Charlie y Becky fueron a Cambridge para ver a Daniel cuatro días después de la visita al señor Harrison. Charlie había insistido en que no podían retrasarlo más, y había telefoneado a Daniel aquella misma noche para avisarle de que irían al Trinity, pues necesitaban hablar con él de algo importante.
—Estupendo, porque yo también tengo algo importante que anunciaros —fue la contestación de Daniel.
De camino a Cambridge, Becky y Charlie ensayaron lo que dirían y cómo lo dirían, pero llegaron a la conclusión de que, por más que intentaran explicarle lo ocurrido en el pasado, no sabían cómo iba a reaccionar Daniel.
—Me pregunto si nos perdonará algún día —dijo Becky—. Teníamos que habérselo dicho hace años.
—Pero no lo hicimos.
—Y se lo decimos justo cuando puede repercutir en nuestro beneficio económico.
—Y en el suyo, a la postre. Después de todo, heredará en su momento el diez por ciento de la empresa, dejando aparte todos los bienes de Hardcastle. Veremos cómo reacciona ante las noticias. —Daniel aceleró cuando llegó a un tramo de dos carriles, pasado Rickmansworth—. Las reacciones de Daniel siempre han sido impredecibles, así que es inútil hacer cábalas. Repasemos el guión de nuevo. Tú empiezas contándole cómo conociste a Guy…
—Tal vez ya lo sabe —dijo Becky.
—En ese caso, habría preguntado…
—No necesariamente. Siempre ha sido muy reservado, sobre todo en lo tocante a nosotros.
El ensayo prosiguió hasta que llegaron a las afueras de la ciudad.
Charlie condujo a escasa velocidad por los Backs, dejó atrás el colegio Queens, esquivando a un grupo de estudiantes que caminaba por la calle y dobló a la derecha para entrar en el Trinity. Detuvo el coche en el patio de los profesores, se dirigieron a la entrada C y subieron una gastada escalera de piedra hasta llegar a la puerta señalada con el letrero «doctor Daniel Trumper». Siempre divertía a Becky recordar que no fue consciente del doctorado de su hijo hasta que alguien le llamó «doctor Trumper» en su presencia.
Charlie aferró la mano de su mujer.
—No te preocupes, Becky. Todo irá bien, ya lo verás. —Le apretó los dedos una vez más antes de llamar con firmeza a la puerta de Daniel.
—Adelante —gritó una voz que solo podía ser la de Daniel.
Al cabo de un momento abrió la pesada puerta de roble para darles la bienvenida. Abrazó a su madre antes de guiarle hacia su desordenado estudio, donde ya estaba servido el té en una mesa situada en el centro de la habitación.
Charlie y Becky se sentaron en dos de las enormes y estropeadas sillas de cuero que el colegio le había proporcionado. Habrían pertenecido a los seis ocupantes anteriores de la habitación, y recordaron a Becky la silla que había sacado de la casa de Charlie en Whitechapel Road.
Daniel les sirvió el té y tostó un bollo en la chimenea. Nadie habló durante un rato, y Becky se preguntó dónde habría comprado su hijo un jersei de cachemira tan bonito.
—¿Habéis tenido un buen viaje? —preguntó Daniel por fin.
—Normal —contestó Charlie.
—¿Qué tal va el nuevo coche?
—Bien.
—¿Y «Trumper’s»?
—Podría ir peor.
—No estás muy locuaz, ¿eh, papá? Deberías solicitar la plaza vacante de profesor de inglés.
—Lo siento, Daniel —dijo su madre—. Es que tiene muchas cosas en la cabeza en este momento, sobre todo el tema que queremos hablar contigo.
—Es el momento perfecto —dijo Daniel, dándole vuelta al bollo.
—¿Por qué? —preguntó Charlie.
—Porque, como ya os avisé, quiero hablar con vosotros de algo importante. Así que… ¿quién empieza primero?
—Oigamos tus noticias —se apresuró a contestar Becky.
—No, creo que lo más oportuno es lidiar primero con nuestro problema —intervino Charlie.
—Por mí, perfecto. —Daniel dejó caer un bollo tostado en el plato de su madre—. Mantequilla, mermelada y miel —añadió, señalando tres platitos que descansaban sobre la mesa, frente a ella.
