Capítulo 39

La única pregunta que no sabía contestar de niña era: «¿Cuándo fue la última vez que viste a tu padre?».

Al contrario que el joven caballero, no sabía la respuesta. De hecho, no tenía ni la menor idea de quién era mi padre, ni mi madre. La gente normal ignora cuántas veces al día, al mes o al año se formula esa pregunta. Y si una responde siempre «No lo sé, porque ambos murieron antes de que yo pudiera recordarles» se te dedican miradas de sorpresa o suspicacia… aún peor, incredulidad. Al final, aprendes a levantar una cortina de humo o a cambiar de tema rápidamente. No existen variaciones en esa cuestión, y no he desarrollado una vía de escape.

El único recuerdo de mis progenitores es el de un hombre que se pasaba casi todo el tiempo chillando y el de una mujer tan tímida que apenas hablaba. También tengo la sensación de que se llamaba Margaret. Por lo demás, solo permanece de ellos una mancha borrosa.

Cuánto envidiaba a aquellos niños que podían hablarme sin vacilar de sus padres, hermanos, hermanas, e incluso primos segundos y tías lejanas. Lo único que sabía de mí era que había sido educada en el orfanato St. Hilda para chicas, Park Hill, Melbourne. Rectora: señorita Rachel Benson.

Muchas de las niñas tenían padres y algunas recibían cartas, hasta visitas ocasionales. La única visita que yo recuerdo fue la de una señora mayor, de aspecto bastante severo, ataviada con un vestido largo de color negro, guantes de encaje blancos hasta los codos, y que hablaba con un acento extraño. No tengo ni idea de qué relación nos unía.

La señorita Benson trataba a esta dama con considerable respeto, y recuerdo que hacía una reverencia cuando se marchaba. Nunca supe su nombre, y cuando fui lo bastante mayor para preguntar quién era, la señorita Benson afirmó que no tenía ni idea de lo que yo le estaba diciendo. Siempre que intentaba interrogarla sobre mis orígenes, respondía con aire de misterio «Quizás es mejor que no lo sepas, niña». No se me ocurre una frase más convincente de la lengua inglesa que aquella que repetía la señorita Benson ad nauseam, pues me impulsó con mayor ardor a descubrir la verdad sobre mis padres.

A medida que pasaban los años, empecé a formular lo que yo consideraba preguntas sutiles sobre el tema de mis padres; a la vicerrectora, a la enfermera, al personal de la cocina, incluso al portero…, pero siempre me estrellaba contra el mismo muro. Cuando cumplí catorce años solicité una entrevista especial con la señorita Benson para hacerle una pregunta directa. Aunque había despachado el tema mucho tiempo atrás con «Quizás es mejor que no lo sepas, niña», lo sustituyó en esta ocasión por «En verdad, Cathy, ni yo misma lo sé». Si bien no rebatí esta explicación, no la creí, pues algunos de los miembros más antiguos del personal me miraban a veces de una forma extraña y, al menos en dos ocasiones, susurraron a mis espaldas, creyendo que no les oía.

No tenía fotos ni recuerdos de mis padres, ni siquiera pruebas de su existencia anterior, a excepción de una pequeña joya que yo consideraba de plata. Recuerdo que mi padre me había dado la crucecita, que siempre colgaba en mi cuello. La señorita Benson reparó una noche en el objeto, mientras yo me estaba desvistiendo en el dormitorio, y me preguntó de dónde había salido el colgante. Le contesté que Betsy Compton me lo había cambiado por una docena de canicas, lo cual pareció calmar su curiosidad. No obstante, desde aquel día procuré ocultar mi tesoro a las miradas curiosas.

Debo de haber sido uno de esos raros niños que adoran ir al colegio desde el primer día que les abren sus puertas. El aula era una bendita escapatoria de mi prisión y sus carceleros. Cada minuto de más que pasaba en el colegio era un minuto menos en St. Hilda, y pronto descubrí que, cuanto más trabajaba, más horas me permitían quedarme. Aún lo tuve más fácil cuando, a la edad de once años, conseguí una plaza en la escuela en el Instituto Femenino de la Iglesia de Inglaterra, en Melbourne, donde se realizaban tantas actividades extraacadémicas, desde primera hora de la mañana hasta bien entrada la noche, que St. Hilda se convirtió meramente en el lugar donde dormía y desayunaba.

