Capítulo 35

Noche tras noche yacía dormida, temiendo que Daniel averiguara algún día que Charlie no era su padre.

Siempre que estaban juntos (Daniel, alto y delgado, de ondulado cabello rubio y profundos ojos azules; Charlie, unos ocho centímetros más bajo, como mínimo, corpulento, de cabello fuerte y oscuro y ojos pardos), pensaba que Daniel no tardaría en observar la diferencia. No ayudaba en absoluto que mi tez también fuera oscura. Las diferencias resultarían cómicas, de no ser tan serias las implicaciones. Con todo, Daniel jamás se ha referido a las diferencias físicas o de carácter que exiten entre él y Charlie.

Charlie quiso que le contáramos a Daniel la verdad sobre Guy desde el primer momento, pero yo le convencí de que esperásemos a que el chico fuera lo bastante mayor para comprender todas las implicaciones. Cuando Guy murió, nos pareció que ya no tenía sentido agobiar a Daniel con hechos del pasado.

Después, tras años de angustia y continuas protestas de Charlie, accedí finalmente a contarle la verdad a Daniel. Telefoneé al Trinity la semana antes de que zarpara hacia Estados Unidos y le pregunté si podía llevarle en coche a Southampton; de esta manera sabía que pasaríamos a solas varias horas, sin temor a ser interrumpidos. Añadí que debía decirle algo importante.

Salí hacia Cambridge un poco antes de lo necesario y llegué a tiempo de ayudar a Daniel a hacer el equipaje. Hacia las once nos dirigimos a la Al. Durante la primera hora charlamos sobre su trabajo en Cambridge (demasiados estudiantes, poco tiempo para la investigación), pero en cuanto la conversación derivó hacia el problema de los pisos, supe que se me presentaba por fin la oportunidad de decirle la verdad acerca de su padre. De pronto, cambió de tema, y mi determinación se esfumó. Juro que habría abordado el problema sin ambages, pero el momento había pasado.

A causa de los disgustos que nos ocasionó la señora Trentham durante el viaje de Daniel por Estados Unidos, consideré que la mejor oportunidad de sincerarme con mi hijo no había sido aprovechada. Supliqué a Charlie que olvidáramos el asunto para siempre. Tengo un marido estupendo. Me dijo que yo estaba equivocada, que Daniel era lo bastante maduro para asumir la verdad, pero que aceptaba mi decisión. Nunca volvió a hablar del tema.

Cuando Daniel regresó de Estados Unidos, fui a buscarle a Southampton. No sé qué había ocurrido, pero el chico parecía cambiado. Parecía diferente, más sereno, y me dio un gran abrazo nada más verme, lo cual me sorprendió. Durante el trayecto de vuelta a Londres hablamos de los Estados Unidos, que le habían gustado mucho, y le informé, sin entrar en detalles, de los problemas que acuciaban a nuestra solicitud de permiso para construir en Chelsea Terrace. No aparentó excesivo interés por mis noticias, pero, para ser justa, Charlie nunca le había tenido al corriente de los progresos de «Trumper’s», en cuanto ambos se dieron cuenta de que Daniel estaba destinado a una carrera universitaria.

Daniel pasó con nosotros las dos semanas siguientes, antes de volver a Cambridge, y hasta Charlie, que no era el más observador de los hombres, comentó que lo encontraba muy cambiado. Seguía siendo tan serio y tranquilo, e incluso introvertido, como siempre, pero nos trataba con tanta ternura que me pregunté si habría conocido a una chica durante su ausencia. Así lo esperé, pero Daniel no mencionó a nadie en particular, a pesar de las trampas que le tendí. Pocas veces había traído chicas a casa en el pasado, y siempre se comportaba con timidez cuando le presentábamos a las hijas de nuestros amigos. De hecho, desaparecía sin dejar rastro cuando Clarissa Wiltshire hacía acto de presencia, lo que ocurría con bastante frecuencia en los últimos tiempos, pues durante las vacaciones del colegio los gemelos trabajaban detrás del mostrador del número 1.

Un mes después del regreso de Daniel, Charlie me dijo que la señora Trentham había retirado todas sus objeciones a nuestro proyecto de enlazar las dos torres. Salté de alegría. Cuando añadió que tampoco iba a reconstruir los pisos, me negué a creerle y supuse al instante que se trataba de una trampa.

