Daphne asistió a los funerales de la señora Trentham, «Únicamente para estar segura de que en realidad enterraban a la malvada mujer —explicaría después a Charlie—, aunque no me sorprendería que encontrara la forma de levantarse de entre los muertos». Después advirtió a Charlie que habían oído decir a Nigel, incluso antes de que bajaran el cuerpo a la fosa, que tendríamos que prepararnos para lo peor tan pronto se reuniera de nuevo el consejo. Solo tuvo que esperar doce días.
Ese primer martes del mes siguiente, Charlie paseó la vista por la mesa de la sala de consejo para ver si estaban presentes todos los directores. Percibió en el ambiente que todos estaban a la espera de ver quién atacaría primero. Nigel Trentham y sus dos colegas llevaban corbatas negras, como distintivo oficial de su función, recordando con ello al consejo su recién adquirido rango. El señor Harrison, por el contrario, y por primera vez desde que Charlie tenía memoria, llevaba una llamativa corbata en tonos pastel.
Charlie ya había calculado que Trentham esperaría hasta el punto número seis para hacer cualquier jugada. Se trataba de una propuesta para ampliar los servicios bancarios de la planta baja. El proyecto original era una de las ideas de Cathy, la cual, al regreso de uno de sus viajes mensuales a Estados Unidos, había presentado su detallado proyecto al consejo. Aunque el nuevo departamento había experimentado algunos problemas de crecimiento, estaba a punto de comenzar a caminar solo al cumplir su segundo año.
La primera media hora transcurrió bastante tranquila mientras Charlie presentaba al consejo los puntos del uno al cinco. Pero cuando anunció:
—Punto número seis, la ampliación de…
—Cerremos el banco y reduzcamos nuestras pérdidas —fueron las palabras de apertura de la intervención de Trentham, incluso antes de que Charlie hubiera abierto el tema para la discusión.
—¿Por qué motivo? —preguntó desafiante Cathy.
—Porque no somos banqueros —dijo Trentham—. Somos tenderos… o carretoneros, como tan a menudo le gusta recordarnos a nuestro presidente. En todo caso nos ahorraría un gasto de casi treinta mil libras al año.
—Pero si el banco está solo comenzando a rendir beneficios —alegó Cathy—, deberíamos pensar en aumentar los servicios, no a restringirlos. Y si tenemos presente los beneficios, ¿quién sabe cuánto dinero cobrado en el local se gasta en él?
—Sí, pero tenga en cuenta la cantidad de espacio aprovechable para tienda que ocupa el local destinado al banco.
—A cambio le ofrecemos un valioso servicio a nuestros clientes.
—Y perdemos dinero a manos llenas por no ocupar ese espacio con una línea más comercial —contraatacó Trentham.
—¿Como qué, por ejemplo? —preguntó Cathy—, dígame un solo departamento de otra cosa que ofrezca un servicio más útil a nuestros clientes y que al mismo tiempo nos dé un mejor rédito a nuestra inversión. Dígamelo y seré la primera en estar de acuerdo en que cerremos el banco.
—No somos una empresa de servicios. Nuestro deber es conseguir un rendimiento del capital que sea decente para nuestros accionistas —dijo Trentham—, exijo que esto se vote —añadió, sin molestarse en rebatir los argumentos de Cathy.
Trentham perdió la votación por seis contra tres. Charlie supuso que después de este resultado pasarían al punto número siete, que era la proposición de una salida del personal a ver la película West Side Story en el cine Odeon de Leicester Square. Sin embargo, tan pronto como Jessica Allen hubo anotado los nombres para el acta, Nigel Trentham se levantó rápidamente de su silla y dijo:
—Tengo algo que anunciar, señor presidente.
—¿No sería más apropiado hacerlo cuando lleguemos al punto «Otros asuntos»? —preguntó inocentemente Charlie.
—Ya no estaré aquí cuando se empiecen a discutir otros asuntos, señor presidente —repuso fríamente Trentham. Entonces procedió a sacar de su bolsillo interior un trozo de papel, lo desdobló y comenzó a leer lo que evidentemente era un discurso preparado:
—Me siento en el deber de informar al consejo —declaró—, que dentro de unas semanas estaré en posesión del treinta y tres por ciento de las acciones de «Trumper’s». La próxima vez que nos reunamos, voy a insistir en que se hagan varios cambios en la estructura de la empresa, el menos importante de los cuales no será el de la representación de aquellos sentados alrededor de esta mesa en estos momentos. —Hizo una pausa para mirar directamente a Cathy, y prosiguió—. Es mi intención marcharme ahora con el fin de que ustedes puedan discutir las implicaciones de mi exposición.
