Capítulo 42

Tres días después, junto con muchos amigos, colegas y estudiantes de Daniel, asistí al funeral que se celebró en la capilla del Trinity. Conseguí sobrevivir a aquella prueba y al resto de la semana, gracias en especial a Daphne, que lo organizó todo con gran calma y eficacia. Cathy no pudo asistir al funeral, pues todavía se hallaba bajo observación en el hospital de Addenbrooke.

Estuve de pie al lado de Becky mientras el coro cantaba Fast Falls the Eventide. Mi mente vagaba, intentando reconstruir los hechos acaecidos durante los últimos tres días y extraer alguna explicación de ellos. Cuando Daphne me dijo que Daniel se había quitado la vida (quien la eligiera para darme la noticia conocía muy bien el significado de la palabra compasión), me dirigí de inmediato en coche a Cambridge, tras rogarle que no dijera nada a Becky hasta que yo hubiera averiguado algo más acerca de lo ocurrido. Al llegar al Gran Patio del Trinity, dos horas más tarde, ya habían retirado el cadáver de Daniel y trasladado a Cathy al hospital de Addenbrooke, donde continuaba en estado de shock. El inspector de policía encargado del caso fue muy considerado. Luego, visité el depósito e identifiqué el cadáver, agradeciendo a Dios que Becky se ahorrara la experiencia de estar a solas por última vez con su hijo en aquella habitación fría como el hielo.

«Lord, with me abide…».

Expliqué a la policía que no se me ocurría ninguna razón que hubiera impulsado a Daniel a quitarse la vida…, que, en realidad, nunca le había visto más feliz. Entonces, el inspector me enseñó la nota del suicida: una hoja de papel de oficio que contenía un solo párrafo escrito a mano.

—Siempre suelen escribir una, ¿sabe? —dijo.

Yo no lo sabía.

Leí la nota escrita con la letra académica de Daniel: «Ahora que Cathy y yo ya no podemos casarnos, la vida carece de sentido para mí. Ocúpense del niño, por el amor de Dios. Daniel».

Debí repetir para mis adentros aquellas veinticinco palabras un centenar de veces, pero sin lograr extraerles un sentido. Una semana después, el médico confirmó en su informe dirigido al forense que Cathy no estaba embarazada y, por tanto, no había sufrido ningún aborto. Seguí rememorando aquellas palabras una y otra vez. ¿Habría pasado por alto alguna sutil deducción, o debería resignarme a no comprender jamás su mensaje final?

«When other helpers fail…».

Un experto de la policía judicial descubrió más tarde un papel escrito en la chimenea, pero se había quemado hasta reducirse a cenizas; los restos carbonizados no aportaban ninguna pista. Después, me enseñaron un sobre en cuyo interior la policía creía que iba la carta quemada. Me preguntaron si podía identificar la letra. Estudié la letra menuda y vertical con la que estaban escritas las palabras «doctor Daniel Trumper» en tinta púrpura.

No, mentí. El detective me dijo que la carta había sido entregada en mano por un hombre de bigote castaño y chaqueta de tweed, a primera hora de aquella tarde. Eso era lo único que recordaba de él el estudiante que le había visto, aparte de que parecía conocer bien el camino.

Me pregunté qué habría escrito en su carta aquella vieja malvada, capaz de impulsar a Daniel al suicidio. Estaba seguro de que el descubrimiento de su verdadero padre no bastaba para tomar una decisión tan drástica, sobre todo cuando sabíamos que la señora Trentham y él habían llegado a un acuerdo tres años antes.

La policía encontró otra carta sobre el escritorio de Daniel. Era del rector del King’s College de Londres, ofreciéndole formalmente la cátedra de matemáticas.

«And comforts flee…».

Tras salir del depósito me dirigí al hospital de Addenbrooke, donde me permitieron pasar un rato junto al lecho de Cathy. Aunque tenía los ojos abiertos, no me reconoció. Durante una hora se limitó a mirar al techo con la mirada perdida, mientras yo aguardaba. Cuando comprendí que no podía hacerse nada, me marché en silencio. El jefe de psiquiatría, doctor Stephen Miller, salió de su despacho y me preguntó si podía dedicarle unos minutos.

Explicó que Cathy padecía una amnesia psicógena, también llamada a veces amnesia histérica, y que pasaría algún tiempo antes de saber hasta qué punto iba a recuperarse. Le di las gracias y añadí que permanecería en constante contacto con él. Después, regrese lentamente a mi despacho de Londres.