—Gracias —dijo Becky.
—Adelante, papá. No puedo soportar esta tensión. —Dio vuelta al segundo bollo.
—Bien, quiero hablarte de algo que debimos contarte hace muchos años, y lo habríamos hecho de no ser…
—¿Un bollo, papá?
—Gracias —dijo Charlie, sin hacer caso del pastel caliente y humeante que Daniel dejó caer en su plato—… por ciertas circunstancias y una cadena de acontecimientos que nos impidieron abordarlo.
Daniel colocó un tercer bollo en el extremo de su larga tostadera.
—Come, mamá, o se te va a enfriar. En cualquier caso, enseguida te preparo otro.
—No tengo hambre —admitió Becky.
—Bien, como iba diciendo —continuó Charlie—, ha surgido un problema concerniente a una gran herencia que, en su momento…
Alguien llamó a la puerta. Becky miró con desesperación a Charlie, confiando en que la interrupción se tratara de un mensaje sin importancia. Lo último que necesitaban ahora era un estudiante con un problema interminable. Daniel se levantó y acudió a la puerta.
—Entra, querida —le oyeron decir. Charlie se puso en pie cuando la invitada de Daniel entró en la habitación.
—Me alegro de verte, Cathy —saludó Charlie—. No tenía ni idea de que hoy ibas a estar en Cambridge.
—No, es muy típico de Daniel —contestó Cathy—, yo quería avisarles a ambos, pero él no me dejó. —Dirigió una nerviosa sonrisa a Becky y se sentó en una silla libre.
Becky les miró a ambos. Observó con asombro su enorme parecido. Deseaba hacer tres preguntas a la vez.
—Sírvete un poco de té, querida —dijo Daniel—. Llegas a tiempo del siguiente bollo y en el momento más excitante. Papá iba a comunicarme cuánto me va a dejar en su testamento. ¿Voy a heredar el imperio Trumper o tendré que conformarme con el abono anual para el West Ham F. C.?
—Oh, lo siento mucho —dijo Cathy, empezando a levantarse.
—No, no. —Charlie le indicó que no se moviera—. No seas tonta, no es tan importante. Lo dejaremos para más tarde.
—Están muy calientes, así que ten cuidado —dijo Daniel, dejando caer un bollo en el plato de Cathy—, bien, si mi herencia es de una insignificancia tan monumental, daré yo mi noticia. Redoble de tambores, arriba el telón, primera línea. —Daniel alzó la tostadera como si fuera una batuta—. Cathy y yo nos vamos a casar.
—No me lo creo —exclamó Becky, saltando de la silla y abrazando a Cathy—, es una noticia maravillosa.
—¿Desde cuándo os conocéis? —preguntó Charlie—, debo de haber estado ciego.
—Desde hace más de un año —admitió Daniel—, para ser justos, papá, ni siquiera tú tienes un telescopio capaz de enfocar Cambridge todos los fines de semana. Te revelaré otro pequeño secreto: Cathy no me permitió decíroslo hasta que mamá la invitó a integrarse en el comité directivo.
—Como comerciante desde hace una eternidad, muchacho —dijo Charlie, resplandeciente—, debo decirte que te llevas lo mejor del negocio. —Daniel sonrió—. De hecho, creo que Cathy sale perdiendo. ¿Cuándo empezó todo esto?
—Nos conocimos durante la inauguración de su casa, hace casi dieciocho meses. Usted no se acordará, sir Charles, pero nos trompeamos en la escalera —dijo Cathy, jugueteando nerviosamente con la cruz que colgaba de su cuello.
—Claro que me acuerdo; pero haz el favor de llamarme Charlie.
—¿Ya habéis decidido la fecha? —preguntó Becky.
—Pensamos casarnos durante las vacaciones de Pascua —dijo Daniel—, ¿os va bien a los dos?
—La próxima semana me va bien —contestó su padre—. Nada podría hacerme más feliz. ¿Dónde queréis que se celebre la boda?
—En la capilla del Trinity —contestó Daniel sin vacilar—. Cathy, por desgracia, ya no tiene familia, y pensamos que casarnos en Cambridge sería lo mejor, dadas las circunstancias.
