Capítulo 4

Charlie se sintió mareado apenas dejaron de ver la costa de Inglaterra.

—Nunca había viajado en barco —confesó a Tommy—, a menos que cuentes el vapor que va a Brighton.

La mitad de los hombres que le rodeaban parecían dedicar la travesía a devolver lo poco que habían desayunado.

—De momento, no veo a ningún oficial echando las tripas —dijo Tommy.

—A lo mejor están acostumbrados a navegar.

—O lo hacen en su camarote privado.

Cuando por fin se divisó la costa francesa, un clamor se elevó de los soldados arracimados en la cubierta. Lo único que deseaban todos era poner pie en tierra firme y seca. Y seca habría estado de no ser porque, en cuanto el barco amarró y las tropas pisaron suelo francés, los cielos se abrieron.

Charlie hizo que su pelotón avanzara chapoteando en el barro y cantando melodías de los teatros de variedades, acompañadas a la armónica por Tommy. Cuando llegaron a Etaples y acamparon para pasar la noche, Charlie decidió que, después de todo, el gimnasio de Edimburgo era todo un lujo.

Tras el toque de silencio dos mil ojos se cerraron. Los soldados, guarecidos bajo sus tiendas de lona, intentaron conciliar el sueño. Cada pelotón había designado a dos hombres para hacer la guardia, con la orden de relevarles cada dos horas, a fin de que nadie se quedara sin descansar. Charlie se jugó con Tommy el turno de las cuatro de la mañana.

Tras una noche inquieta de dar vueltas sobre el húmedo y apelmazado suelo francés, Charlie fue despertado a las cuatro y, a su vez, propinó un puntapié a Tommy, que se limitó a cambiar de lado y dormirse al instante. Minutos más tarde, Tommy salió de la tienda y se abrochó la chaqueta, dándose constantes palmadas en la espalda para ahuyentar el frío. Sus ojos se adaptaron lentamente a la penumbra, y empezó a distinguir hilera tras hilera de tiendas marrones que se extendían hasta perderse de vista.

—Buenos días, cabo —dijo Tommy, cuando apareció pasadas las cuatro y veinte—. ¿Tienes una cerilla, por casualidad?

—No, no tengo. Y lo que necesito es un chocolate caliente, o cualquier cosa caliente.

—Lo que usted ordene, cabo.

Tommy se dirigió a la tienda que albergaba las cocinas y regresó al cabo de media hora con dos chocolates calientes y dos bizcochos.

—Me temo que te quedarás sin azúcar —informó a Charlie—. Solo hay que ser de sargento para arriba. Les dije que eres un general disfrazado, pero me contestaron que todos los generales habían vuelto a Londres para dormir a pierna suelta en sus camas.

Charlie sonrió. Rodeó la taza caliente con sus dedos helados y bebió sorbo a sorbo para paladear aquel sencillo placer.

Tommy inspeccionó el horizonte.

—¿Dónde están esos jodidos alemanes de los que tanto nos han hablado?

—Vete a saber —dijo Charlie—, pero no te quepa duda de que andan por alguna parte, preguntándose probablemente dónde estamos nosotros.

Charlie despertó a las seis al resto de su sección, les obligó a levantarse y a prepararse para la inspección, con la tienda recogida y doblada en un pequeño cuadrado.

Otro toque de corneta indicó la hora del desayuno. Los hombres formaron una cola que, reconoció Charlie, habría alegrado el corazón de cualquier vendedor ambulante de Whitechapel Road.

Cuando le tocó el turno a Charlie, extendió su escudilla para recibir un cazo de gachas grumosas y un trozo de pan duro. Tommy guiñó un ojo al muchacho que vestía una chaqueta blanca larga y pantalones azules a cuadros.

—Y pensar que he esperado tantos años probar la cocina francesa.

—Empeora a medida que uno se acerca al frente —prometió el cocinero.

Se quedaron diez días más en Etaples. Pasaban las mañanas desfilando por las marismas, las tardes recibiendo instrucciones sobre la guerra química y las noches averiguando de qué formas diferentes podían morir, una gentileza personal del capitán Trentham.

El undécimo día recogieron sus pertenencias, guardaron las tiendas y formaron en compañías, a fin de que el coronel del regimiento les dirigiera la palabra por primera vez.

Un millar de hombres se pusieron firmes, formando un cuadrado, en un campo francés cubierto de barro, preguntándose si doce semanas de instrucción y diez días de «aclimatación» habrían bastado para prepararles a luchar contra el poderío del ejército alemán.

—Es posible que ellos tampoco hayan pasado de las doce semanas de instrucción —dijo Tommy, con aire esperanzado.

A las nueve en punto, el coronel sir Danvers Hamilton, Orden de Servicios Distinguidos, llegó trotando a lomos de una yegua negra como el azabache y se detuvo en medio del cuadrado formado por hombres. Empezó a arengar a las tropas. El recuerdo que quedó grabado para siempre en la memoria de Charlie fue que el caballo no se movió para nada durante quince minutos.

—Bienvenidos a Francia —empezó el coronel Hamilton, ajustando un monóculo sobre su ojo izquierdo—. Sería mi mayor deseo que os hubierais embarcado para una simple excursión de un día. —Una tímida carcajada recorrió las filas—. Temo que no tendremos mucho tiempo libre hasta que enviemos a esos tipos de vuelta a Alemania, que es donde deben estar, con el rabo entre las piernas. —Esta vez, una franca algarabía estalló entre los congregados—. No olvidéis que jugamos fuera de casa, y nuestra meta está resbaladiza. Para colmo, los alemanes no entienden las reglas del cricket.