Retiró su silla a la vez que intervenía Daphne:
—Me parece que no entiendo muy bien lo que sugiere, señor Trentham.
Trentham titubeó un momento antes de responder:
—Entonces tendré que explicar mi posición con más detenimiento, lady Wiltshire.
—Qué amable.
—En la próxima reunión del consejo —continuó él sin alterarse—, aceptaré que se proponga y se secunde mi nombre para presidente de «Trumper’s». En el caso de no resultar elegido, dimitiré inmediatamente del consejo y emitiré una declaración a la prensa sobre mi intención de comprar las restantes acciones de la empresa. Tengan todos la seguridad de que ahora dispongo de los medios necesarios para realizar esta operación. Como solo necesito un dieciocho por ciento más de las acciones para ser el accionista mayoritario, sugiero que sería muy prudente por parte de todos aquellos de ustedes que son actualmente consejeros, que se enfrentaran a lo inevitable y presentaran sus dimisiones para evitar la vergüenza de ser despedidos. Espero con ilusión ver a uno o dos de ustedes en la reunión de consejo del mes que viene.
Él y sus dos colegas abandonaron la sala. El silencio que siguió fue interrumpido solo por otra pregunta de Daphne:
—¿Cuál es el nombre colectivo para designar un grupo de mierdas?
Todos se rieron excepto Harrison que dijo a media voz:
—Un montón.
—Bueno, pues. Ahora ya hemos recibido nuestras órdenes para la batalla —dijo Charlie—, esperemos que todos tengamos el valor para una pelea. —Volviéndose al señor Harrison preguntó—: ¿Puede usted asesorar al consejo sobre cómo está la presente situación en lo relativo a esas acciones actualmente en posesión del fideicomiso Hardcastle?
El anciano levantó lentamente la cabeza y miró a Charlie.
—No, señor presidente, no puedo. En realidad, lamento tener que informar al consejo que yo también debo presentar mi dimisión.
—Pero ¿por qué? —preguntó Becky horrorizada—. Usted siempre nos ha apoyado en el pasado, contra viento y marea.
—Le ruego me disculpe, lady Trumper, pero no estoy en libertad de revelar mis motivos.
—¿No puede de ninguna manera reconsiderar su posición? —preguntó Charlie.
—No, señor —replicó con firmeza Harrison.
Inmediatamente Charlie levantó la sesión, a pesar de que todo el mundo trataba de hablar a la vez, y siguió rápidamente a Harrison fuera de la sala del consejo.
—¿Qué es lo que lo ha hecho dimitir? —preguntó Charlie—. ¡Después de todos estos años!
—¿Podríamos tal vez reunimos mañana y discutir mis motivos, sir Charles?
—Ciertamente. Pero dígame solo por qué le ha parecido necesario abandonarnos en el momento en que más le necesitamos.
El señor Harrison detuvo sus pasos.
—Sir Raymond previo que podría suceder esto —dijo en voz baja—. Por lo tanto me dio sus instrucciones al respecto.
—No comprendo.
—Por ese motivo nos reuniremos mañana, sir Charles.
—¿Desea que vaya con Becky?
El señor Harrison consideró la sugerencia durante un rato y luego dijo:
—Creo que no. Si voy a revelar una confidencia por primera vez en cuarenta años, preferiría no tener otro testigo.
A la mañana siguiente, cuando Charlie llegó a Dickens & Cobb, bufete de Harrison, encontró al antiguo socio de pie en la puerta esperando para saludarle. Aunque jamás, en los siete años que hacía que se conocían, había llegado con retraso a una entrevista con el señor Harrison, Charlie se conmovía ante la arcaica cortesía que el abogado siempre mostraba con él.
—Buenos días, sir Charles —dijo Harrison procediendo enseguida a guiar a su huésped por el corredor hacia su oficina.
Charlie se sorprendió de que le invitaran a sentarse junto a la chimenea, apagada, en vez de en su acostumbrado lugar al otro lado del escritorio del socio. No había escribano ni secretario en el despacho para tomar nota de la reunión. También se fijó en que el teléfono del escritorio del señor Harrison estaba descolgado. Se sentó comprendiendo que esta no iba a ser una reunión corta.