Me dediqué a pintar, lo cual me facilitaba pasar varias horas en el aula de arte, sin supervisión o interferencias excesivas; al tenis, que gracias a mis esfuerzos me condujo a ganar un puesto en el segundo equipo del instituto (proporcionándome la oportunidad de practicar hasta que oscurecía), y al cricket, para el que carecía de talento, pero, como máxima anotadora del equipo, no me permitían abandonar mi puesto hasta que la última bola había entrado, y cada dos sábados me escapaba en un autobús para jugar contra otro colegio. Era una de las escasas niñas que preferían jugar partidos a las tareas domésticas.

A los dieciséis años empecé sexto y trabajé con más ahínco todavía. Le notificaron a la señorita Benson que me iban a conceder una beca para la universidad de Melbourne, un acontecimiento inusitado entre las internas de St. Hilda.

Siempre que recibía distinciones o reprimendas académicas (aunque las últimas fueron disminuyendo de número desde que descubrí el colegio), tenía que presentarme ante la señorita Benson en su estudio, donde me dedicaba unas palabras de aliento o desaprobación, según el caso. Después, guardaba la hoja de papel en que anotaba estas ocasiones en una carpeta, que luego introducía en el armario situado detrás de su escritorio. Yo siempre observaba con gran atención este ritual. Primero, sacaba una llave del cajón superior izquierdo de su escritorio, se acercaba al armario, buscaba mi carpeta en el epígrafe «QRS», anotaba mi falta o mérito en la columna correspondiente, cerraba con llave el armario y guardaba de nuevo la llave en el escritorio. Era una rutina invariable.

Otra costumbre fija de la señorita Benson eran sus vacaciones anuales, cada septiembre, cuando iba a visitar a «su gente» de Adelaida.

Cuando estalló la guerra temí que no se ciñera a su hábito, sobre todo después de comunicarnos que todo el mundo debería sacrificarse.

La señora Benson no hizo ningún sacrificio y se marchó hacia Adelaida el mismo día de cada verano, a pesar de las restricciones a los viajes y el racionamiento. Esperé cinco días hasta estar segura de poder llevar adelante el plan que me había trazado.

El sexto día permanecí despierta en la cama hasta después de la una de la madrugada, sin mover un músculo hasta asegurarme de que las dieciséis chicas del dormitorio se habían dormido. Me levanté, cogí una linterna del cajón de la chica que dormía a mi lado y me dirigí hacia la escalera. Si alguien me descubría en route ya tenía una excusa preparada; diría que no me sentía bien, y como había entrado muy pocas veces en la enfermería durante los trece años de estancia en St. Hilda, confiaba en que me creerían.

Me deslicé con sigilo hacia la escalera sin necesidad de la linterna. Desde que la señorita Benson se había ido a Adelaida había practicado la maniobra cada mañana, y también cada noche, con los ojos cerrados. Cuando llegué al estudio de las rectora, abrí la puerta y me deslicé en el interior, encendiendo la linterna. Me acerqué de puntillas al escritorio de la señorita Benson y abrí el cajón superior izquierdo, pero no estaba preparada para encontrarme con unas veinte llaves distintas, algunas agrupadas en anillas y otras sueltas, sin ninguna indicación. Intenté recordar el tamaño y la forma de la que la señorita Benson utilizaba para abrir el armario, pero no sirvió de nada y, con el único auxilio de la linterna, necesité hacer varios viajes entre el armario y el escritorio para localizar la que giró ciento ochenta grados.

Empujé hacia afuera el cajón superior del archivador con la mayor lentitud posible, pero las guías chirriaron escandalosamente. Paré, contuve el aliento y esperé a oír algún movimiento. Miré incluso por debajo de la puerta, para asegurarme de que no se había encendido alguna luz de repente. Una vez convencida de que no había despertado a nadie, comencé a examinar los nombres del fichero «QRS»: Roberts, Rose, Ross… Saqué mi ficha personal y deposité la abultada carpeta sobre el escritorio de la rectora. Me senté en la silla de la señorita Benson y, con la ayuda de la linterna, leí las páginas con todo cuidado. Como casi tenía quince años, y llevaba trece en St. Hilda, como mínimo, mi expediente era bastante grueso. Recordé travesuras y meadas en la cama, así como premios por mis cuadros, incluyendo un premio doble por una de mis aguamarinas, que todavía colgaba en el comedor. Pero, por más que investigué, no hallé nada sobre mí, anterior a los tres años. Me pregunté si sería una regla general, aplicada a todas las chicas que iban a vivir a St. Hilda. Eché un rápido vistazo al expediente de Jennie Ross. Con gran decepción, encontré los nombres de su padre (Ted, fallecido) y de su madre (Susan). Una nota añadida explicaba que la señora Ross tenía otros tres hijos que cuidar, y desde la muerte de su marido, producida por un infarto, no había podido salir adelante con un cuarto.

