El 9 de noviembre de 1950 «Trumper’s» celebró su segunda asamblea general. Los directores se encontraron a las 10 de la mañana en la sala de juntas para que Arthur Selwyn les explicara el procedimiento que iba a seguir en la asamblea general.
A las doce en punto guio a los siete directores a la sala principal, como escolares conducido en fila india al recreo de la mañana.
Charlie presentó cada miembro de la junta a los accionistas congregados, cuyo número se elevaba a ciento veinte: una concurrencia respetable para tal ocasión, susurró Tim Newman al oído de Becky. Charlie pasó revista al orden del día sin que Arthur Selwyn precisara recordarle nada, y solo se le formuló una pregunta embarazosa.
—¿Por qué, durante el primer año de ejercicio, los gastos han superado tanto el presupuesto?
Arthur Selwyn explicó que el coste del edificio había sobrepasado la primera estimación, y los gastos de puesta en marcha incluían ciertas facturas que no volverían a repetirse en el futuro. También señaló que, en un plano puramente económico, «Trumper’s» había logrado igualar costes y beneficios en el primer trimestre del segundo año. Añadió que tenía plena confianza en el año actual, sobre todo gracias al aumento previsto de turistas que acudirían a Londres con motivo del Festival de Gran Bretaña. No obstante, advirtió a los accionistas de que la compañía necesitaría pedir prestado más capital, si esperaban aumentar sus servicios.
Cuando Charlie declaró clausurada la asamblea general, permaneció sentado, porque la junta recibió una breve ovación, que pilló desprevenido al presidente.
Becky estaba a punto de volver al número 1, para continuar trabajando en la subasta de impresionistas que proyectaba para la primavera, cuando el señor Harrison se acercó y la cogió por el codo.
—¿Puedo hablar con usted en privado, lady Trumper?
—Por supuesto. —Becky buscó un sitio tranquilo donde pudieran conversar.
—Creo que mi despacho de High Holborn sería más apropiado —sugirió el hombre—. Es un asunto bastante delicado. ¿Le va bien mañana, a las tres de la tarde?
Daniel telefoneó desde Cambridge aquella mañana. Becky no recordaba haberle oído nunca tan sereno y reconciliado con el mundo. Ella, por su parte, no estaba serena ni en paz con nadie. Aún no se le ocurría por qué el socio mayoritario de Harrison, Dickens & Cobb quería hablar con ella sobre «un asunto bastante delicado».
Se negaba a creer que la esposa del señor Harrison quisiera devolver el aparador Carlos II o precisara más detalles sobre la próxima subasta de impresionistas, pero, como en su caso la angustia privaba siempre sobre el optimismo, Becky se pasó las veintiséis horas siguientes temiendo lo peor.
No quiso comunicarle sus preocupaciones a Charlie, porque lo poco que sabía del señor Harrison la inducía a creer que si su marido tuviera algo que ver, el abogado habría solicitado verles a ambos. En cualquier caso, Charlie ya tenía bastantes problemas para cargarle, además, con los de ella.
El señor Harrison la recibió con una sonrisa cordial, como si fuera una pariente lejana de su extensa familia. Le ofreció la silla opuesta a su amplio escritorio de roble.
El señor Harrison debía tener unos cincuenta y cinco años, quizá sesenta, un rostro redondo y amistoso y unas pocas guedejas de cabello gris que se peinaba con la raya en medio. Su atavío, compuesto de chaqueta, chaleco, pantalones a rayas grises y corbata negra, podía ser el de cualquier abogado en diez kilómetros a la redonda. El hombre ocupó su silla, estudió los documentos amontonados frente a él y se quitó las gafas.
—Lady Trumper, ha sido muy amable al venir a verme. —Aunque se conocían desde hacía tres años, nunca la había tuteado.
—Iré directamente al grano. Uno de mis clientes era el difunto sir Raymond Hardcastle. —Becky se preguntó por qué no se lo había dicho nunca, y estuvo a punto de protestar—. Me apresuraré a decir que la señora Trentham no es y nunca ha sido cliente de esta firma.
Becky no hizo el menor esfuerzo para reprimir un suspiro de alivio.
—También debo informarla de que tuve el privilegio de trabajar para sir Raymond durante treinta años, y me consideraba no solo su consejero legal, sino, hacia el final de su vida, un amigo íntimo. Se trata de una información complementaria, lady Trumper, porque usted tal vez considere importantes estos datos cuando haya oído todo lo que voy a decirle.
Becky asintió, esperando que el señor Harrison fuera al grano.
—Años antes de que muriera —continuó el abogado—, sir Raymond redactó un testamento. En él dividía los ingresos derivados de sus propiedades entre sus dos hijas… Unos ingresos, debería añadir, que han aumentado de forma considerable desde su muerte, gracias a algunas prudentes inversiones efectuadas a su nombre. Su hija mayor era la señorita Amy Hardcastle, y la menor, como usted ya sabe muy bien, la señora de Gerald Trentham. Los ingresos de las propiedades han sido suficientes para dotar a ambas damas de un nivel de vida equiparable, aunque no mayor, al que tenían antes de su muerte. No obstante…
¿Irá al grano de una vez el querido señor Harrison?, empezó a preguntarse Becky.