—Hace muchos años, cuando yo era joven —comenzó Harrison—, y hacía mis exámenes, me juré guardar un código de confidencialidad cuando tratara de los asuntos personales de mis clientes, como usted muy bien sabe, fue sir Raymond Hardcastle y… —llamaron a la puerta y entró una chica portando una bandeja con dos tazas de café caliente y un azucarero.
—Gracias, señorita Burrows —dijo Harrison cuando la chica le colocó una taza delante. No continuó su exposición hasta que se hubo cerrado la puerta tras ella—. ¿Dóndes estaba, querido amigo? —preguntó dejando caer un terrón de azúcar en su taza.
—Su cliente, sir Raymond.
—Ah, sí. Ahora bien, sir Raymond dejó un testamento del cual usted muy bien puede considerarse conocedor. Pero lo que usted no sabe, sin embargo, es que él acompañó una carta con ese testamento. No tiene valor legal, ya que iba dirigida a mí a título personal.
El café de Charlie estaba allí sin tocar mientras él escuchaba con suma atención lo que tenía que decirle Harrison.
—Debido a que esta carta no es un documento legal sino una comunicación personal entre viejos amigos, he decidido que usted tenga conocimiento de su contenido.
Harrison se inclinó hacia la mesa que tenía delante y abrió una carpeta. Sacó una sola hoja de papel escrita con letra firme y enérgica.
—Antes de leerle esta carta, me gustaría aclarar que fue escrita en una época en que sir Raymond suponía que su propiedad sería heredada por Daniel y no por su pariente más próximo.
El señor Harrison se reacomodó las gafas sobre el caballete de la nariz, se aclaró la garganta y comenzó a leer:
Estimado Ernest:
A pesar de todo lo que he hecho para asegurarme de que mis últimos deseos se cumplan al pie de la letra, aún podría ser posible que Ethel encontrara alguna forma de conseguir que Daniel, mi bisnieto, no fuera mi heredero principal. Si se presentaran tales circunstancias, por favor, haz uso de tu sentido común y permite que aquellos más afectados por las decisiones de mi testamento entren en conocimiento de sus más sutiles detalles.
Mi viejo amigo, sabes exactamente a quién y a qué me refiero.
Siempre tuyo
Ray
Harrison volvió a colocar la carta sobre la mesa y dijo:
—Me temo que conocía las flaquezas de su hija tan bien como las mías.
Charlie sonrió al considerar el dilema ético ante el que evidentemente se encontraba el anciano abogado.
—Ahora bien, antes de remitirme al testamento mismo, debo hacerle otra confidencia. Charlie asintió.
—Usted tiene dolorosa conciencia, sir Charles, de que el señor Nigel Trentham es ahora el pariente más próximo. En verdad, no debe pasar inadvertido que el testamento está de tal modo redactado que sir Raymond ni siquiera fue capaz de poner su nombre como beneficiario. Supongo que esperaba que Daniel tuviera su propia prole que habría pasado automáticamente delante de su nieto.
»La situación actual es que el señor Nigel Trentham, como el descendiente más cercano vivo, tendrá derecho a las acciones de “Trumper’s” y al legado principal de los bienes de Hardcastle, una fortuna inmensa, la cual, puedo confirmar, le proporcionará los fondos adecuados para comprar en su totalidad las acciones de su empresa. Sin embargo, no es para esto que le he pedido verlo esta mañana. No, la razón es que hay una cláusula en el testamento de la cual usted no puede haber tenido conocimiento anteriormente. Después de tomar en consideración la carta de sir Raymond creo que tengo nada menos que el deber de informarle de su objetivo.
Harrison buscó en su carpeta y sacó un fajo de papeles sellados con lacre y atados con una cinta rosa.
—La redacción de las once primeras cláusulas del testamento de sir Raymond me llevó un tiempo considerable. Sin embargo, su sustancia no es pertinente para el problema que tenemos entre manos. Hacen referencia a legados de menor cuantía dejados por mi cliente a sobrinos, sobrinas y primos que ya han recibido las sumas asignadas.
»Las cláusulas siguientes, de la doce a la veintiuna, pasan a nombrar instituciones de beneficencia, clubes e instituciones académicas con las que estuvo asociado mucho tiempo sir Raymond, y estas también han recibido los beneficios de su generosidad. Pero es la cláusula veintidós la que yo considero crucial.