Más risas, aunque Charlie sospechó que el coronel había hablado muy en serio.

—Hoy —continuó el coronel—, marcharemos hacia Yprés para instalar nuestro campamento, antes de empezar un nuevo y confío que último asalto al frente alemán. Creo que esta vez romperemos las líneas alemanas, y no dudo que los gloriosos Fusileros merecerán los honores del día. Que la suerte esté de vuestro lado, y Dios salve al rey.

Tras los vítores, la banda del regimiento interpretó el himno nacional. Las tropas la corearon a viva voz, y de todo corazón.

Transcurrieron cinco días de marcha antes de que oyeran los primeros disparos de artillería, olieran las trincheras y, por tanto, supieran que se estaban aproximando al frente de batalla. Al día siguiente pasaron frente a las tiendas verdes de la Cruz Roja. Poco antes de las once de la mañana, Charlie vio su primer soldado muerto, un teniente del East Yorkshire Regiment.

—Vaya, esta sí que es buena —dijo Tommy—. Las balas no hacen distinciones entre oficiales y reclutas.

Después de recorrer otro kilómetro, ambos habían visto tantas parihuelas, tantos cadáveres y tantos miembros separados de cuerpos que a ninguno le quedó ganas de bromas. El batallón, sin duda, había llegado a lo que los diarios llamaban el «frente occidental». Ningún corresponsal de guerra, sin embargo, describía la oscuridad que invadía la atmósfera, o la mirada desesperada grabada en los rostros de todos aquellos que habían pasado más de unos días en aquel lugar.

Charlie contempló los campos que en otro tiempo debían haber sido una tierra agrícola productiva. Una casa solitaria, transformada ahora en cascotes, indicaba que la civilización había existido allí tiempo atrás. No vio señales del enemigo. Trató de abarcar la campiña circundante que iba a ser su hogar durante los meses siguientes…, si sobrevivía hasta entonces. Todos los soldados sabían que la media de vida en el frente era de diecisiete días.

Charlie dejó que sus hombres descansaran en las tiendas, mientras él se dedicaba a deambular por su cuenta. En primer lugar, se encontró con las trincheras de reserva, situadas a unos cientos de metros de las tiendas que formaban el hospital de campaña, conocidas como «zona hotelera» por hallarse a medio kilómetro de primera línea, y en las que cada soldado pasaba cuatro días sin descansar antes de concedérsele un descanso de cuatro días en las trincheras de reserva. Charlie paseó hasta el frente como un turista ajeno a la guerra. Escuchó a los hombres que llevaban meses allí, hablaban de «Blighty[5]» y solo rezaban por una «herida cómoda» que les facilitara ser trasladados a la tienda sanitaria más cercana y, si se contaban entre los afortunados, regresar a Inglaterra.

Cuando las balas perdidas silbaron en tierra de nadie, Charlie cayó de rodillas y reptó hacia las trincheras de reserva, a fin de comunicar a su pelotón lo que les esperaba cuando avanzaran otros cien metros.

Contó a sus hombres que las trincheras se extendían de horizonte a horizonte, y que en un momento dado podían dar cabida a diez mil soldados. Frente a ellos, a unos veinte metros de distancia, había visto una valla de alambre de púas, que se elevaba hasta una altura de unos dos metros. Un cabo veterano le había dicho que ya había costado mil vidas, de aquellos cuyo único cometido había consistido en colocarla. Al otro lado se extendía la «Tierra de Nadie», quinientos acres de terreno que contenían una granja quemada hasta los cimientos, perteneciente a una familia inocente, atrapada en el centro de una guerra que le era ajena. Y más allá empezaba la alambrada de púas del enemigo, tras la cual aguardaban los alemanes, agazapados en sus trincheras.

Al parecer, cada ejército permanecía en sus agujeros húmedos e infestados de ratas durante días, e incluso meses, esperando a que el enemigo se moviera. Les separaba menos de kilómetro y medio. Si una cabeza asomaba para inspeccionar el terreno, le respondía de inmediato una bala del campo contrario. Si la orden era avanzar, un corredor de apuestas no se habría molestado en tener en cuenta las posibilidades que tenía un hombre de recorrer veinte metros. Caso de llegar a la alambrada, existían dos formas de morir; si se alcanzaban las trincheras alemanas, una docena.

Si alguien se quedaba quieto, podía morir de cólera, gas clorhídrico, gangrena, tifus o pie de trinchera, que los soldados atravesaban con las bayonetas para aliviar el dolor. Un sargento veterano le dijo a Charlie que morían casi tantos hombres detrás de las líneas como atacando, y no servía de consuelo saber que los alemanes sufrían el mismo problema, a unos cientos de metros de distancia.

Charlie trató de inculcar una rutina a sus diez hombres, al tiempo que procuraban achicar el agua de su trinchera. Hacían ejercicios, limpiaban sus pertrechos, e incluso jugaban al fútbol para aliviar las horas de aburrimiento y espera, en tanto escuchaba rumores y contrarrumores sobre lo que les deparaba el futuro. Sospechaba que solo el coronel, cuyo cuartel general estaba instalado a unos dos kilómetros detrás de las líneas, sabía lo que estaba ocurriendo.

Cuando le tocaba a Charlie pasar cuatro días en las trincheras de primera línea, la única ocupación de su sección parecía consistir en llenar sus escudillas con pintas de cerveza y esforzarse por vaciar los galones que caían del cielo a intervalos regulares. A veces, el agua de las trincheras llegaba a la altura de las rodillas de Charlie. Tommy le confesó que no se había alistado en la marina por la sencilla razón de que no sabía nadar; nadie le había dicho que podía ahogarse con idéntica facilidad en la infantería.

