La señora Trentham dio su aprobación a la novia elegida por Nigel, pero porque había sido ella la primera en seleccionarla.
Verónica Berry poseía todos los atributos que su futura suegra consideraba necesarios para convertirse en un Trentham. Era de buena familia; su padre era un vicealmirante que aún no había pasado a la reserva, y su madre, la bija de un obispo sufragáneo. Vivían bien sin ser ricos y, sobre todo, de sus tres hijas, Verónica era la mayor.
La boda se celebró en la iglesia parroquial de Kimmeridge, en Dorset, donde Verónica había sido bautizada por el vicario, confirmada por el obispo sufragáneo y, ahora, casada por el obispo de Bath y Wells. La ceremonia fue espléndida, pero sin exagerar, y «los niños», como la señora Trentham les llamaba, pasarían la luna de miel en la finca de Aberdeen, antes de regresar a la casa de Cadogan Place que ella les había elegido. Era lo más conveniente para Chester Square explicaba cuando se lo preguntaban.
Todos los treinta y un socios de Kitcat & Aitken, los corredores de bolsa para quienes trabajaba Nigel, fueron invitados al banquete nupcial, pero solo cinco aceptaron la amable invitación.
Durante la recepción, que tuvo lugar en el jardín que rodeaba la casa del vicealmirante, la señora Trentham se propuso hablar con todos los socios presentes. Para su consternación, ninguno fue muy optimista sobre el futuro de Nigel.
La señora Trentham confiaba en que su hijo se convertiría ensocio de la firma antes de cumplir los cuarenta y cinco años, pues todo el mundo sabía que varios hombres más jóvenes habían visto sus nombres impresos en el ángulo superior izquierdo del papel de carta a pesar de haber ingresado en la firma después que su hijo.
Poco antes de que empezaran los discursos, la lluvia obligó a los invitados a refugiarse bajo la marquesina. La señora Trentham lamentó que el discurso del novio fuera recibido con bastante frialdad. No obstante, decidió que era bastante difícil aplaudir mientras se sujetaba una copa de champagne en una mano y un emparedado de espárragos en la otra. A decir verdad, el padrino de boda de Nigel, Hugh Folland, no lo había hecho mucho mejor.
La señora Trentham localizó a Miles Renshaw, el socio mayoritario, después de los discursos. Le confesó en un aparte que tenía la intención de invertir una cantidad considerable de dinero en una empresa que se iba a convertir en pública. Por lo tanto, necesitaría que la aconsejara respecto a lo que ella describió como su estrategia a largo plazo.
Tal información no produjo ninguna respuesta concreta del caballero en cuestión, pues este todavía recordaba las promesas de la mujer sobre la cartera de «Hardcastle», una vez que su padre muriera. Pese a todo, el señor Renshaw sugirió que se pasara por las oficinas de la City y le comunicara los detalles de la transacción en cuanto el delicado documento oficial hubiera sido redactado.
La señora Trentham dio las gracias al señor Renshaw y continuó atendiendo a los congregados, como si fuera ella la anfitriona.
No se dio cuenta de que Verónica manifestó en diversas ocasiones su desaprobación.
Fue el último viernes de setiembre de 1947 cuando Gibson llamó a la puerta de la sala de estar, entró y anunció:
—El capitán Daniel Trentham.
Cuando la señora Trentham vio al joven vestido con el uniforme de capitán de los Fusileros Reales, sus piernas le fallaron. El joven avanzó y se detuvo en el centro de la alfombra. La mente de la señora Trentham rememoró de inmediato la entrevista que había tenido lugar en la misma habitación veinticinco años antes. Consiguió recorrer unos metros antes de desplomarse sobre el sofá.
La señora Trentham, aferrándose al brazo del sofá para no perder el sentido por completo, contempló a su nieto. Habría jurado por un momento que le había visto anteriormente.
La primera reacción de la señora Trentham, después de serenarse, fue ordenar a Gibson que le echara, pero decidió esperar unos instantes, pues ardía en deseos de saber qué quería el joven. Mientras Daniel recitaba sus frases aprendidas, empezó a sospechar que el encuentro podía redundar en su favor.