—Esta vez, no tengo ni idea de lo que se propone —admitió el propio Charlie. Ninguno de los dos compartíamos la teoría de Daphne de que, con la vejez, se estaba reblandeciendo.

El CML confirmó dos semanas más tarde que todas las objeciones a nuestro proyecto habían sido retiradas y que podíamos iniciar el programa de construcción. Esta era la señal que Charlie esperaba para informar al mundo exterior de que íbamos a convertirnos en empresa pública.

Charlie convocó una asamblea plenaria para que se aprobaran las resoluciones necesarias.

El señor Merrick, a quien Charlie no había perdonado que le obligara a vender el van Gogh, nos aconsejó que, a fin de reflotar la deuda, eligiésemos el banco mercantil Robert Fleming. El banquero expresó su esperanza de que la empresa recién formada seguiría utilizando Child y Compañía como banco de liquidación. Charlie le hubiera mandado a la mierda de buena gana, pero sabía muy bien que, si cambiaba de banco diez semanas antes de convertirse en sociedad anónima, provocaría inquietud en la City. La junta aceptó por unanimidad ambos consejos, e invitó a Tim Newman, del banco Robert Fleming, a engrosar el consejo de administración. Newman llevó una bocanada de aire puro a la empresa: representaba a la nueva generación de banqueros. Sin embargo, aunque Tim Newman me cayó bien desde el primer momento, no ocurría lo mismo con Paul Merrick.

A medida que se acercaba el día de emitir las obligaciones, Charlie pasaba más tiempo con el banquero mercantil. Entretanto, Tom Arnold asumió la responsabilidad de controlar todas las tiendas, así como de supervisar la construcción del edificio, a excepción del número 1, que aún era mi dominio personal.

Yo había decidido, varios meses antes del anuncio definitivo, que quería montar una gran venta en la casa de subastas, coincidiendo con la declaración de Charlie anunciando que nos convertíamos en empresa pública, y confiaba ciegamente en que la colección italiana, a la que había dedicado gran parte de mi tiempo, sería la oportunidad ideal para que Chelsea Terrace, 1, cobrara la importancia que merecía.

Mi jefe de investigaciones, Francis Lawson, había tardado casi dos años en reunir cincuenta y nueve lienzos, pintados entre 1519 y 1768. Nuestra mejor pieza era un Canaletto (La basílica de San Marcos), un cuadro que una anciana tía de Daphne, residente en Cumberland, le había legado.

—No es tan bueno como los dos que Percy tiene en Lanarkshire —nos dijo, con su estilo inimitable—. De todos modos, confío en que el cuadro alcance un precio justo, querida. Si no es así, en el futuro tendré que visitar Sotheby’s con más asiduidad.

Fijamos un precio mínimo para el cuadro de treinta mil guineas. Insinué a Daphne que se trataba de una cifra muy sensata, recordándole que el precio máximo obtenido por un Canaletto se elevaba a treinta y ocho mil guineas, subastado en Christie’s el año anterior.

Mientras ultimaba los preparativos de la venta, Charlie y Tim Newton dedicaban casi todo su tiempo a visitar instituciones, bancos, compañías financieras y grandes inversores, informándoles de por qué arriesgaban su dinero en «el carretón más grande del mundo».

Tim se sentía optimista sobre el desenlace y creía que el número de peticiones superaría al de las acciones en venta. Aun así, consideraba que Charlie y él debían ir a Nueva York para despertar el interés de los inversores norteamericanos. Charlie calculó que debía volver del viaje a los Estados Unidos el día anterior a la subasta, y tres semanas antes de que nuestra oferta de obligaciones se abriera al público.

Sucedió un lunes de enero por la mañana. Es posible que no me encontrara en mi mejor momento, pero habría podido jurar que reconocí a una clienta que charlaba animadamente con una de nuestras empleadas nuevas. Lamenté no conseguir ubicar a aquella mujer madura, cuyo aspecto indicaba que se encontraba en dificultades de índole económica, y que tal vez se vería obligada a vender parte de su herencia.