—¿Y dónde viviréis? —preguntó Becky.
—Ah, eso depende —dijo Daniel con aire de misterio.
—¿De qué? —preguntó Charlie.
—He solicitado la cátedra de matemáticas en el King’s de Londres… y me han confirmado que su decisión será anunciada al mundo dentro de dos semanas.
—¿Tantas esperanzas tienes? —preguntó Becky.
—Bien, te lo explicaré —dijo Daniel—, el rector me ha invitado a cenar con él el próximo jueves en sus aposentos, y como nunca he visto al caballero en cuestión… —Se interrumpió cuando sonó el teléfono.
—Vaya, ¿quién será? Los monstruos no me suelen molestar los domingos. —Daniel descolgó el teléfono y escuchó unos momentos—, sí, está aquí —dijo al cabo de unos segundos—, ¿quién la llama? Se lo diré. —Miró a su madre—. El señor Harrison pregunta por ti, mamá.
Becky se levantó y cogió el teléfono. Charlie tenía aspecto de temer algo.
—¿Es usted, lady Trumper?
—Sí, soy yo.
—Soy Harrison. Seré breve. Antes de nada, ¿ha informado a Daniel de los detalles relativos al testamento de sir Raymond?
—No. Mi marido estaba a punto de hacerlo.
—En ese caso, no mencione el tema hasta que nos veamos de nuevo, por favor.
—Pero… ¿por qué? —Becky comprendió que ahora iba a ser necesario disimular.
—Prefiero no discutirlo por teléfono, lady Trumper. ¿Cuándo volverá a la ciudad?
—Esta noche.
—Creo que deberíamos vernos lo antes posible.
—Si lo considera necesario… —Becky seguía desconcertada.
—¿Le va bien a las siete?
—Sí, estoy segura de que ya habremos regresado a esa hora.
—En ese caso, acudiré a su casa a las siete. Le ruego que, haga lo que haga, no mencione para nada el testamento de sir Raymond a Daniel, Le pido disculpas por tanto misterio, pero temo que no me queda otra elección. Adiós, querida señora.
—Adiós —dijo Becky, colgando el teléfono.
—¿Problemas? —preguntó Charlie, enarcando una ceja.
—No lo sé. —Becky miró a Charlie a los ojos—, el señor Harrison quiere verme otra vez sobre aquellos papeles que me comentó el otro día. —Charlie hizo una mueca—. Y no quiere que hablemos de ello con nadie más, de momento.
—Eso sí que suena misterioso —comentó Daniel, volviéndose hacia Cathy—. El señor Harrison, querida, está en la junta del carretón. Es un hombre que consideraría llamar a su esposa en horas de oficina una violación del contrato.
—Parece que reúne todas las cualidades para sentarse en la junta directiva de «Trumper’s».
—Le viste una vez, de hecho —dijo Daniel—, su esposa y él también acudieron a la fiesta de la inauguración, pero me temo que sus rasgos son fáciles de olvidar.
—¿Quién pintó ese cuadro? —preguntó Charlie de repente, mirando una aguamarina del Cam que colgaba sobre el escritorio de Daniel.
Becky confió en que el cambio de tema no hubiera sido demasiado descarado.
Durante el viaje de regreso a Londres, Becky se debatió entre la alegría de tener a Cathy por futura nuera y el nerviosismo que le producía la llamada del señor Harrison.
Cuando Charlie le pidió por enésima vez más detalles, Becky trató de repetir la conversación mantenida con Harrison, palabra por palabra, pero no por ello dedujeron algo más.
—Pronto lo sabremos —dijo Charlie. Salió de la Al, atravesó Whitechapel y entró en la ciudad. Siempre que pasaba frente a los carretones que exhibían sus artículos y el club juvenil donde había recibido su primera lección de boxeo, experimentaba un escalofrío.
Frenó el coche de repente y miró por la ventanilla.
—¿Por qué te paras? —preguntó Becky—, no tenemos tiempo que perder.
Charlie señaló el club juvenil masculino de Whitechapel: parecía todavía más ruinoso y abandonado que de costumbre.
—Has visto el club mil veces, Charlie. No podemos llegar tarde a nuestra cita con el señor Harrison.