El joven empezó diciendo que había estado en Australia aquel verano, y no en Estados Unidos, como ella había supuesto. A continuación, demostró que sabía muy bien cómo había adquirido ella los pisos e intentado paralizar el permiso para construir los grandes almacenes. También manifestó que conocía la inscripción que constaba en la tumba de Ashurst y detalles de sus encuentros en el hotel St. Agnes. Terminó afirmando que sus padres ignoraban que había ido a visitarla aquella tarde.
La señora Trentham concluyó que había averiguado la verdad sobre la muerte de su hijo en Melbourne. De lo contrario, ¿por qué habría recalcado que, si esa información caía en manos de la prensa, el resultado sería, por decirlo en términos suaves, muy embarazoso para todos los implicados?
La señora Trentham no hizo nada por impedir que Daniel siguiera hablando, y aguardó pacientemente a que terminara. Mientras desarrollaba sus pronósticos sobre el futuro de Chelsea Terrace, se preguntó cuánto sabía en realidad el joven erguido frente a ella. Decidió que solo había una forma de averiguarlo, una forma que la obligaría a correr un gran riesgo.
—Con una condición —replicó la señora Trentham, cuando Daniel terminó su discurso con una exigencia específica.
—¿Qué condición?
—Que renuncies a todos tus derechos sobre las propiedades de Hardcastle.
Daniel pareció vacilar por primera vez. No era lo que él esperaba. La señora Trentham se sintió segura en aquel momento de que ignoraba los detalles de la herencia. Al fin y al cabo, su padre había ordenado al señor Harrison que no informara al joven de su contenido hasta que cumpliera treinta años. El señor Harrison no era hombre que incumpliera su palabra.
—En primer lugar, no creo que tuvieras intención de legarme nada —respondió Daniel.
Ella no contestó. Esperó a que Daniel diera su consentimiento.
—Ha de ser por escrito —añadió la mujer.
—Y también mi parte del trato —exigió él con brusquedad. La señora Trentham se sintió segura de que ya no dependía de un guión preparado, sino que estaba reaccionando a tenor de los acontecimientos.
La mujer se levantó, caminó con parsimonia hacia su escritorio y abrió un cajón. Daniel se quedó en el centro de la sala, balanceándose sobre sus pies.
La señora Trentham localizó las dos hojas de papel, sacó el borrador preparado por el abogado del cajón inferior y procedió a escribir dos pactos idénticos, incluyendo la renuncia a construir los pisos y las objeciones al permiso de construir las Torres Trumper que había solicitado el padre de Daniel. También incluyó las frases exactas redactadas por el abogado, a fin de que Daniel renunciara a los derechos conferidos por el testamento de su abuelo.
Tendió el primer borrador a su nieto para que lo examinara. Temió que, en cualquier momento, descubriera lo que iba a sacrificar al firmar aquel documento.
Daniel terminó de leer la primera copia del pacto y después comprobó que ambos borradores fueran idénticos hasta el menor detalle. Aunque no dijo nada, la señora Trentham siguió temiendo que averiguara el motivo de su petición. De hecho, si le hubiera pedido que vendiera a su padre el terreno de Chelsea Terrace a precio de coste, habría accedido de muy buen grado, con tal de que la firma de Daniel constara al pie del acuerdo escrito.
En cuanto Daniel hubo firmado ambos documentos, la señora Trentham tocó la campanilla y llamó a Gibson para que actuara como testigo.
—Acompaña a este caballero, Gibson —ordenó, en cuanto hubo terminado el procedimiento.
Después de que la figura uniformada abandonase la sala, se preguntó cuánto tiempo tardaría el muchacho en darse cuenta de que había hecho un mal negocio.
Al día siguiente, los abogados de la señora Trentham examinaron el acuerdo, y la simplicidad de la transacción les dejó estupefactos. Sin embargo, la mujer no entró en explicaciones. Un leve cabeceo del socio mayoritario dio a entender que el trato estaba cerrado.
Todo hombre tiene su precio, y cuando Martin Crowe advirtió que su fuente de ingresos se había reducido a cincuenta libras, se convenció de que debería renunciar a sus objeciones hacia las Torres Trumper.