En cuanto se marchó me acerqué al escritorio y pregunté a Cathy quién era.

—Una tal señora Bennett —contestó la muchacha. Como el nombre no significó nada para mí, le pregunté qué deseaba.

Cathy me tendió un pequeño óleo de la Virgen María y el Niño.

—La señora me preguntó si esta pintura podía aún incluirse en la subasta de piezas italianas. Ignoraba su procedencia, y por su aspecto pensé si no se trataría de una obra robada.

Miré el pequeño óleo y comprendí al instante que la mujer era la hermana menor de Charlie.

—Yo me ocuparé de esto.

—Por supuesto, señora Trumper.

Subí en ascensor a la última planta, pasé junto a Jessica Allen y entré en el despacho de Charlie. Le di el cuadro para que lo examinara y le expliqué cómo había venido de nuevo a parar a nuestras manos.

Apartó los papeles del escritorio a un lado y contempló el cuadro durante un rato, sin decir una palabra.

—Bien, una cosa es cierta —dijo por fin—. Kitty nunca nos dirá cómo o dónde lo consiguió, pues de lo contrario habría acudido directamente a verme.

—¿Qué vamos a hacer?

—Ponerlo a la venta, tal como ha dicho, porque te aseguro que nadie va a pujar por él más que yo.

—Pero si lo único que quiere es algo de dinero, ¿por qué no le haces una oferta justa por el cuadro?

—Si Kitty quisiera dinero, habría acudido directamente a mí. No, nada le gustaría más que verme de rodillas ante ella, para variar.

—¿Y si robó el cuadro?

—¿A quién? Y aunque lo haya hecho, nada nos impide indicar en el catálogo la procedencia auténtica. Al fin y al cabo, la policía guardará todavía los detalles del robo en sus expedientes.

—¿Y si Guy se lo dio?

—Guy está muerto —me recordó concisamente.

El interés que la prensa y el público dedicaban a la venta me complajo en extremo. Se produjo otro buen augurio cuando algunos conocidos críticos de arte y coleccionistas fueron vistos la semana anterior, examinando los cuadros que se exhibían en la galería principal.

Empezaron a aparecer artículos, primero en las secciones económicas, y después en las principales columnas, que también hablaban de Charlie y de mí. No me entusiasmó mucho el titular «Los triunfantes Trumper», pero Tim Newman nos explicó la importancia de las relaciones públicas, cuando se trata de obtener grandes cantidades de dinero. A medida que nuevos artículos aparecían en diarios y revistas, nuestro joven director se fue convenciendo de que el lanzamiento de la nueva empresa iba a constituir un enorme éxito.

Francis Lawson y su nueva ayudante, Cathy Ross, trabajaron durante varias semanas en el catálogo, redactando concienzudamente la historia de cada cuadro, de sus anteriores dueños y de las galerías y exhibiciones por las que habían pasado antes de terminar en la subasta de «Trumper’s». Ante nuestra sorpresa, lo que causó sensación entre el público no fueron los cuadros en sí, sino la presentación de nuestro catálogo, el primero que incluía láminas en color. Costó una fortuna imprimirlo, pero como tuvimos que reimprimirlo dos veces antes del día de la venta y vendimos todos los catálogos a cinco chelines, no tardamos en amortizar los gastos. Durante la siguiente asamblea del consejo, tuve el placer de informar que, tras dos reimpresiones más, ya habíamos obtenido unos modestos beneficios.

—Tal vez deberías cerrar la galería de arte y abrir una editorial —fue el comentario constructivo de Charlie.

La nueva sala de subastas del número 1 tenía capacidad para doscientas veinte personas. Nunca habíamos conseguido llenarla, pero ahora, a juzgar por las demandas de entradas que nos llegaban por correo, nos vimos forzados a eliminar a los curiosos para dejar paso a los auténticos interesados.

A pesar de cortar, podar, improvisar y hasta tratar con rudeza a uno o dos individuos persistentes, nos encontramos con casi trescientas personas que confiaban en lograr un asiento. Había varios periodistas entre ellos, pero el golpe final se produjo cuando el director de la sección de arte del Tercer Programa llamó para preguntar si podían retransmitir la subasta por radio.