«Help of the helpless, O abide with me…».

Daphne me esperaba y no hizo ningún comentario sobre mi tardanza. Intenté agradecerle su infinita bondad, pero le expliqué que debía ser yo quien le diera la noticia a Becky. Solo Dios sabe cómo asumí aquella responsabilidad sin mencionar el sobre escrito con la letra tan conocida, pero lo hice. Si le hubiera contado a Becky toda la verdad, creo que habría matado a la mujer en el acto con sus propias manos… y creo que yo la habría ayudado.

Le enterraron entre los suyos. El capellán del colegio, que habría asumido esta responsabilidad muchas veces en el pasado, tuvo que interrumpirse para recobrar la compostura en tres ocasiones diferentes.

«In life, in death, o Lord, abide with me…».

Becky y yo fuimos juntos a Addenbrooke cada día de aquella se mana, pero el doctor Miller se limitó a confirmar que el estado de Cathy no había variado; ni siquiera había hablado. No obstante, solo pensar en la joven que yacía en su habitación, necesitada de nuestro amor, conseguía que nos preocupáramos de alguien más que de nosotros mismos.

Cuando volvimos a Londres a última hora de la tarde, Arthur Selwyn estaba paseando de un lado a otro, ante la puerta de mi des pacho.

—Alguien ha irrumpido en el piso de Cathy, han forzado la cerradura —dijo, antes de que pudiera abrir la boca.

—¿Qué iría a buscar un ladrón allí?

—La policía tampoco lo entiende. Por lo visto, no se han llevado nada.

Sin saber todavía qué había escrito la señora Trentham a Daniel, ahora se añadía el misterio de qué pertenencia de Cathy podía desear. Tras examinar yo mismo el piso, seguí tan a oscuras como antes.

Seguimos desplazándonos a Cambridge cada dos días hasta que a mediados de la segunda semana Cathy habló por fin, vacilante al principio y sin parar después, aferrada a mi mano. Luego, de súbito, se sumió en el silencio de nuevo. A veces, se frotaba el índice con el pulgar, justo debajo de la barbilla.

Esto desconcertó incluso al doctor Miller.

Este, sin embargo, había conseguido entablar extensas conversaciones con ella en varias ocasiones, y la había sometido a juegos de palabras para comprobar el estado de su memoria. En su opinión, había anulado todos los recuerdos concernientes a Daniel o a su vida anterior en Australia. Nos aseguró que era frecuente en estos casos, y nos dijo el hermoso nombre griego de este estado mental concreto.

—¿Quiere que intente ponerme en contacto con su preceptor de la universidad de Melbourne, o que hable con el personal del hotel Ayres, por si pueden arrojar alguna luz sobre el problema?

—No —contestó—. No la fuerce demasiado y esté preparado, porque es posible que esa parte de su mente tarde mucho tiempo en recobrarse.

Asentí con la cabeza.

«Domínese, reprima su agresividad innata», parecía ser la expresión favorita del doctor Miller.

Siete semanas después nos dieron permiso para trasladar a Cathy a nuestra casa de Londres, donde Becky le había preparado una habitación. Yo ya había retirado todas las pertenencias de Cathy del piso situado sobre la carnicería, ignorante todavía de si faltaba algo después del escalo.

Becky había guardado toda la ropa de Cathy en el armario ropero y en los cajones, e intentó dotar a la habitación del aspecto más alegre posible. Unos días antes había sacado su acuarela del Cam que colgaba sobre el escritorio de Daniel y la había colocado en la escalera, entre el Courbet y el Sisley. Cuando Cathy subió la escalera, camino de su nueva habitación, pasó frente a su cuadro sin el menor atisbo de reconocimiento.

Pregunté de nuevo al doctor Miller si debíamos escribir a la universidad de Melbourne y averiguar algo sobre el pasado de Cathy, pero volvió a manifestarse en contra de tal decisión, aduciendo que; debía ser ella la que nos proporcionara tal información, y solo si se sentía con fuerzas para hacerlo, sin presiones externas.

—¿Cuánto tiempo cree que pasará antes de que recobre por completo la memoria?

—Tanto pueden ser catorce días como catorce años, según mi experiencia.

Recuerdo que aquella noche volví a la habitación de Cathy, mi senté en el borde de su cama y le cogí la mano. Por primera vez, observé que el color había vuelto a sus mejillas. Sonrió y me preguntó cómo marchaba el «gran carretón».

—Hemos obtenido beneficios récord, pero lo más importante es que todo el mundo quiere verte otra vez en el número 1.

