Capítulo 33

Buenas noches, señor Sneedles.

El viejo bibliófilo se quedó tan sorprendido de que la mujer conociera su nombre que, por un momento, permaneció inmóvil, mirándola.

Por fin, se precipitó a saludar a la mujer, inclinándose ante ella. Al fin y al cabo, era el primer cliente que tenía en una semana, sin contar al doctor Halcomber, el rector jubilado que se pasaba horas curioseando en la tienda, pero que no había comprado un libro desde 1937.

—Buenos días, señora. ¿Busca algún volumen en particular? —Miró a la dama, que vestía un traje largo de encaje y un gran sombrero de ala ancha, con un velo que imposibilitaba ver su rostro.

—No, señor Sneddles —dijo la señora Trentham—. No he venido a comprar ningún libro, sino a recabar sus servicios. —Contempló al encorvado anciano, ataviado con chaqueta de lana, abrigo y mitones. La señora Trentham supuso que llevaba tal indumentaria porque ya no podía pagarse la calefacción de la tienda. Aunque su espalda parecía adoptar un perpetuo semicírculo y su cabeza sobresalía del abrigo como la de una tortuga, sus ojos brillaban de inteligencia y su mente aparentaba conservar toda su lucidez y agudeza.

—¿Mis servicios, señora? —repitió el anciano.

—Sí. He heredado una inmensa biblioteca que debe ser catalogada y valorada. Me han hablado muy bien de usted.

—Es muy amable por su parte, señora.

La señora Trentham se sintió muy tranquilizada cuando el señor Sneddles no le preguntó quién le había recomendado.

—¿Me permite preguntarle dónde se halla esta biblioteca?

—Algunos kilómetros al este de Harrogate. Enseguida comprobará que se trata de una colección extraordinaria. Mi difunto padre, sir Raymond Hardcastle, de quien sin duda habrá oído hablar, dedicó una gran parte de su vida a reuniría.

—¿Harrogate? —preguntó Sneddles, como si ella hubiera dicho Bangkok.

—Pagaré todos sus gastos, desde luego, independientemente del tiempo que tarde.

—Pero eso significaría tener que cerrar la tienda —murmuró el hombre, como hablando para sí.

—Le compensaré por sus pérdidas, naturalmente.

El señor Sneddles sacó un libro del contador y examinó el lomo.

—Temo que es imposible, señora, absolutamente imposible…

—Mi padre se especializó en William Blake. Comprobará que consiguió adquirir todas las primeras ediciones; algunas están como nuevas. Incluso logró obtener un original manuscrito de…

Amy Hardcastle se fue a la cama antes de que su hermana regresara a Yorkshire aquella noche.

—Últimamente está muy cansada —explicó el ama de llaves.

A la señora Trentham no le quedó otro remedio que cenar a solas y retirarse a su alcoba, pocos minutos después de las diez. Nada había cambiado: la vista de los valles de Yorkshire, las nubes negras, el cuadro de York Minster que colgaba sobre la cama con marco de nogal. Durmió bastante bien y bajó a las ocho de la mañana. La cocinera le explicó que la señorita Amy aún no se había levantado, así que desayunó sola.

Una vez que recogieron la mesa, la señora Trentham se sentó en la sala de estar y leyó el Yorkshire Post, mientras esperaba a que su hermana apareciera. El gato entró una hora después, y la señora Trentham lo ahuyentó con un extravagante movimiento de su brazo. El reloj de péndulo del vestíbulo ya había dado las once cuando Amy entró por fin en la sala. Caminó lentamente hacia su hermana con la ayuda de un bastón.

—Me sabe muy mal no haberte recibido anoche, Ethel —empezó—, creo que la artritis me la está jugando de nuevo.

La señora Trentham no se molestó en responder, pero observó los pasos vacilantes de su hermana, incapaz de creer en el cambio producido en menos de tres meses.

Aunque Amy siempre había parecido débil, ahora era frágil. Y si antes hablaba en voz baja, ahora resultaba inaudible. Su palidez había virado a un tono grisáceo, y sus arrugas eran tan pronunciadas que aparentaba muchos más años de los sesenta y nueve que en realidad tenía.

