia la mesa tan pronto vio aparecer sobre el mantel otro billete de una libra.

—¿Se le ofrece algo, señor?

—¿Significa algo para usted el apellido Slade?

—¿El viejo Walter Slade, el chófer del Club?

—El mismo.

—Se retiró hace unos años.

—Eso lo sé, pero ¿vive aún?

—Ni idea —dijo el camarero—. Lo último que supe de él fue que vivía en algún lugar por la región de Ballarat.

—Gracias —dijo Charlie y apagó el cigarro en el cenicero, sacó otro billete de una libra, y fue a reunirse con Roberts en el vestíbulo.

—Telefonee a su oficina inmediatamente —ordenó a su abogado—. Pídales que localicen a un tal Walter Slade, que debe estar viviendo en algún lugar llamado Ballarat.

Roberts se precipitó en dirección de un letrero que decía «teléfono», mientras Charlie se paseaba arriba y abajo del corredor rogando porque el hombre estuviera vivo. A los pocos minutos regresó su abogado.

—¿Puedo saber qué se propone esta vez, sir Charles? —preguntó entregándole un papel con la dirección de Walter Slade escrita en letras mayúsculas.

—Nada bueno, eso seguro —dijo Charlie leyendo el papel—. Para esto no le necesito a usted, joven amigo, pero sí necesitaré el coche. Nos veremos en la oficina a mi vuelta… y no sé a qué hora. —Le hizo un gesto de despedida al pasar por la puerta dejando a un perplejo Roberts solo en el vestíbulo.

Charlie le pasó el papel al chófer y este miró la dirección.

—Pero eso queda casi a ciento cincuenta kilómetros —dijo el hombre mirando por encima del hombro.

—Entonces no tenemos un momento que perder, ¿verdad?

El conductor hizo arrancar el motor y salió del antepatio del club de campo. Pasó junto al campo de cricket de Melbourne, donde Charlie vio que alguien había conseguido 147 en dos turnos. Su primer viaje a Australia, pensó fastidiado, y no tenía tiempo para asistir al partido internacional. El viaje por la autopista norte duró otra hora y media, tiempo que empleó en considerar qué método debería emplear con el señor Slade, suponiendo que no estuviera, para citar a Sinclair-Smith, «completamente gaga». Después de pasar el letrero indicador de Ballarat, el conductor paró en una gasolinera. Una vez lleno el depósito, el encargado les orientó, y les llevó otros diez minutos ir a parar delante de una casita con terraza situada en una propiedad en decadencia.

Charlie saltó fuera del coche, recorrió un corto sendero cubierto de malas hierbas y llamó a la puerta. Esperó un momento y le abrió una anciana con delantal; llevaba un vestido color pastel que casi arrastraba por el suelo.

—¿La señora Slade? —preguntó.

—Sí —replicó ella mirándole con desconfianza.

—¿Me sería posible hablar un momento con su marido?

—¿Para qué? —preguntó la anciana—. ¿Es usted de asistencia social?

—No, soy de Inglaterra —repuso Charlie—, y le traigo a su marido un pequeño legado de parte de mi tía, la señora Trentham, que falleció no hace mucho.

—Oh, qué amabilidad —dijo la señora Slade—, pase.

La anciana le guio hacia la cocina, donde vio a un anciano vestido con chaqueta de punto, una limpia camisa a cuadros y pantalones bombachos, dormitando en un sillón junto a la chimenea.

—Hay un hombre que ha venido desde Inglaterra especialmente para verte, Walter.

—¿Qué? —dijo el hombre restregándose los ojos con sus huesudos dedos para ahuyentar el sueño.

—Un hombre que viene de Inglaterra —repitió su esposa—. Con un regalo de la señora Trentham.

—Soy demasiado viejo para llevarla en coche ahora. —Sus cansados ojos se entrecerraron al mirar a Charlie.

—No, Walter, no lo entiendes. Es un familiar que ha venido desde Inglaterra con un regalo. Verás, ella murió.

—¿Murió?

Ambos miraban ahora a Charlie con curiosidad y él sacó rápidamente su billetero, retiró todos los billetes que llevaba, y se los dio a la señora Slade.

Ella comenzó a contar los billetes lentamente mientras Walter Slade continuaba mirando fijamente a Charlie, haciéndole sentir tremendamente incómodo, parado allí en el limpísimo suelo de piedra.

—Ochenta y cinco libras, Walter —dijo, pasándole el dinero a su marido.

—¿Por qué tanto? —preguntó—. ¿Y después de tanto tiempo?

—Usted le hizo un gran servicio —dijo Charlie—. Y ella simplemente deseaba compensarle.

El anciano comenzó a mirar con sospecha a Charlie.

—Ya me pagó a su tiempo —dijo.