Reflexionó sobre mis palabras durante unos instantes.

—Ojalá fuera usted mi padre —dijo por fin.

En febrero de 1951 Nigel Trentham se integró en la junta. Se sentó al lado de Paul Merrick, que le dirigió una leve sonrisa. Fui in capaz de mirarle. Aunque algunos años más joven que yo, me satisfizo observar que tuviera un problema de obesidad mayor que el mío.

La junta aprobó un desembolso de casi medio millón de libras para «llenar el hueco», como Becky denominaba al solar plantado en mitad de Chelsea Terrace desde hacía diez años. Por fin, «Trumper’s» se alojaría bajo un solo techo. Trentham no hizo ningún comentario. También aceptaron una asignación de cien mil libras para reconstruir el club juvenil masculino de Whitechapel, que pasaría a denominarse «Centro Dan Salmon». Trentham susurró algo al oído de Merrick.

El coste final de «Trumper’s», por culpa de la inflación, las huelgas y la escalada de precios de los constructores, pasó del medio millón de libras estimado en un principio a cerca de setecientas treinta mil. Como resultado, la empresa consideró necesario emitir más acciones para cubrir los gastos extraordinarios.

De nuevo las peticiones superaron la oferta, algo muy halagador, pero yo temía que la señora Trentham acaparara la mayoría de cualquier nueva emisión, pero no tenía forma de demostrarlo. Esta dispersión de mis acciones significó que, por primera vez, mi paquete personal descendió por debajo del cuarenta por ciento.

Fue un verano muy largo, pero Cathy iba recobrando fuerzas a cada día que pasaba. Por fin, el médico le permitió que volviera al número 1. Se reintegró al día siguiente, y dio la impresión de que nunca se hubiera ausentado, en opinión de Becky, aunque nadie volvió a mencionar en su presencia el nombre de Daniel.

Un mes después, volví a casa una noche y encontré a Cathy paseando arriba y abajo del vestíbulo.

—Llevas una política de personal equivocada —dijo, en cuanto yo cerré la puerta.

—¿Perdón, jovencita? —aún no había tenido tiempo de quitarme el gabán.

—Es errónea —repitió—. Los norteamericanos ahorran miles de dólares en sus almacenes gracias a estudios de eficacia, mientras en «Trumper’s» nos comportamos como si aún estuviéramos correteando por el arca.

—El personal del arca se hallaba prisionero —le recordé.

—Hasta que dejó de llover. Charlie, has de comprender que podríamos ahorrar ochenta mil libras al año solo en salarios, como mínimo. No he estado ociosa estas últimas semanas. De hecho, he preparado un informe para demostrar que tengo razón.

Dejó una caja de cartón en mis brazos y salió del vestíbulo como una exhalación.

Después de cenar revolví durante una hora en la caja y leí los hallazgos preliminares de Cathy. Había detectado un exceso de personal que todos habíamos pasado por alto, y explicaba con gran lujo de detalles cómo podíamos capear la situación sin enfurecer a los sindicatos.

Durante el desayuno de la mañana siguiente, Cathy continuó explicándome sus teorías, como si yo no me hubiera ido a la cama.

—¿Me escuchas, presidente? —preguntó. Siempre me llamaba «presidente» cuando estaba decidida a demostrarme algo. Supuse que le había robado el truco a Daphne.

—Soy todo oídos —respondí, y hasta Becky levantó la vista de su plato de huevos con bacon.

—¿Quieres que te demuestre que tengo razón?

—Te lo ruego.

Desde aquel día, siempre que llevaba a cabo mis rondas matutinas, encontraba inevitablemente a Cathy en una planta diferente, haciendo preguntas, observando o tomando copiosas notas, a menudo con un cronómetro en la otra mano. Nunca le pregunté qué hacía, y si alguna vez me veía se limitaba a decir «Buenos días, presidente».

Los fines de semana oía a Cathy escribir a máquina en su habitación hora tras hora. Una mañana, sin previo aviso, encontré en la mesa del desayuno una gruesa carpeta, en lugar del plato de huevos fritos con dos lonjas de bacon.

Aquella tarde leí en la cama lo que Cathy había escrito. A la una de la madrugada había llegado a la conclusión de que la junta debía llevar a la práctica la mayoría de sus recomendaciones sin más dilación.