Amy se sentó en la silla situada junto a su hermana y respiró pesadamente durante varios segundos, como para dejar bien claro que desplazarse desde el dormitorio hasta la sala de estar había constituido una especie de proeza.

—Has sido muy amable al abandonar a tu familia y venirte a Yorkshire conmigo —dijo Amy, mientras el gato saltaba sobre su regazo—. Debo confesar que desde la muerte de papá estoy como perdida.

—Es muy comprensible, querida —sonrió la señora Trentham—, pero consideré mi deber estar contigo…, tanto como un placer, por supuesto. En cualquier caso, padre me advirtió que esto podía ocurrir después de su fallecimiento. Me dio instrucciones específicas para obrar en tales circunstancias.

—Me alegra mucho saberlo. —El rostro de Amy se iluminó por primera vez—, dime lo que papá había pensado, por favor.

—Padre se empeñó en que vendieras la casa lo antes posible y vinieras a vivir con Gerald y conmigo en Ashurst…

—Oh, nunca se me ocurriría causarte tal molestia, Ethel.

—… o bien mudarte a uno de esos agradables hotelitos de la costa, dedicados especialmente a parejas jubiladas y solteros. Pensaba que, de esta forma, podrías hacer nuevas amistades y volver a disfrutar de la vida. Yo preferiría que te reunieras con nosotros en Buckingham, pero con las bombas…

—Nunca me habló de vender la casa —murmuró Amy, angustiada—. De hecho, me suplicó…

—Lo sé, querida, pero sabía muy bien cuánto te afectaría su muerte y me pidió que te diera la noticia con delicadeza. Recordarás, sin duda, la larga entrevista que mantuvimos en su estudio la última vez que vine a Yorkshire.

Amy asintió, pero la expresión de perplejidad no abandonó su rostro.

—Recuerdo cada palabra que dijo —prosiguió la señora Trentham—. Haré cuanto esté en mi poder para que sus deseos se respeten, naturalmente.

—Pero yo no sabría por dónde empezar o cómo.

—No hace falta que pienses más querida. —Palmeó el brazo de su hermana—. Para eso estoy aquí.

—¿Y qué pasará con los criados y mi querido Garibaldi? —preguntó Amy con nerviosismo, mirando al gato—. Padre nunca me perdonaría que los tratara de cualquier manera.

—No puedo estar más de acuerdo. Sin embargo, pensó en todo como siempre, y me dio instrucciones explícitas sobre lo que debía hacerse con toda la servidumbre.

—Papá era muy considerado. Aun así, no estoy muy segura…

La señora Trentham todavía tardó dos días en convencer a Amy de que sus planes para el futuro redundarían en beneficio de todos y, además, solo se limitaba a cumplir la voluntad de su padre.

Desde aquel momento, solo bajaba por las tardes a dar un breve paseo por el jardín y cuidar de las petunias. Siempre que la señora Trentham se encontraba con su hermana, le rogaba que no se agotara.

Tres días después, Amy renunció a su paseo de las tardes. El lunes siguiente, la señora Trentham anunció a la servidumbre que tenía una semana para marcharse, a excepción de la cocinera, que se quedaría hasta que la señorita Amy se trasladara a otro sitio. Aquella misma tarde buscó un agente de bienes raíces y puso en venta la casa y el terreno de treinta y cinco hectáreas.

La señora Trentham se entrevistó el martes con el señor Althwaite, un abogado de Harrogate. Durante una de las raras apariciones de Amy, le explicó que no había sido necesario molestar al señor Harrison. Al fin y al cabo, estaba segura de que cualquier problema relativo a la propiedad lo llevaría mejor un hombre del lugar.

Tres semanas más tarde, la señora Trentham logró trasladar a su hermana, junto con sus escasas pertenencias, a un hotelito residencial que dominaba la costa este, a pocos kilómetros al norte de Scarborough. Coincidió con el propietario en que era lamentable no aceptar animales domésticos, pero estaba segura de que su hermana lo comprendería. La orden final de la señora Trentham consistió en que enviaran las facturas mensuales a Coutts & Cía, en el Strand, que las abonarían de inmediato.

Antes de despedirse de su hermana, la señora Trentham le hizo firmar tres documentos.

—Así ya no tendrás que preocuparte por nada, querida —explicó cariñosamente la señora Trentham.