Harrison se aclaró la garganta una vez más antes de mirar el testamento y pasar algunas páginas.
«Dejo el remanente de mis bienes al señor Daniel Trumper de Trinity College, Cambridge, pero en caso de que él no sobreviviera a mi hija Ethel Trentham, entonces esa suma deberá dividirse entre sus hijos. Si no hubiera prole a considerar, entonces la propiedad pasará a mi descendiente más próximo vivo». Ahora, al párrafo pertinente, sir Charles. «Por favor, haga todo lo que considere necesario para encontrar a alguien que tenga derecho a reclamar mi herencia. El pago definitivo del remanente de la propiedad no se cumplirá hasta que hayan pasado dos años desde la muerte de mi hija».
Charlie iba a hacer una pregunta cuando el señor Harrison levantó la mano.
—Ahora veo claro —continuó— que el objetivo de sir Raymond al incluir la cláusula veintidós fue simplemente darle a usted tiempo suficiente para organizar sus fuerzas y luchar contra cualquier OPA que Nigel Trentham pudiera intentar.
»Sir Raymond también dejó instrucciones para que pasado un tiempo conveniente después de la muerte de su hija colocara un anuncio en The Times, el Telegraph y el Guardian o en cualquier otro periódico que yo considerara apropiado o pertinente para tratar de descubrir si había algún otro familiar que pudiera reclamar algún derecho sobre la propiedad. Si ese fuera el caso, podrían hacerlo poniéndose en comunicación directamente con esta firma. Trece familiares ya han recibido la suma de mil libras, pero es muy posible que haya otros primos o parientes lejanos, y sir Raymond estaría más que feliz de dejar otras mil libras a algún pariente desconocido si al mismo tiempo le daba a usted una tregua. Y por cierto —añadió Harrison—, he decidido añadir el Yokshire Post y el Huddersfield Daily Examiner a la lista que aparece en el testamento, debido a las conexiones familiares en ese condado.
—¡Qué zorro viejo más astuto tiene que haber sido! —comentó Charlie—, ojalá le hubiera conocido.
—Creo que puedo decir con confianza, sir Charles, que le habría gustado.
—Ha sido extraordinariamente amable de su parte haberme puesto al corriente de todo esto, querido amigo.
—No hay de qué. Estoy seguro —dijo Harrison— que si sir Raymond hubiera estado en mi situación, hubiera hecho más o menos lo mismo.
—Es una lástima no haberle dicho a Daniel la verdad acerca de su padre…
—Si ahorra sus energías para los vivos —dijo Harrison—, todavía es posible que no se desperdicie la previsión de sir Raymond.
El 7 de marzo de 1962, el día de la muerte de la señora Trentham, las acciones de «Trumper’s» estaban a 1 libra y 2 chelines en el índice bursátil del Financial Times; pasadas solo cuatro semanas habían subido otros tres chelines.
El primer consejo que dio Tim Newman a Charlie fue aferrarse a toda acción que aún poseyera y bajo ninguna circunstancia durante los dos años siguientes acceder a ninguna emisión gratuita de acciones. Si durante estos dos años Charlie y Becky podían echar mano de algún dinero disponible, deberían comprar acciones en cuanto aparecieran en el mercado.
La dificultad de seguir este consejo radicaba en que cada vez que salía al mercado algún paquete de acciones de importancia, inmediatamente lo compraba un agente de bolsa desconocido, que evidentemente tenía órdenes de hacerlo a cualquier precio. El agente de Charlie se las arregló para adquirir unas pocas acciones, pero solo de aquellos reacios a vender en mercado abierto. A finales del año, las acciones de «Trumper’s» ya estaban a 1 libra y 17 chelines. Quedaron aún menos vendedores en la bolsa después de que el Financial Times advirtiera a sus lectores de una posible batalla por la adquisición de la empresa. La noticia pronosticaba incluso que esto sucedería dentro de los dieciocho meses siguientes.
—Ese maldito diario parece estar tan bien informado como cualquiera de los miembros del Consejo —se quejó Daphne a Charlie en la reunión siguiente, añadiendo que ya no se molestaba en leer las actas de las pasadas reuniones, ya que podía leer un excelente resumen de lo que pasaba en ellas en la primera página del Financial Times al que obviamente se le había dictado palabra por palabra. Daphne no despegó sus ojos de Brian Hurst al decir esto.
