Capítulo 40

Cathy trabajó en el mostrador principal de la sala de subastas «Trumper’s» durante once días justos, hasta que Simón Matthews le pidió que le ayudara a preparar el catálogo de la subasta italiana. Fue el primero en observar, como primera línea defensiva de la sala de subastas, cómo se manejaba la joven con la miríada de problemas que le caían constantemente encima, sin solicitar jamás una segunda opinión. Trabajó en «Trumper’s» con tanto ardor como en el hotel Ayres, pero con una diferencia: ahora, acudía al trabajo con ilusión y entrega.

Cathy, por primera vez en su vida, se sintió parte de una familia, porque Rebecca Trumper siempre trataba a los empleados con cordialidad y dulzura, de igual a igual. Su sueldo era muchísimo más generoso que el salario mínimo recibido de su anterior patrón, y la habitación que le asignaron sobre las carnicería del número 135 era palaciega en comparación con el cubículo situado en la parte trasera del hotel.

Averiguar más cosas sobre su padre perdió importancia en cuanto empezó a demostrar que se merecía su puesto en Chelsea Terrace, 1. Lo primero que hizo Cathy para preparar el catálogo de la subasta italiana fue estudiar la historia de los cincuenta y nueve cuadros que iban a participar. A este fin, se desplazó de biblioteca en biblioteca y telefoneó a todas las galerías para rastrear sus orígenes. Al final, solo un cuadro se le resistió, el de la Virgen María y el Niño, carente de firma o antecedentes históricos, aparte de que procedía de la colección particular de sir Charles Trumper y era propiedad ahora de una tal señora Kitty Bennett. Cathy preguntó a Becky si podía ayudarla, y descubrió que su patrona sospechaba que pertenecía a la escuela de Bronzino.

Simón, que iba a dirigir la subasta, sugirió que examinara los volúmenes de recortes de periódicos.

—Casi todo lo que necesitas saber sobre los Trumper está ahí. Cathy salió al instante del mostrador principal y preguntó dónde guardaban los archivos.

—Los archivos están en la cuarta planta, en esa pequeña habitación que hay al final del pasillo —le dijeron.

Cuando encontró el cuarto que albergaba los ficheros tuvo que eliminar una capa de polvo y una telaraña, a fin de echar un vistazo a los anuarios. Se sentó en el suelo, las piernas dobladas bajo el cuerpo, y siguió pasando las páginas, cada vez más absorta en la ascensión de Charles Trumper desde los días en que tenía un carretón en Whitechapel hasta los planes de «Trumper’s» para Chelsea. Aunque las referencias periodísticas de los primeros años eran bastante breves, un pequeño artículo en el Evening Standard llamó la atención de Cathy. El paso del tiempo había teñido de amarillo la hoja, y en la esquina superior derecha, apenas discernible, se leía la fecha: 8 de septiembre de 1922.

Un hombre alto de casi treinta años, sin afeitar y vestido con un viejo gabán del ejército, irrumpió en el hogar del señor Charles Trumper, sito en Gilston Road, 11, Chelsea, ayer por la mañana. Aunque el intruso escapó sin nada, la señora Trumper, embarazada de siete meses de su segundo hijo, se desmayó a causa del sobresalto, siendo conducida al hospital de San Guido por su marido.

Nada más llegar se llevó a cabo una operación de emergencia, a cargo del señor Armitage, cirujano jefe, pero el niño nació muerto. Se espera que la señora Trumper permanezca en observación durante varios días.

La policía desearía entrevistarse con cualquier persona que se encontrara en las inmediaciones en aquel momento.

Los ojos de Cathy se desviaron hacia el segundo recorte, fechado nueve semanas más tarde.

La policía ha encontrado un gabán del ejército abandonado, que tal vez pertenezca al hombre que irrumpió en Gilston Road, 11, Chelsea, domicilio de los señores Trumper, la mañana de 7 de septiembre. Se sabe que el propietario del gabán es un antiguo capitán de los Fusileros Reales llamado Trentham, que sirvió con el regimiento en la India hasta hace poco, pero que, al parecer, se halla actualmente en Australia.