Charlie volvió de Estados Unidos dos días antes de la venta y me confirmó, durante los breves momentos que estuvimos a solas, que el viaje se había saldado de forma muy satisfactoria… No me aclaró el significado de estas palabras. Añadió que Daphne le acompañaría a la subasta. «Hay que tener contentos a los clientes fieles». No dije que había olvidado por completo reservarle un asiento, pero Simón Matthews encajó un par de sillas suplementarias en la octava fila, rezando para que ningún miembro del cuerpo de bomberos se encontrara entre los postores.

Decidimos celebrar la venta a las tres de la tarde del martes. Tim Newman nos había advertido que, si queríamos conseguir la máxima publicidad en los periódicos del día siguiente, la hora era de importancia capital.

Simón y yo pasamos en pie toda la tarde anterior a la subasta con nuestro personal, quitando los cuadros de las paredes y colocándolos en el orden correcto. Después, comprobamos la iluminación del caballete donde se exhibirían y, por fin, situamos las sillas, lo más juntas posible. Empujamos hacia atrás el estrado desde el que Simón dirigiría la subasta y conseguimos añadir una fila más. Quedó menos espacio para los observadores, que siempre permanecían de pie junto al subastador, localizando a los postores, pero nos solucionó catorce otros problemas.

Por la mañana efectuamos un ensayo: los porteros colocaban cada cuadro en el caballete cuando Simón anunciaba el número del lote, y lo quitaban cuando bajaba el martillo y anunciaba el siguiente lote. Por fin, izaron el Canaletto al caballete; el cuadro exhibía toda la técnica refinada y minuciosa observación que constituían la marca del maestro. Sonreí cuando, un momento después, la obra maestra fue sustituida por el cuadro de la Virgen y el Niño que pertenecía a Charlie. A pesar de las intensas investigaciones efectuadas por Cathy no había conseguido rastrear sus antecedentes, de modo que nos limitamos a cambiar el marco de la pintura y atribuirlo en el catálogo a la escuela del siglo XVII. Consigné en mi libro un precio aproximado de doscientas guineas, aunque sabía muy bien que Charlie tenía la intención de volver a adquirir el óleo al precio que fuera. Seguía preocupándome la forma en que Kitty lo había conseguido, pero Charlie me repitió varias veces que «dejara de comerme el coco». En cualquier caso, tenía problemas más importantes en su cabeza que el de saber cómo había llegado a manos de su hermana el regalo de Tommy.

A las dos y cuarto ya había algunas personas sentadas en la sala de subastas. Reconocí a más de un comprador importante y propietario de galería que nunca se había encontrado con una sala tan repleta, y acabó de pie en la parte de atrás o apoyado contra una pared lateral.

A las tres menos cuarto solo quedaban algunos asientos libres, y las personas que habían llegado a última hora se hallaban apretujadas contra las paredes laterales; una o dos estaban en cuclillas en la fila central. Daphne entró a las tres menos cinco, vistiendo un elegante traje de cachemira azul oscuro que yo había visto anunciado en Vogue el mes pasado. Charlie, con aspecto de cansancio, la seguía a un paso de distancia. Tomaron asiento en el extremo de la octava fila. Daphne parecía muy satisfecha consigo misma, y Charlie se removía inquieto.

A las tres en punto ocupé mi sitio, junto al estrado del subastador, en tanto Simón subía los escalones de su pequeño palco, se detenía un momento para buscar con la mirada a los compradores importantes y daba varios golpes de martillo.

—Buenas tardes, damas y caballeros. Bienvenidos a «Trumper’s», los subastadores de obras de arte, logrando subrayar el «los» de una forma muy agradable. Cuando anunció el lote número 1, un murmullo recorrió la sala. Consulté mi catálogo, aunque me sabía de memoria los detalles de los cincuenta y nueve lotes. Era una obra de Giovanni Battista Crespi, fechada en 1617, que plasmaba a San Francisco de Asís. El pequeño óleo estaba marcado en nuestro código con QIHH libras, de modo que cuando Simón lo adjudicó por dos mil doscientas, setecientas libras más de lo que yo esperaba, no pude ocultar mi alegría.