Cerré el armario, devolví la llave al escritorio de la señorita Benson, apagué la linterna y subí a toda prisa por la escalera hacia mi dormitorio. Puse la linterna en su sitio y me deslicé en la cama. Me planteé qué debía hacer a continuación.

Era como si mis padres no hubieran existido y mi vida hubiese empezado a los tres años. Como la única alternativa era haber nacido por obra del Espíritu Santo, cosa que yo no aceptaba ni de la Virgen María, mi deseo de averiguar la verdad se hizo más perentorio. Debí quedarme dormida, porque todo lo que recuerdo es que me despertó la campana del instituto al día siguiente.

Cuando me concedieron la plaza en la universidad de Melbourne, me sentí como un presidiario puesto en libertad tras una larga condena. Tuve una habitación para mí sola por primera vez, y ya no tuve que llevar uniforme…, si bien la indumentaria que me podía permitir no habría maravillado a las boutiques de Melbourne. Recuerdo que trabajaba más horas que en el instituto, pues estaba convencida de que si no aprobaba el primer curso, pasaría el resto de mi vida en St. Hilda.

En el segundo años me especialicé en Historia del Arte e Inglés, y continué pintando por pura diversión, pero ignoraba qué carrera me gustaría seguir después de la universidad. Mi profesor sugirió que me dedicara a la enseñanza, pero eso me pareció una prolongación de St. Hilda, y que podía acabar como la señorita Benson.

No tuve muchos novios antes de ir a la universidad. Hasta los quince años pensé que los bebés eran frutos de besar a un hombre, y siempre tenía miedo de quedarme embarazada, sobre todo después de mi experiencia de hacerme mayor sin amigos. Mi primer novio de verdad fue Mel Nicholls, capitán del equipo de fútbol de la universidad. Cuando consiguió, por fin, llevarme a la cama, me dijo que yo era la única chica de su vida y, lo más importante, la primera. Después de hacer el amor, empezó a interesarse en lo único que yo llevaba puesto.

—Nunca había visto nada igual —dijo, cogiendo la cruz entre sus dedos.

—Y van dos primeras veces —me burlé.

—No del todo —rio—, porque he visto una parecida.

—¿Qué quieres decir?

—Es una medalla. Mi padre ganó tres o cuatro, pero ninguna estaba hecha de plata.

Cuando pienso en ello, considero que por esta información valió la pena perder la virginidad.

En la biblioteca de la universidad de Melbourne hay una extensa selección de libros que tratan de la Primera Guerra Mundial, abarcando además Gallípoli y la campaña del Extremo Oriente, pero sin dar mucha importancia al día D y a El Alamein. Sin embargo, encajado entre las páginas dedicadas a las hazañas realizadas por los soldados de infantería australianos, hay un capítulo sobre las gestas de los británicos, completado con varias láminas en colores.

Descubrí que había VCs, DSOs, DSCs, CBEs, OBEs… Las variaciones parecían interminables, hasta que en la página cuatrocientas nueve encontré lo que estaba buscando: la Cruz Militar, una cinta de seda blanca, con franjas horizontales de color púrpura y una medalla forjada en plata, con la corona imperial en cada uno de los cuatro brazos. Era concedida a los oficiales de graduación inferior a mayor «por valor sobresaliente en el combate». Empecé a preguntarme si mi padre era un héroe de guerra y había muerto en plena juventud a consecuencia de terribles heridas. Al menos, la explicación de sus constantes gritos residiría en los sufrimientos que padecía.

Mi siguiente labor detectivesca consistió en visitar una tienda de antigüedades de Melbourne. El hombre que atendía el mostrador estudió la medalla y me ofreció por ella cinco libras. No me molesté en explicarle por qué no me habría desprendido del objeto ni por quinientas libras; al menos, me informó que el único comerciante de Australia especializado en medallas auténticas era el señor Clive Jennings, al que localizaría en la calle Mafeking, número 47, de Sydney.