—… sir Raymond decidió, con gran clarividencia, que el capital en acciones continuaría intacto, tras permitir que la firma fundada por su padre y desarrollada por él con tanto éxito, se fusionara con uno de sus mayores rivales. Como comprenderá, lady Trumper, sir Raymond pensaba que ningún miembro de su familia podía sucederle como presidente de Hardcastle’s. Ninguna de sus dos hijas, o nietos, sobre los cuales me extenderé más en su momento, eran lo suficientemente competentes como para llevar las riendas de una empresa pública.
El abogado se quitó las gafas, las limpió con un pañuelo que sacó del bolsillo superior de la chaqueta, examinó las gafas con aire crítico y entró en materia de nuevo.
—Sir Raymond no se hacía ilusiones sobre sus descendientes. Su hija mayor, Amy, era una dama bondadosa y tímida que cuidó a su padre durante sus últimos años. Cuando sir Raymond murió, se mudó a un hotelito de la costa, falleciendo escasos años después, como si ya hubiera terminado su papel en la vida.
»Su hija menor, Ethel Trentham… Se lo diré con la máxima delicadeza posible: sir Raymond consideraba que ella había perdido el contacto con la realidad y que ya no sentía el menor afecto por sus raíces. En cualquier caso, el hombre lamentaba muchísimo no haber tenido un hijo varón, de modo que cuando nació Guy, sus esperanzas en el futuro se concentraron en el joven nieto. Desde aquel día, fue muy generoso con él. Más tarde, se atribuyó la culpa de su desgracia. No cometió el mismo error con Nigel, un niño por el que jamás sintió afecto ni respeto.
»Sin embargo, sir Raymond ordenó a esta empresa que le mantuviéramos informado en todo momento sobre los miembros más cercanos de la familia. Así, cuando el capitán Trentham abandonó el ejército en 1923, de una manera inexplicable, nos ordenó que averiguáramos el motivo real que subyacía. Sir Raymond no aceptó la historia de su hija, en el sentido de que Guy había entrado como socio en una empresa australiana de tratantes de ganado. De hecho, se preocupó tanto que estuvo a punto de enviarme a Australia para descubrir la verdad. Entonces, Guy murió.
Becky tenía ganas de darle vueltas al señor Harrison como a un microsurco y hacerle superar las 78 revoluciones por minuto, pero también había llegado a la conclusión de que nadie podía apartar al hombre del sendero que se había fijado.
—El resultado de nuestras investigaciones —continuó Harrison— nos indujo a creer… lady Trumper, debo pedirle disculpas si incurro en alguna falta de delicadeza, pero no tengo intención de ofenderla… Nos indujo a creer que Charles Trumper no era el padre de su hijo, sino Guy Trentham.
Becky agachó la cabeza y el señor Harrison se disculpó de nuevo antes de proseguir.
—Sir Raymond, no obstante, necesitaba convencerse de que Daniel era su nieto, y con este fin efectuó dos visitas a San Pablo, después de que el muchacho ganara la beca para ese colegio.
Becky levantó la cabeza y miró al viejo abogado.
—En la primera ocasión vio tocar al muchacho en un concierto del colegio, Brahms, si no recuerdo mal, y en la segunda vio a Daniel recibir el premio Newton de matemáticas. Creo que usted también se encontraba presente. Después de la segunda visita, sir Raymond se convenció por completo de que Daniel era su nieto. Temo que todos los Hardcastle son agraciados con ese mentón, aparte de la propensión a balancearse de un pie al otro cuando están nerviosos. Por lo tanto, cambió su testamento al día siguiente.
El abogado cogió un documento atado con una cinta rosa, que desató poco a poco.
—Recibí las instrucciones, señora, de leerle las cláusulas importantes de este testamento en el momento que yo considerara apropiado, pero no antes de que el muchacho celebrara su trigésimo aniversario. Daniel cumplió treinta años hace unas semanas, si no me equivoco.
Becky asintió con la cabeza.
Harrison desdobló lentamente las rígidas hojas de pergamino.
—Ya le he explicado las disposiciones concernientes a las propiedades de sir Raymond. Sin embargo, desde la muerte de la señorita Amy, la señora Trentham recibe todos los beneficios de cualquier interés devengado del monopolio, y que ahora se elevan a unas cuarenta mil libras al año. Por lo que yo sé, sir Raymond no tomó disposiciones relativas a su nieto mayor, el señor Guy Trentham, pero como ya ha fallecido ese punto es irrelevante. Posteriormente, asignó una pequeña dote a su otro nieto, el señor Nigel Trentham. —Hizo una pausa—. Ahora, debo citar las palabras exactas de sir Raymond. —El abogado miró el documento y carraspeó—. «Después de cumplir los compromisos establecidos y pagar las facturas, lego los bienes residuales de mi patrimonio al señor Daniel Trumper del colegio Trinity, Cambridge». Adquirirá la plena posesión de su disfrute a la muerte de su abuela, la señora de Gerald Trentham.