La alegría no les abandonaba, pese a estar empapados, helados y hambrientos. Charlie y su sección aguantaron estas condiciones durante siete semanas, esperando órdenes que les permitieran avanzar, pero el único avance del que tuvieron noticia en aquellos días fue el de Ludendorff. El general alemán había hecho retroceder a los aliados sesenta kilómetros, con unas bajas de 400 000 hombres, más 80 000 prisioneros. Siempre era el capitán Trentham quien les comunicaba tales noticias, y lo que más irritaba a Charlie era que su aspecto indefectiblemente denotaba elegancia, limpieza y, para colmo, buena alimentación.

Dos hombres de su sección ya habían muerto sin llegar a ver al enemigo. La mayoría de los soldados deseaban con todas sus fuerzas entrar en combate, pues ya no alimentaban esperanzas de sobrevivir a una guerra que, en opinión de algunos, iba a durar eternamente. El aburrimiento se combatía cazando las ratas a bayonetazos, achicando agua de las trincheras o escuchando con resignación a Tommy repetir las mismas melodías en su armónica, ya oxidada.

No fue hasta la octava semana cuando llegaron órdenes; fueron llamados a formar el cuadro. El coronel, monóculo en ristre, les arengó de nuevo desde su caballo inmóvil. Los Reales Fusileros iban a avanzar hacia las líneas alemanas a la mañana siguiente, pues se les había adjudicado la responsabilidad de romper su flanco norte. La Guardia Irlandesa les apoyaría desde el flanco derecho, mientras la galesa avanzaría por la izquierda.

—Mañana será un día glorioso para los Fusileros —les aseguró el coronel Hamilton—. Ahora, vayan a descansar, porque la batalla dará comienzo al romper el alba.

Al regresar hacia las trincheras, el pensamiento de que los hombres habían recobrado el humor al saber que iban a entrar en combate sorprendió a Charlie. Todos los fusiles estaban desmontados, limpiados, engrasados, inspeccionados y vueltos a inspeccionar, todas las balas fueron colocadas cuidadosamente en su cargador, todas las pistolas Lewis fueron probadas, aceitadas y vueltas a probar, y después, para concluir, los hombres se afeitaron antes de enfrentarse al enemigo. La primera experiencia de Charlie con una navaja fue con agua cercana al punto de congelación.

Para ningún hombre es fácil dormir la noche anterior a una batalla, según le habían contado a Charlie, y muchos empleaban el tiempo en escribir largas cartas a sus seres queridos; se daba el caso de que algunos reunían fuerzas para hacer testamento. Charlie escribió a Becky (aunque no sabía muy bien por qué), rogándole que cuidara de Sal, Grace y Kitty si no volvía. Tommy no escribió a nadie, y no solo porque no sabía escribir. A medianoche, Charlie recogió todos los esfuerzos de la sección y los entregó al oficial de turno.

Las bayonetas se afilaron con todo cuidado, y después se ajustaron. Los corazones se iban acelerando a medida que pasaban los minutos, y aguardaron en silencio la orden de avanzar. Charlie se debatía entre el terror y la alegría, mientras contemplaba al capitán Trentham desfilar de pelotón en pelotón para dar las últimas instrucciones. Charlie bebió de un trago el vaso de ron que se entregaba a todos los hombres antes de la batalla.

El teniente Makepeace, otro oficial al que no conocía, ocupó el lugar de Charlie en la trinchera. Tenía aspecto de colegial imberbe, y se presentó a Charlie como si se hubieran conocido por azar en una fiesta. Pidió a Charlie que reuniera a la sección a unos cuantos metros detrás de la línea para dirigirles la palabra. Diez hombres helados y asustados salieron de su trinchera y escucharon en cínico silencio al joven teniente. Se había escogido precisamente aquel día porque los meteorólogos habían asegurado que el sol saldría a las cinco y cincuenta y tres y no llovería. Los meteorólogos acertaron en lo relativo al sol, pero, como para demostrar su falibilidad, empezó a lloviznar a las cuatro y once.

—Un chubasco alemán —insinuó Charlie a sus camaradas—. ¿Y de qué lado está Dios, en cualquier caso?

El teniente Makepeace sonrió apenas. Esperaron el disparo de una bengala, como el silbato de un árbitro antes de que las hostilidades se iniciaran de manera oficial.

—Y no olviden que «detonadores y puré de patatas» es el santo y seña —dijo el teniente Makepeace—, háganlo correr.

A las cinco y cincuenta y tres, un sol rojo como la sangre se alzó sobre el horizonte. Se disparó una bengala, que iluminó el cielo a espaldas de Charlie.

El teniente Makepeace saltó de la trinchera y gritó:

—Síganme.

Charlie le siguió y, chillando con todas sus fuerzas (más de miedo que de valentía), cargó hacia la alambrada de púas.

El teniente no había recorrido ni quince metros cuando la primera bala le alcanzó, pero logró proseguir hasta llegar a la alambrada. Charlie contempló horrorizado cómo Makepeace se derrumbaba sobre ella; otra descarga de balas enemigas atravesó su cuerpo inmóvil. Dos hombres valerosos cambiaron de dirección para correr en su ayuda, pero ninguno de los dos logró llegar siquiera a la alambrada. Charlie se encontraba a un metro detrás de él, y se disponía a cargar por una brecha practicada en la barrera cuando Tommy le dio alcance. Charlie se volvió, sonrió, y eso fue lo último que recordó de la batalla de Lys.