En aquel tiempo pensaba que Sydney estaba al otro lado del mundo, y mi escasa subvención me impedía realizar tal viaje. Tuve que armarme de paciencia y esperar al trimestre de verano, cuando solicité ser la anotadora del equipo universitario de cricket. Me rechazaron por razón de mi sexo. Las mujeres no podían aspirar a comprender por completo la mecánica del juego, me explicó un chico que solía sentarse detrás de mí para copiar mis apuntes. No me quedó otra alternativa que pasar horas practicando como una loca, hasta que fui seleccionada para el segundo equipo femenino de tenis. No lo consideré un gran éxito, pero había un encuentro en el calendario que me interesaba: Sydney (A).

La mañana que llegamos a Sydney me encaminé directamente a la calle Mafeking y me quedé sorprendida al ver la cantidad de jóvenes uniformados. El señor Jennings en persona examinó la medalla con mucho más interés que el comerciante de Melbourne.

—Es una MC en miniatura, en efecto —me dijo, mirando el objeto con una lupa—. Se lleva en los uniformes de gala. Estas tres iniciales grabadas bajo el borde de un brazo, apenas discernibles a simple vista, nos darán una pista de la persona que mereció la condecoración.

Miré por la lupa del señor Jennings algo que nunca había visto hasta entonces, pero distinguí claramente las iniciales «G. F. T.».

—¿Hay alguna forma de averiguar quién es G. G. T.? —pregunté esperanzada.

—Oh, sí —contestó el señor Jennings. Sacó un libro encuadernado en piel de una estantería situada detrás de él y pasó las páginas hasta encontrar un Godfrey St. Thomas y un George Víctor Taylor, pero no localizó a nadie con las iniciales G. F. T.—. Lo siento, pero no puedo ayudarla. Esta medalla en particular no ha sido concedida a ningún australiano; si no, estaría catalogada aquí. —Palmeó el volumen—. Tendrá que escribir a Londres, al ministerio de la Guerra, si desea más información. Tienen los expedientes de todos los miembros de las fuerzas armadas que han recibido alguna condecoración por su valor.

Le di las gracias por su ayuda, pero no antes de que me ofreciera diez libras por la medalla. Sonreí y fui a reunirme con el equipo de tenis, para preparar el partido contra la universidad. Perdí por 6-0 y 6-1, incapaz de concentrarme en nada. Aquella temporada no fui seleccionada para el equipo de tenis.

Al día siguiente, atendiendo al consejo del señor Jennings, escribí al ministerio de Guerra. La respuesta tardó en llegar varios meses, cosa que no me sorprendió, porque en 1944 todo el mundo tenía otras cosas en qué pensar. Sin embargo, recibí por fin un sobre de color amarillo, informándome de que el propietario de la medalla podía ser, o bien Graham Frank Turnbull, del regimiento del duque de Wellington, o Guy Francis Trentham, de los Fusileros Reales. ¿Cuál era, pues, mi apellido auténtico, Turnbull o Trentham?

Aquel mismo día escribí a la oficina del alto comisario británico en Canberra, solicitando las direcciones a las que podía dirigirme para recabar información sobre los dos regimientos mencionados en la carta. Recibí la respuesta un par de semanas más tarde. A tenor de los nuevos datos envié dos cartas más a Inglaterra, una a Halifax y la otra a Hounslow, en Middlesex. Después, me resigné a otra larga espera. Cuando ya has empleado quince años de tu vida en tratar de descubrir tu verdadera identidad, unos cuantos meses más no parecen tan importantes. En cualquier caso, ahora que había empezado mi último curso, tenía muchísimo trabajo por hacer.

El regimiento del duque de Wellington fue el primero en responder, informándome de que el teniente Graham Frank Turbull había muerto en Passchendaele el 6 de noviembre de 1917. Como yo sabía que había nacido en 1924, descarté al teniente Turnbull. Recé por Guy Francis Trentham.

Varias semanas después recibí la respuesta de los Fusileros Reales, informándome de que el capitán Guy Francis Trentham había sido condecorado el 18 de julio de 1918, tras la segunda batalla del Marne. Obtendría más detalles en la biblioteca del museo del Regimiento, en Hounslow, pero tenía que hacerlo en persona, pues carecían de autorización para revelar información por correo de los miembros del regimiento.