El Canaletto ocupaba el número 37 de las cincuenta y nueve obras en venta, pues yo deseaba crear una atmósfera de excitación mucho antes de que subiera al estrado, pero evitando que saliera a última hora, cuando los clientes empezaban a marcharse. Cuarenta y siete mil libras se lograron en la primera hora, antes del Canaletto. Cuando el lienzo de un metro y veinte de ancho se situó a la luz del foco, los espectadores que veían por primera vez la obra maestra jadearon.

—Una pintura de la basílica de San Marcos, obra de Canaletto —dijo Simón—, fechada en 1741 —como si tuviéramos media docena más guardadas en el sótano—. Esta pieza ha despertado un considerable interés, y abro la puja con diez mil libras.

Sus ojos exploraron la sala, mientras mis observadores y yo vigilábamos la procedencia de la segunda puja.

—Quince mil —dijo Simón, mirando a un representante del gobierno italiano, sentado en la quinta fila.

—Veinte mil libras en la parte de atrás.

Tenía que ser el representante de la colección Mellon. Siempre se sentaba en la segunda fila empezando por atrás, con un cigarrillo colgando de los labios para indicarnos que continuaba pujando.

—Veinticinco mil —dijo Simón, mirando de nuevo al representante del gobierno italiano.

—Treinta mil. —El cigarrillo seguía desprendiendo humo. Mellon continuaba la caza.

—Treinta y cinco mil.

Localicé a un nuevo postor, sentado en la cuarta fila a mi derecha: el señor Randall, el director de la galería Wildenstein, de la calle Bond.

—Cuarenta mil —anunció Simón, cuando otra nube de humo se elevó de la parte trasera. Habíamos sobrepasado las estimaciones de Daphne, aunque ninguna emoción se reflejó en su rostro.

—Cincuenta mil.

En mi opinión, era una puja difícil de superar. Miré al palco y vi que la mano izquierda de Simón temblaba.

—Cincuenta mil —repitió, con cierto nerviosismo, cuando un nuevo postor de la primera fila, al que no reconocí, empezó a cabecear furiosamente.

El cigarrillo echó otra nube de humo.

—Cincuenta y cinco mil.

—Sesenta mil. —Simón concentró su atención en el postor desconocido, quien confirmó su insistencia con un brusco asentimiento.

—Sesenta y cinco mil.

El representante de Mellon continuaba echando humo, pero cuando Simón miró al postor de la primera fila recibió una vigorosa sacudida de cabeza.

—Sesenta y cinco mil, en la parte de atrás. Sesenta y cinco mil, ¿alguien ofrece más? —Simón miró al postor de la primera fila—. Ofrezco el Canaletto por sesenta y cinco mil libras, sesenta y cinco mil libras a las dos, vendido por sesenta y cinco mil libras. —Simón dio el martillazo definitivo antes de que hubieran transcurrido dos minutos desde la primera oferta, y yo marqué ZIHHH en mi catálogo, mientras una espontánea salva de aplausos brotaba del público…, lo nunca visto en el número 1.

Todo el mundo se puso a hablar en voz alta. Simón se volvió hacia mí.

—Lamento la equivocación, Becky —susurró. Entonces comprendí que el salto de cuarenta a cincuenta mil se debía a que los nervios habían traicionado al subastador.

Reflexioné sobre los posibles titulares de los periódicos que aparecerían al día siguiente: «Precio récord por un Canaletto en la subasta celebrada en Trumper’s». A Charlie le gustaría.

—No creo que el cuadro de Charlie alcance esa cantidad —añadió Simón con una sonrisa. La Virgen María y el Niño reemplazó al Canaletto en el estrado, y Simón se dirigió al público de nuevo.

—Silencio, por favor. La siguiente pieza, número 38 del catálogo, es de la escuela de El Bronzino. —Paseó la mirada por la sala—. Inicio la subasta con ciento cincuenta —hizo una breve pausa— libras por este lote. ¿Quién da ciento setenta y cinco? —Daphne, que debía ser el señuelo de Charlie, levantó la mano. Intenté contener una carcajada—. Ciento setenta y cinco guineas. ¿Quién ofrece doscientas? —Simón escudriñó al público, pero nadie se movió—. En tal caso, la ofrezco, a la una, por ciento setenta y cinco libras, a las dos, a las tres y…

Pero antes de que Simón bajara el mazo, un hombre corpulento, de bigote pardusco, vestido con una chaqueta de tweed, camisa a cuadros y corbata amarilla, se levantó y gritó:

—Esa pintura no es de la escuela de, sino del propio Bronzino, y fue robada de la iglesia de St. Augustine, cerca de Reims, durante la Primera Guerra Mundial.