Charlie despertó dos días más tarde en una tienda médica, a unos trescientos metros detrás de la línea, y vio a una chica uniformada de azul oscuro, con una enseña real sobre el corazón, inclinada sobre él. Le estaba hablando. Lo descubrió porque movía los labios, pero no oyó una palabra de lo que decía. Gracias a Dios que sigo vivo, pensó Charlie, y me enviarán de vuelta a Inglaterra. Si se certificaba médicamente la sordera de un soldado, este volvía a casa. Ordenanzas reales.

Charlie recobró el oído por completo al cabo de una semana, y una sonrisa se formó en sus labios por primera vez cuando vio a Grace de pie a su lado, sirviéndole una taza de té. Le habían concedido permiso para cambiar de tienda cuando se enteró de que un tal Trumper yacía inconsciente detrás de la línea. Le dijo a su hermano que había tenido suerte. Había pisado una mina, y solo había perdido un dedo…, ni siquiera uno grande, bromeó ella. A Charlie le disgustó averiguar que había perdido uno pequeño, porque, le recordó a su hermana, por uno grande también se repatriaba al herido.

—Por lo demás, algunos cortes y arañazos. Nada serio. Vivito y coleando. Volverás al frente dentro de pocos días —añadió con tristeza.

Charlie se durmió. Despertó. Se preguntó si Tommy habría sobrevivido.

—¿Alguna noticia del soldado Prescott? —preguntó al oficial de turno cuando este le visitó a finales de semana.

El teniente repasó su lista y frunció el ceño.

—Ha sido arrestado. Por lo visto, será sometido a un consejo de guerra.

—¿Cómo? ¿Por qué?

—Ni idea —respondió el joven teniente, y se dirigió a la cama vecina.

Charlie comió un poco al día siguiente, dio algunos pasos al otro, corrió una semana después y fue devuelto al frente apenas transcurridos veintiún días desde que el teniente Makepeace hubiera saltado y gritado «Síganme».

En cuanto Charlie regresó a las trincheras no tardó en descubrir que solo tres hombres, de los diez que componían su sección, habían sobrevivido al ataque. Ni el menor rastro de Tommy. Un nuevo contingente de hombres había llegado desde Inglaterra aquella mañana para ocupar sus puestos y empezar la rutina de cuatro días de trabajo, cuatro de descanso. Trataron a Charlie como si fuera un veterano.

A las pocas horas de su regreso, se le comunicó que el coronel Hamilton deseaba ver al cabo interino Trumper a las once horas de la mañana siguiente.

—¿Para qué querrá verme el comandante en jefe? —preguntó Charlie al sargento de guardia.

—Suele significar un consejo de guerra o una condecoración. El jefe no tiene tiempo para nada más. Y no olvides que suele representar problemas, así que contén la lengua en su presencia. Tiene muy mal humor, te lo aseguro.

El cabo interino Trumper se presentó a las once en punto, tembloroso, ante la tienda del coronel, casi tan temeroso de su comandante en jefe como en los minutos precedentes a su primera carga contra el enemigo. Poco después, el sargento mayor de la compañía salió de la tienda para reunirse con él.

—Póngase firmes, salude y diga su nombre, grado y número de serie —ladró el sargento mayor Philpott—. Y no hable a menos que se le dirija la palabra —añadió con rudeza.

Charlie entró en la tienda y se detuvo frente al escritorio del coronel. Saludó y dijo:

—Se presenta el cabo interino Trumper, 7312087, señor.

Era la primera vez que veía al coronel en una silla, y no sobre un caballo.

Ah, Trumper —dijo el coronel Hamilton, levantando la vista—. Me alegro de que haya vuelto y le felicito por su rápida recuperación.

—Gracias, señor —respondió Charlie, observando por primera vez que solo uno de los ojos del coronel se movía.

—Sin embargo, tenemos un problema con un hombre de su sección, y espero que usted pueda proporcionarnos alguna información.

—Colaboraré en lo que pueda, señor.

—Bien, porque al parecer —dijo el coronel, ajustándose el monóculo en el ojo izquierdo— ese tal Prescott —examinó un documento que había en la mesa antes de continuar—, sí, soldado Prescott, puede haberse disparado en la mano para evitar enfrentarse al enemigo. Según el informe del capitán Trentham, lo encontraron tendido en el barro, a escasos metros de su trinchera, con una herida de bala en la mano derecha. Todo parece indicar un acto de cobardía ante el enemigo. Sin embargo, no quería ordenar la celebración de un consejo de guerra antes de oír su versión de lo sucedido aquella mañana. Creo que tal vez pueda añadir algún dato importante al informe del capitán Trentham.

Charlie intentó serenarse y repasar en su mente los detalles de lo ocurrido.

—Sí, señor, desde luego. En cuanto fue disparada la bengala, el teniente Makepeace dirigió la carga y yo le seguí, junto con el resto de mi sección. El teniente fue el primero en llegar a las alambradas, pero varias balas le alcanzaron al instante, y solo dos hombres se hallaban delante de mí. Acudieron en su ayuda valientemente, pero cayeron antes de llegar a él. En cuanto llegué a la alambrada vi una brecha y la atravesé corriendo, y en ese momento el soldado Prescott me adelantó, cargando contra las líneas enemigas. Debió ser entonces cuando pisé la mina, que tal vez alcanzara también al soldado Prescott.

—¿Está seguro de que era el soldado Prescott? —preguntó el coronel, desconcertado.

—Es difícil recordar todos los detalles cuando se está en plena batalla, señor, pero nunca olvidaré que Prescott me adelantó.

—¿Por qué? —preguntó el coronel.

—Porque es mi amigo, y en aquel momento me preocupó que me dejara atrás.