Inicié otra línea de investigación, con resultados nulos. Pasé toda una mañana buscando el apellido Trentham en los registros de nacimiento de Melbourne, cuya oficina se encontraba en la calle Queen. No había ningún Trentham, aunque sí varios Ross, pero ninguno concordaba con mi fecha de nacimiento. Empecé a darme cuenta de que alguien se había tomado mucho trabajo para borrar las huellas de mi origen. Pero ¿por qué?

De pronto, mi único propósito en la vida consistió en ir a Inglaterra, a pesar de que no tenía dinero y la guerra acababa de terminar. Examiné todos los cursos de graduado y pregraduado que se ofrecían; mi tutor consideró que solo valía la pena solicitar una beca para la escuela de arte Slade, que concedía tres plazas cada año a los estudiantes que residieran en cualquier país de la Commonwealth. Empecé a ser consciente de horas que ni siquiera sabía que existían. Por fin, me adjudicaron una plaza en una lista de seis, a falta de una entrevista final en Canberra.

Pensé que la entrevista había ido bien, Los examinadores me dijeron que mi trabajo teórico sobre Historia del Arte era muy meritorio, si bien mi trabajo práctico no alcanzaba el mismo nivel.

El sobre de Slade llegó un mes después. Lo abrí con nerviosismo y extraje una carta que empezaba:

«Querida señorita Ross:

Lamentamos comunicarle…».

La única recompensa a tantos esfuerzos fue superar los exámenes finales con matrícula de honor, pero no me había acercado ni un centímetro más a Inglaterra.

Desesperada, telefoneé al alto comisariado británico y me pusieron con el agregado de trabajo. Una dama me informó que, dadas mis calificaciones, podía aspirar a varios puestos de enseñante. Añadió que debería firmar un contrato por tres años y responsabilizarme de los preparativos para el viaje… Una frase exquisita, pues si no podía pagarme el viaje a Sydney, mucho menos al Reino Unido. En cualquier caso, pensé que solo necesitaría pasar un mes en Inglaterra para encontrar la pista de Guy Francis Trentham.

La segunda vez que llamé, la misma dama informó de que los únicos trabajos disponibles se conocían como «traficantes de esclavos». Eran empleos en hoteles, hospitales u hogares de ancianos. No se recibía, prácticamente, paga alguna, a cambio de pasaje de ida y vuelta. Como aún no me había decantado por ninguna carrera en particular y me daba cuenta de que esta era mi única oportunidad de trasladarme a Inglaterra y localizar algún pariente, llamé al departamento del agregado de trabajo y firmé el contrato. Casi todos mis amigos de la universidad abrigaron la convicción de que yo padecía una aberración mental temporal, pero ignoraban el auténtico propósito de mi viaje a Inglaterra.

El barco en el que zarpamos hacia Southempton no debía diferenciarse mucho de las cáscaras de nuez en que llegaron los primeros inmigrantes, ciento setenta años antes. Nos alojaron a tres «tratantes de esclavos» en un camarote no mayor que mi habitación del campus universitario, y si el barco escoraba más de diez grados todos terminábamos en el suelo. A los tres nos habían destinado al hotel Ayres de Earl’s Court, y nos aseguraron que se hallaba en el centro de Londres. Yo no tenía ni idea de lo que nos esperaba allí. Tras seis semanas de viaje, fuimos recibidos en el muelle por una destartalada camioneta del ejército que nos llevó a Londres y nos depositó ante los peldaños del hotel Ayres.

La dueña nos acomodó a las tres en la misma habitación. Me sorprendió descubrir que era tan pequeña como el camarote que habíamos padecido en el barco. Al menos, esta vez no te caías de la cama cuando menos lo esperabas.

Pasaron dos semanas antes de que me concedieran un auténtico descanso, y me lo pasé en la oficina de correos de Kensington, consultado el listín telefónico de Londres. No había ningún Trentham.

—Puede que no conste en el listín —me explicó la empleada—. Eso quiere decir que no cogerán su llamada.

—O que en Londres no vive ningún Trentham —contesté. Acepté que el museo del regimiento era mi última oportunidad.

Pensaba que había trabajado duro en la universidad de Melbourne, pero las horas que nos obligaban a bregar en el Ayres habrían derrumbado a cualquier soldado. Por mi parte, no pensaba admitirlo ni por un momento, sobre todo cuando mis dos compañeras de cuarto tiraron la toalla al cabo de un mes, telegrafiaron a sus padres en Sydney pidiendo dinero y regresaron a Australia en el primer barco disponible. Al menos, tuve una habitación para mí sola durante unos días. Para ser sincera, me habría gustado hacer las maletas y volverme con ellas, pero no tenía a nadie en Australia a quien poder telegrafiar pidiendo dinero.