Ahora que el abogado había ido por fin al grano, el estupor dejó sin palabras a Becky. El señor Harrison se calló por si Becky deseaba decir algo, pero como ella sospechaba que aún se producirían más revelaciones siguió en silencio. Los ojos del abogado se posaron en los papeles desplegados sobre el escritorio.
—Creo que debería añadir, llegados a este punto, que sé muy bien, como lo sabía sir Raymond, el trato que usted ha recibido a manos de su nieto y su hija, por lo que debo informarla de que, si bien este legado será considerable, no incluye la granja de Ashurst, en Berkshire, ni la casa de Chester Square. Ambas propiedades, desde la muerte de su esposo, pertenecen a la señora Trentham. Tampoco incluye, y sospecho que esto le interesará más, el terreno de Chelsea Terrace, que no forma parte de las propiedades de sir Raymond. Sin embargo, todo lo demás será heredado por Daniel, si bien, como ya le he explicado, no ocurrirá hasta que la señora Trentham fallezca.
—¿Ella lo sabe?
—La señora Trentham conocía muy bien las cláusulas del testamento de su padre. Incluso pidió asesoramiento para averiguar si podía invalidar las que introdujo después de las dos visitas de sir Raymond a San Pablo.
—¿Inició alguna acción legal?
—No. Al contrario, de repente, y debo confesar que inexplicablemente, ordenó a sus abogados que retirasen todas las objeciones. De todos modos, sir Raymond estipuló con la mayor claridad que el capital nunca podría ser utilizado o controlado por sus hijas. Este era privilegio de su descendiente directo.
Calló y posó las palmas de las manos sobre el papel secante colocado frente a él.
—Ahora tendré que decírselo —murmuró Becky para sí.
—Creo que así debe ser, lady Trumper. De hecho, el propósito de este encuentro era proporcionarle toda la información. Sir Raymond nunca estuvo seguro de que usted hubiera confesado a su hijo quién era exactamente su padre.
—No, nosotros nunca hemos…
Harrison se quitó las gafas y las puso sobre el escritorio.
—Tómese su tiempo, mi querida señora, y hágame saber cuándo tendré permiso para ponerme en contacto con su hijo y comunicarle su buena suerte.
—Gracias —dijo Becky en voz baja, pensando al mismo tiempo que había elegido unas palabras muy poco apropiadas.
—Por último —dijo el señor Harrison—, debo informarla también de que sir Raymond llegó a ser un gran admirador de su marido y de su trabajo, e incluso de la sociedad que forman ustedes dos. Hasta el punto de recomendar a esta firma que, si alguna vez «Trumper’s» se convertía en sociedad anónima, debíamos comprar un buen paquete de acciones de la nueva empresa. Estaba convencido de que un proyecto de tal calibre sería rentable y llegaría a ser una inversión de primer orden.
—Por eso el banco Hambros invirtió el diez por ciento cuando nos hicimos sociedad anónima —dijo Becky—. Siempre nos intrigó.
—Precisamente —añadió el señor Harrison con una sonrisa, casi de satisfacción—. Nuestro banco cliente, Hambros, nos dio instrucciones específicas de solicitar acciones en nombre del monopolio. No hay motivos para que recelen de una compra de acciones tan importante.
»El total, de hecho, fue considerablemente menor que los dividendos obtenidos durante el año. Sin embargo, los documentos de oferta nos hicieron ver que la intención de sir Charles consistía en controlar el cincuenta y uno por ciento de la empresa y, por tanto, consideramos que se sentiría aliviado al saber que nosotros poseeríamos otro diez por ciento bajo su control indirecto, por si surgieran problemas en el futuro. Tengo la esperanza de que comprenderán que hemos actuado en pro de sus intereses, pues siempre fue el deseo de sir Raymond que fueran informados en profundidad cuando yo lo considerase oportuno. La única condición era que dicha información no fuera revelada a su hijo hasta que cumpliera treinta años.
—Ha sido usted muy considerado, señor Harrison. Sé que Charlie querrá darle las gracias personalmente.
—Es usted muy amable, lady Trumper. Permítame añadir que este encuentro ha significado un auténtico placer para mí. Al igual que sir Raymond, he obtenido una enorme satisfacción siguiendo los progresos de ustedes tres a lo largo de los años, y me siento encantado de haber jugado un pequeño papel en el futuro de la empresa.
El señor Harrison, terminada su tarea, se levantó y acompañó a Becky en silencio a la puerta del edificio. Becky se preguntó si el abogado hablaba únicamente cuando tenía algo que comunicar.
—Lady Trumper, espero que me haga saber cuándo podré ponerme en contacto con su hijo.