Se produjo una gran confusión. La gente miró primero al hombre de la corbata amarilla, y después se volvió para examinar el cuadro. Simón descargó repetidas veces su mazo, incapaz de recuperar el control, mientras los lápices de los periodistas corrían frenéticamente sobre el papel. Vi a Charlie y a Daphne que, con la cabeza gacha, sostenían una intensa conversación.

Una vez dominado el clamor, la atención se concentró en el hombre que había lanzado la acusación y que seguía de pie en su sitio.

—Creo que está en un error, señor —dijo Simón con firmeza—. Le aseguro que la galería conoce esta pintura desde hace años.

—Le aseguro, señor —contestó el hombre— que el cuadro es un original, y aunque no acuso a su dueño anterior de ser un ladrón, puedo demostrar que fue robado.

Muchos espectadores consultaron en su catálogo el nombre del antiguo propietario. En la primera línea, impreso en negrita, se leía: «De la colección privada de sir Charles Trumper».

El griterío se recrudeció, pero el hombre continuó de pie. Me incliné hacia adelante y tiré a Simón de la pernera del pantalón. Se agachó y le susurré mi decisión al oído. Dio varios golpes de mazo y el público se fue callando. Miré a Charlie, que estaba blanco como la cera, y a Daphne, que continuaba serena y le apretaba la mano. Como yo estaba convencida de que debía existir una explicación sencilla, me sentía curiosamente indiferente.

—Me han indicado que este lote será retirado hasta nuevo aviso —anunció Simón, después de restaurar el orden—. Lote número 3 —se apresuró a añadir, cuando el hombre de la chaqueta de tweed salió de la sala, perseguido por una nube de periodistas.

Ninguna de las restantes veintiuna piezas alcanzaron el precio mínimo fijado, y cuando Simón bajó el martillo por última vez, y aún a pesar de que habíamos roto todos los récords de cualquier subasta por una obra italiana, sabía muy bien lo que dirían los periódicos al día siguiente. Miré a Charlie, quien hacía lo posible por aparentar calma. Me giré de forma instintiva hacia la silla que había ocupado el hombre de la chaqueta de tweed marrón. La sala empezaba a vaciarse, y reparé por primera vez en la mujer sentada directamente detrás de aquella silla, muy erguida, inclinada hacia adelante, con las dos manos descansando sobre el pomo de un parasol. Me estaba mirando.

En cuanto la señora Trentham estuvo segura de que yo la había visto, se levantó con serenidad y salió sin prisa de la galería.

La prensa del día siguiente obtuvo un gran éxito. A pesar de que ni Charlie ni yo habíamos hecho declaración alguna, nuestra foto ocupaba todas las portadas, excepto la del limes. Apenas se mencionaba al Canaletto en los diez primeros párrafos de todos los artículos.

El hombre que había lanzado la acusación se había esfumado sin dejar rastro, y el episodio se habría olvidado de no ser porque monseñor Pierre Guichot, obispo de Reims, había accedido a ser entrevistado por Freddie Barker, el corresponsal especializado en salas de subastas del Daily Telegraph. Había sacado a la luz el hecho de que Guichot era el párroco de la iglesia donde había colgado el cuadro original. El obispo confirmó a Barker que el cuadro había desaparecido de forma misteriosa durante la Gran Guerra, y que, en su momento, había denunciado el robo a la sección correspondiente de la Sociedad de Naciones, responsable de velar, atendiendo a la convención de Ginebra, por la devolución a sus legítimos propietarios tras el cese de las hostilidades de las obras de arte robadas. El obispo continuaba diciendo que reconocería la pintura si la viera de nuevo; los colores, los trazos, la serenidad del rostro de la Virgen, todo el genio de la composición de El Bronzino seguirían grabados en su memoria hasta el día de su muerte. Barker le citó textualmente.