Cathy releyó los recortes una y otra vez. ¿Era en realidad la hija de un hombre que había intentado robar a sir Charles Trumper y era responsable de la muerte de su segundo hijo? ¿Dónde encajaba el cuadro? ¿Cómo había llegado a manos de la señora Bennet? Y, lo más importante, ¿por qué se había tomado tanto interés lady Trumper en un óleo insignificante de un artista desconocido? Incapaz de responder a estas preguntas, Cathy cerró el libro de recortes y lo puso en su sitio. Tenía ganas de bajar y formularle todas sus preguntas, una por una, a lady Trumper, pero sabía que no era posible.

Cuando el catálogo estuvo terminado y llevaba vendiéndose una semana, lady Trumper quiso ver a Cathy en su despacho. Cathy confió en no haber cometido ningún error garrafal. Tal vez alguien había descubierto la autoría auténtica de la Virgen María y el Niño, que no constaba en el catálogo.

—Te felicito —dijo Becky, en cuanto Cathy entró en su despacho.

—Gracias —contestó la joven, sin saber a qué atenerse—. Tu catálogo ha sido un éxito y hemos tenido que reimprimirlo.

—Solo lamento no haber averiguado más datos sobre el cuadro de su marido —dijo Cathy, más tranquila. Aún confiaba en que su patrona le revelaría cómo había llegado el cuadro a manos de sir Charles, arrojando de paso alguna luz sobre la relación entre los Trumper y el capitán Trentham.

—No me sorprende —respondió Becky, sin dar más explicaciones.

«Encontré un artículo en los archivos que hacía mención de un tal capitán Trentham, y me pregunté…», quiso decir Cathy, pero guardó silencio.

—¿Te gustaría hacer de observadora durante la subasta de la semana que viene? —preguntó Becky.

Simón Matthews acusó a Becky el día de la subasta italiana de estar «llena de energías», aunque no había probado bocado.

La subasta dio comienzo. Todos los cuadros superaron el precio mínimo adjudicado, y Cathy sintió una gran alegría cuando La basílica de San Marcos, de Canaletto, batió todos los récords anteriores del pintor.

Cuando el pequeño óleo de sir Charles reemplazó al Canaletto, experimentó cierta inquietud. Tal vez se debía a la forma de iluminar el lienzo, pero ahora no cabía duda de que se trataba también de una obra maestra. Su pensamiento instantáneo fue que, de haber tenido quinientas libras, habría pujado por él.

El clamor que se elevó después de retirar el cuadro aumentó el nerviosismo de Cathy. Pensó que el acusador tal vez estaba en lo cierto cuando afirmó que la pintura era de Bronzino. Nunca había visto un ejemplo mejor de sus clásicos halos bañados por el sol. Lady Trumper y Simón no echaron las culpas a Cathy, y continuaron asegurando a todo el mundo que la galería conocía la obra desde hacía varios años.

Cuando terminó la subasta, Cathy examinó las etiquetas para comprobar que estuvieran en su correcto orden y, sobre todo, para que no cupieran dudas sobre quién había comprado cada artículo. Simón estaba informando al dueño de una galería, cuyos cuadros no habían alcanzado el precio mínimo y deberían venderse de forma privada. Se quedó helada cuando oyó que lady Trumper le decía a Simón, después de que el marchante se fuera:

—Otra vez esa maldita Trentham con sus trucos. ¿La viste en la parte de atrás?

Simón asintió, pero no hizo ningún comentario.

Una semana después de que el obispo de Reims emitiera su veredicto, Simón invitó a Cathy a cenar en su piso de Pimlico.

—Una pequeña celebración —añadió, explicando que había invitado a todos los implicados en la subasta italiana.

Cathy llegó aquella noche y encontró a varios miembros del departamento de Maestros Clásicos disfrutando ya de una copa de vino. Cuando se sentaron a cenar, solo faltaba Rebecca Trumper. Advirtió de nuevo la atmósfera familiar que los Trumper creaban, aun en su ausencia, y todos los invitados disfrutaron de una cena excelente, compuesta de ensalada de aguacates con bacon, seguida de pato salvaje, que Simón les había preparado. Un joven llamado Julián, que trabajaba en el departamento de libros curiosos, y ella se quedaron para ayudar a despejar la mesa cuando todos los demás se marcharon.

