Capítulo 36

—¿Veinte mil libras? —preguntó Becky, parándose frente al número 141—, estás bromeando.

—Es el precio que pide el agente —dijo Tim Newman.

—Pero si la tienda no puede valer más de tres mil libras —dijo Charlie, contemplando el único edificio de la manzana que aún no le pertenecía—. En cualquier caso, firmé un acuerdo con el señor Sneddles…

—Pero no por los libros —señaló el banquero.

—Pero si no queremos los libros —protestó Becky, advirtiendo por primera vez que una pesada cadena y un cerrojo impedían el paso al local.

—En ese caso, no podrá entrar en posesión de la tienda, pues su acuerdo con el señor Sneddles no entrará en vigor hasta que se venda el último libro.

—¿Tanto valen esos libros? —preguntó Becky.

—El señor Sneddles, con su estilo habitual, ha escrito el precio a lápiz en cada uno de ellos —explicó Tim Newman—, su colega, el doctor Halcombe, me ha dicho que el total asciende a unas cinco mil libras, a excepción…

—Pues compra el lote —intervino Charlie—, porque conociendo a Sneddles, es probable que los haya tasado a la baja. Becky subastará toda la colección a finales de año. Así, el déficit no sobrepasará las mil libras.

—A excepción de un conjunto de primeras ediciones de Blake —añadió Newman—. Encuadernadas en pergamino y valoradas en el inventario de Sneddles en quince mil libras.

—Quince mil libras en un momento en que debo contar hasta el último penique. ¿Quién se imagina que…?

—Alguien muy consciente de que usted no puede llevar adelante la construcción de los grandes almacenes hasta ser el propietario de esta tienda en particular —insinuó Newman.

—¿Cómo pudo ella…?

—Porque las obras de Blake fueron adquiridas previamente en la librería Heywood Hill de la calle Curzon por la principesca suma de cuatro libras y diez chelines, y sospecho que la dedicatoria aclara la mitad del misterio.

—La señora Ethel Trentham, si no me equivoco —dijo Charlie.

—No, pero casi. Las palabras exactas que constan en la guarda, si no recuerdo mal, dicen: De tu nieto que te quiere, Guy. 9 de mayo de 1917.

Charlie y Becky se quedaron mirando a Tim Newman durante unos instantes.

—¿Qué quiere decir, la mitad del misterio? —preguntó Charlie.

—También sospecho que ella necesita el dinero —dijo el banquero.

—¿Para qué? —preguntó Becky, incrédula.

—Para adquirir acciones del «Trumper’s» de Chelsea.

El 19 de marzo de 1948, dos semanas después de que el obispo regresara a Reims, la emisión de acciones de «Trumper’s» fue aireada en la prensa, junto con anuncios a toda página en el Times y el Financial Times. Lo único que podían hacer Charlie y Becky era sentarse y aguardar la respuesta del público. Al cabo de tres días del anuncio, la suscripción de bonos había superado la emisión y, pasada una semana, el banco mercantil había recibido el doble de las peticiones necesarias. Después de contar las solicitudes, un solo problema se planteó a Charlie y a Tim Newman: cómo distribuir las acciones. Ambos estuvieron de acuerdo en aceptar de entrada a las instituciones que habían solicitado un paquete sustancioso, pues eso facilitaría al consejo de administración conseguir la mayoría de las acciones, si se producían problemas en el futuro.

La única solicitud que intrigó a Tim provenía de Hambros & Cía., que, sin explicación alguna, deseaba adquirir cien mil acciones, que significaba controlar el diez por ciento de la empresa. Tim, no obstante, recomendó al presidente que aceptara la solicitud, ofreciéndoles al mismo tiempo un puesto en el consejo. Charlie accedió a ello, pero solo después de que Hambros confirmara que la propuesta no procedía de la señora Trentham o alguno de sus allegados. Dos instituciones más solicitaron el cinco por ciento: Prudential Life, que había trabajado al servicio de la empresa desde el principio, y una fuente de los Estados Unidos. Becky no tardó en descubrir que era una tapadera de un monopolio familiar de los Field. Charlie aceptó con agrado ambas peticiones, y el resto de las acciones fue dividido entre otros mil setecientos inversores ordinarios, incluyendo cien acciones, el mínimo permitido, que pasaron a manos de una viuda residente en Chelsea. La señora Symonds había escrito una nota a Charlie, recordándole que había sido una cliente habitual desde que abrió su primera tienda.