Charlie observó que una leve sonrisa aparecía en el rostro del coronel.

—¿Es Prescott un amigo íntimo de usted? —preguntó el coronel, clavando el monóculo en él.

—Sí, señor, lo es, pero eso no influye en mi criterio, y nadie tiene derecho a insinuar tal cosa.

—¿Se da cuenta de con quién está hablando? —rugió el sargento mayor.

—Sí, sargento mayor —contestó Charlie—. Con un hombre interesado en descubrir la verdad y en que se haga justicia. No soy un hombre culto, señor, pero sí honrado.

—Cabo, se presentará… —empezó el sargento mayor.

—Gracias, sargento mayor, eso es todo —dijo el coronel—. Y gracias a usted, cabo Trumper, por su clara y concisa declaración. No le molestaré más. Puede volver a su pelotón.

—Gracias, señor —dijo Charlie.

Dio un paso atrás, saludó, giró sobre sus talones y salió de la tienda.

—¿Quiere que me ocupe de este asunto? —preguntó el sargento mayor.

—Sí, desde luego —replicó el coronel Hamilton—, confirme el ascenso definitivo a cabo de Trumper y ponga en libertad al soldado Prescott inmediatamente.

Tommy regresó al pelotón aquella tarde.

—Me has salvado la vida, Charlie.

—Solo dije la verdad.

—Lo sé, y también yo, pero la diferencia es que ellos te creyeron a ti.

Charlie, acostado en su tienda por la noche, se preguntaba por qué el capitán Trentham estaba tan decidido a desembarazarse de Tommy. ¿Cómo era posible que un hombre se arrogara el derecho de enviar a otro a la muerte, solo porque había estado en prisión?

Pasó un mes antes de que les ordenaran marchar hacia el Mar negro, más al sur, y preparar un contraataque contra el general Ludendorff, planeado para el domingo veinte de julio. A Charlie se le puso el corazón en un puño al leer las órdenes; sabía que las probabilidades de sobrevivir a dos ataques eran remotas. Consiguió pasar la hora a solas con Grace. Esta le confesó que se había enamorado de un cabo galés, que había pisado una mina y estaba ciego de un ojo.

Amor a primera vista, insinuó Charlie.

Era la medianoche del miércoles 17 de julio de 1918, y un ominoso silencio reinaba en la tierra de nadie. Charlie dejó dormir a los que pudieron hacerlo, y no despertó a nadie hasta las tres de la madrugada. Como cabo de pleno derecho, tenía que preparar un pelotón de cuarenta hombres para la batalla, todos bajo el mando supremo del capitán Trentham, al cual no se le había visto el pelo desde el día en que Tommy fue puesto en libertad.

A las tres y media, un teniente llamado Harvey se reunió con ellos detrás de las trincheras. Todo el mundo se encontraba ya en alerta de batalla. Resultó que Harvey había llegado al frente el viernes anterior.

—Es una guerra de locos —dijo Charlie, después de las presentaciones.

—Ah, no lo sé —dijo alegremente Harvey—, me muero de ganas por darles su merecido a esos alemanes.

—A los alemanes no les queda la menor esperanza, mientras sigamos produciendo cabezas huecas como ese —susurró Tommy.

—A propósito, señor, ¿cuál es el santo y seña esta vez? —preguntó Charlie.

—Oh, lo siento, me había olvidado por completo. Caperucita Roja —dijo el teniente.

Todos esperaron. A las cuatro calaron las bayonetas, y una bengala roja iluminó el cielo a las cuatro y veintiuno, algo detrás de las líneas. El aire se llenó de silbidos.

¡Tally Ho[6]! —gritó el teniente Harvey.

Disparó la pistola al aire y saltó de la trinchera, como si fuera a la caza de un zorro perdido. De nuevo, Charlie le siguió a pocos metros de distancia. El resto del pelotón les imitó, chapoteando en el barro que cubría la tierra yerma, carente de árboles que les protegieran. A la izquierda, Charlie divisó otro pelotón que les precedía. La inconfundible silueta del capitán Trentham cerraba la marcha, pero el teniente Harvey continuaba en cabeza. Saltó con elegancia sobre la alambrada y se adentró en tierra de nadie. Le proporcionó a Charlie la curiosa seguridad de que cualquiera podía sobrevivir a tal estupidez. Harvey prosiguió su avance, como si fuera inexpugnable o le protegiera un hechizo. Charlie supuso que debía morir a cada paso que daba, sobre todo cuando vio al teniente saltar la alambrada alemana y abalanzarse sobre las trincheras enemigas, como si fueran la meta de una carrera celebrada en su escuela privada. El hombre se internó veinte metros más antes de que una lluvia de balas le derribara. Charlie se encontró delante de todo y empezó a disparar contra los alemanes cuando asomaban las cabezas fuera de sus agujeros.

Nunca había oído de nadie que hubiera alcanzado las trincheras alemanas, y no estaba muy seguro de lo que debía hacer a continuación. Además, a pesar del entrenamiento, todavía le costaba disparar mientras corría. Cuando cuatro alemanes, con sus respectivos rifles, aparecieron a la vez, supo que jamás iba a averiguarlo. Disparó al primero, que se desplomó sobre la trinchera, y entonces vio que los otros tres tomaban puntería. De repente, se dio cuenta de que disparaban una lluvia de balas desde detrás de él, y vio que los cuerpos caían como patos de madera en una barraca de feria. Comprendió que el ganador del Trofeo del Rey seguía en pie.