A partir del día siguiente, la señora Trentham dedicó su atención a otro asunto: el problema de comprender documentos de oferta.
Verónica se quedó embarazada demasiado pronto, en opinión de la señora Trentham. Su nuera dio a luz un hijo, Giles Raymond, en mayo de 1948, solo nueve meses y tres semanas después de contraer matrimonio con Nigel. El niño, al menos, no nació prematuramente. Ya había observado en más de una ocasión que los criados contaban los meses con los dedos.
La señora Trentham sostuvo su primera discusión con Verónica cuando esta volvió del hospital.
Verónica y Nigel llevaron a Giles a Chester Square para que su orgullosa abuela lo admirara. Tras dirigir al niño una mirada superficial, Gibson sacó el cochecito de la sala y entró el carrito de té.
—Querréis, sin duda, que el niño sea inscrito en Asgarth y Harrow cuanto antes —dijo la señora Trentham, antes de darles tiempo a elegir un emparedado—. Al fin y al cabo, hay que asegurar la plaza.
—De hecho, Nigel y yo ya hemos decidido qué clase de educación recibirá nuestro hijo —contestó Verónica—, y no hemos tenido en consideración ninguno de esos colegios.
La señora Trentham dejó la taza sobe el platillo y miró a Verónica como si hubiera anunciado la muerte del rey.
—Lo siento, pero creo que no te he oído bien, Verónica.
—Vamos a enviar a Giles a una escuela primaria de Chelsea, y después a Bryanston.
—¿Bryanston? ¿Puedo preguntar dónde está eso?
—En Dorset. Es la escuela donde se educó mi padre —añadió Verónica, cogiendo un emparedado de salmón.
Nigel miró con nerviosismo a su madre, acariciándose la corbata a rayas azules y plateadas.
—Es posible —contestó la señora Trentham—. Sin embargo, estoy segura de que necesitamos reflexionar un poco más sobre la forma de iniciar al joven Raymond en la vida.
—No, no será necesario —puntualizó Verónica—. Nigel y yo ya hemos pensado bastante en cómo ha de ser educado Raymond. De hecho, le inscribimos en Bryanston la semana pasada. Al fin y al cabo, hay que asegurarse de que tenga la plaza garantizada.
Se inclinó hacia delante y cogió otro emparedado de salmón.
El pequeño reloj que descansaba sobre la repisa de la chimenea, al otro lado de la habitación, dio tres campanadas.
Max Harris se levantó de la butaca que quedaba en un rincón del salón cuando vio entrar a la señora Trentham. Hizo una reverencia y esperó a que su cliente tomara asiento en la silla situada frente a él.
Pidió té para la mujer y otro whisky doble para él. La señora Trentham no ocultó su desaprobación y frunció el ceño cuando el camarero se marchó. Devolvió su atención a Max Harris en cuanto oyó los inevitables chasquidos.
—Imagino, señor Harris, que me ha hecho venir porque tiene algo importante que decirme.
—Creo que puedo afirmar, sin temor a equivocarme, que soy portador de excelentes noticias. Una señora apellidada Bennet ha sido detenida recientemente por robar en una tienda. Una chaqueta de piel y un cinturón de cuero en Harvey Nicholls, para ser exacto.
—¿Y cuál puede ser mi interés en esa dama? —preguntó la señora Trentham, mirando hacia atrás y comprobando con irritación que había empezado a llover.
—Resulta que mantiene una interesante relación con sir Charles Trumper.
—¿Relación? —El desconcierto de la señora Trentham aumentó.
—Sí. La señora Bennet es, ni más ni menos, la hermana de sir Charles.
—Si no recuerdo mal, Trumper solo tiene tres hermanas. Sal, que vive en Toronto y está casada con un vendedor de seguros; Grace, que acaba de ser nombrada jefe de enfermeras en el hospital de San Guido, y Kitty, que abandonó Inglaterra hace un tiempo para ir a vivir con su hermana en Canadá.
—Y que ahora ha regresado.
—¿Regresado?
—Sí, como la señora Kitty Bennet.
—No acabo de entenderle —dijo la señora Trentham, exasperada al ver que Harris disfrutaba jugando al gato y al ratón con ella.