—Ni se os ocurra lavarlos —dijo Simón—. La mujer de la limpieza se encargará por la mañana.

—Una típica actitud machista —comentó Cathy, poniéndose a lavar los platos—. Sin embargo, debo admitir que me he quedado por otro motivo.

—¿Y cuál es? —preguntó él, cogiendo un paño en un débil intento de ayudar a Julián a secarlos.

—¿Quién es la señora Trentham? —preguntó Cathy de sopetón. Simón se volvió para mirarla—. Oí que Becky te mencionaba el nombre después de la subasta, y cuando aquel hombre de la chaqueta de tweed que había montado el número desapareció.

Simón tardó un poco en contestar, como si sopesara sus palabras. Se decidió después de secar los platos.

—Se remonta a mucho tiempo atrás, incluso antes de mi época. No olvides que trabajé con Becky en «Sotheby’s» durante cinco años antes de que me ofreciera un empleo en «Trumper’s». Para ser sincero, no estoy seguro de por qué la señora Trentham y ella se odian tanto, pero sé que el hijo de la señora Trentham y sir Charles sirvieron en el mismo regimiento durante la Primera Guerra Mundial, y que Guy Trentham tuvo algo que ver con el cuadro de la Virgen y el Niño que nos vimos obligados a retirar de la subasta. Lo único que he podido averiguar durante estos años es que el hijo se largó a Australia poco después… Esa era una de mis mejores tazas de té.

—Lo siento muchísimo —dijo Cathy—, qué torpe soy. —Se agachó y recogió los pedazos de porcelana esparcidos sobre el suelo de la cocina—, ¿dónde puedo encontrar una igual?

—En el departamento de porcelana de «Trumper’s» —contestó Simón—, cuestan unos dos chelines cada una. —Cathy lanzó una carcajada—. Sigue mi consejo. Recuerda que los empleados más antiguos observan una regla estricta sobre la señora Trentham. —Cathy dejó de recoger los fragmentos y le miró—. No la mencionan delante de lady Trumper si ella no saca a relucir el tema, y nunca pronuncian el apellido Trentham delante de sir Charles. Si lo hicieras, creo que te despediría en el acto.

—No correré ese riesgo —dijo Cathy—. Ni siquiera le conozco. De hecho, lo más cerca que he estado de él fue en la subasta italiana, cuando le vi en la octava fila.

—Estupendo. ¿Te gustaría acompañarme a una fiesta para celebrar la inauguración de la casa de los Trumper? Tendrá lugar el próximo jueves en su casa de Eaton Square.

—¿Hablas en serio?

—Por supuesto. De todos modos, no creo que sir Charles aprobara que me presentara en compañía de Julián.

El joven se sonrojó.

—¿No considerarían un poco presuntuoso que un miembro tan joven de la plantilla se presentara del brazo del jefe del departamento?

Sir Charles, no. No sabe lo que quiere decir «presuntuoso».

Cathy se pasó muchas horas, aprovechando los descansos para comer, recorriendo las boutiques de Chelsea, hasta elegir lo que ella consideraba apropiado para la fiesta de los Trumper. Se decidió por un vestido de color girasol, con un cinturón ancho que la dependienta describió como ideal para una fiesta. Cathy temió en el último minuto que su largo, o escaso largo, fuera demasiado atrevido para una ocasión tan señalada. Sin embargo, cuando Simón la recogió, solo hizo un comentario.

—Vas a causar sensación, te lo prometo.

Esta vehemente afirmación la tranquilizó…, al menos hasta que llegaron al último peldaño de la mansión de Eaton Square.

Cuando Simón llamó a la puerta, Cathy confió en que no se notara demasiado que nunca la habían invitado a una mansión tan bella. No obstante, sus inhibiciones se desvanecieron en cuanto el mayordomo les abrió la puerta. Se regaló la vista al instante con el espectáculo que se ofrecía a sus ojos. Mientras otros invitados vaciaban las, al parecer, interminables botellas de champagne y se atracaban de canapés, ella concentró su atención en los cuadros y empezó a subir la escalera, saboreando aquellas raras exquisiteces una a una.