El corresponsal del Telegraph llamó a mi oficina el día que apareció la entrevista y me informó de que su diario tenía la intención de trasladar al distinguido sacerdote, corriendo con los gastos, para que examinara la pintura y se aclarara el misterio de una vez por todas. Nuestros consejeros legales nos advirtieron de que sería poco inteligente por nuestra parte impedir al obispo que viera el cuadro; negarle el acceso sería tanto como reconocer que intentábamos ocultar algo. Charlie accedió sin vacilar.

—Dejemos que vea el cuadro —se limitó a añadir—. Estoy seguro de que lo único que se llevó Tommy de aquella iglesia fue un casco alemán.

Al día siguiente, en la intimidad de su despacho, Tim Newman nos advirtió que, si el obispo de Reims identificaba el cuadro como el Bronzino original, se debería retrasar un año, como mínimo, el lanzamiento de «Trumper’s» como empresa pública, y la sala de subastas jamás se recuperaría de aquel escándalo.

El obispo de Reims llegó en avión a Londres el jueves. Fue recibido por una hilera de fotógrafos que dispararon sin cesar sus flashes antes de que se trasladara en coche a Westminster, donde se alojaría como huésped del arzobispo.

El obispo accedió a visitar la galería a las cuatro de aquella misma tarde, y podía disculparse a cualquiera que paseara por Chelsea Terrace si creía que Frank Sinatra estaba a punto de aparecer en persona. Tres filas de gente esperaban ya en el bordillo la llegada del sacerdote.

Recibí al obispo en la entrada de la galería y le presenté a Charlie, quien se inclinó y le besó el anillo episcopal. Creo que el obispo se quedó algo sorprendido al averiguar que Charlie era católico. Dediqué una sonrisa al obispo, cuyo rostro parecía brillar… Un rostro enrojecido por los efectos del vino, no del sol, sospeché. Se deslizó por el pasillo con su larga sotana púrpura. Cathy le guio hasta mi despacho, donde la pintura le aguardaba. Barker, el reportero del Telegraph, se presentó a Simón y le trató como si fuera un personaje del hampa. Me abstuve de ser cordial cuando Simón trató de entablar conversación con él.

El obispo entró en mi pequeño despacho y aceptó un café. Yo había dispuesto la pintura sobre un caballete y, a instancias de Charlie, había repuesto el antiguo marco negro. Todos nos sentamos alrededor de la mesa en silencio, mientras el sacerdote contemplaba a la Virgen María.

—¿Me permiten? —preguntó, extendiendo los brazos.

—Desde luego —contesté, y le acerqué el pequeño óleo.

Clavé la vista en sus ojos, mientras el hombre sostenía el cuadro frente a él. Al principio, dedicó el mismo interés a Charlie, al que nunca había visto tan nervioso. También echó un vistazo a Barker, cuyos ojos, en contraste, brillaban de esperanza. Después, el obispo concentró su interés en el cuadro, sonrió y pareció quedar fascinado por la Virgen María.

—¿Y bien? —preguntó el periodista.

—Bellísima. Una inspiración para cualquier no creyente.

Barker también sonrió y copió las palabras.

—Este cuadro me trae muchos recuerdos —añadió el sacerdote. Vaciló un momento y yo creí que mi corazón iba a dejar de latir—, pero debo decirle, señor Barker, que no es el auténtico. Una simple copia de la pintura que yo conocía tan bien.

El periodista dejó de escribir.

—¿Una copia?

—Sí, eso temo. Una copia excelente, pintada probablemente por un joven discípulo del maestro, pero una copia, en fin de cuentas.

Barker, incapaz de ocultar su decepción, dejó el cuaderno sobre la mesa. Parecía que tuviera ganas de protestar.

El obispo se puso en pie e inclinó la cabeza en mi dirección.

—Lamento que le hayan causado tantos problemas, lady Trumper.

Yo también me levanté y le acompañé a la puerta, donde se enfrentó de nuevo a la prensa congregada. Los periodistas guardaron silencio, a la espera de que el obispo hiciera alguna revelación. Pensé por un momento que se lo estaba pasando en grande.

—¿Es auténtica, obispo? —gritó un periodista.