Amy firmó los tres papeles colocados frente a ella sin molestarse en leerlos. La señora Trentham se apoderó enseguida de los tres documentos redactados por el abogado de la localidad y los guardó en su bolso.

—Hasta pronto —se despidió de su hermana, y besó a Amy en la mejilla. Pocos minutos después emprendió el viaje de regreso a Ashurst.

La campanilla situada sobre la puerta sonó ruidosamente en el polvoriento silencio cuando la señora Trentham entró en la tienda. Al principio no percibió el menor movimiento, hasta que el señor Sneddles salió de la pequeña habitación de atrás, con tres libros bajo el brazo.

—Buenos días, señora Trentham —dijo—. Ha sido muy amable al responder a mi nota con tanta rapidez. Consideré necesario hablar con usted, pues ha surgido un problema.

—¿Un problema? —La señora Trentham retiró el velo que ocultaba su rostro.

—Sí. Como ya sabrá, casi he terminado mi trabajo en Yorkshire. Lamento haber tardado tanto, señora, pero creo que he sido muy indulgente con mi tiempo, porque…

La señora Trentham indicó con un ademán que no estaba disgustada.

—Y temo que, a pesar de solicitar los buenos servicios del doctor Halcombe para que me ayudara, y teniendo en cuenta el tiempo que ocupa ir y venir de Yorkshire, es posible que aún nos lleve a los dos varias semanas más catalogar y valorar una colección tan excelente…, sin olvidar que su difunto padre empleó toda su vida en reuniría.

—No hay problema —le aseguró la señora Trentham—. No tengo prisa. Tómese su tiempo, señor Sneddles, y llámeme cuando haya terminado el trabajo.

El anticuario sonrió ante la idea de poder continuar la catalogación.

Acompañó a la señora Trentham a la puerta y la abrió para que saliera. Nadie que les viera pensaría que tenían la misma edad. La mujer miró en ambas direcciones de Chelsea Terrace y ocultó el rostro con el velo.

El señor Sneddles cerró la puerta y se frotó los mitones; luego, volvió a su habitación para reunirse con el doctor Halcombe.

Cada vez le molestaba más que un cliente entrara en la tienda.

—Después de treinta años, no tengo la menor intención de cambiar de corredores de bolsa —dijo con firmeza Gerald Trentham, antes de servirse el segundo café.

—¿No te das cuenta, querido, del impulso que daría a Nigel conseguir que pasaras tu cuenta a su empresa?

—¿Y el golpe que supondría para David Cartwright y Vickers da Costa perder un cliente al que han servido con tanta honradez durante cien años? No, Ethel, ya es hora de que Nigel haga su trabajo sucio sin delegarlo en nadie. Maldita sea, cumplirá cuarenta dentro de unos meses.

—No se me ocurre un regalo de cumpleaños mejor —insinuó su esposa, untando con mantequilla una segunda tostada.

—No, Ethel. Te repito que no.

—¿No ves que una de las responsabilidades de Nigel es conseguir nuevos clientes para la firma? Es muy importante en este momento, porque, ahora que ha terminado la guerra, no tardarán en hacerle socio.

El mayor Trentham no intentó disimular su incredulidad ante esta noticia.

—Si ese es el caso, será mejor que utilice sus propios contactos, en especial los que hizo en el colegio y en Sandhurst. Supongo que no pretenderá seguir apoyándose en los amigos de su padre.

—Eres injusto, Gerald. Si no puede confiar en los de su sangre, ¿cómo va a esperar que le ayuden los extraños?

—¿Que le ayuden? Esto es el colmo. —Gerald fue alzando la voz a cada palabra—. Eso es exactamente lo que has hecho desde el día que nació; quizá sea ese el motivo que le impide andar por su propio pie.

—Gerald —dijo la señora Trentham, sacándose un pañuelo de la manga—, jamás pensé…

—En cualquier caso —replicó el mayor, intentando recobrar la serenidad—, mi cartera no es tan importante como todo eso. Como tú y el señor Attlee sabéis bien, todo nuestro capital está invertido en tierras, y así ha sido durante generaciones.

—No es la cantidad lo que importa —le increpó la señora Trentham—, sino el ejemplo.