El primer día libre completo que no me sentí completamente agotada me marché en tren a Hounslow, en Middlesex. Al salir de la estación, el revisor me indicó la dirección del cuartel y museo de los Fusileros Reales. Después de caminar un par de kilómetros llegué al edificio que estaba buscando. A excepción de un recepcionista, parecía deshabitado.

Llevaba un uniforme kaki, con tres galones en cada brazo. Dormitaba tras el mostrador. Me acerqué y fingí que no quería despertarle.

—¿Puedo ayudarla, señorita?

—Eso espero.

—¿Australiana?

—¿Tanto se nota?

—Luché con sus chicos en África del Norte. Unos soldados magníficos, se lo aseguro. ¿En qué puedo ayudarla, señorita?

—Les escribí desde Melbourne —dije, sacando una copia de la carta—. Sobre el dueño de esta medalla. —Pasé la cadena por encima de la cabeza y le tendí la medalla—. Se llamaba Guy Francis Trentham.

—Una MC en miniatura —dijo el sargento sin vacilar, sosteniendo la medalla en la mano—. ¿Ha dicho Guy Francis Trentham?

—Exacto.

—Bien. Le buscaremos en el libro mayor. 1914-1918, ¿verdad?

Asentí con la cabeza.

Se acercó a una maciza estantería que casi cedía bajo el peso de gruesos volúmenes y sacó un enorme libro encuadernado en piel. Lo dejó sobre el mostrador con un golpe sordo, lanzando polvo en todas direcciones. En la cubierta, impresas en oro, se leían las palabras: «Reales Fusileros, Condecoraciones, 1914-1918».

—Echemos un vistazo, pues —dijo, pasando las páginas. Espero impaciente—. Aquí está nuestro hombre —anunció en tono triunfal—. Guy Francis Trentham, capitán. —Dio la vuelta al libro para que yo viera el epígrafe.

La citación del capitán Trentham ocupaba veintidós líneas. Le pregunté si podía copiarlo todo.

—Por supuesto, señorita. Considérese como en su casa. Me dio una hoja grande de papel rayado y un lápiz despuntado del ejército. Empecé a escribir:

La mañana del 18 de julio de 1918, el capitán Guy Trentham, del Tercer Batallón de los Fusileros Reales, condujo a una compañía de hombres desde las trincheras aliadas a las líneas enemigas, matando a varios soldados alemanes antes de alcanzar sus trincheras, donde eliminó a una unidad enemiga por sí solo. El capitán Trentham siguió en persecución de otros tres soldados alemanes y, pese a quedarse sin municiones, logró matar a dos de ellos antes de atrapar a un capitán en el bosque cercano.

La misma noche, a pesar de estar rodeado de enemigos, rescató a dos hombres de su compañía, el soldado T. Prescott y el cabo C. Trumper, que se habían extraviado del campo de batalla y buscado refugio en una iglesia próxima. Cuando cayó la noche, les condujo de vuelta por terreno descubierto, mientras el enemigo disparaba intermitentemente en su dirección.

Una bala perdida disparada desde el bando alemán mató al soldado Prescott antes de que lograra llegar a nuestras trincheras. El cabo Trumper sobrevivió, a pesar del intenso fuego procedente de las líneas enemigas.

Por este acto de heroísmo frente al enemigo, el capitán Trentham fue recompensado con la MC.

Escribí palabra por palabra la citación, cerré el pesado libro y lo devolví al sargento.

—Trentham —dijo él—. Si no recuerdo mal, señorita, hay una foto de él colgada de la pared.

El sargento cogió sus muletas, salió de detrás del mostrador y cojeó lentamente hacia el extremo más alejado del museo. No me di cuenta hasta aquel momento de que el pobre hombre solo tenía una pierna.

—Por aquí, señorita —dijo—. Sígame.

Las palmas de mis manos se cubrieron de sudor y me sentí un poco mareada al pensar que iba a ver por fin el rostro de mi padre. ¿Nos pareceríamos en algo?

El sargento dejó atrás las VCs y llegamos a la fila de MCs. Eran fotografías antiguas, en color sepia, mal enmarcadas. Las recorrió con el dedo: Stevens, Thomas, Tubbs.