—Mientras estaba en Canadá —continuó Harris, indiferente a la irritación de su cliente—, se casó con un tal Bennett, un estibador. Igual que su padre, por cierto. El matrimonio duró casi un año, hasta terminar en un turbulento divorcio, en el que salieron a relucir varios hombres. Volvió a Inglaterra hace escasas semanas, después de que su hermana Sal se negara a acogerla de nuevo.
—¿Cómo ha conseguido esta información?
—Un amigo mío de la prisión de Wandsworth me guio en la dirección correcta. Cuando levó la hoja de cargos contra la señora Bennett, nacida Trumper, decidió investigar un poco más. La clave fundamental fue el nombre «Kitty». Me personé de inmediato para asegurarme de que teníamos a la mujer que nos convenía. Harris se interrumpió para beber su whisky.
—Siga —le urgió la señora Trentham.
—Cantó como un canario por cinco libras. Si pudiera ofrecerle cincuenta, tengo el presentimiento de que trinaría como un ruiseñor.
Cuando «Trumper’s» anunció los detalles de su emisión de acciones en la prensa nacional, la señora Trentham se hallaba de vacaciones en la finca de Aberdeenshire propiedad de su esposo. Se dio cuenta al instante de que, a pesar de que ahora controlaba los ingresos combinados de ella y de su hermana, más la cantidad inesperada de veinte mil libras, aún necesitaba todo el capital producido por la venta de la propiedad de Yorkshire si quería adquirir una participación voluminosa de la nueva empresa. Aquella mañana hizo tres llamadas telefónicas.
A principios de año había dado instrucciones para que su cartera de acciones fuera transferida a Kitcat & Aiken, y tras varios meses de acosar a su marido le había convencido de que hiciera lo mismo. A pesar de esta maniobra, a Nigel aún no le habían ofrecido ser socio de la firma. La señora Trentham le habría aconsejado presentar la renuncia si hubiera confiado en que encontraría mejores ofertas en otro sitio.
Pese a este revés, continuó invitando a cenar por turnos a los socios de Kitcat. Gerald dejó bien claro a su mujer que no aprobaba esa táctica, convencido de que no ayudaban a la causa de su hijo. No obstante, sabía muy bien que sus opiniones no impresionaban a su esposa. En cualquier caso, había alcanzado una edad en la que se sentía demasiado agotado para oponer otra cosa que no fuera una resistencia simbólica.
La señora Trentham estudió los detalles fundamentales del proyecto de «Trumper’s» en la edición del Times que había comprado su marido, y dio instrucciones a Nigel de que adquiriera el cinco por ciento de las acciones de la nueva empresa bajo varios nombres falsos. Él cumplió sus deseos al pie de la letra.
Sin embargo, uno de los párrafos finales de un artículo aparecido en el Daily Mail, firmado por Vincent Mulcross y titulado «Los triunfantes Trumper», le recordó que todavía se hallaba en posesión de un cuadro que necesitaba ser vendido por un precio adecuado.
Siempre que el señor Harrison solicitaba una entrevista a la señora Trentham, esta consideraba que se trataba más de una requisitoria que de una invitación. Tal vez se debiera al hecho de que había trabajado para su padre durante más de veinte años.
Sabía muy bien que, como albacea testamentario de su padre, el señor Harrison aún ejercía una influencia considerable, a pesar de que le había cortado las alas hacía poco con la venta de la propiedad.
El señor Harrison la invitó a sentarse frente a su escritorio, volvió a su silla, acomodó las gafas en el extremo de su nariz y abrió una de sus inevitables carpetas grises.
Daba la impresión de que se ocupaba de toda su correspondencia, por no mencionar sus entrevistas, de una forma que solo podía ser descrita como distante. La señora Trentham se preguntaba a menudo si trataba a su padre de la misma manera.
—Señora Trentham —empezó, posando las palmas de las manos frente a él y repasando las notas que había escrito la noche anterior—, debo agradecerle en primer lugar que se haya tomado la molestia de acudir a mi despacho, y manifestarle mi tristeza por el hecho de que su hermana haya declinado mi invitación. Sin embargo, en una breve carta que recibí la semana pasada, expresaba con toda claridad su satisfacción porque usted la representara en esta y en cualquier otra futura ocasión.