Charlie sacó su agenda y desenroscó el capuchón de la pluma.
—¿Qué vas a hacer?
—Becky, ¿cuándo aprenderás a ser más observadora? —Charlie copió el número de la inmobiliaria que constaba en el cartel de «En venta».
—¿No pensarás abrir un segundo «Trumper’s» en Whitechapel?
—No, pero quiero averiguar por qué van a cerrar mi antiguo club juvenil —contestó Charlie. Guardó la pluma y puso la primera.
Los Trumper llegaron a Eaton Square, 17, media hora antes de que el señor Harrison se presentara; ambos sabían que el señor Harrison era implacablemente puntual.
Becky se puso enseguida a quitar el polvo de las mesas y a disponer los almohadones de la sala de estar.
—Todo está en orden —dijo Charlie—. Deja de preocuparte por tonterías. En cualquier caso, para eso he contratado un ama de llaves.
—Pero es una noche de domingo —le recordó Becky. Continuó ordenando objetos que no tocaba desde hacía meses, y luego encendió la chimenea.
A las siete en punto sonó el timbre de la puerta. Charlie fue a recibir a su invitado.
—Buenas noches, sir Charles —saludó el señor Harrison, quitándose el sombrero.
Ah, sí, pensó Charlie, hay otro conocido mío que nunca me llama Charlie. Cogió el abrigo, la bufanda y el sombrero del señor Harrison y los colgó en el perchero del vestíbulo.
—Lamento molestarles un domingo por la noche —dijo el señor Harrison, siguiendo a su anfitrión hasta la sala de estar—, pero espero que cuando me haya escuchado se dé cuenta de que he tomado la decisión correcta.
—Por supuesto. A los dos nos intrigó su llamada. Permítame ofrecerle algo de beber. ¿Un whisky?
—No, gracias, pero aceptaría con gusto un jerez seco.
Becky sirvió un Tío Pepe al señor Harrison y un whisky a su marido. Después, se reunió con los dos hombres alrededor del fuego y aguardó a que el abogado explicara los motivos de su extraña llamada.
—No me resulta fácil, sir Charles.
Charlie asintió con la cabeza.
—Lo comprendo. Tómese su tiempo.
—¿Me confirma que no reveló a su hijo los detalles concernientes al testamento de sir Raymond?
—No lo hicimos. Nos salvó del mal rato el anuncio del futuro matrimonio de Daniel y, después, su afortunada llamada.
—Bien, es una buena noticia —dijo el señor Harrison— para la encantadora señorita Ross, sin duda. Felicítela de mi parte, por favor.
—¿Usted ya estaba enterado? —preguntó Becky.
—Oh, sí. Era obvio para todo el mundo, ¿no?
—Para todo el mundo, excepto nosotros —confesó Charlie.
El señor Harrison se permitió una sonrisa irónica y sacó una carpeta de la cartera Gladstone.
—No les haré perder más tiempo —continuó el señor Harrison—, durante una conversación que sostuve hace unos días con los abogados de la otra parte, salió a relucir que, tiempo atrás, Daniel visitó a la señora Trentham en su residencia de Chester Square.
Charlie y Becky fueron incapaces de ocultar su sorpresa.
—Lo que yo pensaba —dijo el señor Harrison—. Ustedes, al igual que yo, ignoraban por completo que tal encuentro se hubiera producido.
—Pero ¿cómo pudieron encontrarse, si…? —empezó Charlie.
—Nunca lo sabremos, sir Charles. No obstante, sí sé que, en ese encuentro, Daniel llegó a un acuerdo con la señora Trentham que, por desgracia, me temo que es legal.
—¿Y cuál fue la naturaleza de ese acuerdo? —preguntó Charlie.
El viejo abogado sacó una hoja de la carpeta y releyó las palabras escritas por la señora Trentham de su puño y letra: «A cambio de que la señora Trentham retire su oposición a la solicitud de construcción del edificio conocido como Torres Trumper, y por renunciar a la reconstrucción de los pisos de Chelsea Terrace, Daniel Trumper renunciará a los derechos sobre los bienes de la familia Hardcastle que se le acrediten ahora o en el futuro». En aquel momento, por supuesto, no tenía ni idea de que era el principal beneficiario del testamento de sir Raymond.