—Qué raro. Juraría que la foto estaba aquí. Bien, que me cuelguen. Debió perderse cuando nos trasladamos desde la Torre.

—¿Podría estar su foto en otra parte?

—No sin que yo lo supiera, señorita. Tendría que habérmelo imaginado, pero juraría que había visto su foto en el museo cuando estaba en la Torre. Bien, que me cuelguen —repitió.

Le pregunté si podía proporcionarme más detalles sobre el capitán Trentham y si sabía lo que había sido de él después de 1918. Volvió al mostrador y buscó su nombre en la guía del regimiento.

—Entró en el servicio activo en 1915, ascendido a teniente primero en 1916, capitán en 1917, India 1920-1922, abandonó el ejército en 1922. No se sabe nada de él desde entonces, señorita.

—¿Podría seguir vivo, pues?

—Desde luego, señorita. Tendría unos cincuenta años, cincuenta y cinco, como máximo.

Le di las gracias y me marché a toda prisa, consciente de que había pasado mucho tiempo en el museo y temerosa de perder el tren de vuelta a Londres. Mi turno empezaba a las cinco.

Me senté en el tren y contemplé por la ventanilla la campiña inglesa. Me complació pensar que mi padre había sido un héroe de la Primera Guerra Mundial, pero no conseguía adivinar por qué la señorita Benson se negaba a contarme nada sobre él. ¿Por qué había ido a Australia? ¿Se había cambiado el apellido por el de Ross? Presentí que debería volver a Melbourne para averiguar qué le había ocurrido exactamente a Guy Francis Trentham. De haber tenido dinero para pagarme el pasaje, habría partido aquella misma noche, pero acepté la realidad de que debería trabajar otros nueve meses en el hotel antes de que me adelantaran el dinero necesario para pagarme el billete de vuelta a casa. Resolví cumplir mi sentencia.

En 1947, Londres era una ciudad excitante para una chica de veintitrés años y, pese al duro trabajo, había muchas compensaciones. Siempre que tenía tiempo libre visitaba una galería de arte, un museo, o iba al cine con una chica del hotel. En un par de ocasiones fui a bailar al Hammersmith Palais con un grupo de amigas. Una noche, cuando mi contrato con el Ayres estaba a punto de expirar, recuerdo que un tipo de la RAF bastante atractivo me preguntó si quería bailar con él. A los pocos momentos de empezar intentó besarme. Cuando le aparté se enardeció aún más, y tan solo una fuerte patada en el tobillo, seguida de una breve carrerilla por la pista de baile, hizo posible que me escapara. Minutos después me encontré en la acera, y me dirigí de vuelta al hotel.

Paseé por Chelsea en dirección a Earl’s Court y me detuve de vez en cuando a admirar los artículos inasequibles que se exhibían en todos los escaparates. Me fijé especialmente en un chal largo de seda azul que cubría los hombros de un elegante y esbelto maniquí. Dejé de mirar tiendas un momento y reparé en el letrero situado sobre la puerta: «Trumper’s». El nombre me sonó familiar, pero no supe por qué. Regresé sin prisas hacia el hotel, pero el único Trumper que recordaba era el legendario jugador australiano de cricket, muerto antes de que yo naciera. Después, en plena noche, me acordé. Trumper, C., era el cabo mencionado en la citación de mi padre. Repasé enseguida las palabras que había copiado durante mi visita al museo de los Fusileros Reales.

Era la primera vez que me topaba con aquel apellido desde mi llegada a Inglaterra, y me pregunté si el propietario de la tienda estaría relacionado de alguna forma con el cabo, y podría ayudarme a encontrarle. Decidí volver al museo de Hounslow al día siguiente y ver si mi amigo cojo podía prestarme de nuevo su concurso.

—Me alegro de volver a verla, señorita —dijo, cuando me acerqué al mostrador. Me conmovió que se acordara de mí—, ¿busca más información?

—Exacto. El cabo Trumper, ¿no es él…?

—Charlie Trumper, el comerciante honrado. Desde luego, señorita, pero ahora es sir Charles y dueño del mayor grupo de tiendas de Chelsea Terrace.

—Eso pensé.

—Iba a decírselo el día anterior, pero se marchó antes de que pudiera hacerlo, señorita. —Sonrió—, se podría haber ahorrado un viaje en tren y seis meses de su tiempo.