Primero había un Courbet, un bodegón realizado con magníficos rojos, naranjas y verdes; después, dos palomas de Picasso, rodeadas de flores rosadas, y cuyos picos casi se tocaban; un escalón más y se encontró ante un Picasso, que plasmaba a una anciana llevando un haz de heno y en el que destacaban diferentes tonos de verde. Se quedó boquiabierta al ver el Sisley, un tramo del Sena en el que predominaban los tonos pastel.

—Ese es mi favorito —dijo una voz detrás de ella. Cathy se volvió y vio a un joven alto, de cabello revuelto, sonriéndole de una forma encantadora. Su esmoquin no le caía muy bien, su pajarita necesitaba un ajuste y se apoyaba en la balaustrada como si, sin su sostén, fuera a derrumbarse.

—Muy hermoso —admitió ella—. Cuando era más joven pintaba un poco, pero un Sisley me convenció de que debía dejarlo.

—¿Por qué?

Cathy suspiró.

—Sisley pintó aquel cuadro cuando tenía diecisiete años y aún iba al colegio.

—Vaya, vaya —dijo el joven—. Una experta entre nosotros. —Cathy sonrió a su nuevo acompañante—, ¿te apetece echar una ojeada a otras obras de sir Charles que se exhiben en el pasillo de arriba?

—¿Crees que le molestará?

—Yo no diría eso. Después de todo, ¿de qué sirve ser coleccionista si no dejas que los demás admiren lo que has comprado?

Cathy, más confiada, subió otro peldaño.

—Santo Dios —exclamó—. Un Sickert de la primera época. Muy pocos se han puesto en venta.

—Es obvio que trabajas en una galería de arte.

—Trabajo en «Trumper’s» —dijo Cathy con orgullo—. Chelsea Terrace, número 1. ¿Y tú?

—También trabajo para «Trumper’s», más o menos —admitió.

Cathy advirtió por el rabillo del ojo que sir Charles aparecía en el descansillo… Su primer encuentro con el presidente. Al igual que Alicia, quiso desaparecer por el ojo de una cerradura, pero su acompañante se mantuvo impertérrito, como si estuviera en su casa.

Su anfitrión sonrió a Cathy y bajó la escalera.

—Hola. Soy Charlie Trumper y he oído hablar mucho de usted, jovencita. La vi en la subasta italiana, por supuesto, y Becky me dijo que había hecho un trabajo soberbio. A propósito, felicidades por el catálogo.

—Gracias, señor —contestó Cathy, sin saber qué decir, mientras el presidente continuaba disparando frases como una ametralladora, ignorando a su acompañante.

—Veo que ya ha conocido a mi hijo —indicó sir Charles, mirándola—. No se deje engañar por su falsa pedantería; es tan bribón como su padre. Enséñale el Bonnard, Daniel. —Sir Charles entró en la sala de estar.

—Ah, sí, el Bonnard. El orgullo y la alegría de papá —dijo Daniel—. No se me ocurre una manera mejor de llevar a una chica al dormitorio.

—¿Eres Daniel Trumper?

—No, Raffles, el conocido ladrón de obras de arte —dijo Daniel, cogiendo la mano de Cathy y guiándola hasta la habitación de sus padres.

—Bien… ¿Qué te parece? —preguntó él.

—Magnífico —fue el único comentario de Cathy cuando vio el enorme desnudo de Bonnard (Michelle, su amante, secándose) que colgaba sobre la cama de matrimonio.

—Mi padre está inmensamente orgulloso de esta dama —explicó Daniel—, como nunca deja de recordarnos, pagó solo trescientas guineas por ella.

—Tiene un gusto excelente.

—El mejor ojo inexperto del mercado, como dice siempre mamá. Y como ha elegido cada cuadro que cuelga en esta casa, ¿quién le va a llevar la contraria?

—¿Tu madre no ha elegido ninguno?

—Ni hablar. Mi madre es, por naturaleza, una vendedora, mientras que mi padre es un comprador, una combinación inigualable desde que Duveen y Bernstein monopolizaron el mercado artístico.