—Es un retrato de la Santísima Virgen, en efecto —sonrió el obispo—, pero temo que se trata de una copia de escaso valor. —Subió a su coche sin decir nada más y desapareció.

—Qué alivio —exclamé, cuando el coche se perdió de vista. Me volví, pero no vi a Charlie por ninguna parte. Corrí a mi despacho y le encontré allí, sujetando el cuadro con ambas manos. Cerré la puerta para estar solos.

—Qué alivio —repetí—. Ahora, la vida recobrará la normalidad.

—Te habrás dado cuenta, por supuesto, de que este es el Bronzino —dijo Charlie, mirándome a los ojos.

—No seas tonto. El obispo…

—¿Te fijaste en cómo lo cogía? Nadie acaricia una falsificación de esa forma. Además, observé sus ojos mientras tomaba la decisión.

—¿La decisión?

—Sí, la de arruinar o no nuestras vidas, a cambio de su amado Bronzino.

—¿Quieres decir que hemos poseído una obra maestra durante veinte años sin saberlo?

—Eso parece, pero no estoy seguro de quién se llevó la pintura de la capilla.

—No pensarás que Guy…

—Convengo en que Tommy es más plausible, aunque estoy convencido de que ignoraba el auténtico valor del cuadro…

—¿Y cómo descubrió Guy dónde estaba, aparte de su valor?

—Tal vez mediante los registros de la compañía, o puede que una conversación casual con Daphne le pusiera sobre la pista.

—Eso no explica cómo descubrió que se trataba de un original.

—Estoy de acuerdo. Sospecho que no lo descubrió, sino que vio en la pintura otra manera de desacreditarme.

—Entonces, ¿cómo…?

—La señora Trentham ha tenido varios años para averiguarlo.

—Santo Dios. ¿Qué papel ha jugado Kitty?

—Una mera distracción que la señora Trentham utilizó para perjudicarnos.

—¿Hasta dónde llegará esa mujer con tal de destruirnos?

—Lo único que sé es que no se alegrará cuando descubra que su gran proyecto se ha ido al traste.

Me derrumbé en la silla, al lado de mi marido.

—¿Qué haremos ahora?

Charlie continuaba aferrando la pequeña obra de arte como si temiera que alguien se la fuera a quitar.

—Solo podemos hacer una cosa.

Aquella noche nos dirigimos en coche a casa del arzobispo y aparcamos frente a la puerta de servicio.

—Es más apropiado —indicó Charlie, antes de llamar a la vieja puerta de roble. Un sacerdote nos abrió y, sin pronunciar una palabra, nos condujo a presencia del arzobispo, que estaba tomando una copa de vino con el obispo de Reims.

Sir Charles y lady Trumper —anunció el sacerdote.

—Bienvenidos, hijos míos —dijo el arzobispo, levantándose para recibirnos—. Es un placer inesperado —añadió, después de que Charlie le besara el anillo—, ¿qué os trae a mi casa?

—Tenemos un pequeño regalo para el obispo —dijo, tendiéndole un paquete envuelto en papel a su Excelencia.

La sonrisa del obispo fue idéntica a la que había aparecido en su rostro cuando afirmó que la pintura era una copia. Abrió el paquete poco a poco, como un niño que recibe un regalo sin ser su cumpleaños. Sostuvo la pequeña obra maestra en sus manos durante un rato, antes de ofrecerla a la consideración del arzobispo.

—Verdaderamente magnífica —comentó el arzobispo, examinándola con atención. Después, la devolvió al obispo—. ¿Dónde la colgará?

—Creo que el lugar apropiado será sobre la cruz de la capilla de St. Augustine. Dentro de un tiempo, alguien mucho más versado que yo en estas materias declarará que el cuadro es un original. —Levantó la vista y sonrió, una sonrisa demasiado perversa para venir de un obispo.

El arzobispo se volvió hacia mí.

—¿Les apetece a usted y a su marido quedarse a cenar con nosotros?

Le agradecí su amabilidad, pero aduje un compromiso previo. Los dos nos despedimos de ellos y salimos de la casa en silencio.

Cuando la puerta se cerró a nuestras espaldas, me pareció oír decir al arzobispo.

—Has ganado la apuesta, Pierre.