Una vez distribuidas las acciones, Tim Newman creyó conveniente que Charlie pensara en nuevos nombramientos para el consejo. Hambros propuso al señor Robert Harrison, un socio mayoritario de los abogados Harrison, Dickens & Cobb, a quien Charlie aceptó sin más. Becky sugirió que se nombrara a Simón Matthews, que dirigía la sala de subastas durante sus ausencias. Charlie aceptó también, hasta conformar una junta de nueve miembros.

Un par de semanas más tarde, Becky dio una fiesta para celebrar la inauguración de la casa de Eaton Square. Unos cien invitados acudieron a la cena, que fue necesario servir en cinco salas diferentes.

Daphne llegó tarde, aduciendo un embotellamiento de tráfico, pero el coronel llegó desde Skye sin el menor problema. Daniel vino de Cambridge acompañado de Marjorie Carpenter y, ante la sorpresa de Becky, Simón Matthews apareció con Cathy Ross del brazo.

Después de la cena, Daphne pronunció un breve discurso y ofreció a Charlie una caja de plata para puros que representaba a escala «Trumper’s».

Becky consideró que el regalo había sido un éxito porque, cuando el último invitado se marchó, Charlie se llevó la caja al dormitorio y la depositó sobre la mesilla de noche.

Charlie se acostó y echó un último vistazo a su nuevo juguete, mientras Becky salía del cuarto de baño.

—¿Has considerado la posibilidad de nombrar a Percy director?

Charlie la miró con escepticismo.

—A los accionistas les gustará que conste un marqués en el papel impreso de la empresa. Les dará sensación de confianza.

—Eres tan presuntuosa, Rebecca Salmon. Siempre lo has sido y siempre lo serás.

—No dijiste eso cuando sugerí, hace veinticinco años, que el coronel fuera nuestro primer presidente.

—Muy cierto, pero estaba seguro de que se negaría. En cualquier caso, prefiero invitar a Daphne a formar parte del consejo. De esta manera, tendremos el apellido y su particular sentido común.

—Tenía que haberlo pensado, pero no estoy segura de cómo responderá a la sugerencia.

Cuando Becky invitó a Daphne a incorporarse a la junta de «Trumper’s» como director no ejecutivo, se sintió abrumada y, ante la sorpresa general, asumió sus nuevas responsabilidades con inmensa energía y entusiasmo. Nunca se perdía una asamblea, siempre leía los periódicos de cabo a rabo y, cuando consideraba que Charlie no había abordado en profundidad alguno de los temas tratados o, aún peor, intentaba dar largas sobre algún asunto, le asediaba hasta que explicaba en detalle sus proyectos.

—¿Todavía confías en construir «Trumper’s» por el precio que recomendaste en tu primer documento de propuesta, señor presidente? —le preguntó una y otra vez durante los siguientes dos años.

—No estoy seguro de que tuvieras una buena idea cuando ofreciste una participación a Daphne —gruñía Charlie a Becky después de cada asamblea tumultuosa en que la marquesa le había vencido con creces.

—No me eches a mí la culpa —contestaba Becky—. Yo habría invitado a Percy, pero tú dijiste que era una presuntuosa.

Fue Daphne quien reveló a Becky que el 17 de Eaton Square se ponía a la venta. Charlie solo necesitó ver una vez la casa de ocho habitaciones para decidir que allí quería pasar el resto de su vida. No pensó en que alguien debía supervisar la mudanza, paralelamente a la construcción de «Trumper’s». Becky no se quejó porque también se había prendado de la casa.

Los arquitectos tardaron casi dos años en terminar las torres gemelas de «Trumper’s», el pasadizo colgante que las comunicaba y las cinco plantas de oficinas que se elevaban sobre el solar de la señora Trentham. La tarea no resultó sencilla, pero Charlie confiaba en que el negocio continuaría en las demás tiendas como si nada ocurriera a su alrededor. Todos los implicados quedaron maravillados cuando, durante el período de transición, las pérdidas de «Trumper’s» fueron mínimas.

Charlie se propuso supervisarlo todo, desde el emplazamiento exacto de los ciento dieciocho departamentos hasta el color de las catorce hectáreas de alfombra, desde la velocidad de los doce ascensores hasta el voltaje de las cien mil bombillas, desde los expositores de los noventa y seis escaparates hasta los uniformes de los setecientos empleados, cada uno de los cuales llevaba un pequeño carretón de plata en la solapa.