—Los dos habrían merecido dar con sus huesos en la cárcel —dijo Cathy.

—A este respecto, me parece que mi padre terminará en el mismo sitio que Duveen. —Cathy rio—. Creo que ahora deberíamos bajar y apoderarnos de un poco de comida antes de que todo desaparezca.

Cuando entraron en el comedor, Cathy observó que Daniel cambiaba de sitio dos tarjetas.

—Bien, que me cuelguen, sñorita Ross —dijo Daniel, ofreciéndole una silla, mientras los demás invitados buscaban sus lugares—. Después de tantos esfuerzos, descubro que nos han sentado juntos.

Cathy sonrió cuando se sentó a su lado, observando a otra chica que buscaba desesperadamente su tarjeta. Daniel contestó a todas sus preguntas sobre Cambridge y, a su vez, quiso saberlo todo acerca de Melbourne, una ciudad que nunca había visitado. Por fin, surgió la pregunta inevitable.

—¿A qué se dedican tus padres?

—No lo sé —respondió Cathy sin vacilar—. Soy huérfana.

—Estamos hechos el uno para el otro —sonrió Daniel.

—¿Por qué?

—Soy hijo de un verdulero y de la hija de un panadero de Whitechapel. ¿Una huérfana de Melbourne, has dicho? Ocupas un peldaño superior al mío en la escala social, te lo aseguro.

Cathy rio cuando Daniel rememoró las primeras ocupaciones de sus padres. A medida que avanzaba la velada, Cathy pensó que aquel hombre era el único con el que desearía hablar sobre sus orígenes inexplicados e inexplicables.

Mientras tomaban café, Cathy reparó en una chica bastante tímida que se hallaba de pie detrás de su silla. Daniel se levantó y le presentó a Marjorie Carpenter, una estudiante postgraduada de Girton. No cabía duda de que era la invitada de Daniel, y que se había quedado sorprendida, por no decir decepcionada, cuando la vio sentada junto a él durante la cena.

Los tres charlaron sobre la vida en Cambridge, hasta que Daphne Wiltshire golpeó la mesa con una cuchara y, tras conseguir atraer la atención de todos, pronunció un discurso, en apariencia improvisado, pero que, en opinión de Cathy, lo tenía cuidadosamente preparado desde hacía días. Cuando brindó, los invitados se pusieron en pie y alzaron sus copas por «Trumper’s». La marquesa, a continuación, hizo obsequio a sir Charles de una réplica en plata del 147. A juzgar por la expresión de su rostro, Charlie se sintió muy complacido. Tras un discurso muy ingenioso, tampoco improvisado, sospechó Cathy, su anfitrión tomó asiento.

—Debo irme —anunció Cathy unos minutos después—. He de levantarme pronto. Encantada de conocerte, Daniel —añadió, adoptando una repentina formalidad. Se estrecharon las manos como extraños.

—Nos veremos pronto —dijo Daniel.

Cathy fue a despedirse de sus anfitriones y les agradeció la maravillosa velada. Se marchó sola, después de comprobar que Simón mantenía una animada conversación con un joven rubio que trabajaba desde hacía poco en «Alfombras y Tapices».

Volvió paseando sin prisas a Chelsea Terrace, disfrutando de la noche, y llegó a su piso de 135 pocos minutos después de la medianoche, sintiéndose un poco como Cenicienta.

Mientras se desnudaba, pensó en lo agradable que había sido la velada, sobre todo por la compañía de Daniel y el placer de ver tantas obras de sus artistas favoritos. Se preguntó si… Sus pensamientos fueron interrumpidos por el timbre del teléfono.

Como ya era muy tarde, pensó que alguien se había equivocado de número.

—Te dije que nos veríamos pronto —dijo una voz.

—Vete a la cama, bobo.

—Ya estoy en la cama. Te llamaré por la mañana.

Cathy oyó un «clic».

Daniel telefoneó de nuevo pocos minutos después de las ocho.

—Acabo de salir del baño —anunció.

—Pues debes tener el mismo aspecto que Michelle. Tal vez sería mejor que me acercara para darte una toalla.

—Ya estoy envuelta en una toalla, gracias —rio Cathy.