—¿Por eso se rindió sin luchar? —preguntó Charlie.
—Eso parece.
—Daniel lo hizo todo a nuestras espaldas —dijo Becky, mientras su marido leía el documento.
—¿Y dice que es legal? —fueron las primeras palabras de Charlie después de leer la hoja.
—Sí, me temo que así es, sir Charles.
—¿Aunque él ignorase los detalles de la herencia? —inquirió Charlie.
—Es un contrato entre dos personas. Los tribunales asumirán que Daniel renunció a todos sus derechos sobre los bienes de los Hardcastle, pues la señora Trentham cumplió su parte del trato.
—¿Se podría aducir coerción?
—¿De un hombre de veintiséis años por una mujer que rebasa los setenta? Difícilmente, sir Charles.
—¿Cómo es posible que esa entrevista tuviera lugar?
—Lo ignoro —respondió el abogado—. Por lo visto, ella no entró en detalles ni con sus propios abogados. Sin embargo, supongo que ahora comprenderán por qué consideré que este no era el momento más indicado para sacar a relucir el tema de la herencia de sir Raymond.
—Tomó la decisión correcta —aprobó Charlie.
—Y ahora el tema se ha cerrado para siempre —susurró Becky.
—¿Por qué? —preguntó Charlie, rodeando con el brazo a su mujer.
—Porque no quiero que Daniel se pase el resto de su vida pensando que traicionó a su bisabuelo, cuando su único propósito al firmar aquel acuerdo era ayudarnos. —Las lágrimas resbalaban por las mejillas de Becky cuando se volvió para mirar a su marido.
—Quizá debería hablar con Daniel, de hombre a hombre.
—Charlie, no quiero que nunca más saques a relucir el tema de Guy Trentham delante de mi hijo. Te lo prohíbo.
Él apartó su brazo y la miró como un niño al que hubieran regañado injustamente.
—Solo me alegro de que sea usted quien nos haya comunicado esta infortunada noticia —dijo Becky—. Siempre ha sido muy considerado con nosotros.
—Gracias, pero me temo que aún me quedan más noticias que comunicarles, lady Trumper.
Becky aferró la mano de Charlie.
—Debo informarles de que la señora Trentham no se ha quedado satisfecha con asestarles ese golpe.
—¿Qué más nos puede hacer? —preguntó Charlie.
—Por lo visto, ahora desea desprenderse del solar de Chelsea Terrace.
—No lo creo —dijo Becky.
—Yo sí —afirmó Charlie—. Pero ¿a qué precio?
—Ese es el verdadero problema —dijo el señor Harrison, que se inclinó para sacar otra carpeta de su vieja cartera de piel.
Charlie y Becky intercambiaron una rápida mirada.
—La señora Trentham le ofrecerá el solar de Chelsea Terrace por el diez por ciento de las acciones de «Trumper’s» —hizo una pausa— y un puesto en el consejo de administración para su hijo Nigel.
—Jamás —dijo Charlie.
—Si rechaza su oferta —añadió el abogado—, venderá la propiedad al mejor postor…, sea quien sea.
—Muy bien —dijo Charlie—, en cualquier caso, acabaremos adquiriendo el terreno.
—A un precio mucho más elevado que el diez por ciento de nuestras acciones, sospecho —dijo Becky.
—Vale la pena pagar ese precio después de todo lo que nos ha hecho.
—La señora Trentham también ha exigido que su oferta sea presentada en la próxima reunión de la junta y sometida a votación.
—Carece de autoridad para exigir eso —protestó Charlie.
—Si usted rehúsa acceder a esta exigencia, tiene la intención de informar de la oferta por carta a todos los accionistas y convocar después una asamblea general extraordinaria, en la que presentará personalmente su caso y pedirá que se vote el tema.
—¿Puede hacerlo? —Charlie parecía preocupado por primera vez.
—A juzgar por todo lo que sé acerca de esa dama, sospecho que no habría lanzado tal desafío sin haberse asesorado legalmente con anterioridad.
—Da la impresión de que adivina nuestros movimientos por anticipado —se quejó Becky.
La voz de Charlie reveló la misma angustia.