Los costes sobrepasaron en mucho el presupuesto inicial cuando Charlie calculó la cantidad de espacio que necesitaría para el almacén, sin contar el aparcamiento subterráneo, ahora que tantos clientes poseían su propio automóvil. Sin embargo, los contratistas lograron concluir el edificio el 1 de septiembre de 1949, en especial porque Charlie aparecía en las obras a las cuatro y media de la mañana, y no solía regresar a casa antes de la medianoche.

La marquesa de Wiltshire, acompañada de su marido, celebró la ceremonia oficial de inauguración el 18 de octubre de 1949.

Un millar de personas alzaron sus gafas cuando Daphne declaró inaugurado el edificio. Los invitados hicieron lo que pudieron por dilapidar los beneficios de la empresa correspondientes al primer año a base de comer y beber. Charlie no aparentó darse cuenta. Se desplazaba de una planta a otra lleno de alegría, comprobando que todo estuviera exactamente como él quería, mientras vigilaba que los principales proveedores fueran debidamente atendidos.

Amigos, parientes, accionistas, compradores, vendedores, periodistas, curiosos, gorrones y hasta clientes celebraban el acontecimiento en todas las plantas. A la una, Becky se sintió tan cansada que decidió ir en busca de su marido, con la esperanza de que consintiera en volver a casa. Encontró a su hijo en la sección de electrodomésticos, examinando un frigorífico que era demasiado grande para su habitación del Trinity. Daniel le dijo a su madre que había visto a Charlie salir del edificio media hora antes.

—¿Salir del edificio? —preguntó Becky, incrédula—. ¿Es posible que tu padre haya vuelto a casa sin mí? —Cogió el ascensor hasta la planta baja y se dirigió a toda prisa hacia la entrada principal. El portero la saludó, abriendo una de las enormes puertas dobles que daban a Chelsea Terrace.

—¿Ha visto a sir Charles, por casualidad? —le preguntó Becky.

—Sí, señora. —Señaló con un movimiento de cabeza al otro extremo de la calle.

Becky vio a Charlie sentado en su banco, acompañado de un anciano. Ambos charlaban animadamente, contemplando «Trumper’s». El anciano señaló algo que había atraído su atención y Charlie sonrió. Becky atravesó la calle, pero el coronel ya se había puesto firmes mucho antes de que llegara a su lado.

—Cuánto me alegro de verte, querida —dijo el hombre, inclinándose para besar a Becky en la mejilla—. Ojalá Elizabeth hubiera vivido para verlo.

—En mi opinión, se trata de un chantaje —dijo Charlie—. Quizá ha llegado la hora de someter el tema a votación.

Becky paseó la mirada por la mesa, preguntándose cuál sería el resultado. La junta había trabajado al completo durante tres meses, desde que «Trumper’s» había abierto las puertas al público, pero este era el primer tema de importancia que ocasionaba disensiones graves.

Charlie se sentaba a la cabecera de la mesa y parecía particularmente irritado por la idea de que no iba a salirse con la suya. A su derecha se hallaba la secretaria de la empresa, Jessica Allen. Jessica no tenía voto, pero estaba presente para el recuento de votos. Arthur Selwyn, que había trabajado con Charlie en el ministerio de Alimentación, había dejado la administración pública en fecha reciente para sustituir al ya jubilado Tom Arnold como director gerente. Selwyn había demostrado ser una elección inspirada; perspicaz y minucioso, era el contraste ideal del presidente, pues siempre intentaba evitar la confrontación. Tim Newman, el joven banquero mercantil de la empresa, era sociable, cordial y casi siempre apoyaba a Charlie, aunque no desdeñaba ofrecer un punto de vista contrario si creía que peligraban las finanzas de la empresa. Paul Merrick, el nuevo director financiero, no era sociable ni cordial, y no dejaba de afirmar que debía su lealtad al banco Child y a su inversión. En cuanto a Daphne, pocas veces votaba como se esperaba de ella, y no seguía la corriente a Charlie…, ni a nadie. El señor Harrison, un abogado silencioso y de edad avanzada, que representaba el diez por ciento de la empresa en nombre de Hambros, hablaba muy poco, pero cuando lo hacía todo el mundo escuchaba, incluida Daphne.