La noche siguiente, en lugar de ir a ver a Greta Garbo al cine Gate de Notting Hill Gate, me senté en un banco en la acera opuesta a Chelsea Terrace y me dediqué a contemplar una fila de escaparates. Por lo visto, sir Charles era el dueño de casi todas las tiendas de la calle. Me pregunté por qué habría permitido que un solar tan grande continuara ocupando el centro de la manzana.

Mi siguiente problema era encontrar la forma de verle. Lo único que se me ocurrió fue que tal vez podía llevar la medalla al número 1 para que la tasaran… y después, rezar.

La semana siguiente me tocó el turno de día en el hotel, así que no pude volver al número 1 de Chelsea Terrace hasta el otro lunes por la tarde. Enseñé mi medalla a la dependienta y pregunté si podía tasarla. Ella la examinó, y después llamó a otra persona. Un hombre alto, de aspecto diligente, pasó cierto tiempo estudiando la pieza antes de darme su opinión.

—Una MC en miniatura, a veces conocida como MC de gala porque se lleva en determinadas celebraciones del regimiento, como reuniones o cenas. Su valor aproximado es de diez libras. —Vaciló un momento—. De todos modos, Spink’s en la calle King número 5, SW1, la asesorará más detalladamente, si usted lo solicita.

—Gracias —dije, sin averiguar nada nuevo e incapaz de pensar en cómo formular una pregunta directa sobre el historial bélico de sir Charles.

—¿Puedo ayudarla en algo más? —preguntó el hombre, al verla inmóvil en su sitio.

—¿Cómo puedo entrar a trabajar aquí? —pregunté de sopetón, sintiéndome bastante estúpida.

—Presente una solicitud por escrito, adjuntando su curriculum y experiencia. Nos pondremos en contacto con usted dentro de unos días.

—Gracias —respondí, y me fui sin decir nada más.

Aquella noche redacté una larga carta, especificando mi curriculum. Me pareció un poco endeble cuando repasé lo escrito.

A la mañana siguiente reescribí la carta en el mejor papel del hotel; puse en el sobre «Solicitudes de trabajo» (pues ignoraba a qué nombre enviarlo, a excepción de «Trumper’s»), Chelsea Terrace, número 1, Londres, SW7.

La tarde siguiente entregué la misiva en mano a una empleada de la sala de subastas, sin la menor esperanza de recibir contestación. En cualquier caso, no estaba muy segura de qué iba a hacer si me ofrecían un empleo, pues pensaba regresar a Melbourne dentro de escasas semanas, y no se me ocurría cómo me ayudaría a entrevistarme con sir Charles trabajar en «Trumper’s».

Diez días después recibí una carta del jefe de personal, indicando que deseaban entrevistarme. Gasté cuatro libras y quince chelines de mi salario, ganado a costa de penosos esfuerzos, en un vestido nuevo que apenas podía permitirme, y llegué a la cita con una hora de antelación. Tuve que dar varias vueltas a la manzana. Durante aquella hora descubrí que sir Charles vendía todo lo que un ser humano podía desear, siempre que tuviera el dinero necesario para pagarlo.

La hora terminó por fin, entré y me presenté ante el mostrador principal. Me acompañaron hasta un despacho de la última planta. La señora que me entrevistó dijo no entender qué hacía yo trabajando de criada en un hotel, teniendo en cuenta mi curriculum, y yo le expliqué que trabajar en un hotel era lo único que podían hacer las personas que no tenían dinero para pagarse el billete de vuelta.

Ella sonrió y me advirtió que, si quería trabajar en el número 1, debería empezar en el mostrador principal. Si demostraba aptitudes no tardarían en ascenderme.

—Yo empecé en el mostrador principal de «Sotheby’s» —explicó.

Estuve a punto de preguntarle cuánto había durado.

—Me encantaría trabajar en «Trumper’s» —respondí—, pero me temo que aún he de cumplir dos meses de contrato para marcharme del hotel Ayres.

—En ese caso, nos veremos obligados a esperarla —replicó sin vacilar la mujer—. Empezará el 1 de setiembre en el mostrador principal, señorita Ross. Le comunicaré el acuerdo por escrito la semana que viene.

Su oferta me entusiasmó hasta tal punto que olvidé el motivo de haber solicitado el trabajo por completo, hasta que mi entrevistadora me envió la carta prometida y conseguí descifrar la firma de la señora que había garrapateado su nombre al final de la página.