Yo sabía exactamente lo que quería hacer, pero necesitaba la bendición del doctor Miller. Telefoneé al hospital de Addenbrooke aquella noche. La enfermera jefe me dio el número de su domicilio. Hablamos durante una hora por teléfono. Dijo que no temía por el futuro de Cathy, sobre todo ahora que recordaba pequeños incidentes del pasado e incluso tenía ganas de hablar sobre Daniel.

A la mañana siguiente, cuando bajé a desayunar, encontré a Cathy esperándome. No pronunció ni una palabra mientras yo devoraba mi tostada con mermelada, fingiendo estar absorto en el Financial Times.

—Muy bien, me rindo —dijo.

—Será mejor que no —la previne, sin levantar la vista del diario—, porque eres el punto siete en el orden del día de la reunión que celebrará la junta el mes que viene.

—¿Y quién va a presentar mi caso? —preguntó Cathy con nerviosismo.

—Yo no, desde luego. Y no se me ocurre nadie más que pueda hacerlo.

Durante las noches siguientes, siempre que me iba a la cama reparaba en que el tecleo de la máquina de escribir había cesado. Sentí tanta curiosidad que, en cierta ocasión, atisbé por la puerta entreabierta de su dormitorio. Cathy se hallaba de pie ante el espejo, con un gran tablero blanco, montado sobre un caballete, cubierto por una masa de alfileres de colores y flechas formadas por puntos.

—Lárgate —dijo, sin darse la vuelta. Comprendí que no tenía más remedio que esperar hasta que se reuniera la junta.

Stephen Miller me advirtió que la prueba de tener que presentar su caso ante la junta podía ser excesiva para la joven, y que yo debería llevarla a casa en cuanto empezara a mostrar señales de tensión.

—No la fuerce demasiado —fueron sus últimas palabras.

—No permitiré que eso ocurra —contesté.

Aquel jueves por la mañana todos los miembros de la junta estaban sentados en sus puestos tres minutos antes de las diez. La reunión empezó con tranquilidad. Se leyeron las disculpas por ausencia y se aprobó el acta de la reunión anterior. Conseguimos hacer esperar una hora a Cathy, pues en el punto número 3 del orden del día (la rutinaria decisión de renovar la póliza de seguros de la empresa con la «Prudential»), Nigel Trentham aprovechó la oportunidad como una excusa para irritarme, con la esperanza, sospeché, de que perdiera los nervios. Lo habría hecho, de no ser tan obvios sus propósitos.

—Creo que ha llegado el momento de realizar un cambio, señor presidente —dijo—. Sugiero que traslademos la póliza a «Legal & General» —anunció.

Desvié mis ojos hacia la parte izquierda de la mesa y los enfoqué en el hombre cuya presencia siempre me traía el recuerdo de Guy Trentham y del aspecto que tendría en su madurez. Llevaba un elegante traje cruzado de impecable corte, que disimulaba su problema de peso. Sin embargo, nada podía disimular la doble papada o la calvicie prematura.

—Debo recordar a la junta —empecé— que «Trumper’s» trabaja con la «Prudential» desde hace treinta años. Aún más, nunca nos ha fallado. Por otra parte, es muy improbable que «Legal & General» nos ofrezca condiciones más favorables.

—Pero poseen el dos por ciento de las acciones de la empresa —indicó Trentham.

—La «Prudential» todavía posee el cinco por ciento —recordé a mis directores, sabiendo que Trentham se había olvidado de hacer los deberes una vez más. La discusión se habría prolongado durante horas interminables, como un encuentro de tenis entre Dobney y Fraser, de no haber intervenido Daphne para solicitar la votación.

Aunque Trentham perdió por siete a tres, el altercado sirvió para recordar a todos los presentes cuáles eran sus intenciones a largo plazo. Durante los últimos dieciocho meses, Trentham se había dedicado, con la ayuda del dinero de su madre, a aumentar su caudal de acciones de la empresa, hasta alcanzar una cota que yo estimaba del catorce por ciento. Eso era fácil de controlar, pero yo era muy consciente de que el fideicomiso Hardcastle poseía también un diecisiete por ciento de las acciones… Un paquete que habría pertenecido a Daniel, pero que, tras la muerte de la señora Trentham, pasaría automáticamente al pariente más cercano de sir Raymond. Aunque Nigel Trentham perdió la votación, no demostró decepción mientras ordenaba sus papeles. ¿Pensaba acaso que el tiempo obraba a su favor?

—Punto siete —dije. Me incliné hacia Jessica y le pedí que invitara a Cathy a reunirse con nosotros. Cuando la joven entró en la sala, todos los hombres se pusieron en pie. Hasta Nigel Trentham hizo ademán de levantarse.