—La querida Amy. Esa pobre criatura acusó mucho la muerte de mi padre, aunque he hecho todo lo posible por suavizar el golpe.
Los ojos del anciano abogado retornaron al expediente, que contenía una nota del señor Althwaite, de Bird Collingwood & Althwaite, de Harrogate, ordenándoles que, en el futuro, enviaran el cheque mensual de la señorita Amy a Coutts & Cía, del Strand, a un número de cuenta que solo difería un dígito de aquella a la que el señor Harrison enviaba la otra mitad de los ingresos mensuales.
—Si bien su padre legó a usted y a su hermana las ganancias derivadas de su monopolio —continuó el abogado—, el grueso de su capital será entregado a su debido tiempo, como usted ya sabe, al doctor Daniel Trumper.
La señora Trentham asintió con la cabeza.
—Como también sabe, el monopolio se compone de valores, acciones y bonos del estado que nos administra la banca mercantil Hambros & Cía. Siempre que consideren prudente realizar una inversión considerable a favor del monopolio, nosotros consideramos igualmente importante mantenerla informada de sus intenciones, a pesar de que sir Raymond nos concedió plena libertad de maniobra en estos temas.
—Es usted muy considerado, señor Harrison.
El abogado consultó otra nota. Procedía en esta ocasión de un agente de bienes raíces de Bradford. La propiedad, la casa y contenido del difunto sir Raymond Hardcastle habían sido vendidos en fecha reciente por la cantidad de cuarenta y una mil libras. Tras deducir comisiones y honorarios, el agente había enviado la suma restante a la misma cuenta de Coutts que recibía la paga mensual de la señorita Amy.
—Teniendo esto presente —continuó el abogado de la familia—, considero mi deber informarla de que nuestros consejeros nos han recomendado una inversión considerable en una empresa que no tardará en salir al mercado.
—¿Y qué empresa es esa? —inquirió la señora Trentham.
—«Trumper’s» —dijo Harrison, atento a la reacción de su cliente.
—¿Y por qué «Trumper’s» en concreto? —preguntó la mujer, sin alterar la expresión de su rostro.
—Principalmente, porque Hambros considera inteligente y prudente la inversión, pero, y tal vez es lo más importante, el grueso del capital perteneciente a la empresa, cuando llegue el momento, pasará a manos de Daniel Tumper, cuyo padre, como sin duda usted sabrá, es el presidente de la junta directiva.
—Lo sabía —dijo la señora Trentham sin hacer más comentarios. Se dio cuenta de que su serenidad preocupaba al señor Harrison.
—Es obvio que si usted y su hermana opusieran serios reparos a una inversión tan enorme, hecha en nombre del monopolio, es posible que nuestros consejeros reconsiderasen su postura.
—¿Cuánto piensan invertir?
—Unas doscientas mil libras, lo cual permitiría al monopolio adquirir, aproximadamente, el diez por ciento de las acciones que se ofrecen.
—¿No es una participación demasiado elevada en una sola empresa?
—Lo es, por supuesto, pero el presupuesto del monopolio se lo puede permitir.
—En este caso, acepto la decisión de Ambros, y estoy segura de que hablo también en nombre de mi hermana.
El señor Harrison miró una vez más el expediente y estudió una declaración jurada, firmada por la señorita Amy Hardcastle, concediendo virtualmente carte blanche a su hermana en todas las decisiones relacionadas con las propiedades del difunto sir Raymond Hardcastle, incluyendo la transferencia de veinte mil libras de su cuenta personal. El señor Harrison esperaba que la señorita Amy fuera feliz en el hotel residencia Cliff Top, como mínimo. Miró a la otra hija de sir Raymond.
—Entonces —concluyó, solo me queda comunicar a Hambros su punto de vista acerca del tema e informarla a usted cuando «Trumper’s» reparta sus acciones.