El último artículo del diario era inexacto solo en un pequeño detalle, porque la batalla por «Trumper’s» ya no se libraba en la sala del consejo. Tan pronto como se enteraron de que en el testamento de sir Raymond había una cláusula de retención de dos años, Nigel Trentham y sus candidatos dejaron de asistir a las reuniones mensuales.
La ausencia de Trentham ofendía particularmente a Cathy, ya que trimestre tras trimestre el nuevo banco incrementaba sus beneficios. Se encontró con que estaba leyendo sus informes a tres sillas desocupadas, aunque también sospechaba que Hust pasaba los informes con todo detalle a Chester Square. Para complicar aún más las cosas, en 1963 Charlie informó a los accionistas que la empresa nuevamente había batido el récord de beneficios durante el año.
—Es posible que te hayas pasado toda la vida levantando «Trumper’s» solo para pasársela en bandeja a los Trentham —reflexionó Tim Newman.
—Ciertamente no hay ninguna necesidad de que la señora Trentham se revuelva en su tumba —admitió Charlie—. Es irónico, después de todo lo que manipuló en vida, que solo con su muerte haya tenido la oportunidad de dar el golpe de gracia.
Cuando volvieron a subir las acciones a comienzos de 1964, esta vez a más de 2 libras, Tim Newman informó a Charlie de que Nigel Trentham continuaba en el mercado con instrucciones de comprar.
—¿Pero de dónde saca todo el dinero necesario para financiar una operación de este calibre, sin tener todavía acceso al dinero de su abuelo?
—Un excolega me dio a entender —repuso Tim Newman—, que un importante banco mercantil le ha concedido un crédito al descubierto en previsión de su conquista del control del fideicomiso Hardcastle. Ojalá hubieras tenido un abuelo que te dejara una fortuna —añadió.
—Lo tuve —dijo Charlie.
El día en que Charlie cumplió sesenta y cuatro años fue elegido por Nigel Trentham para dar a conocer al mundo su intención de hacer una oferta por el total de las acciones de Trumper, al precio de 2 libras y cuatro chelines la acción, a solo siete semanas del día en que tendría el derecho de reclamar su herencia. Charlie aún confiaba en que con la ayuda de amigos y de instituciones como la Prudential, así como de algunos accionistas que aún esperaban que subieran más las acciones, podría hacerse con casi el cuarenta por ciento de los valores. Según los cálculos de Tim Newman, Trentham tendría ahora como mínimo el veinte por ciento, pero una vez entrara en posesión del diecisiete por ciento del trust, su cuota alcanzaría el cuarenta y dos o cuarenta y tres por ciento, y no le resultaría difícil hacerse con el ocho o nueve por ciento más requerido para conquistar el control sobre la empresa.
Esa noche Daphne ofreció una cena en su casa de Eaton Square para celebrar el cumpleaños de Charlie. Nadie mencionó el nombre de Trentham hasta después de la segunda ronda de Oporto. Charlie se puso sentimental y les contó lo de la cláusula en el testamento de sir Raymond, la cual, les explicó, había sido añadida con el único propósito de salvarle a él.
—Brindemos por sir Raymond Hardcastle —dijo Charlie levantando su copa—. Un hombre bueno para nuestro equipo.
—Por sir Raymond —repitieron todos alzando sus copas, con la excepción de Daphne.
—¿Qué pasa, chica? —preguntó Percy—. ¿Es que el oporto no está a la altura de las circunstancias?
—No; como siempre, sois vosotros, chicos, quienes no estáis a la altura de las circunstancias. No habéis comprendido en absoluto lo que sir Raymond esperaba de vosotros.
—¿Qué quieres decir, chiquilla?
—Yo me habría imaginado que era algo evidente para todo el mundo, especialmente para ti, Charlie —dijo ella volviéndose de su marido hacia el invitado de honor.
—Estoy con Percy, no tengo la menor idea de lo que quieres decir.
Todos los comensales se habían callado, centrando su atención en lo que iba a decir Daphne.
—En realidad es bastante sencillo —continuó esta—. Es evidente que sir Raymond no consideraba probable que la señora Trentham sobreviviera a Daniel.
—¿Y? —dijo Charlie.
—Y también dudo de que se le ocurriera por un momento que Daniel fuera a tener hijos antes de que ella muriera.
—Es posible —admitió Charlie.