—Estoy totalmente de acuerdo contigo —dijo Gerald. Dobló la servilleta, se levantó de la mesa y salió del comedor antes de que su esposa pudiera pronunciar una palabra más.

La señora Trentham cogió el periódico y recorrió con el dedo la lista de cumpleaños de celebridades. Su dedo tembloroso se detuvo a llegar a las «tes».

Según Max Harris, Daniel Trumper se embarcó en el Queen Mary con rumbo a Estados Unidos, el segundo verano después del armisticio. Sin embargo, el detective privado fue incapaz de responder a la siguiente pregunta de la señora Trentham: ¿por qué? Lo único que Harris le pudo asegurar es que el colegio esperaba el regreso del joven profesor a principios del nuevo curso.

Durante las semanas que Daniel estuvo en Estados Unidos, la señora Trentham pasó gran cantidad de tiempo reunida con sus abogados en Lincoln’s Field Inn, preparando la solicitud de construcción.

Ya había contratado a tres arquitectos, todos recién titulados. Les ordenó que preparasen los planos para un bloque de pisos que se construiría en Chelsea. El ganador se haría cargo del proyecto, en tanto los otros dos recibirían cien libras cada uno de compensación. Los tres aceptaron sus condiciones, muy complacidos.

Unas doce semanas después los tres presentaron sus trabajos, pero solo uno aportó lo que la señora Trentham buscaba.

En opinión del socio mayoritario del bufete, la propuesta del más joven de los tres, Justin Talbot, lograría que la central eléctrica de Battersea se pareciera al palacio de Versalles. Sin embargo, la señora Trentham no admitió al abogado que en su decisión había influido el hecho de que el tío del señor Talbot era miembro del Comité Urbanístico del Consejo Municipal de Londres.

Aunque el tío de Talbot la apoyara, la señora Trentham aún no veía claro que la mayoría del Comité votara a favor de un proyecto tan insultante. Recordaba a un búnker, y hasta el propio Hitler lo hubiera rechazado. No obstante, los abogados sugirieron que hiciera constar en la solicitud, como principal propósito, que el nuevo edificio se destinaría a viviendas de bajo coste, para ayudar a estudiantes y a hombres solteros en situación de desempleo, necesitados de alojamiento temporal. En segundo lugar, cualquier ingreso derivado de los pisos sería destinado a una organización de caridad, para ayudar a familias que padecieran el mismo problema. Por último, llamaría la atención del Comité sobre el detalle de haber buscado jóvenes talentos, merecedores de una oportunidad para trabajar de arquitectos.

La señora Trentham no supo si alegrarse u horrorizarse cuando el Consejo Municipal de Londres le aseguró la aprobación. Tras largas deliberaciones que ocuparon varias semanas, insistieron en que introdujeran pequeñas modificaciones en los planos del joven Talbot. Ordenó de inmediato a su arquitecto que despejaran el solar bombardeado, para empezar a construir sin más demora.

La petición que sir Charles Trumper presentó al CML para erigir unos nuevos grandes almacenes en Chelsea Terrace recibió una considerable publicidad a nivel nacional, en su mayor parte favorable. Sin embargo, la señora Trentham observó que, en varios artículos escritos a propósito del nuevo edificio, se mencionaba a un tal Martin Rutheford, que se autodenominaba Presidente de la Federación por la Salvaguardia de las Pequeñas Tiendas, una organización que se oponía al proyecto de «Trumper’s». El señor Rutheford afirmaba que, a la larga, perjudicaría a los pequeños comercios; su medio de vida se encontraba en peligro. Continuaba haciendo hincapié en la injusticia de que ninguno de los comerciantes del barrio podía enfrentarse a un hombre tan poderoso y rico como sir Charles Trumper.

—Oh, sí, ya lo creo que pueden —dijo la señora Trentham, durante el desayuno de aquella mañana.

—¿Pueden qué?

—No tiene importancia —tranquilizó a su marido, pero por la tarde proporcionó al señor Harris los medios económicos necesarios para que el señor Rutheford presentara una objeción oficial al proyecto de Trumper. La señora Trentham también accedió a sufragar todos los gastos que el señor Rutheford efectuara para la consecución de su objetivo.