De pronto, se encontró en la trinchera enemiga, mirando cara a cara a un joven alemán, un aterrorizado muchacho aún más joven que él. Vaciló solo un momento antes de clavarle la bayoneta en la boca abierta. Arrancó la hoja y la sepultó en el corazón del muchacho. Después, continuó corriendo. Tres de sus hombres le precedían, persiguiendo a un enemigo en retirada. En aquel momento, Charlie divisó a Tommy a su derecha, subiendo una colina en pos de dos alemanes. Desapareció entre los árboles y Charlie oyó un solo disparo sobre el fragor de la batalla. Cambió de dirección y corrió hacia el bosque para rescatar a su amigo, pero solo vio a un enemigo tendido en el suelo y a Tommy trepando a la colina. Un Charlie sin aliento le alcanzó cuando se detuvo detrás de un árbol.

—Has estado magnífico, Tommy —dijo Charlie, tirándose a su lado.

—Ni la mitad de bien que aquel oficial, ¿cómo se llamaba?

—Harvey, teniente Harvey.

—Al final, los dos nos hemos salvado gracias a su pistola —dijo Tommy, blandiendo el arma—. Más de lo que se puede decir sobre ese bastardo de Trentham.

—¿Qué quieres decir?

—Se cagó de miedo al ver las trincheras alemanas, ¿vale? Se desvió hacia el bosque. Dos alemanes vieron al muy cobarde y le persiguieron, así que les seguí. Acabé con uno de ellos.

—¿Dónde está Trentham, pues?

—Por ahí arriba —dijo Tommy, señalando la cumbre de la colina—. Se habrá escondido de un solo alemán, no lo dudes.

Charlie levantó la vista hacia la colina.

—¿Y ahora qué, cabo?

—Hemos de seguir al alemán y matarle antes de que encuentre al capitán.

—¿Por qué no nos volvemos a casita y dejamos que pille al capitán antes de que yo lo haga?

Pero Charlie ya estaba en pie y se dirigía hacia la colina.

Subieron la pendiente con parsimonia, protegiéndose tras los árboles mientras vigilaban y escuchaban, hasta que llegaron a la cumbre y a terreno despejado.

—Ni señal de ellos —susurró Charlie.

—Exacto, así que mejor volvemos detrás de nuestras líneas. Si los alemanes nos cogen, no creo que nos inviten a tomar el té en su compañía.

Charlie se orientó. Frente a ellos había una pequeña iglesia, muy parecida a las que había visto durante la larga marcha hacia el frente.

—Será mejor que antes le echemos un vistazo a esa iglesia —dijo Charlie—, pero no corramos riesgos innecesarios.

—¿Qué cojones te parece que hemos estado haciendo durante la última hora? —preguntó Tommy.

Se arrastraron por el terreno descubierto centímetro a centímetro, hasta llegar a la puerta de la sacristía. La abrieron poco a poco, esperando una rociada de balas, pero el ruido más fuerte que oyeron fue el chirrido de los goznes. Una vez en el interior, Charlie se persignó, como hacía siempre su abuelo al entrar en la iglesia de Santa María y San Miguel de la calle Jubilee. Tommy encendió un cigarrillo.

Charlie examinó con cautela la pequeña iglesia. Ya había perdido parte del tejado, cortesía de un proyectil alemán o inglés, pero el resto de la nave y el pórtico permanecían intactos.

A Charlie le fascinaron los mosaicos que cubrían las paredes, con sus cuadraditos que componían retratos de tamaño natural. Rodeó lentamente el perímetro, mirando a los siete discípulos que habían sobrevivido.

Cuando llegó al altar se arrodilló y bajó la cabeza. La imagen del padre O’Malley se formó en su mente. Fue entonces cuando la bala le pasó rozando, estrellándose en la cruz de metal y derribando el crucifijo. Mientras Charlie se zambullía detrás del altar para protegerse, una segunda bala alcanzó a un oficial alemán en la sien. Se desplomó en tierra. Estaba escondido en el confesionario. Debió de morir al instante.

—Espero que haya tenido tiempo de confesarse —dijo Tommy. Charlie salió de detrás del altar—. Por el amor de Dios, estate quieto. Hay alguien más en esta iglesia, y tengo el curioso presentimiento de que no es el Todopoderoso.

Ambos oyeron un movimiento en el pulpito, situado sobre sus cabezas, y Charlie volvió a refugiarse detrás del altar.

—Soy yo —dijo una voz que ambos reconocieron.

—¿Quién es «yo»? —preguntó Tommy, esforzándose por contener la risa.

—El capitán Trentham. No dispare.

—Pues salga y baje con las manos sobre la cabeza —dijo Tommy—, para que comprobemos si es usted quien dice que es —añadió, disfrutando cada momento de angustia de su torturador.

Trentham se alzó lentamente del pulpito y empezó a bajar los escalones de piedra con las manos sobre la cabeza. Caminó por el pasillo hacia la cruz, caída frente al altar, pasó por encima del oficial alemán y continuó hasta detenerse frente a Tommy, que aún le apuntaba al corazón con la pistola que sostenía.

—Lo siento, señor —dijo Tommy, bajando la pistola—. Debía asegurarme de que no era un alemán.

—Que hablaba un inglés de pura cepa —respondió Trentham con sarcasmo.

—Nos previno contra eso en una de sus conferencias, señor —indicó Tommy.

—Menos insolencias, Prescott. ¿Cómo es que empuña la pistola de un oficial?

—Pertenecía al teniente Harvey —interrumpió Charlie—, que cayó cuando…

—Usted huyó al bosque —terminó Tommy, mirando a Trentham.

—Perseguía a dos alemanes que intentaban escapar.

—Pues a mí me pareció todo lo contrario —dijo Tommy—, y cuando volvamos, procuraré que todo el mundo se entere.