Ned Denning y Bob Makins, que llevaban casi treinta años al servicio de Charlie, no solían contradecir los deseos de su presidente, mientras Simón Matthews exhibía a menudo rasgos de independencia que confirmaban la alta opinión que Becky tuvo de él desde el principio.

—Lo último que necesitamos ahora es una huelga —dijo Merrick—. Justo cuando parece que hemos superado el punto crítico.

—Pero las exigencias del sindicato son insultantes —intervino Tim Newman—. Un aumento de diez chelines, una semana laboral de cuarenta y cuatro horas antes de que se instauren las horas extras… Repito, es insultante.

—La mayoría de los grandes almacenes han accedido a sus peticiones —recalcó Paul Merrick, revisando un artículo del Financial Times que tenía frente a él.

—Tirar la toalla sería un error —insistió Newman—, debo advertir a la junta que significaría incrementar nuestros gastos de personal en veinte mil libras, para este año…, y eso antes de tener en cuenta las horas extras. A la larga, los que padecerán las consecuencias serán nuestros accionistas.

—¿Cuánto gana actualmente un dependiente? —preguntó el señor Harrison en voz baja.

—Doscientas cincuenta libras al año —dijo Arthur Selwyn de memoria—. Teniendo en cuenta los aumentos, si han cumplido quince años de servicios en la empresa, esa cantidad puede ascender a cuatrocientas libras al año.

—Hemos repasado las cifras en incontables ocasiones —dijo Charlie con aspereza—. Ha llegado el momento de tomar una decisión: ¿nos mantenemos firmes, o accedemos a las exigencias del sindicato?

—Es posible que estemos exagerando, señor presidente —intervino por primera vez Daphne—, es posible que la situación no sea tan grave como usted imagina.

—¿Ha pensado en una alternativa? —Charlie no intentó ocultar su incredulidad.

—Quizás, señor presidente. En primer lugar, pensemos en las consecuencias de aumentar el sueldo a nuestro personal. Una obvia disminución de nuestros recursos, dejando aparte lo que los japoneses llaman «prestigio». Por otra parte, si no accedemos a sus demandas es posible que perdamos algunos de nuestros mejores empleados, y no descarto que los más débiles se pasen a la competencia.

—¿Qué sugiere, pues, lady Wiltshire? —preguntó Charlie, que siempre se dirigía a Daphne por su título cuando deseaba demostrarle que no estaba de acuerdo con ella.

—Tal vez un compromiso —contestó Daphne, sin enfadarse—, si el señor Selwyn lo considera todavía posible a estas alturas. Por ejemplo, ¿aceptarían los sindicatos negociar directamente con nuestro director gerente una propuesta alternativa sobre salarios y horario?

—Podría hablar con Don Short, el dirigente de la U. S. D. A. W., si así lo desea la junta —dijo Arthur Selwyn—. Siempre le he considerado un hombre honrado e imparcial, y ha demostrado una constante lealtad a «Trumper’s» durante todos estos años.

—¿Que el director gerente negocie directamente con los representantes de los sindicatos? —ladró Charlie—. La próxima vez querrás que se incorpore a la junta.

—El señor Selwyn podría hacerle una propuesta informal —dijo Daphne—, estoy segura de que podrá manejar al señor Short con suma habilidad.

—Estoy de acuerdo —intervino el señor Harrison. Daba su opinión tan pocas veces que, cuando lo hacía, todo el mundo le prestaba atención.

—Propongo, pues, que autoricemos al señor Selwyn a negociar en nuestro nombre —continuó Daphne—, confiemos en que halle una forma de evitar la huelga general, sin acceder a todas las exigencias del sindicato.

—Me gustaría intentarlo —dijo Selwyn—, informaré a la junta en la siguiente reunión. —Becky admiró una vez más la pericia con que Daphne y Arthur Selwyn habían desmontado una bomba de relojería que el presidente habría dejado estallar alegremente sobre la mesa de conferencias.

—Gracias, Arthur —dijo Charlie, algo a regañadientes—. Adelante con ello. ¿Algún otro tema?

—Sí —contestó Becky—. Deseo informar a la junta de que celebraré una subasta de plata georgiana a final de mes. Los catálogos se enviarán dentro de un par de días, y espero la asistencia de todos los directores que estén libres en esa fecha.

—¿Cómo se saldó la última venta de antigüedades? —preguntó el señor Harrison.

Becky consultó su carpeta.

