Capítulo 41

La primera vez que durmieron juntos, en su incómoda cama individual, Cathy supo que quería pasar el resto de su vida con Daniel. Deseó únicamente que no fuera el hijo de sir Charles Trumper.

Le rogó que no hablara a sus padres de la relación que les unía. Estaba decidida a demostrar su valía en «Trumper’s», explicó, y no quería recibir favores porque salía con el hijo del jefe.

Sin embargo, después de la subasta de plata, su descubrimiento sobre el hombre de la corbata amarilla y su informe bajo mano al periodista del Telegraph, no le importó tanto que los Trumper se enteraran de la situación.

El lunes posterior a la subasta de plata, Becky invitó a Cathy a integrarse en la junta directiva de la sala de subastas, formada hasta entonces por Simón, Peter Fellowes, responsable de investigaciones, y la propia Becky.

Becky también pidió a la joven que preparase el catálogo para la subasta de impresionistas que se celebraría en otoño y asumiera otras responsabilidades, incluyendo la supervisión del mostrador principal.

—Paso siguiente, directora de la empresa —comentó Simón.

Telefoneó a Daniel aquella mañana para darle la noticia.

—¿Significa eso que podemos dejar de engañar a mis padres?

Cuando Charlie telefoneó a Daniel al día siguiente para anunciarle que su madre y él querían ir a Cambridge, para hablar de algo importante, Daniel les invitó a tomar el té en sus aposentos el domingo, advirtiéndoles de que él también tenía algo «importante» que comunicarles.

Daniel y Cathy hablaron por teléfono cada día de aquella semana, y ella empezó a preguntarse si no sería mejor avisar a los padres de Daniel de que acudiría también a tomar el té. Daniel no quiso ni oírla, afirmando que no tenía muchas ocasiones de ganarle la delantera a su padre, y no tenía la menor intención de perderse la satisfacción de ver la sorpresa reflejada en sus rostros.

—Y te contaré otro secreto —añadió Daniel—. He solicitado el puesto de profesor de matemáticas en el King’s College, en Londres.

—Vas a hacer un gran sacrificio, doctor Trumper, pues cuando vivas en Londres no pienso alimentarte como lo hacen en el Trinity.

—Excelente noticia. Eso significará menos visitas al sastre.

La reunión que tuvo lugar en los aposentos de Daniel fue maravillosa, en opinión de Cathy, aunque Becky pareció un poco nerviosa al principio, y se mostró muy agitada después de la misteriosa llamada telefónica de un tal señor Harrison.

La alegría de sir Charles al saber que Daniel y ella pensaban casarse durante las vacaciones de Pascua fue auténtica, y Becky manifestó su entusiasmo ante la idea de tener como nuera a Cathy. Charlie se olvidó de Cathy cuando cambió de tema bruscamente y preguntó quién había pintado la acuarela que colgaba sobre el escritorio de Daniel.

—Cathy —dijo Daniel—, por fin un artista en la familia.

—¿Pintas así de bien, jovencita? —preguntó Charlie, incrédulo.

—Claro que sí —insistió Daniel mirando la acuarela—. Mi regalo de compromiso. Además, es el único original que Cathy ha pintado desde que llegó a Inglaterra, de modo que no tiene precio.

—¿Pintarás uno para mí? —preguntó Charlie, tras estudiar la pequeña acuarela con más atención.

—Me encantaría —contestó Cathy—, pero ¿dónde lo va a colgar? ¿En el garaje?

Después del té, los cuatro pasearon por los jardines, pero Becky se sintió decepcionada, porque los padres de Daniel parecían ansiosos por volver a Londres antes del concierto vespertino en la capilla.

Cuando volvieron de las vísperas, hicieron el amor en la estrecha cama de Daniel. Cathy le advirtió que la fecha fijada para la boda tal vez se había retrasado en exceso.

—¿Qué quieres decir?

—Aún no me ha venido la regla. Me tocaba la semana pasada.