—Qué pena. Soy un experto en secar, pero dejando aparte esto —añadió, antes de que ella pudiera contestar—, ¿por qué no te reúnes conmigo al Trinity el sábado? Hay una fiesta en el colegio. Solo se celebra una por trimestre, de modo que si me das calabazas no nos veremos hasta dentro de tres meses.

—En ese caso, acepto, pero solo porque no he ido a una fiesta desde que salí del colegio.

Cathy fue en tren a Cambridge y Daniel la esperó en la estación. Aunque la mesa de autoridades del Trinity intimidaba a los invitados más seguros de sí mismos. Cathy se sintió muy cómoda, sentada entre los profesores. No obstante, se preguntó cuántos alcanzarían una edad avanzada, comiendo y bebiendo de aquella manera cada día.

—No solo de pan vive el hombre —fue la única explicación de Daniel durante la cena de siete platos.

Cathy imaginó que la orgía había terminado cuando les invitaron a casa del director, pero se quedó de piedra cuando le ofrecieron más dulces, acompañados de una botella de Oporto que circuló interminablemente, sin vaciarse jamás. Consiguió escapar, pero no antes de que el reloj del Trinity diera la una. Daniel la acompañó a una habitación para invitados, al otro lado del patio cuadrangular, y sugirió que asistiesen a los maitines del King’s por la mañana.

—Me alegro de que no me hayas recomendado asistir al desayuno —dijo Cathy. Daniel la besó en la mejilla antes de despedirse.

El pequeño cuarto de invitados que Daniel había destinado a Cathy no era mucho más grande que su piso del 135, pero se quedó dormida en cuanto apoyó la cabeza sobre la almohada, despertándose cuando repicaron unas campanas. Supuso que provenían de la capilla del Colegio Real.

Daniel y Cathy llegaron a la capilla momentos antes de que el coro desfilara por la nave. El cántico resultaba mucho más emotivo que en el disco de Cathy, pues solo la foto del coro en la solapa daba una leve idea de cómo sería la experiencia.

Después de la bendición, Daniel sugirió que pasearan por los jardines para desembarazarse de las últimas legañas. Cogió la mano de Cathy y no la soltó hasta que volvieron una hora después al Trinity para tomar un modesto almuerzo.

Por la tarde la llevó al museo Fitzwilliam, donde Cathy se quedó fascinada al ver el Saturno devorando a sus hijos de Goya.

—Es un poco como la mesa de autoridades del Trinity —fue el único comentario de Daniel. Después se acercaron al Queen’s College, donde asistieron a un recital de fugas de Bach, interpretado por un cuarteto de cuerda formado por estudiantes. Cuando salieron, ya habían encendido las luces de gas que flanqueaban la calle Queen.

—Más cenas no, por favor —se burló Cathy, mientras paseaban por el puente de las Matemáticas.

Daniel rio y, tras recoger su maleta, la condujo de regreso a Londres en su pequeño MG.

—Gracias por este fin de semana memorable —dijo Cathy, cuando se detuvieron frente al 135—. De hecho, «memorable» no es la palabra adecuada para describir estos dos últimos días.

Daniel le dio un breve beso en la mejilla.

—Repitámoslo el próximo fin de semana —sugirió él.

—Si hablabas en serio cuando dijiste que te gustaban las mujeres delgadas, ni hablar.

—Muy bien, probémoslo de nuevo sin la comida; tal vez incluiremos una partida de tenis esta vez. Quizá sea la única forma de descubrir el nivel del segundo equipo femenino de la universidad de Melbourne.

Cathy lanzó una carcajada.

—¿Le darás las gracias a tu madre por la maravillosa fiesta del jueves pasado? Ha sido una semana en verdad memorable.

—Lo haré, pero es muy probable que la veas antes de que yo tenga la oportunidad de transmitirle tu mensaje.

—¿No vas a quedarte esta noche en casa de tus padres?

—No, debo volver a Cambridge… Tengo que dar una clase a las nueve de la mañana.

—Si me lo hubieras dicho, habría cogido el tren.

—Y yo me habría privado de dos horas de tu compañía —replicó Daniel, despidiéndose con un ademán.