—Sería su palabra contra la mía —repuso Trentham—. En cualquier caso, los dos alemanes están muertos.

—No olvide que el cabo también ha sido testigo de lo ocurrido.

—En ese caso, usted sabe que mi versión de los hechos es la correcta —dijo Trentham, volviéndose hacia Charlie.

—Lo único que sé es que deberíamos estar en lo alto de la torre, pensando cómo volver a nuestras líneas, en lugar de perder el tiempo discutiendo aquí abajo.

El capitán asintió, se dio la vuelta y corrió escalera arriba. Charlie le siguió. Ambos tomaron posiciones de vigilancia en lados opuestos del tejado, y aunque Charlie oía el estruendo de la batalla, no conseguía averiguar qué estaba pasando al otro lado del bosque.

—¿Dónde está Prescott? —preguntó Trentham, pasados unos minutos.

—No lo sé, señor —dijo Charlie—. Pensé que venía detrás de mí.

Aún transcurrieron varios minutos antes de que Tommy, llevando un casco alemán acabado en punta, apareciera en lo alto de la escalera.

—¿Dónde estaba? —preguntó Trentham con suspicacia.

—Registrando la iglesia de arriba a abajo por si encontraba algo de comer, pero ni siquiera había vino de misa.

—Sitúese allí —ordenó el capitán, señalando un arco aún sin vigilancia— y esté ojo avizor. Nos quedaremos aquí hasta que oscurezca. Para entonces, ya se me habrá ocurrido un plan para regresar detrás de nuestras líneas.

Los tres hombres contemplaron la campiña francesa, mientras la luz que declinaba envolvía al mundo en tinieblas.

—¿No tendríamos que pensar en empezar a movernos, capitán? —preguntó Charlie, después de estar sentados una hora en total oscuridad.

—Nos iremos cuando yo lo diga, y no antes —replicó Trentham.

—Sí, señor —dijo Charlie.

Siguió tiritando y escrutando la penumbra por espacio de otros cuarenta minutos.

—Bien, síganme —dijo Trentham sin previo aviso.

Se levantó y bajó los peldaños de piedra, deteniéndose en la entrada de la sacristía. Abrió la puerta poco a poco. El ruido de los goznes le recordó a Charlie el cargador de una ametralladora vaciándose. Los tres escudriñaron la noche, y Charlie se preguntó si algún alemán les estaría esperando. El capitán consultó su brújula.

—En primer lugar, intentaremos llegar a aquellos árboles que hay en lo alto del risco —susurró Trentham—. Después, buscaré un camino que nos lleve detrás de nuestras líneas.

Cuando los ojos de Charlie se acostumbraron a la oscuridad, empezó a estudiar la luna y, sobre todo, el movimiento de las nubes.

—Una extensión de terreno descubierto nos separa de esos árboles —continuó el capitán—, así que no podemos arriesgarnos a cruzarla hasta que la luna desaparezca detrás de alguna nube. Después, correremos hacia el risco por separado. Usted irá primero, Prescott, cuando yo dé la orden.

—¿Yo? —preguntó Tommy.

—Sí, usted, Prescott. El cabo Trumper le seguirá en cuanto usted llegue a los árboles.

—Y supongo que usted cerrará la marcha, si tenemos la suerte de sobrevivir —dijo Tommy.

—No se insubordine conmigo —advirtió Trentham—, o descubrirá esta vez lo que es un consejo de guerra y acabar en la cárcel, que es donde debería estar.

—Sin un testigo, lo dudo. Según tengo entendido, consta así en las ordenanzas reales.

—Cierra el pico, Tommy —dijo Charlie.

Todos esperaron en silencio detrás de la puerta hasta que una larga sombra se deslizó poco a poco por el sendero, hasta cubrir la extensión que separaba la iglesia de los árboles.

—¡Adelante! —gritó el capitán, palmeando a Prescott en la espalda.

Tommy salió disparado como un galgo liberado de la traílla, y los otros dos hombres observaron cómo corría por el terreno descubierto hasta llegar, veinte segundos después, a la seguridad de los árboles.

La misma mano palmeó el hombro de Charlie un segundo más tarde, y corrió más rápido que nunca, a pesar de llevar un rifle en una mano y una mochila en la espalda. La sonrisa reapareció en su rostro cuando llegó al lado de Tommy.

Ambos se volvieron y miraron en dirección al capitán.

—¿Qué coño está esperando? —masculló Charlie.

—Yo diría que espera a ver si nos matan —respondió Tommy cuando la luna alumbró de nuevo en el cielo.

Ambos aguardaron sin decir nada hasta que una nube ocultó el resplandor. Entonces vieron que el capitán, por fin, corría a su encuentro.

Se detuvo a su lado y se recostó contra un árbol hasta recobrar el aliento.

—Perfecto —susurró por fin—. Avanzaremos lentamente por el bosque, parándonos cada pocos metros para escuchar, mientras utilizamos los árboles como protección al mismo tiempo. Recuerden: no muevan ni un músculo si sale la luna, y no hablen como no sea para responder a una pregunta mía.

Los tres empezaron a bajar por la colina, avanzando de árbol en árbol, sin recorrer más que unos pocos metros cada vez. Charlie no tenía ni idea de que pudiera estar tan alerta al menor sonido extraño. Tardaron más de una hora en llegar a la falda de la pendiente, donde hicieron un alto. Lo único que veían frente a ellos era una amplia extensión de terreno yermo y descubierto.

—Tierra de nadie —susurró Trentham—. Eso significa que a partir de ahora avanzaremos reptando por el suelo. —Se hundió al instante en el barro—. Yo iré delante. Trumper me seguirá y Prescott cerrará la marcha.