Daniel se alegró tanto que quiso llamar a sus padres para que compartieran su alborozo.

—No seas tonto —dijo Cathy—. Todavía no hay nada confirmado. Solo espero que tus padres no se horroricen demasiado cuando se enteren.

—¿Horroricen? Me extrañaría mucho. No se casaron hasta un mes después de nacer yo.

—¿Cómo lo sabes?

—Comparé la fecha de mi partida de nacimiento con la del certificado de matrimonio. Muy sencillo. Por lo visto, durante varias semanas nadie quiso admitir mi procedencia.

Aquel descubrimiento convenció a Cathy de que, antes de casarse, debía dar por descartada toda posibilidad de estar relacionada con la señora Trentham. Aunque Daniel había logrado hacerle olvidar el problema de sus padres durante varios meses, no podía mirar a la cara a los Trumper pensando que, algún día, les iba a defraudar y, aún peor, que tenía un parentesco con la mujer que más detestaban. Como Cathy había descubierto, sin quererlo, donde vivía la señora Trentham, decidió escribirle una carta nada más volver a Londres.

Redactó un esbozo el domingo por la noche y se levantó muy temprano al día siguiente para escribir un segundo:

Chelsea Terrace, 135

LONDRES

SW10

20 de noviembre de 1950

Apreciada señora Trentham:

Soy una completa desconocida para usted, pero le escribo con la esperanza de que pueda ayudarme a solucionar un dilema con el que me enfrento desde hace varios años.

Nací en Melbourne (Australia) y nunca he sabido quiénes fueron mis padres, pues me abandonaron a una edad muy temprana. En realidad, fui educada en un orfanato llamado St. Hilda. La única prueba que poseo de su existencia es una Cruz Militar en miniatura que mi padre me dio cuando era muy pequeña. Bajo un lado están grabas las iniciales «G. F. T.».

El director del museo de los Fusileros Reales de Hounslow me ha confirmado que la medalla fue concedida al capitán Guy Francis Trentham el 22 de julio de 1918, por su valentía en la segunda batalla del Marne.

¿Es usted pariente de Guy, quien tal vez sea mi padre? Le agradecería cualquier información que pudiera proporcionarme al respecto, y le pido disculpas por irrumpir en su intimidad.

Espero recibir cuanto antes sus noticias.

Sinceramente

Cathy Ross

Cathy echó la carta en el buzón situado en la esquina de Chelsea Terrace antes de ir a trabajar. Tras años de esperar localizar a un pariente, Cathy consideró irónico que, al mismo tiempo, deseara el rechazo de esa persona.

El anuncio del compromiso de Cathy con Daniel Trumper fue publicado en los ecos de sociedad del Times a la mañana siguiente. Todo el personal del número 1 pareció encantado con la noticia. Simón brindó con champagne por la prosperidad de Cathy a la hora de comer.

—Es un complot de los Trumper para asegurarse de que ni «Sotheby’s» ni «Christie’s» se la llevarán —añadió. Todo el mundo aplaudió, excepto Simón, que susurró en su oído—: Eres la persona adecuada para impedir que a nosotros nos pase lo mismo.

No dejaba de ser curioso, pensó ella, que algunas personas le adjudicaran posibilidades en las que jamás había pensado.

El jueves por la mañana, Cathy encontró ante el felpudo de la puerta principal un sobre azul, con su nombre escrito en tinta púrpura. Abrió la carta con nerviosismo y descubrió dos hojas de papel grueso del mismo color. El contenido la desconcertó, pero al mismo tiempo la tranquilizó considerablemente.

Chester Square, 19

LONDRES

SW1

29 de noviembre de 1950

Apreciada señorita Ross:

Le agradezco su carta del pasado lunes, pero temo que no puedo serle de gran ayuda. Tuve dos hijos, el menor de los cuales es Nigel, que se ha separado recientemente. Su anterior esposa reside ahora en Dorset con mi único nieto, Giles Raymond, de tres años de edad.