—Ya lo sé, pero…

—Y he mantenido cerrada la boca —añadió el anciano.

—Ese es solo un motivo más para estarle agradecida —dijo Charlie.

—¿Quiere decir que ha hecho un viaje desde Inglaterra solo para pagarme ochenta y cinco libras? —preguntó el señor Slade—. Eso me parece absurdo, muchacho. —De pronto parecía mucho más despierto.

—No, no —dijo Charlie, notando que perdía la iniciativa—. He tenido que entregar un montón de otros legados antes de venir aquí, pero no me fue fácil encontrarle.

—No me extraña. Hace veinte años que dejé de conducir.

—Usted es de Yorkshire, ¿verdad? —dijo Charlie sonriendo—. Reconocería ese acento en cualquier parte.

—Eh, muchacho, y usted es de Londres. Lo cual significa que no es de confianza. Así pues, ¿para qué ha venido a verme en realidad? Porque no fue para entregarme ochenta y cinco libras, eso seguro.

—No logro encontrar a la niñita que acompañaba a la señora Trentham cuando usted la llevó en coche —dijo Charlie arriesgando el todo por el todo—. Verá, le han dejado una gran herencia.

—Imagínate, Walter —dijo la señora Slade.

El rostro del señor Slade permaneció inmutable.

—En cierto modo es mi deber localizarla e informar a la dama de su buena fortuna.

La cara de Slade continuaba impasible mientras Charlie proseguía la lucha.

—Y pensé que usted era la persona que podría ayudarme.

—No, no le ayudaré —replicó Slade—, y aún más, puede quedarse el dinero —añadió arrugando los billetes y arrojándoselos a los pies—, y no se tome la molestia de aparecer por aquí de nuevo con sus falsas historias de fortunas. Acompaña a la puerta al caballero, Elsie.

La señora Slade se agachó y recogió cuidadosamente los billetes pasándoselos a Charlie. Cuando hubo entregado el último, condujo silenciosamente al desconocido hasta la puerta.

—Tenga la bondad de disculparme, señora Slade —le dijo Charlie—. No tenía la menor intención de ofender a su marido.

—Lo sé, señor —dijo ella—, pero es que Walter ha sido siempre muy orgulloso. Dios sabe lo que hubiéramos podido hacer con el dinero.

Charlie sonrió y metió los arrugados billetes en el delantal de la anciana y se llevó rápidamente un dedo a los labios.

—Si usted no se lo dice, yo tampoco —le dijo. Con una leve inclinación de cabeza se dio media vuelta y se puso en marcha hacia el coche.

—Yo nunca vi a ninguna niñita —dijo ella con voz apenas audible. Charlie se detuvo en seco—. Pero Walter una vez llevó a una señora de mucha alcurnia a ese orfanato que está en Rose Hill en Melbourne. Lo sé porque yo estaba fuera en el jardín y él me lo dijo.

Charlie se volvió para darle las gracias, pero ella ya había cerrado la puerta y desaparecido dentro de la casa.

Charlie subió al coche sin un penique y con un solo nombre al que agarrarse, consciente de que, sin duda, el anciano podría haberle solucionado todo el misterio. Si no, habría dicho, «No, no lo sé», y no «No, no le ayudaré», cuando él se lo pidió.

Maldijo su estupidez varias veces durante el viaje de regreso a la ciudad.

—Roberts, ¿hay algún orfanato en Melbourne? —fueron sus primeras palabras al entrar a grandes zancadas en la oficina del abogado.

—El de Santa Hilda —dijo Neil Mitchell antes que su socio comenzada a pensar en la pregunta—. Sí, queda en algún sitio de Rose Hill. ¿Por qué?

—Ese es —dijo Charlie consultando su reloj—. Son algo así como las siete de la mañana, hora de Londres, y estoy algo cansado, así que me voy al hotel a dormir un poco. Mientras tanto necesito las respuestas a unas cuantas preguntas. Para empezar, necesito saber todo lo que se pueda averiguar sobre Santa Hilda, comenzando por los nombres de todos los miembros del personal que trabajaban allí entre mil novecientos veinticuatro y mil novecientos veintisiete, desde el director o directora hasta la última sirvienta. Y si aún queda alguien allí de esa época, hay que descubrirlo, porque deseo verla o verlas, y antes de veinticuatro horas.

Dos de los secretarios de la oficina de Mitchell habían comenzado a tomar nota a toda velocidad tratando de no perderse nada de lo que iba diciendo Charlie.

—También deseo saber los nombres de todas las niñitas registradas allí entre esos mismos años. Recuerden, buscamos a una niñita que no podía tener más de cuatro años en ese tiempo. Y cuando tengan todas las respuestas, despiértenme, sea la hora que sea.