Cathy colocó dos tableros en el caballete que ya le habían dispuesto, uno lleno de planos y el otro cubierto de estadísticas. Se volvió hacia nosotros. Le dediqué una cálida sonrisa.

—Buenos días, damas y caballeros. —Hizo una pausa y consultó sus notas—. Me gustaría comenzar con…

Se mostró vacilante al principio, pero enseguida recuperó su seguridad y procedió a explicar, planta por planta, por qué la política de personal de la empresa estaba obsoleta, y los pasos que debíamos dar para rectificar la situación lo antes posible. Incluían la jubilación anticipada de los hombres de sesenta años y las mujeres de cincuenta y cinco; el alquiler de estantes, incluso de secciones enteras, a marcas famosas, que comportaría unos ingresos garantizados sin el menor riesgo económico para «Trumper’s», pues cada empresa sería responsable de aportar sus propios empleados; y una reducción mayor del porcentaje a las firmas que desearan colocarnos sus productos por primera vez. La presentación se prolongó durante cuarenta minutos, y se produjeron unos momentos de silencio cuando Cathy concluyó.

Si su presentación fue buena, la forma en que se enfrentó con las preguntas que siguieron fue aún mejor. No se arredró ante los problemas bancarios que tanto Tim Newman como Paul Merrick le plantearon, y lo mismo hizo con la preocupación ante la reacción de los sindicatos que manifestó Arthur Selwyn. En cuanto a Nigel Trentham, le manejó con la serena eficiencia que a mí me hacía falta. Cuando Cathy abandonó la sala una hora después todo el mundo se puso en pie de nuevo, excepto Trentham, que clavó la vista en la mesa.

Cathy me estaba esperando aquella noche en la puerta de casa.

—¿Y bien?

—¿Y bien?

—No me tomes el pelo, Charlie —me reconvino.

—Has sido nombrada nueva directora de personal —le dije, sonriente. Se quedó sin habla unos instantes.

—Ahora que has abierto la caja de los truenos, jovencita, la junta confía en que soluciones el problema.

Cathy experimentó una emoción tan enorme que, por primera vez, pensé que estábamos dejando atrás la muerte de Daniel. Telefoneé aquella misma noche al doctor Daniels para decirle que Cathy no solo había superado la prueba, sino que, como resultado de su exposición, había sido elegida para integrarse en la junta. Sin embargo, lo que no les dije a ninguno de los dos fue que me había visto obligado a aceptar otra nominación para la junta presentada por Trentham, a fin de que el nombramiento de Cathy fuera aprobado sin un voto en contra.

Desde el día que Cathy llegó a la junta, todo el mundo comprendió que ya no era, simplemente, una brillante muchacha del rebaño de Becky, sino una firme candidata a sucederme como presidente. No obstante, yo sabía muy bien que el éxito de Cathy dependía de que Trentham no lograra controlar el cincuenta y uno por ciento de las acciones de «Trumper’s». También sabía que la única manera de hacerlo era presentando una oferta pública de compra, algo muy posible cuando se apoderase del dinero que todavía obraba en manos del fideicomiso Hardcastle. Por primera vez en mi vida deseé que la señora Trentham viviera lo suficiente para fortalecer la empresa hasta el punto de que el dinero del fideicomiso no le bastara para vencer en la contienda.

El 2 de junio de 1953 la reina Isabel fue coronada y dos hombres de diferentes países de la Commonwealth conquistaron el Everest. Winston Churchill fue quien mejor resumió el acontecimiento: «Aquellos que han leído la historia de la primera era isabelina, arderán en deseos de participar en la segunda».

Entretanto, Cathy se dedicó con todas sus fuerzas al proyecto que la junta le había confiado. Consiguió un ahorro en salarios de cuarenta y nueve mil libras durante 1953, y de veintiuna mil libras más en la primera mitad de 1954. A finales del año fiscal tuve la impresión de que sabía más sobre la dirección del personal de «Trumper’s» que cualquiera de la mesa, incluido yo.

Durante 1955, las ventas al extranjero cayeron en picado, y como Cathy ya había cumplido su cometido y yo quería que ganara experiencia en otros departamentos, le pedí que resolviera el problema de nuestras ventas internacionales.

Asumió su nuevo cargo con el mismo entusiasmo que dedicaba a todo, pero durante los dos años siguientes empezó a chocar con Trentham en bastantes temas, incluyendo la política de devolver el dinero a cualquier cliente capaz de demostrar que había pagado menos por un artículo corriente en otra tienda. Trentham arguyo que a los clientes de «Trumper’s» no les interesaban las diferencias de precio imaginarias con almacenes menos conocidos, sino tan solo la calidad y el servicio.