—La subasta recaudó cuarenta y cuatro mil setecientas libras, de las que el siete y medio por ciento corresponden a «Trumper’s».

Solo tres objetos no alcanzaron el precio mínimo fijado, y fueron devueltos.

—Mi curiosidad por el éxito de la subasta —indicó el señor Harrison— se debe a que mi querida esposa compró un aparador Carlos II.

—Uno de los objetos más bellos que se subastaban —comentó Becky.

—Mi esposa pensó lo mismo, porque pujó mucho más alto de lo que pensaba en un principio. Le estaré muy agradecido si no le envía el catálogo de la subasta de plata.

Los demás miembros de la junta estallaron en carcajadas.

—He leído en algún sitio —dijo Tim Newman— que «Sotheby’s» está considerando la idea de elevar al diez por ciento su comisión por cada venta.

—Lo sé —contestó Becky—. Por eso me niego a imitarles hasta dentro de un año, como mínimo. Si quiero seguir robándoles sus mejores clientes, he de mostrarme competitiva a corto plazo.

Newman asintió con la cabeza.

—Sin embargo —prosiguió Becky—, si mantengo el siete y medio durante 1950, mis beneficios no serán tan altos como había pensado, pero mientras los principales vendedores sigan acudiendo a nosotros, seguiré haciendo frente al problema.

—¿Y los compradores? —preguntó Paul Merrick.

—No constituyen ningún problema. Si tenemos el producto que desean, los compradores no dejarán de llamar a nuestra puerta. Son los vendedores el fluido vital de nuestra sala de subastas y, por lo tanto, tienen tanta importancia como los compradores.

—Menudo negocio te has montado —sonrió Charlie—. ¿Algún otro tema?

Como nadie habló, Charlie agradeció a todos los miembros de la junta su asistencia.

—La reunión de la junta se celebrará a las diez, seguida de la asamblea general a las doce. —Se levantó de su asiento, la señal habitual de que la reunión había concluido.

Becky recogió sus papeles y volvió a la galería en compañía de Simón.

—¿Has hecho el recuento para la subasta de la plata? —preguntó ella, entrando en el ascensor.

—Sí. Terminé anoche. Ciento treinta y dos objetos en total. Calculo que obtendremos unos beneficios aproximados de siete mil libras.

—He visto el catálogo esta mañana —dijo Becky—. Me da la impresión de que Cathy ha hecho un trabajo excelente. Solo descubrí uno o dos errores, pero me gustaría examinar las pruebas definitivas antes de enviarlo a la imprenta.

—Por supuesto. Le diré que le lleve las hojas sueltas a su despacho esta tarde.

Salieron del ascensor.

—Esa chica es un auténtico hallazgo —comentó Becky—, Dios sabe lo que hacía trabajando en ese hotel antes de acudir a nosotros. La echaré mucho de menos cuando vuelva a Australia.

—Corren rumores de que piensa quedarse.

—Una buena noticia. Creía que pensaba pasar un solo año en Londres, antes de regresar a Melbourne.

—Es lo que ella había planeado en un principio. Sin embargo, es posible que la haya convencido de prolongar su estancia.

Becky quiso pedirle más detalles a Simón, pero cuando puso el pie en la galería se vio rodeada de empleados, ansiosos de llamar su atención.

Tras solucionar varias dudas, Becky preguntó a una de las chicas que atendían en el mostrador que localizara a Cathy y la enviara a su despacho.

—No está aquí en este momento, lady Trumper. La vi salir hace una hora.

—¿Sabes adónde fue?

—Ni idea, lo siento.

—Bien, dile que vaya a mi despacho en cuanto vuelva. Entretanto, ¿puedes enviar estas pruebas del catálogo de la plata?

Becky se paró varias veces para hablar de algunos problemas surgidos en su ausencia, de modo que cuando se sentó ante su escritorio las pruebas ya la estaban esperando. Pasó las páginas poco a poco, examinando la foto de cada objeto y la detallada descripción. Estuvo de acuerdo con Simón: Cathy Ross había realizado un trabajo excelente. Estaba estudiando la fotografía de un bote de mostaza georgiano, adquirido por Charlie en «Christie’s», cuando una joven llamó a la puerta y asomó la cabeza.

—¿Quería verme?