—Y todos nos damos cuenta muy bien de que Nigel Trentham era el último recurso; de otra forma sir Raymond lo habría nombrado tranquilamente como el siguiente beneficiario y no habría pasado su fortuna a un hijo de Guy Trentham, a quien ni siquiera conoció. Tampoco habría añadido las palabras: «Si no hubiera prole a considerar, entonces la propiedad pasará a mi descendiente más próximo».
—¿Adónde nos conduce todo eso? —preguntó Becky.
—De vuelta a la cláusula que acaba de citar Charlie: «Por favor haga todo lo necesario para encontrar a alguien que tenga derecho a reclamar mi herencia» —dijo Daphne leyendo las palabras que había garabateado en el mantel—. ¿Son esas las palabras correctas, señor Harrison? —preguntó.
—Lo son, lady Wiltshire, pero aún no veo…
—Porque usted está tan ciego como Charlie —dijo ella—. Gracias a Dios uno de nosotros está aún sobrio. Señor Harrison, por favor, recuérdenos las instrucciones de sir Raymond para publicar los anuncios.
El señor Harrison se limpió la boca con la servilleta, la dobló cuidadosamente y la colocó en la mesa delante de él.
—Poner un anuncio en The Times, en el Telegraph y en el Guardian, o en cualquier otro periódico que yo considerara apropiado o pertinente.
—«Que yo considerara apropiado o pertinente» —repitió Daphne lentamente pronunciando bien cada palabra—. Una indicación tan inconfundible como cabría esperar de un hombre sobrio, creo yo. —Todos los ojos estaban fijos en ella y nadie hizo siquiera el amago de interrumpir—, ¿no veis ahora que esas son las palabras cruciales? —preguntó—. Porque si Guy Trentham hubiera tenido en realidad otro hijo, ciertamente no encontraríais a ese descendiente poniendo un anuncio en el Times de Londres, ni en el Telegraph, el Guardian, el Yorkshire Post ni en el Huddersfield Daily Examiner.
Charlie dejó caer su rodaja de tarta de cumpleaños en el plato y miró al señor Harrison a través de la mesa.
—Cielo santo, tiene razón, sabe.
—Ciertamente es posible que no esté equivocada —admitió Harrison revolviéndose incómodo en su silla—. Y pido perdón por mi falta de imaginación, porque, como apunta con toda razón lady Wiltshire, he sido un tonto ciego y no he obedecido a mi señor cuando me aconsejaba que usara mi sentido común. Es tan evidente que él se imaginó que Guy bien podría haber tenido otro hijo, que era muy poco probable que ese niño apareciera por Inglaterra.
—Puede que todavía haya tiempo. Después de todo aún faltan siete semanas para que finalmente se haga entrega de la herencia, de modo que volvamos inmediatamente a la tarea —dijo Charlie.
Se levantó de la mesa y se encaminó al teléfono más cercano.
—Lo primero que voy a necesitar es al abogado más listo de Australia —Charlie consultó su reloj—, y preferiblemente que no le importe levantarse de madrugada.
Durante las dos semanas siguientes aparecieron grandes anuncios en recuadro en todos los periódicos de Australia con tirada superior a los cincuenta mil ejemplares. A cada respuesta seguía una entrevista llevada a cabo por un bufete de Sydney que el señor Harrison había recomendado. Todas las noches Charlie recibía la llamada telefónica de Trevor Roberts, el socio principal, que permanecía al teléfono durante horas informando a Charlie de las últimas noticias reunidas en sus despachos en Sydney, Melbourne, Perth, Brisbane y Adelaida. Después de tres semanas de clasificar chiflados y verdaderos interesados, Roberts acabó con solo tres candidatos que se ceñían a los criterios necesarios. Pero una vez entrevistados por un socio de la firma, tampoco lograron demostrar ningún parentesco directo con ningún miembro de la familia Trentham.
Robert había descubierto a diecisiete personas de apellido Trentham en el registro nacional, la mayoría de ellos de Tasmania, pero ninguno de ellos pudo probar parentesco directo con Guy Trentham o con su madre, aunque una señora de Hobart que había emigrado de Ripon después de la guerra pudo reclamar mil libras, ya que resultó ser prima en quinto grado de sir Raymond.
Charlie agradeció su diligencia y perseverancia al señor Roberts pero le dio instrucciones de continuar con la pesquisa, sin poner reparos en el número de personas que tuviera que emplear en el caso, de noche o de día.