—No tendría que preocuparse por nuestros siguientes movimientos si su hijo estuviera en la junta. Se lo diría todo después de cada reunión.
—Por lo tanto, parece que tendremos que acceder a sus exigencias —dijo Becky.
—Estoy de acuerdo con usted, lady Trumper —dijo el señor Harrison—. No obstante, consideré justo informarles con todo detalle sobre las intenciones de la señora Trentham, porque en la reunión del próximo martes tendré el penoso deber de poner al corriente a la junta.
En la siguiente reunión de la junta, celebrada el martes siguiente, solo se produjo una ausencia «justificada»: Simón Matthews se encontraba en Ginebra para dirigir una subasta de joyas raras. Charlie le había asegurado que su presencia no sería vital. Cuando el señor Harrison terminó de explicar las condiciones de la oferta lanzada por la señora Trentham, todo el mundo quiso hablar a la vez.
—Quiero dejar clara mi postura desde el principio —dijo Charlie, cuando logró establecer un poco de orden—. Soy contrario a esta oferta al cien por cien. No confío en esa dama, y nunca lo he hecho. Aún más, creo que, a la larga, su propósito es perjudicar a la empresa.
—Señor presidente —intervino Paul Merrick—, si ella piensa vender el terreno de Chelsea Terrace al mejor postor, no le costaría nada utilizar el dinero de la venta en adquirir otro diez por ciento de acciones de la empresa cuando le conviniera. ¿Qué otra alternativa nos queda?
—No tener que convivir con su hijo —dijo Charlie—. Recuerde que en el lote va incluido ofrecerle un puesto en la junta.
—Pero si poseyera el diez por ciento de la empresa, o más, sería nuestro deber aceptarle como director, nos gustara o no.
—No necesariamente, sobre todo si creyéramos que su único propósito, al integrarse en la junta, es apoderarse de la empresa.
Se hizo el silencio cuando todos los presentes reflexionaron sobre esta posibilidad.
—Imaginemos por un momento —dijo Tim Newman— que no aceptamos las condiciones de la señora Trentham, sino que entramos en competencia para adquirir el solar. No sería la solución más barata, porque le puedo asegurar, sir Charles, que Sears, Boots, la Casa Fraser y la Sociedad John Lewis, por citar solo cuatro, se sentirían muy satisfechas de abrir unos nuevos grandes almacenes en pleno «Trumper’s».
—Independientemente de su opinión sobre esa dama, señor presidente, rechazar su oferta nos podría salir mucho más caro, a la larga —dijo Paul Merrick—. En cualquier caso, debo informar a la junta de algo que me parece importante a efectos de esta discusión.
—¿Qué es? —preguntó Charlie, preocupado.
—Tal vez interese saber a mis colegas directores —empezó Merrick, con cierta pomposidad— que Kitcat & Aitken ha rescindido el contrato a Nigel Trentham, que es lo mismo que decir que ha sido despedido por incompetente. No puedo imaginar que su presencia en esta mesa nos cause problemas, ahora o en el futuro.
—Informaría a su madre de todos nuestros movimientos —observó Charlie.
—¿Tal vez le interese saber cómo va la venta de bragas en la séptima planta? —bromeó Merrick—. Y no olvidemos el escape de agua en el lavabo de caballeros, ocurrido el mes pasado. No, presidente, sería absurdo, e incluso irresponsable, no aceptar esa oferta.
—A propósito, señor presidente, ¿qué haría usted con el espacio disponible, si «Trumper’s» entrara en posesión, repentinamente, del solar de la señora Trentham? —preguntó Daphne, desconcertando a todo el mundo.
—Ampliaciones —respondió Charlie—, nuestras costuras empiezan a descoserse. Ese trozo de tierra significa, como mínimo, tres mil metros cuadrados. Si le pusiera las manos encima, abriría veinte departamentos más.
—¿Ya cuánto se elevaría el proyecto de construcción? —continuó Daphne.
—A muchísimo dinero —intervino Paul Merrick—, del que tal vez no dispongamos si hemos de pagar por ese solar mucho más de lo que vale.
—Me permito recordarle que las cosas marchan viento en popa este año —dijo Charlie, dando un puñetazo sobre la mesa.