—Sí. Entra, Cathy. —Becky miró a la muchacha alta, delgada, de rubio cabello rizado y un rostro que aún no había perdido todas sus pecas. Le gustaba pensar que, en otro tiempo, su silueta había sido tan esbelta como la de Cathy, pero el espejo del cuarto de baño le recordaba sin piedad que se estaba acercando a su cincuenta cumpleaños. Solo quería examinar las pruebas definitivas del catálogo de la plata antes de enviarlas a la imprenta.

—Siento no haber estado aquí cuando volvió de la reunión. Sucedió algo que me preocupó. Tal vez exagere, pero creo que debo contárselo.

Becky se quitó las gafas, las dejó sobre el escritorio y la miró con gravedad.

—Te escucho.

—¿Se acuerda de aquel hombre que provocó tanto alboroto durante la subasta italiana acerca del Bronzino?

—¿Crees que puedo olvidarle?

—Bien, esta mañana volvió a la galería.

—¿Estás segura?

—Bastante. Corpulento, cabello castaño, bigote pelirrojo y tez cetrina. Hasta tuvo la cara dura de llevar otra vez aquella espantosa chaqueta de tweed y la corbata amarilla.

—¿Qué quería esta vez?

—No estoy segura, aunque le vigilé todo el rato. No habló con ningún empleado, pero se interesó mucho por algunos objetos de la subasta de plata… El lote 19, en particular.

Becky volvió a calarse las gafas y pasó las páginas del catálogo hasta localizar el objeto en cuestión: «Servicio de té georgiano compuesto de cuatro piezas, tetera, azucarero, colador y tenacillas para el azúcar, circa 1820. Valor estimado, setenta libras».

Becky reparó en las letras «AH» impresas en el margen.

—Uno de nuestros mejores artículos.

—Y él está de acuerdo con usted, por lo visto, porque pasó mucho tiempo examinando cada pieza por separado y tomando gran cantidad de notas antes de irse. Incluso comparó la tetera con una fotografía que había traído.

—¿Nuestra fotografía?

—No, la trajo él.

—¿De veras? —Becky estudió de nuevo la foto del catálogo.

—Y la razón por la que yo no estaba cuando usted llegó de la reunión es que decidí seguirle cuando se marchó de la galería.

—Buenos reflejos —sonrió Becky—, ¿Adonde se dirigió nuestro hombre misterioso?

—A Chester Square. Una casa grande situada a mano derecha. Dejó un paquete en el buzón, pero no entró.

—¿El número diecinueve?

—Exacto —se sorprendió Cathy—. ¿Le conoce?

—En persona no —contestó Becky, sin más explicaciones.

—¿Puedo ayudarla en algo más?

—Sí. ¿Te acuerdas algo del cliente que trajo ese lote en concreto para la subasta?

—Desde luego, porque me llamaron al mostrador principal para atender a esa dama. —Hizo una pausa—. No me acuerdo del nombre, pero era mayor…, «muy fina». —Cathy vaciló antes de continuar—, si no recuerdo mal, había viajado desde Nottingham. La dama me dijo que había heredado de su madre el servicio de té. Explicó que no le gustaba vender un recuerdo familiar, pero «las circunstancias mandan». Recuerdo la expresión, porque nunca la había oído.

—¿Y qué opinó el señor Fellowes cuando le enseñaste el servicio?

—El mejor ejemplo del período que había visto en una subasta, sobre todo porque cada pieza está en perfectas condiciones. Peter está convencido de que el lote alcanzará un buen precio, y así lo ha estimado en el catálogo.

—Lo mejor será que llamemos a la policía ahora mismo —dijo Becky—. No deseo que nuestro hombre misterioso se levante otra vez para anunciar que este artículo también ha sido robado.

Descolgó el teléfono del escritorio y pidió que la comunicaran con Scotland Yard. Momentos después, el inspector Deakins del C. I. D.[24] habló con ella y, tras enterarse de lo ocurrido aquella mañana, accedió a visitar la galería por la tarde.

El inspector llegó poco después de las tres, acompañado por un sargento. Becky les condujo ante Peter Fellowes, el cual señaló la raya diminuta de una bandeja de plata que estaba examinando, Becky frunció el ceño. Fellowes se interrumpió y se acercó al centro de la mesa, donde ya se hallaba el servicio de té.

—Muy hermoso —dijo el inspector, inclinándose para estudiar las piezas—. Debe datar de 1820, aproximadamente.

Becky enarcó una ceja.

—Es mi afición favorita —explicó el inspector—. Por eso siempre me acaban adjudicando este tipo de trabajos.