El abogado cerró el expediente, se levantó y caminó hacia la puerta. La señora Trentham le siguió, satisfecha de saber que tanto el monopolio Hardcastle como sus propios consejeros trabajaban en equipo para ayudarla a realizar su proyecto a largo plazo, sin que ninguna de ambas partes supiera lo que ella estaba tramando. Aún la complació más pensar que, el día en que «Trumper’s» se convirtiera en empresa pública, obtendría el control del quince por ciento de las acciones.
Cuando llegaron a la puerta, el señor Harrison se volvió para estrechar la mano de la señora Trentham.
—Buenos días, señora Trentham.
—Buenos días, señor Harrison. Ha sido usted muy amable, como siempre.
Se encaminó al coche. El chófer le abrió la puerta. Mientras arrancaba, se volvió a mirar por la ventanilla trasera. El viejo abogado continuaba de pie ante la puerta de su oficina, con una expresión preocupada en el rostro.
—¿A dónde, señora? —preguntó el chófer, zambulléndose en el tráfico de la tarde.
Consultó su reloj: la entrevista con Harrison no había durado tanto como había sospechado, y le quedaba algo de tiempo libre antes de su siguiente cita.
—Al hotel St. Agnes —ordenó, pese a todo, apoyando la mano sobre el paquete envuelto en papel marrón que descansaba en el asiento de al lado.
Había indicado a Harris que alquilara una habitación en el hotel e introdujera a Kitty en el ascensor cuando nadie se fijara en ellos.
Cuando llegó al hotel, aferrando el paquete, advirtió con desagrado que Harris no la esperaba como de costumbre en su lugar habitual. Detestaba profundamente aguardar sola en el pasillo. Se acercó de mala gana al portero del vestíbulo para preguntar el número de la habitación que Harris había alquilado.
—Catorce —contestó un hombre ataviado con un brillante uniforme azul, aunque los botones no brillaban—. Pero usted no puede…
La señora Trentham no estaba acostumbrada a que nadie le dijera «usted no puede». Dio media vuelta y empezó a subir con parsimonia la escalera que conducía a las habitaciones de la primera planta. El portero del vestíbulo se apresuró a descolgar el teléfono del mostrador.
La señora Trentham tardó varios minutos en localizar el número 14, casi el mismo tiempo que empleó Harris en responder a su llamada. Cuando la señora Trentham entró en la habitación se quedó sorprendida al ver lo pequeña que era; solo había sitio para la cama, una silla y un lavabo. Sus ojos se clavaron en la mujer tendida en la cama. Llevaba una blusa de seda roja y un falda de cuero negra…, demasiado corta en opinión de la señora Trentham, por no mencionar el hecho de que los botones superiores de la blusa estaban desabrochados.
Como Kitty no hizo el menor movimiento para quitar un viejo impermeable tirado sobre la silla, a la señora Trentham no le quedó otro remedio que permanecer de pie.
Miró a Harris, que se estaba anudando la corbata. El hombre, obviamente, había decidido que cualquier presentación era superflua.
La única reacción de la señora Trentham consistió en ir directamente al grano para poder regresar a la civilización lo antes posible. No esperó a que Harris abriera el fuego.
—¿Ha explicado a la señora Bennet lo que se espera de ella?
—Desde luego —contestó el detective, poniéndose la chaqueta—. Y Kitty se halla más que dispuesta a cumplir su parte del trato.
—¿Podemos confiar en ella? —La señora Trentham miró a la mujer tendida en la cama.
—Claro que sí, mientras haya dinero de por medio —fueron las primeras palabras de Kitty—. Lo único que quiero saber es cuánto voy a sacar en limpio.
—El precio de la venta, más cincuenta libras —contestó la señora Trentham.
—Entonces, espero veinte libras de entrada.
La señora Trentham vaciló un momento, y luego asintió.
—Bien, ¿cuál es el truco?
—Solo que su hermano intentará disuadirla —explicó la señora Trentham—, hasta es posible que trate de sobornarla a cambio de…
—Ni lo sueñe. Por mí, puede hablar por los codos, porque no me convencerá. ¿Sabe una cosa? Odio a Charlie casi tanto como usted.
Depositó el paquete envuelto en papel marrón en el borde de la cama. La señora Trentham sonrió por primera vez.
Harris también sonrió.
—Sabía que las dos tenían algo en común.