Mi hijo mayor era Guy Francis Trentham, que fue condecorado con la Cruz Militar tras la segunda batalla del Marne, pero murió de tuberculosis en 1922, tras una larga enfermedad. Nunca se casó y no dejó descendencia.

El modelo en miniatura de su MC se perdió después de que mi hijo visitara a unos parientes lejanos de Melbourne. Me alegra saber que ha reaparecido después de tantos años, y le estaría muy agradecida si me devolviera la medalla en cuanto le sea posible. Estoy convencida de que ya no desea retener una reliquia familiar, ahora que ya conoce su procedencia.

Sinceramente

Ethel Trentham

Cathy sintió una gran alegría al descubrir que Guy Trentham había muerto un año antes de que ella naciera. Ello significaba que era prácticamente imposible estar relacionada con un hombre que había causado a su futuro suegro tantas desdichas. Concluyó que la MC habría caído en manos de su padre, quienquiera que fuera; de mala gana, pensó que debía devolver la medalla a la señora Trentham sin más dilación.

Las revelaciones contenidas en la carta de la señora Trentham hicieron dudar a Cathy de que algún día descubriría quiénes eran sus padres, pues no pensaba regresar a Australia ahora que Daniel formaba parte de su futuro. Empezó a alimentar la creencia de que insistir en averiguar la identidad de su padre era absurdo e improcedente.

Como Cathy ya había revelado a Daniel el día que se conocieron su ignorancia acerca de la identidad de sus padres, viajó a Cambridge el viernes por la noche con un definido propósito. La irrupción de su regla también la había tranquilizado. Mientras el tren traqueteaba hacia la ciudad universitaria, Cathy no pudo recordar un momento de mayor felicidad. Jugueteó con la crucecita que colgaba alrededor de su cuello, entristecida al saber que llevaba aquel recuerdo por última vez: ya había tomado la decisión de enviársela a la señora Trentham después del fin de semana que iba a pasar con Daniel.

El tren se detuvo en Cambridge con un retraso de algunos minutos.

Cathy cogió su maleta y salió a la acera, esperando divisar el MG aparcado de Daniel; nunca había llegado tarde desde que se conocían. Se sintió decepcionada al no verlo, y aún más sorprendida cuando, al cabo de media hora, no había dado señales de vida.

Volvió al vestíbulo de la estación, depositó dos peniques en la cabina telefónica y marcó el número directo de la habitación de Daniel. La señal sonó interminablemente, pero no necesitó apretar el botón A, porque nadie respondió.

Confusa, Cathy salió de la estación y pidió a un taxista que la llevara al colegio Trinity.

Cuando el taxi frenó en el patio de los Profesores, la sorpresa de Cathy aumentó al ver el MG aparcado en su sitio habitual. Pagó al conductor y se dirigió hacia la ya familiar escalera.

Cathy consideró su deber regañar a Daniel por no acudir a la cita. ¿Iba a tratarla así cuando estuvieran casados? ¿La había rebajado al mismo nivel de un estudiante que no presentaba su trabajo de la semana? Subió los desgastados escalones de piedra hasta su habitación y llamó con suavidad a la puerta, por si estuviera reunido con uno de tales estudiantes. Al no recibir respuesta, abrió la pesada puerta de madera, tras decidir que esperaría hasta que él apareciera.

Todos los residentes en la escalera C debieron de oír su chillido. El primer estudiante que llegó al lugar encontró el cuerpo de una joven, derrumbado de bruces sobre el suelo. El estudiante cayó de rodillas, dejó caer los libros que llevaba y vomitó sobre ella. Respiró hondo, dio media vuelta en cuanto se sintió con fuerzas y salió a gatas del estudio, dejando atrás una silla caída. Fue incapaz de mirar por segunda vez el espectáculo que había presenciado nada más entrar en la habitación.

El doctor Trumper continuaba meciéndose suavemente de una viga, en el centro de la habitación.