Siguió en la prensa diaria los resultados logrados por el señor Rutheford. Confesó a Harris que no le importaría pagar al hombre una recompensa adicional por los servicios que le prestaba, pero, como casi todos los activistas, solo estaba interesado en la causa.

En cuanto los bulldozers penetraron en el solar de la señora Trentham y los trabajos de «Trumper’s» se paralizaron, la mujer volvió su atención a Daniel y al problema de su herencia.

Sus abogados le confirmaron que no existía forma de revocar el testamento, a menos que Daniel Trumper renunciara voluntariamente a todos sus derechos. Incluso le entregaron un borrador de las frases que debería firmar en tal circunstancia, y dejaron a la señora Trentham la ingente tarea de lograr que firmara el documento.

A la señora Trentham no le cabía en la cabeza que Daniel y ella llegaran a encontrarse alguna vez, pero, por si acaso, guardó el borrador en el cajón inferior de su escritorio.

—Me alegro de volver a verla, señora —dijo el señor Sneddles—. No encuentro excusas para mi tardanza en finalizar su encargo. Le cobraré únicamente la cantidad que acordamos en nuestra primera entrevista, por supuesto.

El librero no pudo distinguir la expresión de la señora Trentham, pues no se había quitado el velo. Siguió al hombre, dejando atrás interminables estanterías de libros cubiertos de polvo, hasta llegar a la pequeña habitación de atrás. Allí fue presentada al doctor Halcombe que, como el señor Sneddles, llevaba un grueso sobretodo. Declinó tomar asiento cuando observó que la silla estaba cubierta por una fina capa de polvo.

El viejo señaló con orgullo las ocho cajas que descansaban sobre su escritorio. Tardó casi una hora en explicarle, con ocasionales intervenciones del doctor Halcombe, cómo habían catalogado toda la biblioteca de su difunto padre, primero por orden alfabético de autores, después por temas y, finalmente, por títulos. En la esquina inferior izquierda de cada ficha habían añadido el valor aproximado de cada uno.

La señora Trentham demostró una sorprendente paciencia con el señor Sneddles, haciendo de vez en cuando preguntas cuya respuesta la tenía sin cuidado, pero consciente de que daría pie al hombre para entregarse a largas y complicadas explicaciones sobre cómo había empleado su tiempo en los últimos cinco años.

—Ha llevado a cabo un trabajo notabilísimo, señor Sneddles —dijo, tras echar un vistazo a la última ficha, «Zola, Emile (1840-1902)»—. No podía pedir más.

—Es usted muy amable, señora —dijo el viejo, haciendo una reverencia— pero siempre he demostrado un auténtico interés por este tema. Su padre no pudo encontrar a nadie más adecuado para hacerse cargo del trabajo de su vida.

—Convinimos unos honorarios de cincuenta guineas, si no recuerdo mal —dijo la señora Trentham, sacando un cheque del bolso y entregándolo al librero.

—Gracias, señora —contestó el señor Sneddles. Cogió el cheque y lo puso distraído, en un cenicero. Se abstuvo de añadir «Le habría pagado con gusto el doble por el privilegio de efectuar este trabajo».

—Veo que ha valorado toda la colección por una cantidad ligeramente inferior a cinco mil libras —dijo la señora Trentham, examinando con atención los papeles que acompañaban a las cajas.

—En efecto, señora. Debo advertirla, sin embargo de que he sido un poco conservador. Algunos de estos volúmenes son tan peculiares que cuesta calcular el precio que obtendrían en el mercado.

—¿Significa eso que estaría dispuesto a ofrecerme esa cantidad por la biblioteca si yo quisiera venderla? —preguntó la señora Trentham, mirándole sin pestañear.

—Nada me proporcionaría mayor placer, señora, pero temo que no puedo permitírmelo.

—¿Cómo reaccionaría usted si le encargara la responsabilidad de su venta? —insistió la señora Trentham sin apartar la vista del anciano.

—Lo consideraría un enorme privilegio, señora, pero quizás tardaría meses, o tal vez años, en coronar la empresa.

—Es posible que podamos llegar a un acuerdo, señor Sneddles.

—¿Algún acuerdo? No estoy seguro de entenderla bien, señora.

—¿Qué le parecería una sociedad, señor Sneddles?