—Estoy de acuerdo, señor presidente, pero nos debemos antes que nada a nuestros accionistas —continuó Paul Merrick, sin levantar la voz—. Si llegaran a enterarse de que habíamos pagado una cantidad excesiva por el solar, a causa de, y se lo diré con la mayor delicadeza posible, un ajuste de cuentas personal entre los dos principales implicados, recibiríamos severas censuras en la próxima asamblea general, y es posible que pidieran su dimisión.
—Me da igual —casi gritó Charlie.
—Bien, a mí no —dijo Merrick, sin perder la calma—. Le diré más: si no aceptamos su oferta ya sabemos que la señora Trentham convocará una asamblea general extraordinaria para exponer su caso a los accionistas, y no albergo muchas dudas sobre su decisión. Creo que deberíamos poner a votación este tema, en lugar de proseguir esta discusión inútil.
—Espere un momento… —empezó Charlie.
—No, no esperaré, señor presidente, y propongo que aceptemos la generosa oferta de la señora Trentham, consistente en ceder su terreno a cambio del diez por ciento de las acciones de la empresa.
—¿Y qué propone que hagamos con su hijo? —preguntó Charlie.
—Invitarle a integrarse en la junta, al mismo tiempo.
—Pero…
—Basta de peros. Gracias, señor presidente. Ha llegado el momento de votar. No hemos de permitir que prejuicios personales nublen nuestro juicio.
—Puesto que se ha presentado una propuesta —dijo Arthur Selwyn, tras un momento de silencio—, ¿será tan amable de contar los votos, señorita Allen? —Jessica cabeceó y miró a los nueve miembros de la junta.
—¿Señor Merrick?
—A favor.
—¿Señor Newman?
—A favor.
—¿Señor Denning?
—En contra.
—¿Señor Makins?
—En contra.
—¿Señor Harrison?
El abogado posó las palmas de las manos sobre la mesa y pareció vacilar, como si se encontrara en un terrible dilema.
—A favor —dijo por fin.
—¿Lady Trumper?
—En contra —dijo Becky sin titubear.
—¿Lady Wiltshire?
—A favor —dijo Daphne con calma—. Prefiero que el enemigo esté dentro, causando problemas, que fuera, provocando aún más.
Becky no dio crédito a sus oídos.
—Supongo que usted está en contra, sir Charles.
Charlie cabeceó vigorosamente.
El señor Selwyn alzó la mirada.
—¿Debo entender que hay empate a cuatro votos? —preguntó a Jessica.
—Así es, señor Selwyn.
Todo el mundo miró al director gerente. Dejó a su lado el bolígrafo que había utilizado.
—En ese caso, debo apoyar lo que considero más beneficioso para los intereses de la empresa a largo plazo. Voto a favor de aceptar la oferta de la señora Trentham.
Todos los miembros de la junta se pusieron a hablar, excepto Charlie.
—La moción ha sido aprobada, sir Charles, por cinco votos a favor y cuatro en contra —dijo el señor Sehvyn, al cabo de unos instantes—, en consecuencia, daré instrucciones a nuestro banco mercantil y a nuestros abogados de que tomen las medidas económicas y legales necesarias para asegurar que la transacción se efectúe sin problemas y de acuerdo con las normas de la empresa.
Charlie no dijo nada, y continuó con la mirada fija al frente.
—Si no hay más temas, presidente, tal vez debería declarar concluida la reunión.
Charlie asintió con la cabeza, pero no se movió cuando los otros directores se levantaron para abandonar la sala. Solo Becky siguió en su sitio, en mitad de la larga mesa. Momentos después se quedaron a solas.
—Tendría que haberle metido mano a esos pisos hace treinta años, ¿sabes?
Becky no contestó.
—Y no deberíamos haber impulsado una sociedad anónima mientras esa jodida mujer continuara viva.
Charlie se levantó y caminó lentamente hacia la ventana, pero su esposa siguió en silencio mientras él contemplaba el banco vacío de la acera opuesta.
—Al menos, ya he descubierto lo que trama para Nigel Trentham.
Becky enarcó una ceja cuando su marido se volvió para mirarla.
Su plan consiste en que él me suceda como próximo presidente de «Trumper’s».