Sacó una carpeta de su maletín y estudio varias fotografías, junto con detalladas descripciones de objetos de plata desaparecidos en fecha reciente del área londinense. Una hora después se mostró de acuerdo con Fellowes: ninguna de ellas concordaba con la descripción del servicio de té georgiano.

—Bien, no nos han informado de nada robado que coincida con este lote en particular —admitió—. Los ha pulido de una forma tan admirable —dijo, volviéndose hacia Cathy— que es imposible identificar ninguna huella.

—Lo siento —dijo Cathy, enrojeciendo un poco.

—No, señorita, no es culpa suya. Ha hecho un trabajo excelente. Ojalá mis humildes piezas tuvieran ese aspecto. De todos modos, me pondré en contacto con la policía de Nottingham, no sea que encuentren algo en sus archivos. Si no es así, enviaré una descripción a todas las fuerzas del Reino Unido, por si acaso. Y también les pediré que investiguen a la señora…

—Dawson —dijo Cathy.

—Señora Dawson. Tardarán un poco, por supuesto, pero la informaré en cuanto sepa algo.

—La subasta tendrá lugar dentro de tres semanas, a partir del próximo martes —le recordó Becky.

—Bien, traté de que todo esté aclarado para ese momento —prometió el inspector.

—¿Dejamos la página en el catálogo, o prefiere que retiremos las piezas? —preguntó Cathy.

—Oh, no, no retiren nada. Dejen el catálogo exactamente como está, por favor. Alguien podría reconocer el servicio y ponerse en contacto con nosotros.

Alguien ya ha reconocido el servicio, pensó Becky.

—A propósito —continuó el inspector—, le agradecería que me diera una copia de la foto del catálogo, así como los negativos.

Cuando Charlie se enteró de lo ocurrido, mientras cenaban, su consejo fue retirar el servicio de té georgiano de la subasta… y ascender a Cathy.

—Tu primera sugerencia no es tan fácil de llevar a cabo —contestó Becky—. El catálogo estará a disposición del público mañana. ¿Qué explicación le daríamos a la señora Dawson por haber retirado la reliquia familiar de su querida madre?

—Que, en primer lugar, no era de su querida madre, y que lo retiraste por estar convencida de que es un objeto robado.

—Si lo hiciéramos, nos podría acusar de incumplimiento de contrato, cuando se descubriera más tarde que la señora Dawson era inocente de la acusación. Si nos llevara a los tribunales, no tendríamos a dónde cogernos.

—Si esta tal señora Dawson es tan inocente como tú piensas, ¿por qué demuestra la señora Trentham tanto interés por el dichoso servicio de té? Me cuesta creer que no tenga uno.

—Claro que lo tiene —rio Becky—, lo sé, porque lo he visto, aunque jamás me sirvieron la taza de té prometida.

El inspector Deakins telefoneó tres días después a Becky para comunicarle que en los archivos de la policía de Nottingham no constaba ninguna referencia a un servicio de té que se ajustara a la descripción del que se iba a subastar. También le confirmaron que la señora Dawson no constaba en sus archivos. Ya había dado aviso a todas las comisarías del país.

—Pero —añadió— las fuerzas ajenas no cooperan mucho con la metropolitana en lo referente a intercambiar información.

Cuando Becky colgó el teléfono, decidió dar luz verde y enviar los catálogos, pese a los temores de Charlie. Se mandaron el mismo día, junto con invitaciones a la prensa y a ciertos clientes elegidos.

Un par de periodistas solicitaron entradas para la subasta. Una Becky inusualmente suspicaz ordenó que les investigaran, solo para averiguar que trabajaban para periódicos nacionales, y que habían cubierto las subastas de «Trumper’s» en ocasiones anteriores.

Simón Matthews consideró que Becky se estaba pasando de la raya, en tanto Cathy daba la razón a sir Charles, reforzando la opinión de que la alternativa más inteligente era retirar el servicio de té de la subasta hasta que Deakins les confirmara que no había problemas.

—Si retiráramos un lote cada vez que un hombre se interesa en alguna de nuestras subastas, lo mejor sería cerrar las puertas y dedicarnos a la astrología —comentó Simón.

El inspector Deakins telefoneó el lunes anterior a la subasta para preguntar si podía ver a Becky cuanto antes. Llegó a la galería media hora después, acompañado de su sargento. Lo único que sacó de su maletín esta vez fue un ejemplar del Aberdeen Evening Express correspondiente al 15 de octubre de 1949.