En la última reunión de consejo antes de que Nigel Trentham entrara oficialmente en posesión de su herencia, Charlie informó a sus colegas acerca de las últimas novedades procedentes de Australia.
—No me parece demasiado esperanzador —dijo Newman—. Después de todo, si es que hubiera otro Trentham por allí, ya tendría más de treinta años y seguramente se habría presentado a reclamar sus derechos.
—De acuerdo, pero Australia es un lugar tremendamente grande, e incluso es posible que hayan abandonado el país.
—No te das por vencido, ¿verdad? —comentó Daphne.
—Sea como fuere —intervino Arthur Selwyn—, creo que ya es tarde para que intentemos llegar a un acuerdo con Trentham, si es que va a haber una adquisición responsable de la empresa. En interés de «Trumper’s» y de sus clientes, me gustaría ver sí es posible que los directivas implicados lleguen a un arreglo amistoso…
—¿Arreglo amistoso? —exclamó Charlie—, el único arreglo que satisfaría a Trentham sería estar él sentado en esta silla con la mayoría calculada en el consejo, mientras a mí me envían a sentarme ocioso en un asilo.
—Puede que así sea —dijo Selwyn—, pero debo hacer notar, presidente, que aún tenemos un deber para con nuestros accionistas.
—Tiene razón —dijo Daphne—, tendrás que intentarlo, Charlie, por el bien a largo plazo de la empresa que fundaste. Por mucho que duela —añadió a media voz.
Becky movió la cabeza en señal de asentimiento y entonces Charlie pidió a Jessica que concertara una entrevista con Trentham tan pronto como a este le viniera bien. A los pocos minutos regresó Jessica para informar al consejo que el señor Trentham no tenía el menor interés en ver a ninguno de ellos hasta el 7 de marzo, día en que tendría sumo placer en aceptar sus dimisiones personalmente.
—Siete de marzo, dos años justos desde el día de la muerte de su madre —recordó Charlie al consejo.
—Y el señor Roberts pregunta por usted por la otra línea —informó Jessica.
Charlie se incorporó y se dirigió a grandes zancadas hacia el teléfono. Lo cogió como se agarra un marinero náufrago a un salvavidas.
—Roberts, ¿tiene usted algo para mí?
—Guy Trentham.
—Pero si yace enterrado en una tumba en Ashurst.
—Pero no antes de que sacaran su cuerpo de una cárcel de Melbourne.
—¿Una cárcel? Yo creía que había muerto de tuberculosis.
—No creo que se pueda morir de tuberculosis mientras se está colgado del extremo de una cuerda de dos metros, sir Charles.
—¿Colgado?
—Por asesinar a su esposa, Anna Helen —dijo el abogado.
—¿Pero tuvieron algún hijo? —preguntó desesperado Charlie.
—No hay forma de saber eso.
—¿Por qué demonios no?
—La ley prohíbe que los Servicios de Prisiones den el nombre de los parientes más próximos de nadie.
—¿Pero por qué, por el amor de Dios?
—Por su propia seguridad.
—Pero esto solo le reportaría beneficios.
—Ya han escuchado el mismo cuento antes. En realidad, se me ha hecho notar que en este caso en particular ya hemos puesto anuncios de costa a costa en busca de interesados. Y hay algo peor aún; si el hijo o hija de Trentham se hubiera cambiado el apellido por motivos comprensibles, tenemos muy pocas posibilidades de seguirle la pista. Pero tenga la seguridad que sigo trabajando de lleno en esto, sir Charles.
—Consígame una entrevista con el comisario de policía.
—No cambiará nada, sir Charles. Él…
Pero Charlie ya había cortado la comunicación.
—Estás loco —dijo Becky ayudando a su marido a hacer la maleta una hora después.
—Cierto —asintió Charlie—. Pero puede que esta sea mi última oportunidad de continuar en posesión de mi empresa, y no estoy dispuesto a hacerlo por teléfono, sin contar que estamos a diecinueve mil kilómetros de distancia. Tengo que estar allí yo mismo, por lo menos para saber que he sido yo el que he fracasado, no una tercera persona.
—Pero ¿qué es exactamente lo que esperas descubrir cuando estés allí?
Charlie miró seriamente a su esposa.
—Sospecho que solo la señora Trentham tiene la respuesta a eso.