—Bueno, eso demuestra al menos que sabe a dónde va —susurró Tommy—, porque habrá calculado con toda exactitud de dónde vendrán las balas y a quién alcanzarán primero.

Poco a poco, centímetro a centímetro, los tres hombres empezaron a recorrer los ochocientos metros de tierra de nadie, de vuelta al frente aliado, hundiendo las caras en el barro cuando la poco fiable cortina dejaba al descubierto la luna.

Aunque Charlie siempre veía a Trentham delante de él, Tommy se movía con tanto sigilo que de vez en cuando tenía que volver la cabeza para comprobar que su amigo seguía con ellos. Una sonrisa de dientes resplandecientes bastaba para tranquilizarle.

Durante la primera hora cubrieron una distancia aproximada de cien metros. Charlie habría deseado una noche más nublada. Balas perdidas, disparadas desde ambos lados, les obligaban a pegarse a la tierra. Charlie no cesaba de escupir barro, y en una ocasión se encontró cara a cara con un alemán que no parpadeaba.

Se arrastraron metro a metro por aquel barro húmedo y frío, por aquel terreno que todavía no pertenecía a nadie. De pronto, Charlie oyó un chillido detrás de él. Se volvió para reñir a Tommy, irritado, y vio una rata del tamaño de un conejo que yacía entre sus piernas. Tommy le había asestado un bayonetazo en pleno vientre.

—Creo que le gustabas, cabo. No podía tratarse de sexo, si hay que creer la palabra de Rose, así que debía quererte como cena.

Charlie se tapó la boca con ambas manos por temor a que los alemanes le oyeran reír.

La luna salió de detrás de una nube e iluminó de nuevo el terreno descubierto. Los tres hombres se sepultaron en el barro y esperaron a que otra nube les permitiera avanzar unos cuantos metros más. Pasaron dos horas antes de llegar a la alambrada de espino que había sido colocada para impedir la penetración de los alemanes.

Trentham cambió de dirección al llegar a la alambrada y reptó junto al lado alemán de la barrera en busca de una brecha que les condujera a la seguridad. Les quedaban por atravesar ochenta metros (para Charlie equivalía a un kilómetro). El capitán encontró por fin una brecha por la que logró deslizarse. Ya solo faltaban cincuenta metros para alcanzar la seguridad de sus líneas.

A Charlie le sorprendió que el capitán se rezagara, dejándoles pasar.

—Maldita sea —masculló Charlie cuando la luna hizo su aparición en el centro del escenario y les dejó clavados en su sitio, a escasa distancia de la seguridad.

En cuanto la luz se apagó, Charlie continuó avanzando como un cangrejo, centímetro a centímetro, más temeroso ahora de una bala perdida procedente de su bando que del enemigo. Por fin oyó voces, voces inglesas. Nunca creyó que un día acogería con agradecimiento la visión de aquellas trincheras.

—Lo hemos conseguido —gritó Tommy, en voz tan alta que hasta los alemanes debieron oírle.

Charlie volvió a hundirle la cara en el barro.

—¿Quién va? —preguntó alguien.

Charlie oyó que los rifles se amartillaban a lo largo y ancho de las trincheras, a medida que los hombres dormidos volvían a la vida.

—El capitán Trentham, el cabo Trumper y el soldado Prescott de los Fusileros Reales —dijo Charlie con firmeza.

—Santo y seña —preguntó una voz.

—Oh, Dios, ¿cuál es el santo y…?

—Caperucita Roja —chilló Trentham, desde detrás de ellos.

—Avancen para que les reconozcamos.

—Primero Prescott —dijo Trentham.

Tommy se puso de rodillas y empezó a gatear hacia sus trincheras. Charlie oyó el zumbido de una bala disparada desde muy cerca, detrás de él, y un momento después Tommy cayó de bruces y quedó inerte en el barro.

Charlie se volvió rápidamente y miró a Trentham.

—Alemanes de mierda. Agáchese, si no quiere que le suceda lo mismo —dijo el capitán.

Charlie ignoró la orden y se arrastró hasta llegar al cuerpo de su amigo. Rodeó a Tommy con su brazo. Solo faltaban veinte metros para encontrarse sanos y salvos.

—Hombre herido —gritó Charlie, mirando hacia las trincheras.

—Prescott, no se mueva —ordenó Trentham desde detrás de ellos.

—¿Cómo te encuentras, camarada? —preguntó Charlie, mientras procuraba estudiar la expresión del rostro de su amigo.

—Me he sentido mejor —dijo Tommy.

—Cállense —dijo Trentham.

—Me he sentido mejor, pero no fue una bala alemana —dijo Tommy con voz estrangulada, cuando un hilo de sangre surgió de su boca—. Por lo tanto, procura dar cuenta de ese bastardo si no tengo la oportunidad de terminar el trabajo yo mismo.

—Te pondrás bien —dijo Charlie—, nada ni nadie puede matar a Tommy Prescott.

Cuando una extensa nube negra cubrió la luna, un grupo de hombres saltó de la trinchera y corrió hacia ellos, incluyendo dos enfermeros de la Cruz Roja que portaban una camilla. La dejaron caer junto a Tommy y le depositaron en ella, antes de correr hacia la trinchera. Una lluvia de balas fue disparada desde las líneas alemanas.

Una vez a salvo en la trinchera, los enfermeros dejaron la camilla en tierra sin miramientos.

—Llévenle al hospital —gritó Charlie—, deprisa, por el amor de Dios, deprisa.

—Es inútil, cabo —dijo el oficial médico—. Está muerto, señor.