Deakins solicitó examinar de nuevo el servicio de té georgiano. Comparó minuciosamente cada pieza con una fotografía reproducida en una página interior del diario.

—No cabe duda, son estas —dijo, después de verificarlo por segunda vez. Enseñó a Becky la foto.

Cathy y Peter Fellowes compararon cada pieza con la foto del periódico, y convinieron en que el parecido era asombroso.

—El servicio fue robado del Museo de la Plata de Aberdeen hace tres meses —dijo el inspector—. La maldita policía local no se molestó en informarnos. Consideraron, sin duda, que no era asunto nuestro.

—¿Qué haremos ahora? —inquirió Becky.

—La policía de Nottingham ha visitado ya a la señora Dawson, y encontraron en su casa otras piezas de plata y joyas ocultas en diversos escondrijos. La han conducido a la comisaría para que, como diría la prensa, ayude a la policía en sus pesquisas. —Guardó el periódico en el maletín—. Después de que les llame para darles la noticia, espero que la acusen formalmente antes de que termine el día. Sin embargo, temo que tendré que llevarme el servicio de té a Scotland Yard a efectos del proceso.

—Por supuesto —dijo Becky.

—Mi sargento le entregará un recibo, lady Trumper, y yo quisiera darle las gracias por su cooperación. —El inspector vaciló, mirando con ternura el servicio de té—. Dos meses de sueldo —suspiró—, y robado por nada. —Saludó con el sombrero y los dos policías salieron de la galería.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Cathy.

—No podemos hacer gran cosa —contestó Becky—, seguir adelante con la subasta como si no hubiera pasado nada, explicando que el lote ha sido retirado cuando le toque el turno.

—Y nuestro hombre saltará y dirá: «¿No es un ejemplo de que están anunciando artículos robados, que esperan a retirar en el último momento?». Más que una sala de subastas, pareceremos una casa de empeños —comentó Simón, enfurecido—, ¿por qué no ponemos frente a la puerta tres globos, y hasta una verja, para indicar el tipo de gente que deseamos atraer?

Becky no reaccionó.

—Si tan mal te sabe, Simón, ¿por qué no tratamos de darle la vuelta a la situación en beneficio nuestro? —sugirió Cathy.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Becky. Simón y ella miraron a la joven empleada.

—Hemos de conseguir el apoyo de la prensa, para variar.

—No estoy segura de entenderte.

—Telefonee a aquel periodista del Telegraph… ¿Cómo se llamaba? Barker…, y concédale la exclusiva de la historia.

—¿En qué nos puede beneficiar? —preguntó Becky.

—Esta vez le daremos nuestra versión de los hechos, y estará muy contento de ser el único periodista que tenga la exclusiva, sobre todo después del fiasco del Bronzino.

—¿Crees que le va a interesar un servicio de té valorado en setenta libras?

—¿Estando mezclados un museo escocés y una perista profesional detenida en Nottingham? Se interesará en el acto. En especial, si no se lo decimos a nadie más.

—¿Te apetece encargarte en persona del señor Barker, Cathy? —preguntó Becky.

—Deme la oportunidad.

A la mañana siguiente, el Daily Telegraph publicaba un breve —pero destacado artículo en la página tres, anunciando que «Trumper’s», los subastadores de bellas artes, habían llamado a la policía después de tener dudas sobre la propiedad de un servicio de le georgiano que, posteriormente, resultó haber sido robado del mu seo de la Plata de Aberdeen. La policía de Nottingham había detenido a una mujer, a la que acusaron después de traficar con bienes robados. El artículo continuaba diciendo que el inspector Deakins de Scotland Yard había declarado al Telegraph—, «Ojalá todas las salas de subastas y galerías de Londres fueran tan concienzudas como Trumper’s».

Acudió numeroso público a la subasta de aquella tarde y, pese a la pérdida de una pieza fundamental de la subasta, «Trumper’s» logró superar el precio estimado de varios lotes. El hombre de la chaqueta de tweed y la corbata amarilla no hizo acto de presencia.

—¿Así que no seguiste mi consejo? —preguntó Charlie aquella noche, cuando leyó el Telegraph en la cama.

—Sí y no —contestó Becky—, no retiré de inmediato el servició de té, pero ascendí a Cathy.