—No es responsabilidad de los clientes preocuparse por la hoja de balance, sino de la junta, en beneficio de sus accionistas —con testó Cathy.

En otra ocasión casi acusó a Cathy de ser comunista, cuando ella sugirió un «proyecto para que los trabajadores participasen como accionistas», pensando que daría lugar a una lealtad que solo los japoneses comprendían plenamente, un país, explicó, en que las empresas solían conservar el noventa y ocho por ciento de su plantilla durante toda su vida. Ni siquiera yo vi con buenos ojos esa idea, pero Becky me advirtió en privado de que ya empezaba a hablar como un «carroza». Sospeché que se trataba de una expresión moderna, y que no podía tomarla de ninguna manera como un cumplido.

Cuando «Legal & General» fracasó en su intento de ser nuestra compañía aseguradora, vendió el dos por ciento de sus acciones a Nigel Trentham. Desde aquel momento, hasta yo temí que consiguiera las acciones necesarias para apoderarse de la empresa. También propuso otra nominación para la junta que, gracias al respaldo de Brian Hurst, fue aceptada.

—Tendría que haberme quedado ese solar hace treinta y cinco años por cuatro mil libras de nada —le dije a Becky.

—Estoy de acuerdo. Lo peor es que ahora nos resulta más peli grosa muerta que viva —me recordó mi mujer.

La llegada de Elvis Presley, los teddy boys, las tarjetas de crédito y la sociedad permisiva fue salvada sin excesivos problemas por «Trumper’s».

—Puede que los clientes cambien, pero no permitiremos que ocurra lo mismo con nuestro nivel de calidad —dije a la junta.

La empresa declaró unos beneficios netos de setecientas cincuenta y siete mil libras, un catorce por ciento de rendimiento sobre el capital, y superamos este éxito un año después cuando la reina nos concedió la Autorización Real.[25] Di instrucciones de que colgara sobre la puerta principal, para indicar al público que la reina había comprado en el carretón de manera regular.

No podía pretender haber visto a Su Majestad cargada con una de nuestras conocidas bolsas azules, decoradas con el motivo en plata de un carretón, o bajando y subiendo por la escalera automática en una hora punta, pero todavía recibíamos llamadas telefónicas regulares desde palacio siempre que iban cortos de provisiones. Ello confirmaba la teoría de mi abuelo, en el sentido de que una manzana siempre es una manzana, independientemente de quién la coma.

El momento culminante de 1961 llegó cuando Becky inauguró el Centro Dan Salmon en Whitechapel Road, otro edificio que había superado notablemente los costes previstos. Sin embargo, no me arrepentí ni de un solo penique del gasto, pese a las críticas de Trentham, cuando contemplé a la nueva generación de chicos y chicas del East End nadando, boxeando, alzando pesas y jugando al squash, un deporte que me resultaba absurdo.

Todos los sábados por la tarde que acudía al campo del West Ham, me dejaba caer por el club camino de casa, y observaba a los niños africanos, hindúes y asiáticos (los nuevos habitantes del East End) peleándose entre ellos al igual que nosotros habíamos hecho contra los irlandeses y los inmigrantes del este de Europa.

«El viejo orden cede el paso al nuevo, y los caminos del Señor son inescrutables, por temor a que una buena costumbre corrompa al mundo». Las palabras de Tennyson, cinceladas en la piedra situada sobre la arcada del Centro, me recordaron a la señora Trentham, cuya presencia siempre parecía estar entre nosotros, sobre todo cuando sus tres representantes se sentaban a la mesa de la junta, aguardando el momento de cumplir sus propósitos. Nigel vivía ahora en Chester Square, a la espera de que todo estuviera dispuesto para ordenar a sus tropas que atacaran.

Recé por primera vez para que la señora Trentham viviera hasta una edad muy avanzada, pues necesitaba tiempo para poner a punto un plan que impidiera a su hijo apoderarse de la empresa.

Daphne fue la primera en avisarme de que la mujer estaba en cama y recibía frecuentes visitas del médico de la familia. Nigel Trentham consiguió mantener una sonrisa inamovible en su rostro durante todos aquellos meses de espera.

La señora Trentham murió inesperadamente el 7 de marzo de 1962, a los ochenta y nueve años de edad.

—Mientras dormía, sin el menor dolor —me comunicó Daphne.